La Habana, enero de 1878
Valentina se aproximó al espejo del tocador. Tras haber tomado un baño perfumado, aguardaba en negligé de raso, con el cabello suelto cayéndole sobre la espalda, a que Mayra acudiera a peinarla y arreglarla para ir al Gran Teatro Tacón. Esa noche, una compañía recién llegada de Europa iba a representar una ópera que gustaba mucho a la nobleza de La Habana. La Traviata, compuesta por un músico italiano llamado Giuseppe Verdi, siempre llenaba el teatro hasta la última butaca. Valentina se había hecho recientemente con un palco muy bien situado y se había aficionado a esas historias de intensas pasiones y venganzas, aderezadas con arias pegadizas que después tarareaba cuando estaba sola en el despacho, donde seguía al mando del negocio que levantó Sebastián. Tomás y Manuel desdeñaban las óperas por considerarlas obritas sentimentales destinadas a entretener a la nobleza y a los ambiciosos que aspiraban a ser aceptados en la alta sociedad, pero consideraban impropio de caballeros permitir que las mujeres de la familia se exhibieran solas en el teatro Tacón. Por eso se resignaban a embutirse en sus elegantes fracs si Valentina insinuaba, a la hora del almuerzo, que había llegado una compañía nueva por la que merecería la pena acudir a la ópera por la noche.
A la luz de las muchas lámparas que había encendido Caridad para iluminar el tocador, Valentina se revolvió el cabello con la intención de comprobar si le había salido alguna cana. Después se pasó las puntas de los dedos sobre la frente en busca de arrugas y dio suaves toquecitos en la piel que rodeaba sus ojos. Realizaba ese ritual al menos una vez al día, y hasta la fecha el examen siempre había concluido con bien. Pese a que nunca había sido una mujer pagada de su belleza, alcanzada ya la edad en la que la hermosura comienza a marchitarse sin remisión, le asustaba perder los atributos que en el pasado hicieron de ella la ramera más cotizada de L’Olympe y, tras la boda que la rescató del burdel, la dama a cuyos pies se postraban todos los hombres de la alta sociedad. Cierto era que cuando Mayra le ceñía fuerte el corsé, su cintura parecía tan estrecha como en sus años de juventud. Los caballeros todavía le dedicaban sinceras lisonjas y había oído susurrar a más de una señora sensiblera que su inmaculado cutis era fruto del intenso amor que se reflejaba en la mirada de su esposo, el apuesto doctor Mendoza. Ella, que se burlaba en casa de las cursilerías de las damas ociosas, atribuía el esplendor de su piel a los ungüentos que le preparaba Leona cuando no ayudaba a Tomás en la consulta, donde la santera llevaba trabajando ya más de quince años. A pesar de lo tenso que fue el primer encuentro entre las dos cuando Valentina acudió a visitar a Tomás tras el accidente que lo dejó viudo y cojo, Leona había cambiado muy pronto de actitud con respecto a ella. Su instinto le había dicho que la dama a la que su patrón empezó a visitar en cuanto se hubo recuperado lo suficiente para volver a caminar, se convertiría tarde o temprano en su nueva señora y le convendría tenerla contenta. Cuando Tomás vendió en noviembre del sesenta y ocho la casa en la que vivió con Milagros y trasladó su floreciente consulta a una planta baja en la calle Obispo, Leona comprendió que el reinado de Milagros, a la que vio nacer y después ayudó a enredar a su patrón, había acabado para siempre. Desde entonces mimaba a su nueva ama cuando ésta se dejaba caer por la calle Obispo de regreso de alguna gestión, cosa que ocurría con mucha frecuencia. Leona sospechaba que la señora lo hacía para comprobar si suponían algún peligro las mujeres que el doctor empleaba como enfermeras; como si el pobre hombre tuviera ojos para otra que no fuera su esposa, a la que contemplaba con un embeleso que Leona jamás llegó a ver en su mirada cuando la posaba sobre Milagros.
Valentina se echó atrás en la butaca y suspiró. Si no la agobiara tanto el paso del tiempo y ese estúpido miedo a perder su belleza, habría podido sentirse incluso dichosa. Después de once años compartiendo el lecho conyugal con Tomás, él aún la requería para gozar de su cuerpo por las noches y a la hora de la siesta. Y ella respondía a sus aproximaciones con ansia de disfrutar del hombre al que seguía amando sin fisuras, no sólo por cumplir con sus deberes de esposa. Cierto que ya no se desfogaban con el vehemente ímpetu de los tiempos de L’Olympe, ni con la pasión que los sacudió cuando se hicieron amantes de nuevo, o después de la boda. Ahora se acariciaban con más calma, dilataban los besos para saborearlos mejor, y cuando Tomás se introducía dentro de ella, lo hacía buscando prolongar el placer al máximo. Ni siquiera dejaron de desearse después de que Valentina malograra a otro varón en el año setenta, en medio de una hemorragia tan fuerte que estuvo a punto de escapársele la vida y de la que le costó recuperarse más que la primera vez que abortó. Aquello asustó tanto a Tomás que decidió contener sus impulsos para no dejarla encinta de nuevo y Valentina tuvo que recurrir a los trucos contraceptivos que aprendió en L’Olympe para convencer a su esposo de que podían seguir retozando en el lecho sin peligro a concebir. Con el tiempo se hizo a la idea de que algo se había torcido en su vientre y que nunca podría dar un hijo a Tomás. Se volcó en la educación de Manuel e Inés, a los que quería como si fueran suyos, y en llevar el negocio de Sebastián, que seguía siendo uno de los más florecientes de las Antillas. A veces aún se entristecía cuando pensaba en los dos niños que perdió y en que se había convertido en una mujer incompleta, pero su gran sentido práctico la ayudaba a sobreponerse a esos inoportunos accesos de melancolía.
La guerra por la independencia sostenida en el Oriente de la isla apenas había llegado a afectar a sus vidas. Tras numerosas escaramuzas al inicio, en el sesenta y nueve se libró la primera batalla de verdad, en la que los rebeldes perdieron a unos dos mil hombres. Sin embargo, los combates nunca se extendieron al centro ni al oeste de la isla, donde había muchos comerciantes acaudalados de origen español que apoyaban sin disimulos a la metrópoli. Tampoco los ricos plantadores, ni siquiera los que más habían conspirado a favor del reformismo o incluso de la independencia, se habían animado a sumarse a la rebelión. Al contrario que los hacendados de Oriente, ellos sí poseían grandes fortunas, habían ganado mucho dinero en el sesenta y nueve con una magnífica recolección de azúcar y se sentían poco inclinados a arriesgar su posición. Contribuyeron a la causa con generosos donativos, pero ninguno se sublevó abiertamente.
Estados Unidos pareció simpatizar al principio con la lucha de Cuba por su independencia, e incluso volvió a oírse hablar de anexión, pero pronto cambió de actitud y se mantuvo al margen de la guerra cubana. En La Habana se desató una fuerte represión por parte de España. Un grupo de voluntarios peninsulares afanados en defender los intereses españoles provocó importantes disturbios en la ciudad y atacó a todo aquel que les pareciera sospechoso de apoyar a los rebeldes. En enero del sesenta y nueve, esos mismos voluntarios asaltaron y saquearon el fastuoso palacio de la familia Aldama, que se salvó de su terrible furia porque se hallaban pasando unos días en el ingenio Santa Rosa. Aconsejado por el capitán general, Miguel Aldama acabó embarcando con los suyos en el vapor de Nueva York, camino del exilio. Poco tiempo después, el gobierno español embargó sus bienes, de los que Aldama sólo logró salvar una pequeña parte. Al exilio de Aldama siguió el de otros reformistas ricos, como su amigo Morales Lemus, que también se establecieron en Nueva York y prestaron desde allí apoyo financiero a la rebelión.
En 1871, los generales españoles mandaron cavar un gran foso fortificado, la llamada «trocha», que hendió la isla en su parte más estrecha con el fin de mantener la guerra alejada de las provincias del centro y del oeste. Los habaneros sólo llegaron a sentirse en verdadero peligro cuando en 1875 los rebeldes consiguieron cruzar la trocha y quema ron ochenta y tres plantaciones en el área de Sancti Spiritus, liberando a todos los esclavos que hallaron en ellas. La acción hizo cundir la alarma en los ingenios de la isla y especialmente en la ciudad de La Habana, pero la desorganización que reinaba entre los rebeldes, y el hecho de que por entonces los ricos exiliados de Nueva York ya habían empezado a retirar su apoyo financiero a la causa, impidió que las hostilidades fueran a más. Por primera vez empezó a vislumbrarse la posibilidad de que los independentistas acabarían siendo derrotados más pronto que tarde.
En el setenta y cinco, Valentina había cedido al fin a la insistencia de Tomás y había otorgado la libertad a todos sus esclavos. Su decisión había despertado reacciones muy diversas en La Habana. Lo que para algunos ponía de manifiesto una peligrosa inclinación hacia el abolicionismo, a otros les pareció una nueva prueba de lo astuta que era esa mujer, capaz de anticiparse a un futuro, cada vez más cercano, en el que ya no quedaría en Cuba lugar para la esclavitud. Muy pocos de los siervos liberados se marcharon de la mansión junto a la bahía en busca de nuevos horizontes. La mayoría siguió trabajando para sus amos a cambio de la paga que les entregaba Rosalía cada semana. La gallega no vio con muy buenos ojos el nuevo arreglo, que le suponía responsabilizarse del dinero de los jornales y pagar a los negros, de los que todavía desconfiaba y que incluso le inspiraban algo de miedo; pero se dijo que sus amos habrían tenido razones poderosas para hacer algo que aún era considerado insólito en la isla. Y de todos modos, solía concluir siempre sus meditaciones, un ama de llaves no era quien para cuestionar las decisiones de sus patrones.
Arlette, la niñera, se había casado ese mismo año con un boticario catalán, de cuerpo fornido y tupido bigote, cuya anterior esposa había fallecido de una hemorragia después del último parto, dejándole solo y con cuatro hijos pequeños por criar. Nadie en la mansión sabía cómo se las había arreglado la pusilánime Arlette para conocer a ese hombre y lograr que él la cortejara, aunque Valentina siempre sospechó que la diligencia con la que la niñera se ofrecía a acudir a la botica cuando alguien de la familia enfermaba y Tomás le prescribía un remedio que debía ser preparado por el boticario, habría tenido mucho que ver con esa boda.
Al recordar a Arlette, a la que Tomás y ella se encontraban con frecuencia en La Dominica degustando los dulces del café en compañía del boticario y toda su descendencia, que ella había enriquecido con dos niñas pecosas de cabello pajizo, Valentina dejó escapar una sonrisa. Con los años había llegado a apreciar a la tímida joven de Nueva Orleans. Prueba de ello era que permitía a Inés visitar de vez en cuando a su antigua niñera, a la que la pequeña siempre tuvo un gran cariño.
Valentina cesó de revolverse el cabello y consultó el pequeño reloj de cerámica que adornaba su tocador. Empezaba a impacientarse ante el retraso de Mayra. Su doncella había ido al cuarto de plancha para recoger el vestido que otras dos sirvientas debían haberle preparado para esa noche. ¿Tanto podía tardarse en hacer ese insignificante recado?
De pronto notó que alguien había entrado en la alcoba. Se dio la vuelta, dispuesta a reprender a Mayra por su tardanza. Pero la persona que se aproximaba a ella en la penumbra del crepúsculo no era la mulata, sino Tomás, que al fin regresaba de su consulta. En realidad, quien atendía allí a los enfermos que podían pagar los altos honorarios del doctor Mendoza era su ayudante de siempre, Viriato Cepeda. Tomás ahora sólo controlaba que Cepeda trabajara según sus indicaciones, mientras él acudía a visitar a los enfermos más acaudalados en sus mansiones. De vez en cuando también impartía clases magistrales en la facultad de Medicina de La Habana, cuyo decano le tenía en gran consideración. Últimamente había coqueteado con la idea de volver a atender a los pobres por las tardes para tranquilizar su conciencia por llevar esa vida de rico que contravenía sus principios más arraigados, pero la había acabado desechando. Su tiempo era escaso y ya no podía permitirse trabajar a cambio de nada. Necesitaba llevar mucho dinero a casa si no quería angustiarse pensando que era Valentina quien mantenía a la familia con su gran fortuna.
Pese a hallarse en la segunda mitad de la cuarentena, Tomás conservaba un cuerpo delgado y vigoroso; las señoras que lo mandaban llamar ante la más mínima indisposición aún sofocaban suspiros cuando se acercaba a ellas para examinarlas. Su rostro se había vuelto algo más anguloso, y en sus patillas y su cabello, todavía abundante, brillaban algunas canas que, según esas mismas señoras, le conferían un aire de distinción. El tiempo sólo se había cebado con su pierna, acentuándole la cojera después de subir las escaleras de las mansiones de los ricos o cuando la humedad de las lluvias se filtraba en sus huesos remendados causándole un dolor que le exasperaba, pero él seguía negándose a recurrir al bastón que desterró tiempo atrás. Con la madurez había desarrollado una pueril vanidad que le hacía saltar como un gato furioso si Valentina le insinuaba que forzaba demasiado la pierna lisiada, por lo que ella ponía mucho cuidado en evitar ese tema.
Tomás posó las manos sobre los hombros de Valentina. Se inclinó un poco y hundió la nariz en su cabello. Le gustaba aspirar el aroma que dejaban en él los ungüentos perfumados que le aplicaba Mayra tras habérselo lavado. Apartó el pelo con la mano derecha y esparció tenues besos sobre la nuca de Valentina, que se estremeció bajo sus labios. Tomás suspiró de gusto. Llevaba toda la tarde imaginando el placer que le causaría ese pequeño gesto. Después de once años conviviendo con esa mujer aún la deseaba con intensidad y su amor por ella era más fuerte cada día. Apenas se acordaba ya del tiempo que compartió con Milagros, y eso le hacía sentirse muy culpable cuando llevaba a Manuel al cementerio para que el muchacho no se olvidara de su madre. Sólo el hecho de que Valentina no hubiera podido darle hijos enturbiaba su felicidad. Muchas veces se preguntaba por qué la vida tomaba decisiones tan arbitrarias, como la de permitir que ella pariera un hijo de aquel malnacido llamado Leopoldo Bazán y en cambio hubiera malogrado a las pobres criaturas que él engendró en su vientre. ¿Acaso no era un hombre justo que se desvivía por hacer feliz a su esposa? ¿Por qué le era negado entonces el deseo de tener descendencia con la mujer a la que amaba? Tras haber estado a punto de perder a Valentina cuando ella abortó por segunda vez, había decidido resignarse a lo que parecía ser su sino y desde entonces tenía mucho cuidado de no dejarla encinta cuando yacía con ella. Pero en su corazón se había alojado un pajarillo negro que crecía cada día sin que nadie, ni siquiera él mismo, se diera cuenta.
Valentina gimió de placer, alzó los brazos y echó las manos hacia atrás en busca de las de Tomás, que ahora le acariciaban suavemente la nuca. Él le susurró al oído:
—Hoy he atendido a dos damas delicadas que se habían desmayado por culpa de ese maldito corsé que os ceñís demasiado fuerte, a una dama que tenía jaqueca y a dos plantadores cuyo único mal es que comen mucho y se mueven poco. En tres mansiones he tenido que subir al primer piso y en otras dos había además un entresuelo. ¿Acaso los ricos de La Habana no pueden vivir en casas de planta baja?
Ella estudió con preocupación la imagen de Tomás reflejada en el espejo. Ya había observado que últimamente su pierna respondía peor cuando subía o bajaba escaleras, incluso cuando caminaba, pero quejarse no era propio de él. Era demasiado orgulloso para eso, y respecto a las escalinatas de los ricos, le gustaba bromear, en tono pretendidamente desenfadado, que le ayudaban a conservar la agilidad propia de un jovenzuelo.
—No te inquietes —añadió Tomás y forzó una risilla—. Resistiré las escaleras del teatro y las de esta casa cuando regresemos de madrugada. Los hombres de la familia no vamos a permitir que Inés y tú lloréis solas con esas trágicas historias que tanto os gustan.
—Nosotras nunca lloramos en la ópera.
—Os he visto enjugaros las lágrimas a escondidas —se burló él.
—¡No es cierto y tú lo sabes! —protestó Valentina.
Tomás se rió y le besó con glotonería la oreja derecha. Valentina se estremeció de nuevo. Apartó la cabeza.
—No hagas eso —fingió regañarle—. Estoy esperando a que venga Mayra a arreglarme. ¿Qué pensará de nosotros si te ve devorándome la oreja?
Él soltó una carcajada y se enderezó. Esa tarde le dolía la pierna con verdadera saña. Habría preferido quedarse en casa, reposar un buen rato y gozar de Valentina después de la cena. Pero estaba habituado a ocultarle sus dolores. No quería que acabara viendo en él a un pobre inválido. Se dejó caer en una butaca próxima al tocador y dijo, preocupada por la reacción de Valentina en cuanto oyera la noticia que tenía que darle:
—Uno de mis gordos plantadores me ha dicho que Leopoldo Bazán ha regresado de París con su hijo.
Valentina dio un brinco. Hacía mucho tiempo que no pensaba en Leopoldo. Pero al oír el nombre de quien tanto la pisoteó en el pasado y encima escapó a su tentativa de venganza, el viejo odio despertó al instante con la furia de siempre. Tomás, que la había observado sin perderse el más pequeño detalle, añadió:
—Se rumorea que ha vuelto a causa de ciertos problemas financieros motivados por la mala gestión de su administrador en el ingenio San Rafael.
—En otras palabras: que ese miserable se ha arruinado —dejó caer Valentina llena de sarcasmo.
—Probablemente —convino Tomás encogiéndose de hombros para aparentar indiferencia—. No me gusta estar hablando de ese maldito bastardo, pero podrías toparte con él y su… —de repente no supo si había empleado el posesivo adecuado— hijo, incluso podrían andar hoy por el teatro. He pensado que te conviene estar prevenida.
—El hijo que me robó ese malnacido —musitó ella.
—Valentina… —Tomás se detuvo, sobresaltado. Desde que decidió obligarse a llamarla Galatea incluso en la intimidad, se le escapaba muy pocas veces su verdadero nombre—. No he mencionado al canalla de Bazán para que te tortures. Sólo quiero que sepas que vuelve a estar en La Habana y que algún día te encontrarás cara a cara con él y con… ese… muchacho… —Tomás se quedó pensativo y añadió—: Ahora andará por los dieciocho años. Cómo pasa el tiempo, ¿verdad?
—¡Ese niño dejó de ser mi hijo el mismo día en que nació! —le espetó ella—. Ya se habrá encargado su padre de convertirle en otro miserable como él.
Tomás volvió a trazar un encogimiento de hombros. Cuando Valentina se encerraba en su orgullo, resultaba muy difícil razonar con ella. Y le fastidiaba dejar ese tema así. Sabía que ella no había acogido la noticia del regreso de Bazán con tanta indiferencia como pretendía hacerle creer.
Alguien golpeó la mampara con los nudillos.
—¿Dan su permiso los señores?
La última palabra había abandonado la garganta de Mayra con premiosa indecisión. Aún no se había habituado del todo a desterrar el tratamiento de amo cuando se dirigía a sus patrones.
—Llegas muy tarde, Mayra —la regañó Valentina—. Apresúrate, tenemos poco tiempo.
—Sí, señora. —Mayra entró en la alcoba. Llevaba el nuevo vestido de noche de su ama extendido con mucho cuidado sobre los brazos y la seda emitía un insinuante susurro a cada paso.
—Bien, es hora de que me marche a mi vestidor —dijo Tomás en un tono que quiso ser jocoso, y añadió en voz baja—: Espero que Cirilo esté listo.
Cuando se casó con Valentina, se había negado rotundamente a que le ayudara a vestirse el esclavo que ya fue ayuda de cámara de Sebastián, pero con el tiempo había ido consintiendo en que Cirilo le preparara las prendas e incluso le ayudara a ponérselas, sobre todo las noches en que debía engalanarse de etiqueta, algo que odiaba con toda su alma pero admitía por no defraudar a su esposa.
Se levantó de la butaca con movimientos desganados. Al dar los primeros pasos el dolor en su pierna se intensificó. Eso le puso furioso. Maldijo para sus adentros las óperas italianas que tanto gustaban a Valentina e Inés. Odiaba exhibir ante la alta sociedad de La Habana esa maldita cojera que iba a peor y empezaba a amargarle la vida. Cuando, trece años atrás, recobró el conocimiento junto al cadáver de Milagros, con una pierna retorcida hasta lo inverosímil y un dolor enloquecedor, tuvo enseguida la certeza de que se la había roto por varios sitios y que esas fracturas le dejarían secuelas. Durante su larga convalecencia se propuso resignarse a su sino de lisiado sin lamentaciones ni amarguras, y en un principio le ayudó la inmensa felicidad que halló con Valentina cuando ya había perdido toda esperanza de reconciliarse con ella. Pero jamás llegó a aceptar del todo los sinsabores que le deparaba su impedimento físico. Y de un tiempo a esa parte los toleraba peor que nunca. Siempre que renqueaba al lado de Valentina, tan hermosa todavía, se acordaba de los casi nueve años que le llevaba y tenía la sensación de que los demás empezaban a ver en él a un viejo tullido. Eso le estaba volviendo huraño. Cada vez acudía con mayor desgana a los eventos a los que los invitaban, y en los bailes debía dominarse para disimular la rabia cuando algún caballero le pedía permiso para danzar con Valentina. Sospechaba que ella se había dado cuenta de eso y procuraba mantenerse a su lado cuanto le era posible sin desairar a sus amistades, lo que le hacía sentirse aún más patético. ¡Qué árida se volvía la vida cuando uno era cojo y se veía obligado a codearse con esa aristocracia frívola que sólo parecía pensar en bailar! Y esa noche, para torturarle un poquito más, le aguardaba una interminable sesión de ópera en el teatro Tacón.