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La Habana, octubre de 1866

En el otoño del año sesenta y seis, la Junta de Información partió para Madrid con el propósito de negociar mejoras para la isla con el nuevo ministro de Ultramar, Alejandro de Castro, en una España convulsa tras la caída del gobierno de O’Donnell y bajo un nuevo régimen que había adoptado posturas más intransigentes con respecto a las colonias. Sin embargo, en las tertulias de la alta sociedad habanera una noticia de muy distinta índole había despertado un vivo interés entre las damas e incluso entre muchos caballeros: la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza había anunciado su intención de contraer matrimonio con el primo de su difunto esposo, que no era otro que el médico en cuyas manos ponían su salud los más ricos de la ciudad y el hombre al que creían su amante desde hacía meses. Las señoras chismosas comentaron que si doña Galatea hubiera sido más cauta en su amorío con el doctor Mendoza, podría haber aspirado a una unión que le ofreciera más ventajas, o haberse casado incluso con el riquísimo viudo de Nueva Orleans que la había cortejado sin desfallecer durante más de un año. Ahora su imprudencia la obligaba a conformarse con ese médico que, si bien era un hombre apuesto y con un buen pasar, distaba mucho de poseer una gran fortuna o un título nobiliario y, por si eso fuera poco, nunca podría bailar con ella en las fiestas porque el pobre quedó cojo a consecuencia del accidente que mató a su primera esposa, aquella joven tan guapa que parecía portar una brizna de sangre negra en las venas y con la que el doctor nunca se cansaba de danzar. En los salones de la nobleza todos habían comentado hasta la saciedad el absurdo afán que el doctor Mendoza ponía en disimular su problema, hasta el extremo de empeñarse en no usar bastón, cuando algunos días saltaba a la vista que caminaría mucho mejor si se apoyara en uno. ¿Cabía imaginar peor desgracia para un hombre que no poder bailar cuando moverse al son de la música era la diversión favorita en la isla?, suspiraban las comadres, haciendo aletear sus abanicos a la par que se reían de la inmensa vanidad de los varones.

Por respetar el luto que aún debía guardar Tomás por Milagros, los novios contrajeron matrimonio en diciembre con una discreta ceremonia que se celebró en la catedral de La Habana, aunque a ella asistieron todos los personajes importantes que se hallaban en la isla ese día. Pese a su mesura, la magnitud de los regalos que les habían ido enviando las amistades de ella y los ricos pacientes de él obligaron a los recién desposados a celebrar su enlace con un grandioso banquete en la mansión que perteneció a Sebastián y a la que se había mudado Tomás con su hijo. Después dieron un baile en el gran salón donde Sebastián había permitido a su primera esposa organizar fastuosas fiestas. Antes del evento, los esclavos lustraron con ahínco el suelo de mármol de Isla de Pinos, sacaron brillo a los espejos que revestían las paredes, lavaron los densos cortinajes de terciopelo rojo y colocaron butacas para que las damas y los caballeros ancianos pudieran descansar. Valentina mandó afinar el piano que Sebastián compró con la ilusión de que Inés aprendiera a tocarlo algún día y contrató para el festejo a una gran orquesta de negros y pardos libres. Durante la fiesta, Tomás se reconcomió observando desde un rincón cómo su flamante esposa danzaba con todos los caballeros influyentes de la isla mientras él, impecable con su nuevo frac que se le antojaba de petimetre, conversaba con plantadores esclavistas a los que habría dicho gustosamente unas cuantas verdades, y entretenía a viejas cotorras que lo miraban embelesadas y lamentaban para sus adentros que un hombre tan bien plantado no pudiera bailar ni siquiera un pequeño vals con su esposa. Entretanto, sofocaba como podía el vehemente deseo que despertaba en él Valentina, ataviada para el baile con un vestido de muselina del color de la flor de lavanda que crecía en el sur de Francia, según palabras de esa modista francesa y alcahueta que lo estudiaba de arriba abajo cada vez que acudía a probar a su clienta las prendas para la nueva temporada y se encontraba con él en el gabinete. Tomás deseó de todo corazón que esos invitados latosos se marcharan pronto a sus mansiones llenas de perversas escalinatas para que pudiera desvestir a Valentina siendo ya su legítimo esposo.

A la hora en la que el alba entrevera la oscuridad de la noche pudo por fin cerrar con llave la puerta de la alcoba y besar a Valentina, que ya se había preparado para él en camisón de seda y con el cabello suelto. La brisa marina de la bahía se colaba por los ventanales y refrescaba sus rostros ardientes, mientras el puerto cercano estallaba en una amalgama de sonidos y la sirena de un barco tempranero les acariciaba los oídos. Saciada el ansia más apremiante, Tomás se separó un poco y se quitó la levita del frac y el chaleco, que dejó caer al suelo. Después encerró entre sus manos la cara de la mujer que se había convertido en su esposa después de tantas vicisitudes. La contempló con arrobo y en su rostro se instaló una sonrisa de embeleso.

Desde las entrañas de Valentina, un relámpago de dulzura descendió en suaves oleadas hasta su pubis. Inspiró muy hondo para calmar el intenso aleteo de su corazón. Aún no lograba asimilar del todo que ya no necesitaba esconderse para yacer con Tomás, que compartiría su vida con él y sería la primera persona a la que vería cuando abriera los ojos por las mañanas. Sin despegar las manos de su rostro, Tomás depositó otro beso sobre sus labios. Valentina cerró los ojos, empañados por una capa de lágrimas que comenzaron a deslizarse mejillas abajo. En cada rincón de su piel ardían millones de diminutas hogueras. Un efervescente cosquilleo partió desde su nuca para explorar la espalda.

Tomás apartó una vez más su boca y Valentina se tambaleó hasta casi perder el equilibrio. Pero él le puso las manos sobre los hombros y le bajó el camisón con deleitosa parsimonia. Le besó los pechos mientras sus manos descendían por su espalda provocándole relámpagos de dicha que surcaban su cuerpo de la cabeza a los pies. La tomó en brazos con cuidado y renqueó con ella hasta el lecho, iluminado por la parpadeante luz de la lámpara que Mayra había colocado sobre la mesilla antes de que sus amos se recluyeran en la alcoba. Tendió a Valentina sobre las sábanas ribeteadas de encaje francés que las esclavas habían puesto esa tarde recién planchadas y habían perfumado después con esencia de rosas. Se sentó a su lado, acarició sus senos y los besó de nuevo. Bajó con los labios hasta las caderas y le rozó con ellos el pubis y la cara interior de los muslos, conteniendo cuanto podía el propio deseo para regalarle a ella mayor gozo. Con los ojos cerrados, Valentina se retorcía bajo su boca, sumergida en el propio placer y en los gemidos que brotaban de su garganta. De pronto advirtió que Tomás había cesado de besar su vientre. Abrió los ojos. Vio que él se había separado un poco y la contemplaba en arrobado silencio. Por sus mejillas resbalaban lágrimas que brillaban como diamantes. Él se apresuró a enjugárselas. Esbozó una sonrisa como de disculpa y susurró:

—Amor mío…

Valentina advirtió que ella también tenía los pómulos húmedos. Tomás rió, alargó una mano y la pasó con delicadeza por el rostro de Valentina. Después se lamió los dedos impregnados de lágrimas y su sabor le recordó el olor del océano que los dos atravesaron años atrás para llegar a esa isla. Se rió de nuevo, con los ojos velados otra vez. Valentina se incorporó. Se disponía a quitarle la pajarita y a desabotonarle la camisa, pero Tomás musitó «Espera». Él mismo se despojó de una prenda tras otra hasta quedarse desnudo. Estiró un brazo hacia la mesilla y giró la ruedecita de la lámpara para estrangular la luz. Cerró bien la mosquitera y se tendió al lado de Valentina, tapándose las piernas con la sábana, como siempre, impaciente y a la vez sereno, porque ahora podría gozar de ella sin tener que cuidarse a todas horas de no dejarla encinta.

Durante los meses que siguieron, se amaron todas las noches con renovado frenesí y el cañonazo del Morro les sorprendía enmarañados entre las sábanas, las extremidades entrelazadas como ramas de una enredadera, el rostro de Tomás hundido entre los senos de Valentina y la nariz de ella inmersa en el abundante cabello de Tomás para embeberse de su aroma. Cuando se despegaban del lecho por la mañana, se bañaban juntos en la gran tina de cobre que las esclavas habían llenado para ellos con agua tibia y esencias aromáticas mientras comadreaban, entre risitas pícaras, sobre la inagotable lujuria de sus amos, que no sólo compartían dormitorio, algo inusual entre los matrimonios acaudalados, sino también el lecho sobre el que se les oía retozar muchas tardes a la hora de la siesta. Después del baño, desayunaban en compañía de Inés y Manuel, que se habían vuelto inseparables y se dispensaban tanto cariño como si fueran hermanos. Y tras el desayuno, Tomás se marchaba a su consulta y Valentina le despedía en lo alto de la escalinata, contemplando enternecida cómo bajaba haciendo alarde de dignidad para disimular cuánto le torturaban aún las escaleras.

En abril de 1867 regresó de España la Junta de Información. Aunque al principio había reinado el optimismo, los integrantes de la junta habían comprendido al fin que sus peticiones no iban a ser tenidas en cuenta y el movimiento reformista, defendido por los prósperos hacendados cubanos de talante moderado, como Miguel Aldama y sus amigos, perdió su razón de ser y se desmoronó. En la isla comenzaron a oírse voces que clamaban, ya sin miedo a represalias, por la independencia de la isla, apuntando como única solución para mejorar la situación de Cuba la rebelión armada contra España. Sin embargo, los ricos plantadores del oeste aún titubeaban por miedo a que un conflicto dirimido por las armas causara la ruina de sus haciendas, como les había ocurrido a los dueños de plantaciones esclavistas en el Sur de Estados Unidos a raíz de la guerra de Secesión.

Mientras los reformistas del oeste seguían sumidos en sus dudas, los hacendados del este, a los que jamás había llegado la prosperidad que gozaban los plantadores del otro extremo de Cuba, porque no disponían de medios para comprar maquinaria moderna y su lejanía de La Habana les impedía pedir préstamos a los comerciantes ricos, empezaron a considerar seriamente la posibilidad de emancipar a sus esclavos, cuya manutención les resultaba demasiado costosa, y empezaron a reunirse en secreto para conspirar contra el dominio de España.

Nada de todo eso perturbó a Valentina, ni siquiera a Tomás, que siempre había seguido con atención los avatares de la política. Sólo pensaban en amarse al cobijo de la mosquitera de gasa bajo su nueva condición de esposos; hasta para atender a los niños debían hacer acopio de su sentido del deber, pues sabido es que la felicidad amorosa se blinda contra cualquier injerencia del exterior. Valentina ni siquiera se sobresaltaba ya cuando creía reconocer en algún caballero a uno de sus viejos clientes de L’Olympe. Tampoco perdía el tiempo en odiar el recuerdo de Leopoldo Bazán ni en lamentar su venganza fallida, aunque sí se preguntaba muchas veces, sin lograr sofocar entonces un brote de tristeza, cómo se desarrollaría su hijo en París, donde Leopoldo sin duda le estaría educando para que se convirtiera en un lobo, como todos los hombres Bazán.

Pero ninguna dicha dura para siempre, y con el paso del tiempo una causa de inquietud logró filtrarse en la cápsula de felicidad que los protegía: Valentina no quedaba encinta. Después de la boda, había ansiado darle a Tomás pronto un hijo que le vinculara aún más a ella, como ya hizo en su día la astuta Milagros. Sin embargo, todos los meses sangraba con una regularidad que había sido motivo de alivio en el burdel y también durante el tiempo de encuentros furtivos con Tomás, pero que ahora le causaba angustia y le hacía ver en los ojos de él un reproche que en realidad no había. Si bien Tomás le había confesado alguna vez, durante sus juegos amorosos en la intimidad de la habitación conyugal, su deseo de que le diera muchos hijos en los que se mezclaran los rasgos de ambos, al ver que el embarazo se retrasaba había decidido no hablarle más de ese tema. Estaba seguro de que no era bueno atosigar a las mujeres al respecto y que pronto alguna de sus semillas anidaría en el vientre de Valentina. Ella era joven y, sin lugar a dudas, una mujer fértil. ¿Acaso no le ayudó él mismo años atrás a dar a luz al hijo de aquel bastardo rico llamado Leopoldo Bazán? Si Valentina pudo quedar encinta de ese canalla, ¿por qué no iba a concebir hijos de él, que la quería con toda su alma?