6

La mansión junto a la bahía se había sumido en el espeso silencio de la noche. Los sirvientes descansaban en las dependencias del entresuelo que ya habían ocupado cuando fueron esclavos, sólo que ahora el ama de llaves no les encerraba cada noche tras una reja. Rosalía había hecho su última ronda por la casa para comprobar que todo estaba en orden y se había retirado después al pequeño gabinete que Valentina había mandado habilitar para ella junto a la alcoba que ocupaba en el traspatio. Allí anotaba con su burda letra los menús para el día siguiente y confeccionaba las listas de los víveres que tendría que comprar la cocinera en el mercado. Inés y Manuel yacían en sus respectivos cuartos, aunque ninguno de los dos dormía. También Valentina intentaba conciliar un sueño esquivo sobre las finas sábanas de hilo bordado, que se le antojaban bastas como el esparto desde que su marido había empezado a encerrarse en su caparazón de hostilidad.

El único que aún no se había acostado era Tomás. Se hallaba recluido en la biblioteca penumbrosa, sentado en el cómodo sillón de lectura que había pertenecido a su primo Sebastián. En su regazo reposaba, abierto e iluminado por la luz que irradiaba la lámpara que había encendido Cirilo dos horas atrás, un grueso manual de medicina en cuyo contenido no lograba concentrarse. Sobre una mesita de caoba contigua estaba el vaso que había contenido el ron destinado a calmar el resentimiento enquistado en su corazón y los exasperantes pinchazos de dolor en su pierna. Era consciente de que esa noche sus huesos remendados no le molestaban más que otras muchas veces durante los últimos trece años. Había pasado momentos infinitamente peores desde que se convirtió en un lisiado, aunque siempre había logrado soportar los días malos poniendo buena cara, sin quejarse ni abrumar a Valentina con sus dolores. Pero las burlas de Leopoldo Bazán en el teatro Tacón habían acabado con su voluntad de resignarse a lo que en el fondo no conseguía aceptar. Jamás en su vida se había sentido tan amargado, tan decrépito ni tan enojado con su sino de tullido. Se echó hacia delante y se frotó con rabia la pierna respondona, que mantenía estirada sobre un taburete.

Así le halló Valentina cuando entró en la biblioteca, ataviada únicamente con un camisón de seda que se ondulaba por la leve corriente de aire que atravesaba la estancia, e iluminada por la luz de la vela que transportaba encajada en una palmatoria.

Tomás dio un respingo y se echó atrás en el sillón; estaba tan avergonzado de haber sido sorprendido de esa guisa que su rostro se tiñó de profundo escarlata. Ella fingió no haber reparado en su turbación manchada de rencor. Cerró la puerta de la biblioteca y se aproximó a él. Dejó la palmatoria encima de la mesita cercana antes de acomodarse sobre el apoyabrazos del sillón. Al aproximar su rostro al de Tomás, advirtió que esa noche también olía a alcohol. Se preguntó cuánto tiempo llevaría bebiendo a escondidas en la biblioteca. Precisamente él, que siempre había sido muy mesurado con la bebida. Se arrepintió de no haberse decidido a pedirle explicaciones la primera noche que percibió la huella del ron en su aliento, poco después del altercado con Leopoldo, esa alimaña que había regresado de París para volver a envenenar su vida.

Él la escrutaba desde abajo, envuelto en el incómodo silencio que desde hacía días le aplastaba como una capa empapada por la lluvia. Valentina decidió romper la desacostumbrada hostilidad de Tomás hablándole primero de algún tema cotidiano. Recordó que esa mañana había recibido la invitación a la fiesta de cumpleaños de Aurelia, la mejor amiga de Inés. Meses atrás, tan sólo una semana después de la presentación en sociedad de Inés, el padre de la joven, un plantador que poseía un próspero ingenio situado a un día de viaje de San Rafael, ya había celebrado un fastuoso baile para la puesta de largo de la única hija que le quedaba por casar. Aurelia era vivaz, muy leída y derrochaba simpatía al hablar, pero su cuerpo bajo y rechoncho, al que ponía la guinda una cara redonda como la luna llena cuando se reflejaba en las aguas de la bahía, no le confería atractivo a ojos de los muchachos y las lenguas maliciosas de La Habana ya auguraban que harían falta muchas fiestas y una generosa dote para cazarle un marido a esa criatura.

Valentina le acarició el rostro y Tomás tembló ligeramente al contacto con sus dedos.

—Puesto que mi esposo me rehúye —le susurró Valentina con dulzura—, debo ser yo quien le busque para consultarle los asuntos que conciernen a nuestra familia.

Él frunció una diminuta sonrisa y la miró. Su silencio, espesado por el ron que había ingerido, se tornó expectante. A Valentina le inquietó la extraña actitud de Tomás; tomó aire y prosiguió:

—Nos han mandado una invitación para el baile que Andrés Araméndiz y su esposa celebrarán por el cumpleaños de Aurelia. Será dentro de una semana en la mansión de los Araméndiz. Creo que nos conviene acudir. No sólo por complacer a Inés. Asistirán las familias más importantes de la ciudad… y muchos caballeros jóvenes y ricos que buscan esposa. Debemos pensar en el futuro de la niña.

—¡Aborrezco esas fiestas! —se sulfuró Tomás—. ¡Y tú, a la que nada se le escapa, deberías saberlo! Estoy cansado de ver cómo otros bailan con mi esposa mientras yo sólo puedo platicar con ancianos que apenas se tienen en pie o entretener a viejas desdentadas que se compadecen de mi cojera.

—¡El único que se compadece de ti eres tú! —saltó Valentina, aunque se arrepintió de su arranque en cuanto vio que Tomás se retraía aún más dentro de su membrana de rencor. Volvió a acariciarle la mejilla y añadió—: Es nuestro deber acompañar a Inés a la fiesta de su mejor amiga. Sabes que una muchacha honrada no puede acudir sola a un evento como ése. Y Manuel no nos sirve de acompañante. Está demasiado… —Valentina se interrumpió. Había estado a punto de decir «enamorado», pero no le pareció la expresión más indicada—. Es demasiado joven, y además… sigue pendiente de Inés. Viene todas las tardes con nosotras cuando salimos al paseo del Prado, y encima desde hace unos días se acerca a saludarnos… —tragó saliva antes de continuar—. Guillermo…, Guillermo Bazán. Creo que nos conviene vigilar a tu hijo muy estrechamente. Imagina que los Araméndiz invitan también a Guillermo a su fiesta…

—¡O al hijo de perra de Leopoldo Bazán! —la cortó Tomás con desproporcionada rabia.

Valentina dio un respingo y le observó con atención. Jamás le había oído hablar en esos términos.

—Estás más borracho de lo que creía… —constató, muy bajito, como si hablara consigo misma. De pronto estalló en su pecho un violento enojo. ¿Qué diablos le estaba ocurriendo a Tomás? ¡El hombre del que se enamoró no se encerraba a beber, ni se compadecía de sí mismo y nunca le había hablado con esa acritud! No estaba dispuesta a permitirle esas salidas de tono, ni que huyera de ella todas las noches. Inspiró y dijo con firmeza:

—Desde que nos convertimos en marido y mujer, siempre hemos procurado ser sinceros el uno con el otro. ¡Pues ahora te advierto que no me quedaré de brazos cruzados mientras tú te recluyes cada noche en la biblioteca para emborracharte!

—No estoy borracho —protestó él con lengua escurridiza.

—¡Sí lo estás! —replicó ella, incapaz de contenerse por más tiempo—. ¡Y quiero saber por qué bebes a escondidas en lugar de yacer a mi lado en la cama!

Él bajó la vista y se encogió de hombros.

—Me duele la pierna —dijo al fin, en voz baja porque le avergonzaba reconocerlo—. Y el ron hace más llevadero el dolor. ¿Satisface esto tu curiosidad?

Valentina sacudió la cabeza.

—¡No te creo! Sé que te duele muchas veces y nunca has apestado a alcohol como si fueras un estibador del puerto. ¡Estás intratable desde la noche en la que casi golpeaste a Leopoldo Bazán en el teatro! Admítelo…

Tomás tragó saliva. La lengua le pesaba, pero intuía que no era por culpa del alcohol, sino a causa de sus irracionales celos de Bazán.

—¡Ese vago presumido se rió de mi cojera delante de mi esposa y mi hijo! —profirió, de nuevo furioso, y clavó su mirada en los ojos de Valentina—. ¿Nunca te has parado a pensar en lo que siento cuando atravieso esos malditos salones renqueando a tu lado como si fuera un viejo achacoso?

Ella bajó la mirada y guardó silencio.

—Te lo voy a decir: ¡siento vergüenza! ¡Aborrezco ser el pobre inválido al que cada día le cuesta más mantener el paso de su hermosa mujer! Y ese tipo lo advirtió y me humilló.

Conmovida por la profunda angustia que ardía en la mirada de Tomás, Valentina le abrazó muy fuerte. El calor de su piel despertó en él una ternura que estuvo a punto de hacerle llorar. Reprimió las lágrimas con ahínco. Cuando se tranquilizó, le apremió el deseo de besar a Valentina, pero los labios de ella se apretujaban contra su torso, por lo que se conformó con besuquearle la nuca. Un escalofrío recorrió la espalda de Valentina.

—Atribuyes demasiada agudeza a Leopoldo Bazán —dijo ella—. Ese hombre es cruel por naturaleza y se burla de todos porque disfruta haciendo daño. No te tortures, Tomás. ¡Te amo más que a nadie en el mundo y me siento orgullosa cuando entro en esos inmensos salones cogida de tu brazo! No quiero que sigas viniendo aquí para beber y compadecerte de ti mismo porque, si lo haces, dejaré de estar orgullosa de ti. ¡Este comportamiento no es digno de un hombre como tú!

—Tengo tanto miedo de que te apartes de mí por ser un lisiado… —se oyó musitar él—. De que prefieras a un petimetre con el que puedas bailar, como ese Bazán…

Valentina se dio cuenta de lo violentos que eran los celos que Tomás le tenía a Leopoldo y de lo mucho que le angustiaba su cojera, aunque siempre lo hubiera disimulado delante de ella. Volvió a sentirse culpable por haber deseado durante un instante a su antiguo amante. Levantó la cabeza y posó sus labios sobre los de Tomás. Él respondió encerrándole el rostro entre las manos para poder besarla mejor. Cuando al fin se despegaron, Valentina exclamó:

—¿Cómo voy a preferir a un hombre como ése? Siempre has sido un poco tonto, Tomás Mendoza.

En el rostro de él fue esbozándose una sonrisa amplia, complacida, henchida de repentina felicidad. Miró a Valentina durante un buen rato sin dejar de sonreír; empezaba a sentirse bastante estúpido por su actitud de los últimos días. Era consciente de que comportándose así sólo lograría que Valentina lo considerara patético. Pero ese encontronazo con el maligno Bazán había removido sus temores más lacerantes y había agudizado el complejo que de un tiempo a esa parte le causaba el deterioro de su pierna. Tomó aire, lo expulsó con resignación y dijo:

—Está bien… iremos a la fiesta de Aurelia… y te prometo que no me dejaré provocar por Leopoldo Bazán si se presenta allí. Estaré pendiente de mi hijo y seré el caballero más encantador de La Habana con esas alcahuetas viejas y desdentadas. ¿Contenta?

Valentina negó con la cabeza.

—Todavía no. Prométeme que no te convertirás en un borracho. Y que no volverás a compadecerte de ti mismo.

—Te doy mi palabra —respondió él, muy serio, y recorrió con los labios el cuello de Valentina.

A ella se le escapó un suspiro de gozo.

—¿Eres consciente de que no me habías tocado desde la noche del teatro Tacón? —le echó en cara.

Tomás asintió con un gruñido y farfulló:

—Es algo a lo que deberíamos poner remedio ahora mismo.

Valentina se desasió de él. Se levantó y le tomó una mano.

—Vayamos a la alcoba.

Esa noche se amaron con tal ímpetu sobre las delicadas sábanas de hilo bordado, que hasta Rosalía oyó desde su alcoba en el traspatio los profundos chirridos de la cama y los no menos hondos gemidos de sus amos.