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Valentina había estado distraída y había tardado en darse cuenta de que Tomás y Manuel la habían dejado sola en medio del gran salón. Cuando lo advirtió, los buscó ansiosa con la mirada y los descubrió al otro extremo de la estancia. Parecían estar discutiendo. Eso la inquietó profundamente. Tomás y su hijo siempre se habían llevado de maravilla. ¿Qué les ocurriría esa noche? ¿Tendría que ver con el modo en que Manuel había contemplado a Inés en el palco? Valentina observó a su hijastra, que seguía de cháchara con la alocada Aurelia. Las dos chicas escudriñaban furtivamente a los jóvenes caballeros de la alta sociedad, el rostro medio oculto tras los hermosos abanicos que movían con la gracia innata de las habaneras. Valentina se reprochó no haberse dado cuenta antes de lo enamorado que el pobre Manuel estaba de Inés. ¿Cuánto tiempo llevaría el muchacho ocultando sus sentimientos? Debía hablarlo con Tomás en cuanto se quedaran a solas esa noche.

Sintió que alguien se había parado junto a ella. Vio con el rabillo del ojo que se trataba de un caballero y preparó una sonrisa de cortesía por si era alguno de los conocidos con los que hacía negocios. Se abanicó, muy coqueta, y volvió la cabeza hacia el recién llegado. Cuando descubrió quién era el figurín que la había abordado mientras andaba absorta en sus pensamientos, la sonrisa desapareció por completo.

—¡Qué alegría verla de nuevo, doña Galatea! —exclamó el elegante caballero—. Sin duda posee el secreto de la eterna juventud, por usted no pasa el tiempo. ¿Cuánto hace que tratamos de negocios por última vez? Hum… déjeme pensar… —Calló e hizo como que reflexionaba—. ¿Trece años? ¿O tal vez catorce?

—Ni lo sé ni me interesa, don Leopoldo —respondió Valentina procurando aparentar indiferencia, aunque el sorpresivo reencuentro la había perturbado mucho. Escrutó con disimulo al hombre que antaño le había hecho perder la razón. Por un instante, una estúpida e inadmisible nostalgia le invadió el pecho. Leopoldo seguía siendo tan apuesto como la noche en que se enamoró de él, casi dos décadas atrás. Su iris azul conservaba el brillo de la juventud. El cabello aún era negro y espeso. En su rostro, del que había desaparecido el fino bigote que lucía la última vez que se vieron, apenas se marcaban unas tenues arruguitas bajo los ojos. El cuerpo, enfundado en un frac que le sentaba de maravilla, parecía el de un muchacho, aunque debía de andar ya por los cuarenta y dos años, según calculó ella apresuradamente. Su amplia sonrisa le mostró unos dientes tan blancos y lobunos como en el pasado. Valentina sintió que brotaba con fuerza dentro de ella el viejo deseo y se avergonzó al instante. Ese hombre la había tratado peor que a una inmundicia, la había abandonado cuando llevaba en su vientre a un hijo suyo y le había arrebatado a ese niño nada más nacer. ¿Cómo era posible que todavía despertara en ella la lujuria?

Leopoldo a su vez se recreó contemplando la hermosura que aún conservaba esa mujer. Desde que la repudió cuando descubrió que estaba encinta, había gozado de tantas amantes que ya había perdido la cuenta. En París había tomado por costumbre mantener a una cocotte agasajándola con el esplendor de una reina, hasta que se cansaba de ella y la sustituía por otra más bella, más joven o más procaz. Pero con ninguna furcia había disfrutado tanto como con la pequeña ninfa que halló en el burdel de aquella madame rubia y extravagante, empeñada en llamar a sus zorras por nombres sacados de la mitología griega. Dieciocho años después de la noche en la que le arrebató a su hijo recién nacido, fue consciente de que, en todas las mujeres con las que había yacido, había buscado a la ramera que intentó arruinarle catorce años atrás. Y de que esa golfa le seguía atrayendo como el primer día. Esa revelación le llenó de temor y despertó la crueldad tras la que se parapetaba cuando quería sofocar sentimientos impropios de un Bazán.

—He sabido que volvió a casarse —dejó caer con voz almibarada—. Permítame que le diga, doña Galatea, que posee muy poco tino para elegir marido. Primero se desposa con un moribundo que apenas le dura unos meses y después une su vida a la de un pobre cojo. ¿Acaso le disgustan los hombres sin taras?

La crueldad con la que Leopoldo se había referido a Sebastián y a Tomás extinguió el fugaz deseo de Valentina como un cubo de agua apagaría los rescoldos de una hoguera. ¿Cómo había podido sentirse cautivada por ese canalla ni un solo segundo si amaba a Tomás más que a nadie en el mundo? Apretó los labios para no perder la compostura. Movió el abanico por ganar tiempo y se esforzó en sonreír con gracia, como si Leopoldo le hubiera dicho algún requiebro muy galante.

—Veo que por usted tampoco han pasado los años, don Leopoldo. Sigue siendo tan malnacido como en el pasado.

Leopoldo se rió a carcajadas cantarinas y posó la vista sobre un punto detrás de Valentina.

—Ahí se aproxima su querido esposo —observó sin perder su irritante aire frívolo—. Por el modo en que renquea el desdichado, sólo puede tratarse de él. —Suspiró fingiendo pesar—. ¿No le resulta extenuante andar pendiente de un inválido, doña Galatea? Se dice que los tullidos tienen muy mal genio.

Valentina no se dignó responder. Giró la cabeza y vio acercarse a Tomás. Advirtió que cojeaba mucho más de lo habitual. Comprendió por qué había estado tan serio en el palco y se reprochó no haberle hecho apenas caso durante la función. Tomás empujaba con semblante de pocos amigos a Manuel, que se dejaba llevar por su padre con una insolencia desacostumbrada en él. Los dos se detuvieron junto a Valentina. Tomás escrutó a Leopoldo sumido en un silencio amenazante, como si fuera un perro a punto de morder. El otro sonrió cínico y dijo, en tono almibarado:

—El marido de doña Galatea, supongo. Permítame presentarme: soy Leopoldo Bazán, un viejo conocido de su encantadora esposa.

—Sé quién es usted —respondió Tomás con un tono de voz cortante como un cuchillo. Manuel miró a su padre muy sorprendido por tanta brusquedad—. Y también tuve ocasión de conocer a sus secuaces en el pasado.

Leopoldo le observó con expresión de desconcierto hasta que vislumbró quién podía ser el hombre con el que se había casado la pequeña ninfa. Bajó la vista lentamente hacia la extremidad dolorida de Tomás y emitió una carcajada de caballero asiduo a los salones elegantes acompañada de una sonrisa de desafío.

—Espero que no fueran ellos los que le dejaron tan… impedido. No me lo perdonaría jamás.

Eso fue demasiado para Tomás. Había resistido con estoicismo las malditas escaleras del teatro, había aguantado en la butaca de ese palco cuando el dolor en su pierna ya se le antojaba insoportable, había estado a punto de pegar a Manuel por primera vez en su vida… y ahora llegaba ese bastardo presumido y se mofaba de la cojera que cada día le obsesionaba más. Avanzó un paso y alzó la mano derecha en dirección a la cara de Leopoldo, que aún mantenía su irritante sonrisa.

Valentina, asustada ante el rumbo que iba tomando la conversación, sujetó con asombrosa rapidez el brazo de su marido y se giró hacia Manuel, que aún no lograba comprender por qué su padre, siempre tan amable con todo el mundo, mostraba semejante hostilidad por culpa de un petimetre engreído que no merecía tanta atención.

—Manuel, ve a por Inés y dile que vamos a regresar al palco.

—Sí, tía Galatea.

El muchacho, consciente al fin de lo grave de la situación, se retiró deprisa. Tomás permaneció clavado en el mismo punto, desafiando con la mirada a Leopoldo, que empezó a inquietarse. ¿Y si ese tullido loco le atacaba delante de la crème de la crème habanera y se veía obligado a batirse en duelo con él para salvar su reputación?

Valentina estaba decidida a alejar de allí a Tomás aunque tuviera que llevárselo a rastras. Miró con disimulo a su alrededor. Constató, aliviada, que la gente diseminada por el ambigú no se había dado cuenta del incidente; todos estaban muy ocupados bebiendo champán y tomando tentempiés mientras charlaban de esto y aquello. Presionó un poco más el brazo de Tomás con la intención de que reaccionara.

—Debemos irnos, querido. No me gustaría perderme el comienzo del segundo acto. Me han dicho que esa parte de La Traviata es sublime.

Él dio un respingo, como si acabara de despertar. Fue consciente de que había estado a punto de perder los estribos en público y se avergonzó de haberse dejado provocar con tanta facilidad. Retrocedió un paso y dedicó a Leopoldo una gélida inclinación de cabeza.

—Ha sido un placer saludarle, don Leopoldo —murmuró sin lograr disimular del todo la cólera que aún bullía dentro de él.

—El gusto ha sido todo mío, caballero.

Ahora que había pasado el peligro de un posible duelo, Leopoldo emitió una risita de regocijo, satisfecho por lo fácil que había sido sacar de sus casillas a ese lisiado.

Valentina y Tomás se disponían a marcharse cuando un joven de cabello negro y ojos del mismo color que el cielo antillano cuando se refleja en el mar se detuvo junto a Leopoldo. Era alto y muy esbelto, aunque su cuerpo se intuía musculoso bajo el impecable frac.

—Padre, debemos apresurarnos. Va a comenzar el segundo acto.

Ni a Valentina ni a Tomás les pasó inadvertido su ligero acento francés. Por el rostro de Bazán se expandió otra de sus crueles sonrisas.

—Queridos amigos —dijo prestando atención a la reacción de Valentina—, les presento a mi hijo Guillermo. No se dejen engañar por su deje afrancesado. Es tan cubano como yo.

—Mucho gusto, señores —murmuró Guillermo haciendo una elegante reverencia.

Valentina sintió un angustiante ahogo, como si una losa enorme le aplastara el pecho. Temió desmayarse, igual que le ocurrió años atrás en el ingenio de Miguel Aldama, cuando descubrió que el niño con el que jugaba Inés era el hijo que le arrebató Leopoldo. Agitó el abanico con fuerza e inspiró muy hondo. Ante todo, debía evitar que sus pulmones se quedaran sin aire. Notó que los brazos de Tomás le rodeaban los hombros con ternura y pensó que al menos él ya se había calmado. Poco a poco fue recuperando el aplomo perdido.

En realidad, Tomás distaba mucho de estar tranquilo. A la ira provocada por la insolencia de Leopoldo se unía ahora su desazón al contemplar al niño que ayudó a traer al mundo la noche en la que se dejó engañar por los esbirros de ese infame. Los rasgos del joven eran una réplica de los de Bazán, pero su mirada le hizo pensar en la primera vez que vio a Valentina, cuando esperaban para embarcar en el Gran Antilla. Habían transcurrido ya veinte años desde aquel viaje…, por entonces él aún perseguía hermosos sueños y se hallaba muy lejos de convertirse en el tullido que era ahora. Volvió a sentirse viejo, acabado, digno de lástima.

Manuel regresó en ese momento trayendo consigo a Inés. La niña venía del brazo de su hermanastro, exultante en su escotado vestido de seda de Lyon. Inés aún sonreía por las ocurrencias de su dicharachera amiga. Sólo Aurelia podía tener la audacia de calificar de «cíclope» a la anciana y tuerta condesa de Reverte, o de «sátiro viejo» al enjuto duque de Pozohondo, cuya mirada negra les resultaba tan desagradable a las dos. Las muchachas estaban muy versadas en mitología griega desde que Inés hurtó de la biblioteca de su difunto padre un libro muy bello, de páginas amarilleadas por el tiempo y con un extraño nombre de mujer escrito con tinta desvaída en la primera hoja; lo leían a escondidas siempre que a Aurelia le permitían quedarse a dormir en casa de su amiga.

Inés pasó revista con disimulo a los caballeros con los que hablaban su madre y el tío Tomás. No llegó a advertir la tensión que espesaba el aire como una bruma maligna porque en cuanto su mirada se cruzó con la del joven de ojos azules que la contemplaba embelesado como si ella fuera la hermosa Elena por cuya culpa murieron tantos hombres en Troya, el mundo entero se concentró en ese muchacho al que no había visto en ningún salón ni cuando paseaba con su madre en quitrín por el paseo del Prado. Pensó que de haberse cruzado alguna vez con él, no le habría podido olvidar.

Leopoldo miró a la hermosa niña casadera y después a su hijo. En su rostro se perfiló otra sonrisa de alimaña. Había captado enseguida que entre esos chiquillos estaba naciendo un sentimiento que tal vez podría reportarle algún beneficio en el futuro.

—La petite Inés, sin duda —canturreó—. Ha crecido mucho desde la última vez que nos vimos, señorita. Le presento a mi hijo Guillermo. Aunque me consta que ya se conocen. De niños les gustaba pasar mucho tiempo juntos.

Enchanté, mademoiselle —susurró Guillermo con un hilo de voz al tiempo que inclinaba un poco el torso en una apresurada reverencia, sin decidirse a besarle la mano como dictaban los manuales de buenas costumbres.

Inés sólo fue capaz de mover la cabeza y abanicarse para refrescar el súbito fuego que notó en las mejillas. En su mente se había perfilado el nebuloso recuerdo de un niño de ojos claros del que se hizo inseparable en un ingenio al que la llevaron de niña. La voz de la mujer a la que consideraba su madre logró filtrarse en su éxtasis, aunque con escasa fuerza, como si llegara desde muy lejos.

—¡Debemos irnos! —Envuelta aún entre los brazos protectores de Tomás, Valentina se dirigió a Leopoldo y Guillermo procurando aparentar calma y dar a sus palabras un tono de frivolidad que se malogró por el camino—: Señores, ha sido un placer saludarles.

Se desasió de Tomás y tiró de él para regresar cuanto antes al palco. Manuel tendió el brazo a Inés, que volvió a colgarse de él sin disimular cuánto le desagradaba tener que alejarse de ese encantador muchacho de ojos claros. Manuel se dio mucha prisa en conducirla lejos del hijo del petimetre. El deslumbramiento del que había sido testigo acababa de matar toda alegría en su corazón; de repente su vida se le antojaba un páramo. Nada más salir al pasillo del teatro Tacón, tomó una decisión cuyas consecuencias iban a cambiar para siempre la plácida existencia de la que había gozado hasta entonces. ¡No pensaba permitir que ese pisaverde criado en Francia se acercara a la inocente Inés y le llenara la cabeza de pájaros! ¡Haría lo que fuera menester para interponerse entre ellos!

Leopoldo también tuvo que arrastrar a Guillermo fuera del ambigú. El joven caminaba a su lado como un sonámbulo, anonadado por la visión de esa hermosa criatura de ojos verdes y cabello negro. Había visto a muchas jóvenes bellas desde que desembarcó junto a su padre en el puerto de La Habana, pero ninguna le había causados semejante temblor en el corazón y las rodillas, ni le había secado la boca mientras sentía su cuerpo consumido por el fuego. Cuando se dirigieron a sus butacas en la platea, Leopoldo observó a su hijo de reojo y en su rostro se onduló cual culebra una sonrisilla satisfecha. De no haberse hallado en un lugar tan elegante, se habría frotado las manos de alegría por el inesperado enamoramiento que había nacido entre esos chiquillos y del que pensaba aprovecharse al máximo.