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El telón fue bajando con lentitud y dio inicio al descanso de mitad de la función. El público se puso en pie muy despacio, algo torpón tras haber estado tanto tiempo sentado, y todavía anonadado por la belleza que había sembrado La Traviata en sus corazones. Todos sin excepción se encaminaron hacia la salida para tomar un refrigerio en el ambigú. Los que ocupaban el patio de butacas alzaron una última mirada hacia el techo antes de franquear la puerta que daba al pasillo. A los habaneros les gustaba contemplar la majestuosa araña de delicado cristal que pendía sobre la platea y que fue traída en su día nada menos que de París. El Gran Teatro Tacón era el orgullo de La Habana. Podía albergar al menos a dos mil personas y era considerado el más grande y lujoso de América, el tercero del mundo en cuanto a sus maravillosas cualidades técnicas, aventajado sólo por la Scala de Milán y la Ópera de Viena. Cuando alguna compañía extranjera estrenaba ópera en el Tacón, ningún habanero con posibles se perdía el acontecimiento, salvo que ese día se hallara enfermo o alojado ya en el cementerio.

Tomás fue el primero que se levantó en el palco. El dolor en su pierna no había cesado y le había puesto de un humor de perros. Estaba deseando que ese martirio acabara de una vez. Añoraba la comodidad de la butaca en la que descansaba cuando regresaba del trabajo y volvió a sentirse como un viejo decrépito por ello. Miró a Valentina e Inés, tan embelesadas que aún no habían regresado a la realidad. Una pequeña sonrisa alegró su tenso semblante. Inés se había convertido en una joven bellísima de cabello negro y ojos verdes que le conferían la sensualidad de una gata. Seguía siendo tan alegre como de niña y guardaba un gran parecido físico con su madre, la hermosa y frívola Matilde con la que Tomás nunca llegó a simpatizar. Por eso se alegraba cuando su sobrina daba muestras de ser tan reflexiva como Sebastián. Si había heredado el carácter y la inteligencia de su padre, solía decirse Tomás, sabría manejar esa gran belleza que a su madre sólo le sirvió para ser una mujer presumida que jamás tuvo el menor deseo de ahondar bajo la superficie de las cosas.

—Acompañemos a nuestras damas al ambigú —le dijo a Manuel fingiendo entusiasmo.

La pierna le instaba a quedarse sentado en el palco durante el descanso, pero se habría cortado la lengua a tiras antes de confesar lo mucho que le dolía; entonces sí que se habría sentido un anciano desahuciado. Apretó los dientes y se resignó a enfrentarse a las inevitables escaleras. Miró a su hijo y se esponjó del orgullo que le inspiraba siempre ese muchacho. A sus dieciséis años, Manuel, un guapo muchacho de cabello muy oscuro y ojos negros, ya era tan alto como él y aparentaba bastante más edad de la que tenía. Poseía un cuerpo delgado, aunque fuerte, y una inteligencia tan prodigiosa que le iba a permitir empezar a estudiar la carrera de medicina antes de lo normal. A Tomás sólo le inquietaba que Manuel hubiera heredado su espíritu rebelde y soñador en lugar de la astucia de su madre, que sin duda le habría deparado más provecho en la vida. Desde hacía algún tiempo le notaba sumido en una agitación muy distinta del atolondramiento que solía sacudir a los chicos de su edad. Cuando conversaban a solas, Manuel se entusiasmaba tanto hablando de la lucha por la independencia que se libraba en Oriente, que Tomás se veía obligado a refrenar la vehemencia de su hijo para que no le oyeran los sirvientes. En esos momentos, declararse partidario de la rebelión en La Habana no estaba exento de peligro; máxime cuando era del dominio público que la derrota de los rebeldes ya aguardaba a la vuelta de la esquina.

Manuel devolvió a su padre una mirada sombría. Cada día le resultaba más penoso tener que acompañar a su familia a la ópera. Odiaba esas historias de amores desesperados en las que unos dementes disfrazados de fantoches se divertían emitiendo gritos sobre un escenario. Agredía su sensibilidad la ostentación del público en el vestir, sobre todo la de esas cacatúas viejas cuyo único propósito en la vida parecía ser presumir. No soportaba la vacuidad de las charlas frívolas que su padre y su tía Galatea mantenían con sus conocidos y, esto era lo peor de todo, se le hacía muy cuesta arriba aguantar sentado detrás de Inés y dominar el inaceptable sentimiento que le empujaba a recorrer la grácil nuca de la joven con la mirada mientras reprimía el impulso de acariciar su delicada y blanca piel con la punta de los dedos. Ya no veía como a una hermana a la niña con la que creció desde que murió su madre. Por las noches se preguntaba cómo sería el cuerpo de Inés bajo los vaporosos vestidos de mujer que su tía Galatea mandaba confeccionar para ella desde que la presentó en sociedad tres meses atrás; con este motivo se había celebrado en el salón de los espejos una fastuosa fiesta que se prolongó hasta el amanecer y a la que asistieron miembros de las familias más importantes de la isla. La luz del alba le sorprendía cada día lleno de culpa por el pecaminoso deseo que no podía reprimir. Entonces se proponía ser fuerte y arrancarse a Inés de la cabeza y, sobre todo, de su corazón. Pero cuando se hallaba sentado enfrente de ella durante el desayuno, todos sus buenos propósitos se venían abajo y le invadía el temor a que su padre o su tía Galatea se dieran cuenta de lo despreciable que era por haber puesto los ojos en quien no debía.

Inés se levantó de su asiento flotando en una nube de emoción. Sus mejillas se habían teñido de rosa y una dulce sonrisa ondeaba en su rostro. Los ojos de Manuel se posaron al instante en ella, pero logró desviarlos haciendo acopio de toda su fuerza de voluntad. Era incapaz de mirar a Inés —ataviada con ese vestido de seda azul celeste, el cabello oscuro peinado en un laborioso recogido a la última moda y adornado con minúsculas perlas— sin sufrir un acaloramiento imposible de sofocar. En eso Manuel advirtió que su tía Galatea le estaba observando con mucha atención y no le cupo la menor duda de que la mujer que suplió a su madre, y a la que adoraba desde el primer día en que pasó a su cuidado, había descubierto su infame secreto. Bajó la cabeza y abandonó el palco para reunirse con su padre, que esperaba en el pasillo sin esforzarse ya en disimular su profundo malestar.

En el ambigú reinaba una gran animación cuando los cuatro entraron. Alrededor del suculento bufé se arremolinaban los caballeros en busca de un tentempié para sus damas, que los aguardaban en corrillos, abanicándose y chismorreando sobre los atuendos de las demás señoras, o sentadas las más ancianas en las butacas que habían sido dispuestas para tal fin junto a las paredes. Tomás se hizo cruces una vez más de cómo conseguían desenvolverse las mujeres con ese exagerado conjunto de sobrefaldas, drapeados y lazadas que se reunían ahora en la parte trasera de la falda y abultaban como la grupa de un caballo. La moda femenina ya le parecía absurda cuando la parte inferior de los vestidos era amplia como una campana de iglesia e impedía a los caballeros acercarse a sus esposas o bailar con ellas cómodamente. Ahora todo ese volumen se había desplazado hacia atrás por obra y gracia de una nueva prenda interior que las féminas denominaban «polisón» y que había sustituido a aquella jaula llamada crinolina, aunque sin aportar ni un ápice de mesura o comodidad. Él evitaba estar presente cuando Valentina se vestía porque sufría viendo cómo el cuerpo que aún deseaba como el primer día era aprisionado por el corsé que Mayra le ceñía sin piedad y después acababa desfigurado bajo esa inmunda almohadilla llamada «polisón» que ocultaba las adorables nalgas de su esposa. A veces se preguntaba si las mujeres deseaban realmente esas modas tan ridículas o les eran impuestas por esas modistas del diablo que se enriquecían echándoles encima infinidad de telas, alambres y rellenos del todo innecesarios. La voz de Manuel, fuerte y clara, le arrancó de su cavilación.

—Al otro lado de la trocha están luchando por nuestra independencia y estos frívolos comen, beben y ríen como si no ocurriera nada.

Alarmado, Tomás oteó con disimulo a su alrededor. Inés se había apartado de ellos y charlaba a cierta distancia con Aurelia, la hija de un rico plantador y su mejor amiga desde que compartieron pupitre en el colegio de monjas. Valentina no parecía haberse percatado de la imprudencia de Manuel y se abanicaba con aire distraído. Cerca de ellos no había nadie más que pudiera haber oído a ese botarate.

—¡Calla, insensato! —le amonestó entre dientes su padre.

Lejos de obedecer, Manuel insistió, y en voz aún más alta.

—Padre, usted no es como esos parásitos a los que cura. Siempre me ha hablado a favor de la independencia. ¿Por qué me manda callar ahora?

Tomás agarró a su hijo de un brazo y le arrastró con fuerza hasta un rincón despejado de la sala.

—Escúchame bien, Manuel —le susurró al oído—. Esta rebelión se ha torcido y está abocada al fracaso. Los españoles no tardarán en acabar con los mambises. Es cuestión de meses… o incluso menos. —Se detuvo un instante para tomar aire y sofocar la ira que iba creciendo en su interior. Su mayor temor era que si se mostraba muy intransigente con su hijo, éste se reafirmaría en su rebeldía y acabaría apartándose de él—. Comprendo tus sentimientos, créeme —añadió en tono apaciguador—. De joven era igual que tú, pero ahora mi deber es aconsejarte moderación. No merece la pena sacrificar la juventud por causas que ya están perdidas.

—Lo que le ocurre es que la riqueza le ha corrompido, padre —exclamó Manuel con desdén—. Antes no era así. Se está convirtiendo en un viejo timorato.

La palabra «viejo» se clavó en las entrañas de Tomás como un escalpelo bien afilado. Reprimió a duras penas el impulso de abofetear a su hijo, al que jamás había pegado. Inspiró con fuerza antes de hablar para poder hacerlo con calma.

—Te ruego que bajes la voz. El teatro Tacón es un lugar peligroso para decir ciertas cosas. ¡Y ahora más que nunca!

Manuel esbozó una mueca de desdén y se sumergió en un silencio desafiante. Cuando Tomás volvió a agarrarle del brazo para llevarle de regreso hasta donde estaba Valentina, reparó en que un elegante caballero se había acercado a departir con su esposa mientras él discutía con su hijo. Intuyó enseguida quién era y la seguridad en sí mismo se derrumbó. Conforme empujaba al enfurruñado Manuel a través del ambigú, se esforzó más que nunca en disimular la maldita cojera que esa noche no había modo de domeñar. Se sintió viejo, tullido y patético.