Tomás reanudó su trabajo dos meses después de su primera visita a Valentina. Aún se veía obligado a apoyarse en el bastón para caminar y se hacía conducir en su quitrín nuevo a las mansiones de los pacientes ricos que le requerían, pues ya no podía montar a caballo. Las escalinatas de las casas nobles se le antojaban un terrible suplicio, pero por mucho que le doliera la pierna cuando Leona despedía al último enfermo y cerraba la consulta, Tomás jugaba con su hijo o le leía un capítulo del libro que llevaran entre manos, después dejaba a Manuel con la niñera, se acicalaba como los petimetres a los que despreciaba y acudía a encontrarse con Valentina en la casita que había buscado para ellos con tanto afán. Llegaba siempre un rato antes de lo acordado, abría las láminas de las persianas para que circulara la brisa y se sentaba a esperar a la fresca del patio. Valentina no tardaba en presentarse en compañía de la fiel Mayra; no había tardado en llegar a la conclusión de que necesitaba a su esclava más discreta para que le recompusiera la estampa después de haber retozado con Tomás. Durante las horas que su ama y el doctor Mendoza permanecían encerrados en la alcoba, Mayra esperaba meciéndose en una comadrita del patio y haciendo oídos sordos a los perturbadores sonidos que llegaban hasta ella.
Algunas tardes, sin embargo, sus obligaciones les impedían verse en su refugio. Entonces Tomás iba a la mansión que fue de su primo Sebastián y Valentina lo recibía en el gabinete, tan hermosa y fresca como una rosa recién regada porque acababa de darse su baño perfumado. En el traspatio, los esclavos más deslenguados comenzaron a reírse por lo bajini de lo presumido que se había vuelto el doctor Mendoza desde que estaba lisiado y de lo agitada que veían a su ama cuando lo esperaba al atardecer. Algunos llegaron incluso a calcular cuánto tiempo tardaría doña Galatea en introducir en su alcoba al hombre que había puesto tantas estrellas luminosas en su mirada. Y la chismosa Caridad aprovechaba la oportunidad para recordar a todos que en tiempos del difunto don Sebastián ya vio a doña Galatea y al doctor cuchichear en la galería como si les uniera algo más que su lejano parentesco político. Incluso Rosalía se preguntaba cómo acabaría el extraño devaneo de su patrona con el doctor Mendoza, que aún llevaba brazalete de luto por su esposa muerta y ya andaba persiguiendo a la viuda de su primo. Sin embargo, ninguno de ellos llegó a sospechar lo que los dos hacían en la modesta casa de Intramuros.
Cuando se reunían en el gabinete, Valentina y Tomás leían los periódicos del día mientras sorbían café —aunque él tomaba ron si le molestaba mucho la pierna— y lamentaban no poder estar retozando entre las sábanas de su refugio en vez de tener que disimular ante los esclavos lo intenso que era su deseo a todas horas. Esas tardes de obligada moderación volcaban su ardor en discusiones interminables sobre la situación de la isla; esas conversaciones, además de demostrar a Tomás la cultura que Valentina había adquirido desde que se distanció de ella al casarse con Milagros, le ayudaron a recuperar el espíritu rebelde que le había impulsado antes de rendirse a la resignación.
También hablaron con mucho apasionamiento de las huelgas de esclavos que tuvieron en vilo a los ingenios Álava y Unión, este último propiedad de Miguel Aldama, además de los otros cuatro que poseía. Los negros declararon con portentosa sangre fría que no trabajarían si no se les pagaba y se negaron a mover un solo dedo, hasta que tropas enviadas por el gobierno les obligaron a reanudar su labor. Tomás se entusiasmó una vez más con sus ideas contrarias a la esclavitud, las cuales chocaron contra el pragmatismo de Valentina. Una tarde de noviembre comentaron hasta la saciedad la decisión del gobierno español de consentir en que se eligiera una comisión cubana para discutir en Madrid el desarrollo constitucional de la isla. Y de nuevo difirieron en sus puntos de vista. Tomás descubrió que el intelecto de una mujer podía ser tan poderoso como el de un hombre y eso exacerbó aún más la pasión que sentía por Valentina. Cuando regresó esa noche a su hogar en el quitrín, se le ocurrió de pronto que debía convertirla en su esposa. Sólo era cuestión de hallar el momento oportuno para pedirle matrimonio. No había que hacerlo a la ligera, se adoctrinó a sí mismo, ya en la soledad de su habitación de viudo. Valentina era ahora una dama inmensamente rica y podía aspirar a casarse con cualquiera de esos aristócratas solteros que pululaban como moscones a su alrededor en los salones de la nobleza. Él, en cambio, si bien era el médico favorito de la alta sociedad, nunca formaría parte de ella. Y luego tenía en su contra la gran desventaja de su cojera. ¿Para qué iba a querer Valentina casarse con un tullido que ni era poderoso ni podía aportar un nutrido patrimonio? Bastante afortunado podía considerarse ya de que ella arriesgara su reputación yaciendo con él en esa casa. Tomás pasó parte de la noche en vela, sopesando razones a favor y razones en contra de su petición de mano, hasta que de madrugada decidió no arriesgarse a cosechar una negativa que emponzoñara otra vez su relación con Valentina. De modo que siguieron viéndose en calidad de amantes mientras los días se agrupaban en semanas y las semanas en meses.
Alvin Devereaux, el galante caballero de Luisiana, viajaba con frecuencia a La Habana pretextando negocios, pero lo que deseaba en realidad era ver a la hermosa viuda que había vuelto a prender en él la extinta llama de los veinte años. No obstante, pronto se dio cuenta de que su prudencia a la hora de galantearla había sido un grave error. La mayoría de las veces en que acudía a visitarla, esa fiera que tenía por ama de llaves le decía que doña Galatea había salido. Y si por fin la hallaba en casa, la bella estaba en compañía de ese médico que era pariente del difunto Sebastián Ruiz Mendoza y, que pese a mostrarse cortés en extremo, le miraba con el ceño nublado y cierta hostilidad en la actitud que no dejaba dudas sobre sus intenciones. Para colmo de males, su contrincante nunca se marchaba antes que él. Alvin Devereaux no era un hombre propenso a adornar la realidad. Su modo cabal de encarar los problemas era uno de los rasgos de su carácter que había contribuido a cimentar su inmensa fortuna. Enseguida comprendió que le había surgido un rival peligroso. Calculó que el doctor debía de andar por la mitad de la treintena, o tal vez algo más próximo a los cuarenta, pero en cualquier caso era más joven que él y muy bien parecido. De esos hombres que hacen suspirar a las féminas desde lo más hondo del corazón. Cierto que su competidor cojeaba llamativamente de la pierna derecha, cuya rodilla apenas doblaba, y no daba un solo paso sin apoyarse con fuerza en su bastón, pero Devereaux sabía que hasta un problema como ése podía resultar atractivo a las damas si el caballero les había entrado por el ojo derecho. Quedaba por considerar la cuestión de su peculio. Devereaux indagó entre sus amistades y lo que oyó no le gustó en absoluto. A ese maldito médico se lo disputaban en la alta sociedad, por lo que no se trataba en absoluto de un muerto de hambre. Sin embargo, lo que más perturbó al caballero de Nueva Orleans fue el modo en que doña Galatea miraba al intruso. Devereaux comenzó a sentirse de más en el gabinete de la viuda y sus visitas se fueron espaciando, para regocijo de Tomás y alivio de Valentina, que había pasado muy malos ratos viendo cómo los dos hombres se medían mutuamente igual que perros encelados.
En marzo de 1866 tuvieron lugar las elecciones de los representantes que viajarían a Madrid para integrar la Junta de Información que hablaría con el gobierno sobre el desarrollo constitucional de la isla. Sólo pudieron votar los grandes propietarios, y doce de los dieciséis nombres elegidos eran reformistas. Por esas fechas, Tomás decidió prescindir del bastón. No es que hubiera dejado de necesitarlo. Habían transcurrido diez meses desde el accidente que segó la vida de Milagros y él sabía mejor que nadie que su pierna no sólo no iba a mejorar sino que ahora era tan frágil como el cristal, pero la mera idea de que a Valentina la cortejaban pretendientes acaudalados, como ese maldito estadounidense de ojos azules y maneras galantes, le envenenaba de temor a que se la arrebatara algún noble millonario que no renqueara como un anciano aquejado de gota. Cuando caminaba cada mañana por la galería de su casa, procurando prescindir de cualquier apoyo para aprender a valerse sin bastón y a disimular la cojera hasta donde fuera posible, hacía acopio de la misma fuerza de voluntad que le servía para enfrentarse a las escalinatas de sus pacientes ricos. En el fondo de su corazón sabía que estaba siendo frívolo, incluso insensato, pero, por más que lo intentaba, no lograba aceptar que habiendo sido capaz de marchar campo a través durante horas y de cabalgar jornadas enteras sin desfallecer, ahora iba a ser para siempre un hombre con una tara.
Valentina y Tomás siguieron amándose sin freno en la casita de Intramuros; eran muchos los años perdidos que deseaban recuperar. Era tal la devoción que sentía cada uno por la carne del otro, que Valentina tuvo que reunir todo su poder de concentración para no descuidar el negocio, que no sólo le garantizaba un buen sustento a ella, sino también el futuro de Inés. Incluso Tomás cometió algunas distracciones en la consulta, que por fortuna no tuvieron consecuencias y no advirtió nadie más que él. Cuando fueron conscientes de que su pasión les absorbía hasta el extremo de haber empezado a desatender a los niños, Tomás introdujo la costumbre de llevar algunas tardes a Valentina y los chiquillos a tomar dulces en La Dominica o a degustar los espléndidos helados de El Louvre, el célebre café rival de La Dominica sito al comienzo de la calle San Rafael, con sus grandes salones cubiertos de espejos en los que se reflejaba la elegante clientela mientras tomaba los sorbetes que eran famosos incluso entre los extranjeros venidos de Norteamérica. Otras veces los llevaba en su quitrín a tomar la fresca vespertina por el paseo del Prado o el de Tacón, donde enseguida se acercaban a saludarles o a alcahuetear las amistades nobles de Valentina y algunos pacientes acaudalados de Tomás. Y de regreso mandaba a su calesero que se detuviera en la plaza de Armas, el único lugar de la ciudad donde no estaba mal visto que las damas abandonaran los carruajes para disfrutar de las melodías marciales con las que una banda militar deleitaba cada atardecer a los habaneros.
Un buen día comenzó a propagarse por La Habana el rumor de que la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza había tomado como amante al primo de su difunto esposo, que a su vez había perdido a su mujer en un espantoso accidente acaecido casi un año atrás. Las damas marchitas que sustituían la comezón de los amoríos propios por el placer de chismorrear, se preguntaban entre risillas qué otra razón empujaría a un hombre gallardo como el doctor Mendoza a deshacerse en atenciones hacia una mujer tan joven y hermosa como doña Galatea. Sólo había que ver cómo se miraban el uno al otro cuando paseaban en quitrín acompañados de sus respectivas criaturas, rubricaban las comadres con los ojos brillantes de tanto cotorrear. Además, ¿qué arreglo era ese de que el hijo del doctor compartiera institutriz con la pequeña Inés?, apuntaban las que estaban al tanto de todo cuanto acontecía en la ciudad, frunciendo el ceño en desaprobación. Las más audaces incluso llegaron a insinuar si el doctor y la viuda del comerciante no habrían sido ya amantes en vida de sus respectivos cónyuges. Cierto día alguien contó a Alvin Devereaux lo que se murmuraba en La Habana sobre la dama a la que llevaba cortejando más de un año y el astuto hombre de negocios se dijo que todo rumor encerraba una parte de verdad y desistió para siempre de rondar a la viuda.
Rosalía se enteró de los chismes que circulaban acerca de su patrona por la cocinera, que solía recopilar esa clase de noticias en el mercado. El ama de llaves estuvo tentada de poner a doña Galatea al corriente de las habladurías, pero el temor a su reacción la contuvo. Finalmente, las murmuraciones acabaron llegando a oídos de Tomás, que supo lo que se decía sobre Valentina y él por un plantador tan gordo como rico al que aliviaba los padecimientos del mal de la gota. Tras una noche en la que no había logrado conciliar el sueño de tanto cavilar, Tomás decidió que ya era hora de armarse de valor y hacer lo que no podía aplazar por más tiempo.
Sin embargo, no se atrevió a sacar ese tema en la casa de sus encuentros amorosos por no manchar la dicha con posibles desavenencias. Vivió días de profunda desazón hasta que llegó una de esas tardes castas en las que visitaba a Valentina en su residencia y decidió que era el momento de acabar con la incertidumbre. Pero cuando se vio sentado en el gabinete, donde irrumpía el ruido de las ruedas de los carruajes y los cascos de los caballos al pasar por delante de la mansión, su firmeza amenazó con resquebrajarse. Contempló a Valentina en silencio, embebiéndose de su piel tersa, del hermoso escote que procuraba no mirar mucho en público porque le hacía perder el dominio de sí mismo, del cuello cuya línea seguía siendo tan grácil como cuando se conocieron en el bergantín Gran Antilla más de siete años atrás. Ella se inquietó al verse observada cual una estatua o alguna rara especie de mariposa. Era evidente que Tomás tenía algo importante que decirle. De pronto recordó cuando él le anunció en la habitación de L’Olympe que había dejado encinta a su criada y el honor le obligaba a casarse con ella. En sus entrañas se enroscó la serpiente del miedo, que llevaba mucho tiempo sin acosarla. ¿Qué sería de su vida si alguna mujer ladina volvía a arrebatárselo?
—¿Por qué me miras así? —musitó.
Tomás se sobresaltó como si despertara de un profundo sueño. Esbozó una desvalida sonrisa y tomó aire para armarse de valor.
—Debo decirte algo… que nos concierne a los dos.
El corazón de Valentina comenzó a latir con furia. Sintió la boca seca de repente. En ese momento irrumpió Caridad llevando en una bandeja el café de cada tarde y una botella de ron por si lo prefería don Tomás. Valentina guardó silencio. La esclava les sirvió observando de soslayo a su ama y al primo de don Sebastián. Esos blancos locos llevaban más de ocho meses viéndose de vez en cuando en esa estancia y, por más que les había espiado, aún no había descubierto al doctor colándose con sigilo en la alcoba de la señora. ¿Acaso yacían juntos en otro lugar y por eso doña Galatea salía de casa tantas tardes? Pero… ¿dónde se amaban?
—Ponme un poco de ron, Caridad —pidió Tomás con voz agónica.
—Enseguida, señor.
Una vez servidos el café y el ron, Caridad hizo una genuflexión y se dispuso a abandonar el gabinete.
—¡Cierra la puerta! —le ordenó Valentina.
—Sí, ama.
Caridad salió de la estancia aventurando que tal vez el doctor poseía a la señora en la salita de recibir, encajados los dos en uno de los sillones tapizados con damasco de seda y enredándose cual mosquitos atolondrados entre los aros metálicos de la crinolina y las enaguas de doña Galatea. Pero si lo hacían así, ¿cómo se las ingeniaba ese hombre para mantener el equilibrio sobre su pierna mala? Los esclavos murmuraban en el traspatio que los huesos del doctor debieron de quedar muy mal si, siendo tan buen médico como decía la gente que era, aún no había logrado arreglárselos.
Cuando la esclava hubo cerrado la puerta, Tomás tomó un cumplido trago de ron, carraspeó y farfulló:
—No sé si has oído… lo que se rumorea sobre nosotros en La Habana.
Ella negó con la cabeza, temerosa de lo que iba a escuchar. Tomás añadió, en un susurro apenas audible:
—Se dice que… somos… amantes.
Valentina estalló en carcajadas cristalinas. Ahora comprendía por qué algunas damas la miraban con expresión pícara cuando la veían en compañía de Tomás y los niños en El Louvre o circulando en el quitrín de él por el paseo del Prado. Siempre había pensado que lo hacían porque Tomás había recuperado sus carnes y la sonrisa y volvía a ser un hombre apuesto.
—Eso es lo que somos desde hace ocho meses —observó con mordacidad y se encogió de hombros—. Me pregunto cómo lo habrá averiguado la gente. ¿Tal vez no hemos sido tan discretos como pensábamos?
—Lo que debe preocuparnos ahora no es si nos han descubierto, o si el rumor lo ha propagado alguien sin más propósito que el de hacerte daño. —Tomás apuró su ron y depositó el vaso en la bandeja que Caridad había colocado sobre la mesita redonda que había entre los dos sillones—. Lo que importa es tu reputación. Los dos sabemos que ciertas señoras de la alta sociedad tienen un amante tras otro, pero a nadie le perturba mientras todo ocurra de puertas para adentro. Sin embargo, cuando el nombre de una dama está en boca de todos por esa razón, queda manchado para siempre. Tal vez haya pecado de imprudente empujándote a mostrarte tanto conmigo en lugares públicos. Eso despierta la maledicencia de los chismosos. Y… debemos tener cuidado también por tu… pasado. Si alguien lo sacara a la luz ahora…
El corazón de Valentina dio un vuelco. Últimamente ya no la atenazaba el miedo a que alguno de sus antiguos clientes del burdel la reconociera. Pero ahí estaba de nuevo su pasado de ramera, surgiendo entre las sombras como una amenaza que jamás descansa.
—¿Nunca se te ha ocurrido pensar que me gusta que me vean en compañía del médico más renombrado de La Habana? —dijo para matar su repentina angustia.
Tomás no respondió. Se irguió en el sillón y se sirvió más ron. Bebió con avidez, posó una mirada ansiosa sobre Valentina y profirió de un tirón:
—¿Quieres casarte conmigo?
Ella no había esperado oír eso. A la sorpresa le sucedió una euforia que casi le hizo gritarle que sí con toda la fuerza de sus pulmones. Entonces recordó que Tomás se casó con Milagros para reparar su honor. ¿Y si ahora pretendía hacer lo mismo con el suyo?
—¿Eso me lo propones tú o es tu sentido del deber el que habla? Te advierto que no necesito ser rescatada. Ni por ti… ni por nadie.
—Ese orgullo, Valentina… —la amonestó Tomás, esbozando una sonrisa muy dulce, aunque también algo temerosa. Tomó aire y añadió, con repentina rotundidad—: ¡Te pido que seas mi esposa porque te amo desde la primera vez que te vi! No me he atrevido a hacerlo en todos estos meses porque… —se encogió de hombros, inspiró otra vez y susurró, girando el vaso entre los dedos— tal vez ahora no te parezca un buen partido. Cuando te propuse casarte conmigo hace años, podía ofrecerte cierta seguridad, mi protección y un amor que entonces no me atreví a confesarte. Ahora sólo soy un médico lisiado, mientras que tú… te has convertido en una dama muy rica y poderosa a la que pretenden caballeros con grandes fortunas. Temía que volvieras a responderme que no. Pero… —una sonrisilla arrugada como una bata vieja se abrió camino en su rostro— al fin te lo he dicho… y me siento aliviado…
A esas alturas Valentina se preguntaba cómo podía Tomás atesorar tantos conocimientos en la cabeza y a la vez ser tan tonto… Abrió la boca para hablar, pero él de pronto alzó una mano y exclamó:
—¡Espera, por favor, no digas nada aún! He pasado la noche sopesando las razones por las que tal vez… decidas no aceptarme. Una de ellas podría ser la riqueza que ahora posees. Pero no debes inquietarte por tu fortuna. Firmaré un documento renunciando a los derechos que podrían corresponderme sobre ella como esposo. No soy un cazadotes.
Valentina quiso rebatir sus absurdos argumentos, pero él la hizo callar con otro movimiento de mano.
—Tampoco debes preocuparte por el negocio. Si te casas conmigo, no me opondré a que lo sigas llevando como has hecho desde que falleció Sebastián. Sé que eso no es propio de un marido. Y soy consciente de que me convertiré en objeto de burlas por ello. Pero no me importa. Nada de lo que ha ocurrido entre nosotros ha sido nunca convencional. Yo te amo tal cual eres. Lista como una gata y más valiente que muchos hombres. No quiero una damisela ociosa que me agote hablando de frivolidades cuando vuelva del trabajo. Ni una mujer llena de ambición que me empuje hacia donde yo no desee ir. —Bajó la mirada a sus manos. Los dos sabían que se había referido a Milagros—. Quiero a la muchacha testaruda y orgullosa que conocí en el Gran Antilla y sin la que no puedo vivir, aunque ahora se llame Galatea y se codee con la nobleza de la isla.
Valentina pensó que hacía mucho tiempo que había dejado de ser esa joven inocente. Y Tomás ya no era el hombre rebelde y lleno de sueños al que descubrió leyendo en el muelle de aquel lejano puerto español. La vida les había moldeado a su antojo, regalándoles algunas cosas a cambio de arrebatarles otras. Pero nunca había dejado de amarle. No podía saber si sería feliz junto a él. Tampoco había pensado nunca que la existencia fuera un camino de rosas. Las mujeres que nacían pobres como ella no aspiraban a ser dichosas, se conformaban con esquivar el sufrimiento siempre que podían. Pero había tenido mucho tiempo para saber que si Tomás no estaba a su lado, sus días se sucedían amargos y llenos de aspereza. Contempló con calma las ojeras de Tomás; sin duda no había dormido mucho la noche anterior. Reparó en las arruguitas que los años habían troquelado en su frente y bajo los ojos. Pensó con arrobo que a él no le hacían parecer mayor. En los últimos meses incluso había recuperado el aire juvenil y enérgico que perdió junto a Milagros.
Tomás alzó los párpados y sus miradas se entrelazaron. En la de él había tanta ansiedad, que una sonrisa se abrió paso en el rostro de Valentina.
—Siempre has sido un poco tonto, Tomás Mendoza —susurró.
Él se echó atrás en el sillón, tragó saliva y se mordió el labio inferior para no romper a llorar.
—¿Eso… quiere decir que… rehúsas ser mi esposa… otra vez? —tartamudeó al fin, rojo como el fruto de la granada.
—Llevo mucho tiempo deseando que vuelvas a proponerme matrimonio —le respondió Valentina con calma—. Ahora que al fin te has decidido, ¿cómo voy a decirte que no?
Tomás no terminaba de creerse lo que acababa de oír.
—¿Entonces…?
—¡Claro que me casaré contigo! Has sido muy estúpido pensando que te rechazaría.
Tomás depositó su vaso de ron, que había apurado hasta la última gota, encima de la bandeja del café. Alargó una mano y la colocó sobre el brazo de Valentina. Un dulce cosquilleo se extendió por sus dedos al contacto con la piel de ella. Incluso se permitió exhalar un breve suspiro de alivio. Se sentía como si acabara de arribar a buen puerto tras una travesía larga y llena de penurias. Ella miró a Tomás y se preguntó qué pensaría Sebastián si los estuviera observando desde algún lugar. ¿Aprobaría esa boda o se sentiría traicionado? ¿Y Gervasio? ¿Qué diría si pudiera ver desde su tumba en el océano que Valentina iba a casarse con el sabihondo al que, según él, pronto se le secarían los ojos de tanto leer? Tuvo que reprimir la emoción que le estrangulaba la garganta y ponía en sus ojos lágrimas de felicidad.