Pese a que Tomás aún no se hallaba en condiciones de caminar durante mucho tiempo ni de permanecer de pie más de un rato breve, se afanó en buscar una casa donde pudiera volver a acariciar a la mujer que llenaba sus sueños y en la que pensaba nada más despertar, aunque ahora de un modo gozoso, sin la desesperanza que le había amargado el corazón en los últimos años. Durante dos semanas dedicó varias horas diarias a recorrer la ciudad en su nuevo quitrín conducido por Tirso, el calesero que llevaba un lustro a su servicio y se preguntaba para qué diablos quería su patrón una casa baja cuando poseía la bonita vivienda que tan bien supo arreglar su difunta esposa. También a Viriato Cepeda, el joven médico que ayudaba a Tomás en la consulta, le extrañaban las inexplicables correrías de su jefe, al que regañaba como si fuera un niño en cuanto le veía regresar renqueando penosamente y con el rostro contraído por una mueca de dolor. Y el asombro de Cepeda se incrementaba cuando el doctor Mendoza, tras haber descansado un rato en el diván, volvía a ponerse en pie, pasaba parte de la tarde con su adorado hijo, después se apoyaba en su bastón, bajaba las escaleras todo lo deprisa que le permitía la pierna maltrecha, y ya no volvían a verlo hasta la hora de cenar. Un día oyó por casualidad cómo el calesero contaba a la estupefacta Leona que el doctor, cuando no perdía el tiempo viendo casas de alquiler por toda La Habana, visitaba muchas tardes a una viuda rica que vivía en una gran mansión con vistas a la bahía. Eso permitió al astuto Cepeda desentrañar la insólita conducta de su patrón, que atribuyó sin dudarlo a un asunto de faldas, pues siempre había sospechado que el doctor no correspondía a la devoción obsesiva que le había profesado su difunta esposa.
Al fin, la extenuante búsqueda dio sus frutos y una tarde Tomás apalabró una modesta planta baja en una calleja de Intramuros, milagrosamente tranquila para lo concurridas que solían estar las vías habaneras, sobre todo a media mañana y cuando declinaba el calor a última hora de la tarde. La fachada, pintada de amarillo ocre, era muy sencilla, sin más adornos que las rejas de hierro que protegían sus dos ventanas, altas y estrechas, y la aldaba de bronce en forma de mano cerrada que remataba la puerta de madera. Dentro había pocos muebles, pero tanto las paredes como el suelo de mosaico se hallaban en buen estado. Un minúsculo patio interior, en el que había diseminadas unas cuantas macetas vacías, garantizaba las corrientes de aire necesarias para refrescar las estancias durante los días de más calor. El tamaño de una de las alcobas hizo concebir a Tomás pensamientos lujuriosos que aceleraron su corazón con violenta desmesura. Pero lo que acabó de decidirle fue la estrechez de la acera, que permitiría a Valentina bajar del carruaje ante la misma puerta y deslizarse dentro del pequeño zaguán sin ser vista. Antes de hablarle de su hallazgo, Tomás compró un inmenso lecho, de cuyo dosel caía una mosquitera de gasa finísima, y varios juegos de sábanas de hilo bordado.
La tarde en que Valentina descendió del quitrín ayudada por Lázaro y se apresuró a empujar la puerta que Tomás había dejado abierta, las piernas le temblaban como si anunciaran un desmayo, sentía terribles palpitaciones dentro del pecho y no paraba de humedecerse los labios resecos con la lengua. Se había bañado más en hierbas aromáticas que en agua por la cantidad de esencias que había mandado verter a Mayra dentro de la tina. Iba ataviada con un vestido azul turquesa que le había confeccionado recientemente madame Géraldine y que se había convertido en uno de sus preferidos porque sabía que ese color le favorecía. También en el peinado había exigido a Mayra más esmero que nunca. Le habría gustado prescindir del corsé y la crinolina, pero se había resignado a aceptar las imposiciones que la moda exigía a una dama. Al percibir el frescor del zaguán, sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Pensó de nuevo que los asuntos de alcoba se resolvían con mucha más facilidad en L’Olympe.
Tomás había llegado temprano y había matado su impaciencia sentado en el patio, en una de las mecedoras que había en la casa cuando la alquiló. Eso le había hecho regresar a otra tarde sumergida para siempre en el océano del tiempo, cuando aguardó en un destartalado patio lleno de jaulas y sillas decrépitas a que una esclava vieja con aire de lagartija le devolviera a la joven recién enviudada a la que se había llevado para darle un buen baño. Se dijo que la mujer a la que esperaba ahora, con el corazón latiéndole tan fuerte que le zumbaban hasta los oídos, era inmensamente rica, vestía con la elegante coquetería de una gran dama habanera y su mirada había perdido el halo de inocencia que le llamó la atención cuando la vio por primera vez. Pero estaba seguro de que bajo las caras joyas que adornaban el escote de Galatea Quintana de la Vega se hallaba la muchacha de la que se enamoró en aquel bergantín. Y por fin, después de haber vivido durante cuatro largos años con la sangre tan fría como un lagarto, iba a saborear de nuevo sus labios, le acariciaría la piel igual que hizo antaño y disfrutaría del aroma de la única mujer en el mundo que le hacía sentirse pleno. ¿Qué más podía pedirle a la vida después de todo lo que le había ocurrido en los últimos meses?
En cuanto oyó el chirrido de la puerta, se levantó. Se apoyó en el bastón y cruzó el patio hacia el zaguán. No podía avanzar muy deprisa y eso le exasperó, como siempre que se ponía en pie y sus huesos le recordaban que nunca más volvería a caminar con la rapidez de antes ni subiría las escaleras de dos en dos. Pero inspiró hondo y se propuso no cavilar sobre esa maldita cojera cuando estaba a punto de recobrar a Valentina.
Una vez dentro de la casa, Valentina cerró la puerta tras de sí y se quedó parada allí mismo. Las palpitaciones dentro de su pecho parecían tambores. En medio del silencio que inundaba la vivienda, supo que Tomás se acercaba por el sonido de los golpes del bastón en el suelo y de sus pasos desiguales. De pronto lo vio detenerse bajo el arco de la abertura que conducía al patio; vestía un elegante traje de lino, camisa de inmaculada blancura y corbatín de seda. Valentina celebró que para yacer con ella se hubiera quitado el brazalete de luto por Milagros. Una sonrisa inundó el rostro de Tomás. Eso barrió la pasividad de Valentina, que alzó la falda por delante y corrió hacia él. Se colgó de su cuello y le besó con avidez en los labios mientras Tomás la apretaba muy fuerte con el brazo libre a la par que se afanaba en mantener el equilibrio apoyado en el bastón. Un suave calor inundó a Valentina y devolvió la energía a las piernas debilitadas por los nervios.
Se besaron con apremio, envueltos en una deliciosa bruma de dicha, sin aliento a ratos porque del gozo se les olvidaba hasta respirar, sintiendo fuego en las venas y al instante escalofríos, como si padecieran calenturas. El mundo entero se desvaneció a su alrededor. Sólo quedaron los labios del otro, la dulzura de su aliento recuperado, los mordisquitos de dicha que se extraviaban cuello abajo. Y los dos comprendieron, al mismo tiempo, que la piel sólo arde cuando la acaricia la persona amada y que ellos nunca serían seres completos si no estaban el uno cerca del otro.
Tomás despegó por un instante su boca de la de Valentina para tomar aire.
—Llévame a la alcoba… —le susurró ella al oído.
Él no dijo palabra, abrió una sonrisa inmensa, esponjada de embeleso, se alejó de Valentina y salvó como pudo la distancia hasta la puerta de la calle. Echó la llave, regresó donde estaba ella y la tomó del brazo para guiarla hasta la habitación que con tanta ilusión había mandado preparar. Aunque aún tardaron en llegar, porque Tomás avanzaba despacio y ninguno de los dos podía resistirse a la tentación de besar al otro cada dos o tres pasos, por lo que debían detenerse para no perder el equilibrio y caer entrelazados sobre las baldosas de mosaico.
En la alcoba reinaba una suave penumbra, pues Tomás había cerrado las persianas para evitar que algún indiscreto se asomara desde la acera. A través de las láminas entreabiertas se colaba una tenue brisa que refrescó un poco sus rostros acalorados. Tomás llevó a Valentina hasta el lecho, cuya mosquitera había recogido atándola a las barras de latón que sostenían el dosel. Cuando alcanzaron la cama cayó en la cuenta de que tardaría en desvestirla más de lo que aguantaría su impaciencia. Siempre le habían parecido insanas y absurdas las prendas que aprisionaban a las mujeres, especialmente el corsé, y en ese instante habría desgarrado con los dientes cada capa que le impedía saborear el cuerpo deseado. Dominó a duras penas el impulso de arrancarle la ropa, pero no el de encerrarla entre sus brazos y besarla con tal vehemencia que los dos se derrumbaron sobre la cama. La pierna de Tomás se quejó con pinchazos de dolor que por un momento le cortaron la respiración. Se colocó en una postura más cómoda, alzó la falda de Valentina y halló un nuevo estorbo: la crinolina, que le impidió introducir las manos en busca del añorado tesoro. Se le escapó una maldición. Valentina emitió una risita cristalina. Desasiéndose de él, se incorporó con un ágil brinco que incrementó aún más el ansia de Tomás. Con dedos atolondrados por la prisa, Valentina se quitó la crinolina y el estorbo de los blúmer, se dejó caer de nuevo sobre la cama y ella misma se alzó el vestido. Tomás se quitó la levita y se bajó los pantalones. Haciendo equilibrios sobre la pierna buena se afianzó encima de Valentina, volvió a cubrir sus labios de besos, le mordisqueó con fruición los lóbulos de las orejas y recorrió con la lengua la parte de los senos que dejaba al descubierto el escote. Cuando al fin introdujo su miembro dentro de ella, después de tantos años de añoranza estéril y culpabilidad, se sintió el hombre más dichoso sobre la faz de la tierra.
Complacida la primera urgencia, los dos quedaron tendidos sobre las sábanas de hilo, muy juntos, jadeando exhaustos y sonriéndose el uno al otro. Valentina aún tenía la falda arremolinada a la altura del pecho; la felicidad que la embargaba ni siquiera la había experimentado cuando Tomás la visitaba una vez por semana en su alcoba de L’Olympe y se amaban sin tregua hasta que él regresaba a su casa, bien entrada la madrugada. Tomás se sentía ridículo con el chaleco todavía puesto, el pantalón bajado y los faldones de la camisa cubriéndole a duras penas las vergüenzas, pero no se movió ni una pizca por no romper el hechizo.
Al cabo de un rato, cuando su respiración se hubo calmado, se incorporó y se subió los pantalones para recomponer su estampa. Se sentó en el borde de la cama, se inclinó sobre Valentina, fue deslizando los labios por su nuca, le acarició las orejas con la lengua y le instó a ella a darle la espalda. Ahora sí se entretuvo en abrirle la interminable botonadura en la parte de atrás. Una vez desabrochados todos los botones, le ayudó a quitarse el cuerpo del vestido, desató con rabia los cordones del corsé, y Valentina se arrancó ella misma la prenda que tanto disgustaba a Tomás. Después terminó de desnudarse ante su mirada ávida y, ya en cueros, se tendió boca arriba. Él se había despojado mientras tanto de corbatín, chaleco y camisa. Se desprendió al fin de los pantalones y se introdujo presto bajo la sábana de hilo para que Valentina no tuviera tiempo de reparar en su pierna tullida. Sabía que tarde o temprano ella vería las huellas que le habían dejado las graves fracturas. Pero por nada en el mundo deseaba que fuera precisamente entonces.
Bajo las caricias de Tomás, tiernas y ávidas a la vez, Valentina se transformó de nuevo en Calipso para regalarle toda la lujuria que vendió a sus clientes en L’Olympe sin que su corazón se alterara ni un ápice y que ahora sabía deliciosa como los dulces del café La Dominica porque se la ofrecía al hombre amado. Y mientras recuperaban afanosos cada caricia que se les agrió en el recuerdo, toda la ternura que el rencor les había ido secando y los húmedos besos que no pudieron darse cuando estuvieron separados, dos vendedores ambulantes, que regresaban a sus casas con una cesta de frutas al hombro, se detuvieron asombrados ante la ventana, preguntándose de dónde salían esos gemidos y suspiros que no recordaban haber oído nunca al pasar por delante de esa modesta fachada.