Hacía ya mucho tiempo que Valentina había dejado de cavilar sobre su intento fallido de ajustar cuentas con Leopoldo. Su dicha junto a Tomás había calmado incluso el dolor de pensar que su hijo crecía donde no le correspondía. Había llegado a ser feliz educando a Inés como si la hubiera gestado ella misma, y Manuel había ocupado de un modo natural el hueco dejado por el bebé al que una noche lejana deseó llamar Gervasio. Sin embargo, todo eso lo había barrido en un instante su reencuentro con Leopoldo en el ambigú del teatro Tacón. Desde entonces se avergonzaba del deseo que había despertado en ella su antiguo amante; Tomás lo había percibido, y para ella era lo mismo que haberle traicionado. Le atormentaba también el cambio de humor experimentado por Tomás a partir de aquella representación operística en el teatro, su mirada hosca y sus desasosegantes silencios, rotos sólo por las respuestas desganadas que lograba arrancarle. Por la noche dormía mal, pues cavilaba sin cesar sobre los problemas que podría acarrear a la familia el inconveniente enamoramiento de Manuel y la no menos inoportuna fascinación despertada por Guillermo en la otrora juiciosa Inés, sumida ahora en un perpetuo desasosiego que le había arrebatado las ganas de comer y la hacía suspirar por cualquier nimiedad. Y no era menor el desconcierto que padecía ella misma desde que había vuelto a ver a su hijo. Siempre había temido la llegada de ese momento en que se hallaría frente a él y tendría que mirarle a los ojos y hablarle fingiendo que acababa de conocerlo. Había imaginado que de su pecho brotaría entonces un caudaloso manantial de sentimientos que le permitiría reconocer al pequeño que llevó durante nueve meses en su vientre. Pero el joven en que se había convertido aquel ser tibio de deditos perfectos, que olía a vida y también a esperanza, no había despertado en modo alguno su instinto de madre. Sólo le sugería la inminencia de graves contratiempos. Ahora sus hijos eran Inés y Manuel, no ese gallardo muchacho educado en París por el cínico de Leopoldo.
También a Tomás le había envenenado Leopoldo Bazán el alma y el sueño. Hasta su encontronazo con él en el teatro Tacón, había poseído una facilidad envidiable para quedarse dormido al final de su intensa jornada, en especial si había retozado con Valentina nada más retirarse los dos a la alcoba. Ahora, en lugar de acostarse al mismo tiempo que ella, por las noches se demoraba durante horas en la biblioteca con un colmado vaso de ron y fingía leer, cuando en realidad rumiaba sin cesar la humillación que le había infligido Bazán al recordarle lo que, con el paso de los años, le costaba más y más admitir: su condición de lisiado que no se atrevía a montar a caballo, ni podía caminar durante mucho rato y menos aún bailar con su esposa delante de esas viejas alcahuetas que le miraban en las fiestas de la nobleza sin disimular cuánto le compadecían. Cada día más cojo, más huraño y expuesto a que se burlaran de él figurines como ese Bazán, que no había hecho en su vida más que dilapidar una inmensa fortuna y vejar a las mujeres que caían en sus manos. Y al final, Tomás se levantaba de su sillón de lectura y renqueaba hasta la alcoba guiándose por la atenuada luz de las lámparas de gas que Rosalía dejaba encendidas para él a lo largo de la galería. Se tendía junto a Valentina, tan embotado por el alcohol y sus insanos celos de Leopoldo que ni siquiera se daba cuenta de que ella se hacía la dormida. A veces, le acariciaba fugazmente la sedosa cabellera, la mejilla o la sinuosa curva del cuello. Valentina se giraba entonces para abrazarse a su torso en la oscuridad y Tomás no podía evitar preguntarse cuánto tiempo tardaría ella en cansarse de ser la esposa de un tullido.
Inés no había advertido el cambio operado en el apacible carácter de su tío Tomás, al que quería como a un padre, ni la preocupación de Valentina, la única madre que había conocido en su vida. Sólo pensaba en volver a ver al muchacho de ojos azules cuyo meloso acento evocaba en ella las fantasías que había hilado cuando miss Brown le hablaba de la elegante capital francesa, a la que ninguna de las dos había viajado nunca. Guillermo Bazán era guapo, elegante y muy distinto de los jóvenes cachorros de la alta sociedad habanera a los que conocía desde la infancia y entre los que, eso se lo habían inculcado ya de niña, se hallaría el esposo al que tío Tomás y su madre consideraran adecuado para ella. Una perspectiva que le había parecido muy excitante cuando empezó a usar los vestidos de mujer confeccionados por la modista que cosía para las señoras elegantes de La Habana, pero que ahora se le antojaba terriblemente aburrida. De pronto, los muchachos de su círculo le parecían toscos y pueblerinos, pues había decidido que sólo se casaría con un caballero como ese joven afrancesado. Y empezó a conspirar para que su madre la acompañara más a menudo en quitrín a tomar la fresca por el paseo del Prado y aceptara todas las invitaciones que le llegaran para asistir a los fastuosos bailes de la nobleza. Sabía que tarde o temprano, en alguno de esos lugares, volvería a coincidir con el chico que había trastocado su ordenada vida de niña casadera de buena familia.
Manuel, el ojito derecho de su padre, el sensible y bondadoso benjamín de la casa al que Inés quería como si fuera su hermano pequeño, había pasado en una sola noche de penar en el purgatorio de su inaceptable amor a quemarse en el infierno de una pasión emponzoñada por los celos. Había perdido todo interés por sus estudios, en los que había destacado hasta entonces, y hasta la perspectiva de ser pronto el alumno más joven de la facultad de Medicina de La Habana había dejado de ilusionarle. Su mente era incapaz de centrarse en algo que no fuera lo que sentía por Inés. El tiempo que antes había empleado en estudiar lo gastaba ahora en buscar la compañía de la joven. Muchas tardes la contemplaba embelesado desde un rincón de la salita del piano mientras ella tocaba melodías lánguidas con dedos inusualmente torpes y sin advertir siquiera su presencia. Otras se empeñaba en acompañar a Inés y Valentina cuando salían de paseo en quitrín, contraviniendo el consejo de su tía Galatea, que temía la reacción de Tomás si se enteraba de que su hijo anteponía el esparcimiento a los estudios. Las primeras escapadas al paseo del Prado se desarrollaron sin contratiempos para Manuel, que cabalgaba junto al carruaje sobre el caballo negro que le había regalado su padre hacía poco y se embebía de la belleza de Inés mientras vigilaba con el rabillo del ojo si se aproximaba ese odioso lechuguino venido de Francia. Sin embargo, la calma duró poco. Una tarde, cuando Manuel se empeñaba en atraer la atención de Inés desde su montura, su competidor se acercó al quitrín sobre un purasangre más hermoso aún que el suyo y la joven perdió en un instante todo interés por él, infligiéndole la humillación más espantosa de toda su vida.
Y es que desde que Guillermo Bazán había conocido a esa beldad criolla de ojos verdes, de la que su padre había empezado a hablarle maravillas como si fuera un viejo y querido amigo de su familia, se moría por verla de nuevo, posar la vista sobre su cabello azabache, abismar la mirada en el iris esmeralda que le causaba vértigo y aturdirse con ese pájaro que batía sus grandes alas en la parte de su pecho donde, según afirmaban los poetas, solía alojarse el corazón. Desde que su progenitor empezó a introducirle en los salones de la alta sociedad de París, a Guillermo le había fascinado la belleza de muchas jovencitas y también la de algunas damas algo más maduras pero aún apetecibles. Admiraba todavía más la hermosura de las muchachas de la aristocracia habanera, tan duchas en el arte de coquetear tras los abanicos que agitaban con inimitable destreza. Pero ninguna le había hecho sentirse jamás como si fuera un ave capaz de echarse a volar y alcanzar los confines del mundo. Esa chica se había asentado en su cabeza y se había apropiado de sus pensamientos, creándole tal desasosiego que incluso había acabado confesando a su padre lo que sentía. Éste, lejos de reírse de él tildándole de iluso y previniéndole contra las redes de amor que tendían las mujeres para atrapar a los hombres, como solía hacer infinidad de veces, le había animado con entusiasmo a cortejar a esa niña casadera. Y Guillermo se había consagrado a esa empresa con una devoción que en su corta vida sólo había puesto en leer a Baudelaire, Verlaine y Rimbaud y en escribir sus propios versos a escondidas de su padre.
Como era un joven muy observador, pronto había reparado en que las distracciones de las jovencitas cubanas de buena cuna se reducían a visitar a sus amigas cuando su padre se lo permitía, a mostrarse en quitrín por el paseo del Prado, siempre en compañía de la madre o de una carabina de mirada severa, y a asistir con su familia a alguna representación de ópera en el teatro Tacón o a los bailes de sociedad, donde las más bellas y ricas eran cortejadas sin tregua por los chicos de su misma clase. Guillermo calculó que de momento no había ningún baile de tono a la vista. Tampoco podía confiar en volver a encontrarse con esa joven en el teatro, porque su padre parecía atacado de una extraña tacañería desde que habían llegado a la isla y gastaba el dinero con la cautela propia de un viejo avaro. Decidió centrarse en merodear a caballo por el paseo del Prado hasta que, al cabo de tres tardes infructuosas, vio al fin a la joven de sus desvelos, escoltada no sólo por la madre sino también por ese hermano antipático que le escrutó en el teatro con el ceño fruncido y mirada amenazante. Sin embargo, Guillermo no se amilanó por tan ingrata compañía. Irguió la espalda para infundirse valor y se acercó al carruaje donde se sentaba su amada, sintiendo el corazón encajado de pronto en la garganta por la emoción y sin lograr comprender por qué doña Galatea le miraba con los ojos tan abiertos como si tuviera delante a un fantasma.
Y mientras algunos se sentían amenazados por la súbita irrupción de Guillermo en sus vidas y la pequeña Inés se abismaba en el laberinto de su delirio, había en La Habana una persona que se regocijaba con el curso de los acontecimientos y alentaba a su hijo en su primer y vehemente amor. Leopoldo Bazán se había apresurado a indagar sobre la fortuna que heredaría la pequeña del difunto Sebastián Ruiz Mendoza y sabía que si jugaba bien sus cartas y lograba que Guillermo se casara con esa jovencita, aunque fuera forzando el matrimonio con una oportuna fuga, él podría hacerse con parte de esa herencia, que serviría para paliar algo sus acuciantes problemas económicos. Y si, como temía a veces, su hijo resultaba ser demasiado blando e ingenuo para embaucar a esa rica heredera, al menos le quedaría la satisfacción de que ese amorío habría causado congoja a la ramera que intentó arruinarle catorce años atrás.