La Habana, octubre de 1868
Valentina dejó en el tintero la pluma con la que había hecho una anotación en las cuentas del contable Manrique y se echó atrás en su silla. Se acarició con deleite el vientre abultado. Esa mañana se había levantado algo mareada y sintiendo un malestar sordo en el abdomen, como el que suele anunciar los días del mes en los que las mujeres sangran. Desde hacía un rato notaba también algún pequeño pinchazo. Se dijo que tal vez había pasado demasiado tiempo sentada en el despacho. Quizá debería levantarse y caminar un poco por el pasillo para evitar que se le hincharan los tobillos, como le había recomendado Tomás que hiciera de vez en cuando. Miró hacia abajo y sonrió a su barriga. Volvió a pasar la mano suavemente por la enorme bola en que se había convertido. Siempre que hacía eso percibía como si se ondulara dentro una pequeña culebra. Y entonces sabía que el hijo de Tomás respondía a sus caricias. En ese instante, sin embargo, el pequeño debía de estar durmiendo, porque no apreció sus movimientos.
Según los cálculos de Tomás, faltaban menos de doce semanas para que naciera el primer hijo de los dos. Ya aquella mañana, seis meses atrás, en la que Valentina se despertó con unas náuseas terribles y vomitó nada más levantarse de la cama, sin que le diera tiempo siquiera a buscar un recipiente donde recoger aquella sustancia repugnante, Tomás se había mostrado muy seguro de que al fin había quedado encinta. Ella también lo había pensado enseguida, sin necesidad de poseer conocimientos de medicina. ¿Acaso no se sintió igual de mal cuando empezó a crecer en su vientre la semilla que plantó Leopoldo Bazán antes de viajar a Nueva Orleans, recién casado con la infortunada Carlota O’Farrill? A partir de la segunda falta que confirmó del todo su embarazo, Tomás se había empeñado tanto en mimarla que a veces se sentía un poco abrumada. Vigilaba la comida que le preparaba la cocinera, le había prohibido que bebiera vino y refrescos azucarados como el guarapo, incluso la limonada, le había restringido el café a una sola taza diaria, y en el lecho moderaba su pasión por miedo a hacer daño a la criatura. Valentina empezaba a echar de menos el ardor de Tomás. Claro que le complacía verle acariciando su vientre con dulzura y se enternecía hasta las lágrimas cuando le oía hablarle al ser que se desarrollaba dentro de ella como si éste pudiera oírle. Pero también le habría gustado que Tomás siguiera mirándola como la mujer que encendía su lujuria, no sólo como a la madre de su segundo hijo. A veces se preguntaba si él se había comportado del mismo modo durante el embarazo que sirvió a Milagros para cazarle, aunque por mucho que ansiara conocer la respuesta, no se atrevía siquiera a confiarle ese pensamiento. Eludía con tenacidad mencionar a Milagros, y Tomás procuraba no hablar de su primera esposa por no provocar roces. Sin embargo, llevaba a Manuel al cementerio para que pudiera platicar con su madre ante su tumba, del mismo modo en que Valentina mantenía viva en Inés la desvaída memoria que la pequeña conservaba de Sebastián. Porque el respetuoso recuerdo de los vivos, recalcaba siempre Tomás, era lo único que les quedaba a los muertos.
Por las noches, a Tomás ya no le vencía el sueño después de haberla poseído con infatigable ímpetu sino haciendo planes para cuando llegara la criatura. Se había convencido a sí mismo de que sería un varón al que podría enseñar desde bien pequeño los secretos de la medicina, igual que le inició antaño su padre y él había empezado a hacer recientemente con Manuel. Aunque si era una niña, solía matizar enseguida para no enojar a Valentina, su educación sería tan esmerada como la que disfrutaba Inés, que ya sabía hablar con soltura inglés y francés y ahora recibía clases de piano. Y a continuación Tomás le susurraba al oído que ojalá esa niña fuera tan resuelta como cierta muchacha que conoció en un bergantín.
Una fuerte punzada de dolor sacó a Valentina de su ensoñación. Fue como si una cuchillada le desgarrara el vientre. Un sudor frío y viscoso le cubrió la frente. Enseguida notó otro pinchazo igual de intenso. Era un dolor mucho peor que las molestias que llevaban atosigándola toda la mañana. Empezó a marearse. La invadió un miedo tan negro como no había sentido jamás. ¿Y si se estaba poniendo enferma? Mejor dejaba las cuentas para más tarde y subía a tenderse un rato en la cama hasta que Tomás regresara de la consulta.
Agarrada a su barriga, apartó la silla del escritorio y se puso en pie. El despacho empezó a darle vueltas ante los ojos y tuvo la sensación de que un líquido caliente fluía de su cuerpo y se escurría piernas abajo. ¡Tonterías!, se dijo. Seguro que tenía fiebre y empezaba a desvariar. Lo que debía hacer era acostarse sin perder más tiempo. Pensó que tal vez le convendría mandar a alguien a buscar a Tomás en lugar de esperar a que él volviera para el almuerzo. Seguro que su marido le daría alguno de sus eficaces remedios de hierbas y raíces por los que tanto le apreciaba la alta sociedad. También le haría tomarse algún día de descanso, lo que sería un gran inconveniente, pero ella le obedecería sin rechistar por el bien del niño.
Se arrastró hacia la puerta. ¿Cómo era posible que le costara tanto moverse? ¿Por qué sentía ese espantoso mareo y una humedad tan viscosa entre las piernas? Le costó una eternidad llegar hasta la escalinata. Sus miembros no le obedecían y conforme pasaban los segundos se iba apoderando de ella una debilidad que no había padecido jamás en su vida. Subió los escalones aferrándose a la barandilla de piedra, como había hecho Tomás cuando apenas podía caminar después del accidente. El recuerdo la enterneció y le puso una desvaída sonrisa en los labios; pero las náuseas y el dolor de vientre, cada vez más intenso, se la borraron enseguida. Al alcanzar la galería del primer piso creyó que se desmayaría de pura debilidad. En ese momento apareció Rosalía ante sus ojos como un ángel salvador. Jamás se había alegrado tanto de ver a la gallega.
—Rosalía… —Se asustó de lo débil que había salido su voz—. Envía a Lázaro para que traiga a mi esposo. No me encuentro nada bien.
Rosalía se aproximó a grandes pasos, sobrecogida por la palidez espectral de su señora, que había enganchado los brazos a la barandilla como si temiera rodar escaleras abajo. Cuando estuvo delante de ella, la sujetó como pudo y la alejó de la escalinata. Entonces miró hacia abajo y se le escapó un grito.
—¡Si está sangrando, señora! ¡Ay, Dios mío!
Arrastró a su ama hacia uno de los asientos de bambú mientras gritaba, presa de los nervios:
—¡Caridad! ¡Mayra!
Mayra fue la primera en acudir. Había estado ordenando los vestidos de doña Galatea, como le había mandado su ama antes de bajar a atender el negocio en el entresuelo. Caridad apareció poco después desde el traspatio. A las dos les impresionó mucho ver la palidez de su ama, el bajo del vestido blanco empapado de sangre y el reguero que manchaba el suelo y la escalera. Rosalía se dirigió a Mayra, que era la más diligente de las dos.
—¡Busca a Lázaro y envíalo a por don Tomás! Debe decirle al doctor que venga sin demora. Doña Galatea está sangrando mucho.
—Sí, doña Rosalía.
—Cuando acabes, sube enseguida. ¡Te voy a necesitar!
La esclava asintió con la cabeza y voló escaleras abajo.
—¡Tú tráete a Cirilo para que lleve a doña Galatea a su alcoba! —ordenó Rosalía a Caridad—. No creo que pueda llegar hasta allí por su propio pie. —Dio un pellizco a la joven, que se había quedado inmóvil viendo al ama desmadejada en el sillón y tan pálida como si estuviera muerta—. ¡Venga, corre!
—Sí, doña…
Caridad cerró la boca y se alejó dando zancadas atolondradas.
Rosalía se inclinó sobre Valentina y le acarició con ternura el rostro, del que había huido todo color. Con el paso de los años había tomado afecto a su patrona.
—Resista un poco más, señora, enseguida vendrá don Tomás.
Tomás, en efecto, no tardó en presentarse. Tras haberle dado Lázaro un susto de muerte con la noticia de que su esposa se encontraba muy mal, el calesero había guiado el quitrín a una velocidad infernal a través de las atestadas calles de la ciudad. Al llegar a casa, Tomás estaba tan asustado que subió la escalinata todo lo deprisa que pudo, sin preocuparse del dolor que los movimientos bruscos solían despertar en su pierna. Renqueando recorrió la galería, que las esclavas ya habían limpiado de sangre. Esa mañana le pareció que nunca alcanzaría la puerta de la alcoba. Cuando al fin traspasó el umbral, vio a Valentina tendida en el lecho, blanca como una difunta entre sábanas y toallas manchadas de profundo carmesí. Estuvo a punto de desmayarse de la impresión. A duras penas logró dominarse y arrastrarse hasta la cama. Rosalía se sentaba en el borde y enjugaba la frente de su señora con un pañuelo perfumado con lavanda. Al sentir su presencia, alzó la vista y se apartó para dejarle sitio junto a su esposa.
—Ay, señor —fue lo único que logró balbucear la fiera gallega.
Tomás se inclinó sobre el lecho y alzó una de las manos exangües de Valentina para comprobar si había pulso. Cuando se cercioró de que estaba viva, brotó de su garganta un suspiro de alivio del que ni siquiera fue consciente. Apartó las sábanas y las toallas manchadas y examinó a Valentina detenidamente.
—Entre las dos le hemos quitado la ropa y le hemos puesto el camisón para que esté más cómoda —le dijo Rosalía, que había empezado a temblar como una hoja.
Tomás advirtió de reojo que la discreta Mayra aguardaba en un rincón de la alcoba y parecía tan asustada como los demás. Asintió fugazmente con la cabeza y se concentró de nuevo en reconocer a Valentina procurando sofocar el pánico para que no le nublara el entendimiento. Al menos la fuerte hemorragia había cesado. A juzgar por el estado de las sábanas y las toallas que Rosalía había empleado, Valentina debía de haber perdido mucha sangre. Tomás pensó en el niño, el primer hijo de los dos, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para tragarse las lágrimas que pugnaban por brotar. En ese instante, Rosalía se inclinó sobre él y le susurró al oído en voz muy baja:
—Señor, he escondido a la criatura para que la señora no…
Tomás la hizo callar con un gesto. Sofocó un sollozo y masculló:
—¿Dónde está?
El ama de llaves trazó un impreciso movimiento de cabeza señalando la jofaina del lavamanos, que había dejado en el suelo al otro extremo de la habitación. En su interior podía verse un revoltijo de toallas ensangrentadas. Tomás volvió a asentir con la cabeza. Se concentró de nuevo en Valentina y le acarició el rostro con desvalida ternura. Desde que se conocieron diez años atrás en el bergantín Gran Antilla, jamás se había visto obligado a atenderla en un trance como aquél. Ni siquiera cuando le ayudó a dar a luz al hijo de Leopoldo Bazán. Ni tampoco cuando ella se consumió de fiebres tras el robo del niño. Le invadió una nueva oleada de pánico. Si Valentina moría, ¿qué iba a hacer sin ella?
Tomás no se despegó de Valentina hasta más de dos horas después, cuando tuvo la certeza de que su vida ya no peligraba. Entonces se levantó del borde de la cama donde había estado sentado y atravesó cojeando la estancia. Al inclinarse sobre el fardo que ocupaba la jofaina fue consciente de cuánto le dolía la pierna; había subido la escalinata demasiado deprisa y había permanecido demasiado tiempo en la misma postura. Preocupado como estaba por el estado de Valentina, ni siquiera se había dado cuenta. Apartó un poco las toallas que amortajaban a la criatura, malograda antes de haberse acabado de formar. Sólo pudo mirarla un breve instante, enseguida le cegaron las lágrimas. Alzó la jofaina y la sacó a la galería. Engarzando los torpes movimientos de un sonámbulo la depositó en el suelo, pegada a la pared para que Valentina no pudiera verla desde la cama cuando volviera en sí. Rosalía, que aguardaba instrucciones caminando de un lado a otro mientras se estrujaba las manos con ansia, acudió sin demora para llevarse el pequeño cadáver. Tomás se lo agradeció con una débil sonrisa y regresó junto a Valentina. Volvió a ocupar su lugar a un lado de la cama, le tomó una mano y se la acarició, incapaz de cortar el flujo de lágrimas que se deslizaban por sus mejillas. De pronto ella alzó los párpados y le miró con infinita tristeza. Tomás se limpió apresuradamente los ojos.
—Lo he perdido, ¿verdad?
Él tragó para despejarse la garganta.
—Ahora sólo debes pensar en reponerte —respondió con voz insegura. Levantó la mano de Valentina y la cubrió de besos húmedos de lágrimas—. Eso es lo más importante. No podría vivir sin ti, ¿sabes?
Ella se arrancó una mueca que no logró ser sonrisa.
—¿Era un varón?
—No… no lo sé.
—No me mientas —insistió Valentina—. Debes decírmelo.
—¡No! ¡No debería decírtelo! —exclamó Tomás, pero se encogió de hombros y se resignó a contestar muy bajito—: Era un varón.
Ella encajó la noticia procurando contener el llanto. Intuía que si daba rienda suelta a las lágrimas, Tomás se derrumbaría. Y le conocía de sobra para saber que después se avergonzaría de haberse mostrado débil delante de ella. Por eso debía dominarse. Ya tendría tiempo de llorar a su hijo cuando la dejaran sola.
—Volverás a quedarte encinta. Ya lo verás —musitó él.
Valentina no supo si pretendía consolarla a ella o a sí mismo. Asintió moviendo la cabeza. Sólo un poquito. Aún la aplanaba esa maldita debilidad, y el vientre le dolía como si acabara de dar a luz. Aunque esta vez no había ningún niño al que amamantar. ¿Por qué la vida les castigaba así precisamente a ellos?
Rosalía entró procurando no hacer ruido. En la mano derecha sostenía un sobre lacado.
—¡Ay, señora, cuánto celebro que haya vuelto en sí! —exclamó al ver que su patrona había recuperado la conciencia—. Nos tenía a todos tan preocupados…
Tomás le hizo una discreta seña para mandarla callar, que el ama de llaves captó enseguida. ¡Qué tonta había sido perdiendo así las formas!, se censuró.
—Señor, han traído esta carta para la señora —dijo con su habitual contención—. Es de don Miguel Aldama. El recadero que la ha traído ha dicho que se trata de un asunto muy urgente.
Sin decir nada, Tomás cogió el sobre y lo introdujo en un bolsillo de la chaqueta, que ni siquiera se había quitado desde que había entrado en la habitación. Valentina protestó, pero Tomás no se dejó ablandar.
—Ya la leerás cuando recuperes fuerzas. Ahora no soy tu esposo sino tu médico. Y como tal te prescribo mucho reposo. Y si para lograr que descanses debo atarte a los barrotes de la cama, te advierto que lo haré con mucho gusto.
Rosalía sonrió sin darse cuenta. Le placía que los hombres fueran enérgicos, y cuando don Tomás, al que ya había dejado de considerar un pusilánime, sacaba el genio, se parecía mucho a su añorado don Sebastián.
Pero Valentina no estaba dispuesta a amilanarse.
—¡Ábrelo, Tomás! Si Miguel Aldama me envía una misiva, es que se trata de algo realmente importante. No es un hombre que pierda el tiempo enviando escritos por fruslerías.
—¡Y tú eres la mujer más testaruda que he conocido jamás! —se exasperó él—. ¿Es que ni siquiera eres capaz de descansar después de haber sufrido un aborto? ¡Podrías haber muerto!
Ella esbozó la sonrisa con la que solía desarmarle siempre que discutían y susurró:
—Léemela, por favor.
Impotente, Tomás meneó la cabeza y soltó la mano de Valentina. En instantes como ése se arrepentía de haberle prometido que podría seguir al frente del negocio, por mucho que respetara su deseo de preservar el sueño por el que tan duro trabajó Sebastián. Mirando de reojo a Rosalía, que aguardaba órdenes antes de retirarse, suspiró muy hondo. Sacó del bolsillo el sobre de la discordia. Lo rasgó y extrajo una cuartilla de color marfil, escrita de puño y letra del señorito criollo metido a conspirador, como llamaba en la intimidad a Miguel Aldama, con el que no acababa de congeniar. Ni siquiera después de que Aldama hubiera rechazado recientemente el marquesado que le había ofrecido el gobierno de Madrid, aduciendo que un título nobiliario sería incompatible con sus ideas políticas, un gesto que Tomás habría alabado en cualquier otro menos en Aldama. Cuando hubo leído la misiva, se quedó inmóvil, mirándose las manos y mordisqueándose el labio inferior. El papel se le escurrió de entre los dedos y cayó sobre sus zapatos en agónico vuelo.
—¿Qué dice? —musitó Valentina.
Él alzó la vista. Tenía la lengua tan espesa que le costó vocalizar.
—Nuestro querido amigo —empezó con algo de retintín— te comunica que hace unos días un hacendado de Oriente llamado Carlos Manuel de Céspedes concedió la libertad a los esclavos de su ingenio La Demajagua, les hizo jurar la bandera y leyó un manifiesto declarando la independencia de Cuba. Desde entonces se están librando en todo el Oriente luchas entre los rebeldes y las tropas españolas enviadas allí para restablecer el orden.
Tomás se calló de repente, conmocionado hasta lo más hondo por el estallido de la rebelión. Llevaba años augurándola, pero desde que era feliz junto a Valentina había vivido tan ajeno al mundo exterior que la noticia le había cogido por sorpresa.
Valentina estaba aún demasiado embotada para comprender el alcance de lo sucedido.
—¿Eso quiere decir…?
Tomas se aclaró la garganta antes de responder.
—Significa que acaba de estallar la guerra por la independencia de Cuba.
—¡Jesús, María y José! —exclamó Rosalía, y se santiguó tres veces.