En el palco de Valentina nadie logró disfrutar de la segunda parte de La Traviata. Inés había perdido todo interés por la ópera y se dedicó a buscar con los anteojos entre el público al apuesto joven al que acababa de conocer, aunque no dio con él. Valentina disimulaba a duras penas la inquietud causada por el reencuentro con Leopoldo y su hijo. Manuel rumiaba su inmensa desdicha y Tomás estaba tan incómodo que le costaba gran esfuerzo permanecer quieto en su butaca. De buena gana habría salido a caminar un rato por el pasillo para ver si el movimiento aplacaba el dolor de su pierna. Incluso llegó a sopesar la idea de regresar a casa en uno de los dos quitrines en los que habían acudido al teatro. Por un instante celebró que Valentina y él no hubieran sucumbido a la reciente moda de sustituir los carruajes antillanos por coches de cuatro ruedas cuya caja iba montada sobre muelles en lugar de sopandas de cuero, lo que los hacía más propensos a los vaivenes y las fuertes sacudidas. En los últimos tiempos habían aparecido en las calles de La Habana duquesas, victorias y tílburis tirados por uno o dos caballos, y cuando Tomás miraba las caras de circunstancias de sus engalanados ocupantes se alegraba de no ir sentado en un carruaje tan inestable. La idea le arrancó una efímera sonrisa. Se masajeó la pierna con disimulo y decidió aguantar hasta el final. Si se marchaba antes de tiempo, nunca se sacaría de la cabeza la obsesión de que estaba convirtiéndose en un viejo lisiado.
Él fue el primero que se puso en pie cuando al fin cayó el telón. Pero tuvo que contener un rato más el ansia por alcanzar el quitrín de su salvación porque se acercaron a saludarles muchos conocidos que no se mostraban nada deseosos de regresar a sus hogares. Cuando al fin pudo dejarse caer en el asiento, estirar lo que pudo la sufriente extremidad y aflojarse un poco la pajarita, le pareció haber llegado al paraíso. Aunque el alivio no bastó para mitigar su mal humor ni sacarle del mutismo en el que había ido cayendo a lo largo de la noche. De pronto sintió la mano de Valentina sobre su antebrazo izquierdo.
—¿Qué te ocurre, Tomás? Estás tan hosco que no pareces tú. ¡Si no te hubiera sujetado hace un rato, habrías golpeado a Leopoldo Bazán delante de toda la nobleza de La Habana!
Tomás deseó haber sido capaz de vencer su orgullo y confesarle que esa noche le atormentaba la pierna, que se sentía acabado y que, para más humillación, le consumían unos insanos celos de Leopoldo Bazán. Celos que, ahora se daba cuenta con claridad, cargaba dentro desde hacía mucho tiempo, porque ese canalla había gozado de Valentina antes que él y había sembrado en su vientre un hijo que vivía. Y ahora, cuando ya había olvidado la amenaza que suponía Bazán, ese malnacido reaparecía con su aspecto impecable, su insolente crueldad y las dos extremidades inferiores en perfectas condiciones para caminar durante horas, montar a caballo sin freno y bailar hasta el mágico instante en que el alba disipa las sombras de la noche. Habría querido decirle a Valentina todas esas cosas, sin embargo se oyó espetarle:
—Me ha molestado cómo te miraba ese canalla.
—Es un hombre indeseable y cruel —replicó ella fingiendo calma—. ¿Cómo quieres que mire alguien como él?
—No vi crueldad en sus ojos, sino lujuria…, mucha lujuria.
Valentina retiró su mano y guardó silencio. También ella había percibido el deseo de Leopoldo. Pero no pensaba dar la razón a Tomás.
—Y, lo que es mucho peor —continuó él—: ¡Tú también le deseabas!
Valentina se sintió muy culpable por el breve lapso en que había rebrotado su antigua pasión.
—¡Cómo debo decirte que sólo siento odio por ese malnacido! —exclamó para desviar la atención de esa situación tan vergonzante.
—El odio puede enmascarar sentimientos de otra índole —murmuró Tomás con la mirada baja.
Ella ya no logró contenerse más.
—¡Estás siendo muy desagradable, Tomás! En lugar de inquietarte por necedades que sólo existen en tu mente, debería preocuparte lo que siente tu hijo por Inés.
Tomás dio un respingo. ¿Qué diablos insinuaba Valentina?
—Manuel la quiere mucho —musitó encogiéndose de hombros—. Para él es como una hermana.
—Manuel ya no ve una hermana en Inés, ¡está enamorado de ella! —le espetó Valentina sin preocuparse de suavizar la verdad—. Lo he descubierto esta noche por el modo en que la miraba. ¿No te habías dado cuenta?
Él negó moviendo la cabeza. Confiaba ciegamente en la capacidad de observación de Valentina y no ponía en duda lo que acababa de revelarle. Sólo se avergonzaba de no haberlo advertido por sí mismo. Con lo que quería a su hijo, ¿cómo había podido estar tan ciego?
—Será una chiquillada —susurró, como hablando consigo mismo—. Seguro que se le pasa pronto.
—No lo creo —le contradijo Valentina—. Y para empeorar las cosas, esta noche la niña se ha prendado de… —tragó saliva, se le había secado la boca y las palabras se resistían a salir—, de… Guillermo Bazán. ¿Eso tampoco lo has visto?
—¡No! ¡No lo he visto! —se defendió él, todavía abochornado por su falta de perspicacia e irritado por el reproche que había creído advertir en la voz de Valentina—. Pero diría que te estás alarmando sin necesidad. Todavía son unos niños.
—¡Aunque tú no quieras verlo, ya han dejado de serlo! —replicó ella—. Yo tenía la edad de Inés cuando me enamoré de Gervasio. Y no era mucho mayor cuando tú y yo nos conocimos en el Gran Antilla. ¿Te parecí una niña entonces?
El recuerdo de la primera vez que vio a Valentina enterneció a Tomás tanto que su enojo se esfumó como por ensalmo. Le tomó una mano y se la acarició.
—Claro que no —ronroneó, todo mieles—. Me pareciste la mujer más hermosa que había visto jamás.
A Valentina se le escapó una sonrisa.
—¡Mientes con un descaro terrible, Tomás! Después de semanas durmiendo al raso y en establos, Gervasio y yo parecíamos pordioseros.
—Pero eras una pordiosera bellísima cuya mirada se me clavó en el corazón para siempre.
A Tomás le asaltó cierto incomodo al recordar que había hallado esa mirada en los ojos del hijo de Valentina. Ella dejó escapar una risilla juguetona y se apretó contra su marido. Tomás le rodeó los hombros con el brazo y la atrajo más hacia sí. El calor de Valentina acabó por disipar su mal humor. Incluso el dolor de su pierna parecía dispuesto a atenuarse al fin.
—No te inquietes por Inés y Manuel, mi amor —le dijo al oído para tranquilizarla a ella y, de paso, a sí mismo—. Estoy seguro de que ninguno de los sentimientos que has creído ver esta noche prosperará. Los jóvenes se enamoran y olvidan con gran rapidez.
—Ojalá estés en lo cierto. Me da mucho miedo que sufran. Son tan inocentes todavía…
Tomás le sembró el cabello de besos; aún despedía la fresca fragancia de los ungüentos que Mayra le había aplicado esa tarde. De buena gana le habría extraído todas las horquillas para dejarle la melena suelta y revolvérsela con los dedos, pero se conformó con deslizar sus labios sobre ese cuello terso y suave que le excitaba como el primer día. Sintió el estremecimiento de Valentina, y el suspiro que invadió sus oídos barrió al fin la desazón de esa noche. Si ella reaccionaba así a sus aproximaciones, tal vez aún se hallaba lejos de convertirse en un anciano decrépito cuya cojera inspiraba compasión.