Transcurrieron varias semanas y Valentina no conseguía dejar de pensar en Tomás. Se moría por verle de nuevo, pero la mera idea de volver a la casa donde acechaba el recuerdo de Milagros la disuadía de hacerle otra visita. Para saber cómo se encontraba Tomás sonsacaba a Manuel, que la mantenía al corriente con su lenguaje de hombrecito redicho. Por el niño supo, después de otro mes desasosegante, que, tras haberle sido retirado el vendaje que semejaba hecho de mármol, su padre había empezado a encadenar algunos pasos inseguros apoyándose en las muletas, aunque enseguida se sentaba a descansar. Al oír eso, Valentina sintió el impulso de acudir junto al necio al que no lograba arrancar de su corazón. Y una vez más el fantasma de Milagros le arrebató las ganas. ¿Cómo podía consumirse de celos por una muerta?, se preguntaba desesperada. Pero el poder de la difunta era grande, y los días se deslizaban entre sus dedos como el agua de una fuente, sin que se decidiera a regresar a la casa que Milagros convirtió en el hogar y en la prisión de Tomás.
Tras la sorpresiva visita de Valentina, Tomás combatió su anhelo de ella diciéndose que en cuanto se disipara el enfado de esa orgullosa mujer, ella acudiría a su lado. Pero pronto comprendió que Valentina no iba a poner de nuevo los pies en la casa donde Milagros había reinado. Entonces se empeñó en acelerar su recuperación para poder ser él quien fuera a buscarla. Tanto forzó su pierna intentando caminar en cuanto se vio libre del engorroso yeso, que incluso su ayudante, un joven discreto que jamás cuestionaba sus instrucciones, le instó a ser más prudente si no deseaba empeorar las secuelas que iba a padecer toda la vida. Tomás se plegó a la sensatez que él mismo habría recomendado a cualquier otro y se resignó a esperar.
Dos meses y medio después de la tarde en que visitó a Tomás, Valentina se hallaba en el despacho repasando las cuentas que le habían entregado los contables heredados de Sebastián junto con el negocio. Eran más de las nueve. Había bajado al entresuelo sin aguardar la llegada de Manuel, al que solía recibir en la galería con un beso antes de conducirle de la mano al cuarto de estudio, donde ya esperaba Inés en compañía de miss Brown. Valentina se había encariñado con el hijo de Tomás; le hacía sentirse como si hubiera recuperado al niño que le arrebató Leopoldo, aunque Manuel no guardaba el menor parecido con el pequeño al que quiso llamar Gervasio y que ahora atendía por el nombre de Guillermo Bazán. Esa mañana, sin embargo, el calesero se había retrasado y en el despacho se acumulaban demasiados asuntos. Debía repasar sin demora la contaduría, un trabajo que realizaba a conciencia porque no se fiaba de sus empleados. Andaba enfrascada de lleno en su cometido cuando oyó que alguien golpeaba con los nudillos el marco de la puerta. Solía dejarla abierta para poder estar al tanto de lo que ocurría fuera. Levantó la vista y vio a Rosalía bajo el umbral.
—Señora… —comenzó el ama de llaves con precaución. Sabía lo mucho que contrariaba a su patrona que la interrumpieran cuando revisaba los libros de cuentas—. Lázaro acaba de traer a Manuel. —Rosalía hizo una pausa y carraspeó. De sobra anticipaba ella la reacción de la señora cuando le anunciara quién había acompañado al niño esa mañana.
—Luego iré a darle un beso —respondió Valentina, distraída—. Ahora quiero repasar las cuentas que ha hecho Manrique. No me fío de él. —Bajó la cabeza y volvió a centrarse en los números.
—Es que, señora… —insistió Rosalía—, Manuel se ha retrasado hoy porque le ha acompañado… su padre.
Valentina dio un respingo como si la hubiera picado un insecto. Clavó la vista en Rosalía.
—El doctor Mendoza desea hablar con usted —añadió la gallega, asombrada por la rapidez con la que el rostro de su patrona había palidecido primero para adquirir al instante el color del mamey—. Le he hecho pasar al gabinete de recibir. ¿Le… parece bien?
Valentina luchó por sobreponerse a la impresión. En su estómago agitaba sus alas un pájaro alborotador. Soltó la pluma con la que acababa de hacer un borrón en el libro de cuentas y se llevó la mano a la tripa. El pájaro no quiso calmarse. Los latidos del corazón ya le obstruían la garganta. Tuvo que carraspear y tragar la escasa saliva que conservaba en la boca para poder sacar la voz.
—Has hecho bien. Dile que ahora… subiré. Y pide a Caridad que nos sirva café.
—Enseguida, señora.
Rosalía dio media vuelta y desapareció del hueco de la puerta. Valentina tomó aire con el ansia de quien se está ahogando y exclamó:
—¡Rosalía, espera!
El ama de llaves tardó algunos segundos en volver a asomar al despacho.
—¿Señora?
—¿Cómo… cómo le has visto? Al doctor, me refiero…
Rosalía vaciló un poco antes de responder.
—Don Tomás… camina muy cojo apoyándose en un bastón, señora, y está flaco. Aunque, si me permite la observación… —Rosalía la miró fijamente y aguardó. Valentina asintió con la cabeza para animarla a continuar. Con la venia de su patrona, la otra añadió—: Le veo más guapo que la última vez que vino para atender a Inés. Creo que se debe a que ya no lleva bigote. Le hacía parecer mayor…
—Tienes toda la razón. —A Valentina se le escapó una risilla tensa—. Ese mostacho era obra del diablo. —«O de la maldita Milagros», añadió mentalmente—. Encárgate de que sirvan el café. Subiré enseguida.
En cuanto Rosalía se hubo ido, Valentina se echó atrás en su silla. Volvió a inspirar y de nuevo se puso las manos sobre el estómago, justo donde ese pájaro estúpido seguía aleteando sin darle tregua. Cuando comprendió que el alboroto de su corazón no iba a calmarse, se levantó con las rodillas muy blandas y fue hacia el gran espejo de marco tallado y revestido con pan de oro que adornaba una de las paredes. Lamentó haberse puesto uno de los sobrios vestidos que reservaba para los días en los que debía pasar mucho tiempo en el despacho. Se retocó el peinado y se pellizcó las mejillas para darles algo de color. Esa mañana Mayra le había aplicado los discretos afeites de los días de labor, pero estaba pálida como si fuera una aparecida. Por fin, se dio ánimos y abandonó el despacho. Subió la escalinata tan deprisa que llegó al piso superior sin resuello. Tuvo que permanecer parada en la galería hasta que dejó de jadear. Una vez calmada la respiración, se atusó el cabello y caminó hasta el gabinete donde recibía a las visitas. Volvió a pellizcarse discretamente las mejillas y entró.
Cuando Tomás la vio aproximarse, creyó que su corazón se fragmentaría en infinidad de pedacitos minúsculos que se le incrustarían en la carne como cristales rotos. Había pensado en Valentina a todas horas del día y de sus noches insomnes. Había evocado su rostro mientras consumía el tiempo tendido en el diván junto al balcón. Y también más tarde, cuando su ayudante le hubo retirado el yeso y el dolor le hacía rechinar los dientes mientras daba pasos vacilantes, primero en el salón y después por la galería, para fortalecer su pierna tullida. Ahora que volvía a ver a esa mujer después de un tiempo que se le había hecho eterno, sólo atinó a ponerse en pie, apoyándose con las manos en los brazos del sillón. Al soltar el bastón con el que había estado jugueteando para calmar los nervios, éste cayó al suelo con gran estrépito. Los dos se sobresaltaron. Tomás se las arregló para recogerlo sin doblar la rodilla dañada. Una vez se hubo erguido de nuevo, cargó el peso de su cuerpo sobre la pierna sana y el bastón. No fue capaz de decir nada. Ni de moverse. Sólo la sonrisa blanda que se extendió por su rostro dio fe de que no se había convertido en una estatua de sal con brazalete de luto en la manga.
Valentina se quedó parada delante de él. La cara le ardía y la lengua no quería responderle. Tampoco logró imponer prudencia a sus labios, que sonrieron a Tomás con rebelde desmesura.
—¿Cómo te encuentras? —consiguió susurrar al fin.
Él se encogió de hombros.
—Voy haciendo progresos, aunque despacio. —La sonrisa se le torció en un asomo de resignación—. Me temo que ya no podré pedirte un baile cuando nos veamos en alguna de esas fiestas que celebráis los ricos.
Valentina recordó cuando Milagros danzaba con Tomás en los eventos de la alta sociedad y le enviaba triunfantes miradas de soslayo si se deslizaba con su esposo por delante de ella. Había deseado tanto a Tomas cuando le veía moverse con gracia al compás de la música… Y ahora ya no sería posible abandonarse entre sus brazos mientras él la hacía girar por los inmensos salones de la nobleza… Tomás ya no iba a poder bailar. Hasta esa nimiedad se la había arrebatado Milagros.
—Sentémonos —dijo.
Tomás se acomodó despacio. Un gesto de tormento se reflejó en su rostro cuando extendió la pierna, dolorida tras haber subido los dos pisos de escaleras. Él se apresuró a disimularlo. Valentina se sentó en la butaca de al lado y recompuso la caída de su vestido dando ansiosos pellizcos a la tela. Sólo les separaba una mesita redonda encajada entre los sillones. Los dos se miraron de soslayo, sin poder ocultar su alborozo, sumidos en un silencio denso. Hasta que Caridad entró con una bandeja de plata sobre la que llevaba el café que le había pedido el ama.
—Déjalo aquí. —Valentina señaló con la cabeza la mesita que se interponía entre Tomás y ella—. Yo lo serviré.
Caridad obedeció, al tiempo que observaba con disimulo el rostro de su ama y el del doctor Mendoza. Imaginó gozosa lo importante que se iba a sentir en el traspatio cuando contara a los demás esclavos que doña Galatea temblaba como un pajarillo moribundo mientras el primo de don Sebastián, que estaba más flaco y tan paticojo que dependía de un bastón para poder caminar, la miraba como si fuera a convertirse en jugo de guarapo de un instante a otro. Y entonces les recordaría que ella ya les vio cuchichear en la galería una mañana en que el doctor vino a visitar a don Sebastián, estando muy avanzada la enfermedad del amo.
—Cierra la puerta cuando salgas, Caridad.
—Sí, ama.
La esclava echó una última ojeada a esos dos blancos que no lograban disimular cuánto se deseaban y salió del gabinete cerrando sin hacer ruido, como le habían enseñado desde niña.
Valentina siguió fingiéndose ocupada en arreglar los pliegues de la falda por mantener controlados los dedos temblorosos. Tomás se pasó la lengua por los labios y murmuró:
—Hoy es el primer día que salgo de casa. Al fin me ha dado permiso mi ayudante; está siendo más prudente que yo en este asunto. —Intercaló una sonrisa irónica—. Los médicos no somos buenos enfermos…
Valentina se afanó en controlar su temblor mientras llenaba una taza de café y se la tendía. Él apoyó el bastón contra uno de los brazos del sillón. Una vez liberadas las manos, tomó la taza poniendo todo su esmero en ocultar la inseguridad que ablandaba sus dedos.
—He querido que mi primera salida después de casi cuatro meses de reclusión sea para venir a verte —explicó, y tomó un sorbo del café azucarado que tan bien sabía preparar la cocinera de Sebastián—. No sabes cuánto deseaba que llegara este momento, Valentina.
Ella sintió que un escalofrío de gozo le recorría la espalda. Tomás volvió a humedecerse los labios resecos con la punta de la lengua.
—Ante todo, quiero darte las gracias por lo que estás haciendo con Manuel. Venir aquí le ha devuelto la alegría. En cuanto regresa a casa me cuenta lo que ha aprendido con la institutriz y no cesa de hablarme de Inés y… de su tía Galatea, a la que dispensa un gran cariño.
A Valentina se le llenaron los ojos de lágrimas. Giró un poco la cara y se los limpió disimuladamente con la punta de los dedos. No debía echarse a llorar ahora. Ella no era una damisela melindrosa que se dejaba impresionar por unas cuantas palabras amables. Cuando le pareció que ya no conservaba huella de su acceso de sensiblería, miró a Tomás y dijo:
—Es un niño adorable. Miss Brown está entusiasmada con él. Dice que posee una inteligencia fuera de lo común. E Inés… creo que le quiere como un hermano. —Inspiró, tomó un poco de café y añadió en voz baja—: A nosotras la presencia de tu hijo en esta casa también nos ha traído mucha alegría.
Él esbozó una sonrisa de embeleso que permaneció en su rostro hasta que una repentina inquietud la obligó a replegarse.
—También deseo hablarte de otra… cuestión que… conviene aclarar.
Valentina se puso tensa. Dejó su taza sobre la mesita que tenía a su lado. Tomás la imitó. Alzó el bastón y comenzó a girarlo con desasosiego entre los dedos. Al cabo de un rato, que sumió a Valentina en la angustia, arrancó:
—Creo saber por qué te marchaste tan enfadada cuando fuiste a visitarme… hace ya diez semanas…
Se quedó callado, eligiendo las palabras más apropiadas. Valentina se sintió complacida de que Tomás controlara con tal exactitud la cuenta del tiempo que llevaban sin verse. Decidió dejar a un lado su orgullo y ser sincera con él. Y debía hacerlo enseguida, no fuera a fallarle el valor.
—Esa tarde me dijiste que aún me amas —susurró, antes de que Tomás hubiera podido reanudar su frase—. Pues ahora te confieso que yo también te sigo queriendo. Nunca dejé de hacerlo. Por eso te echaba en cara cosas tan crueles. Para herirte cuanto podía por haberte casado con otra. Odiaba a tu esposa todo lo que se puede odiar a un ser humano. No soportaba pensar que ella despertaba a tu lado por las mañanas, que disfrutaba de tu cuerpo y de tus caricias, que gobernaba tu vida hasta el más pequeño detalle. —Se avergonzó de pronto de su franqueza y se miró las manos—. Aquella tarde, cuando acudí a darte el pésame, ella estaba presente mientras hablábamos. Se enredaba entre tus palabras como si deseara advertirme de que sigues siendo sólo suyo. Cada objeto que contemplaban mis ojos en tu casa llevaba la huella de Milagros. Ésa es la razón por la que no volví a visitarte, pese a que ansiaba verte con… toda mi alma. No soporto pensar que esa mujer… te sigue dominando.
Oír reconocer a Valentina que aún le quería había esponjado a Tomás de una alegría insensata que le hizo sentirse culpable por ser feliz cuando debería estar de luto por su esposa muerta.
—¡Sólo tú posees mi corazón, Valentina! —enfatizó—. En estos últimos meses infernales he pensado más en ti que en Milagros. Y eso me llena de culpa. Ella fue mi esposa durante cuatro años. Fue la madre de mi hijo. No puedo ni debo tacharla de mi vida como si nunca hubiera existido. Sería igual que matarla después de muerta. Nadie se merece que le hagan algo así.
Por la mente de Valentina se arrastró como una culebra viscosa el recuerdo de que su rival alimentaba en el vientre a otro hijo de Tomás cuando murió. Se quedó mirándole sin parpadear siquiera. Él leyó en sus ojos con asombrosa clarividencia lo que estaba pensando.
—Sí, la dejé encinta de nuevo —murmuró, ruborizándose hasta la raíz del cabello—. Pero ya que hemos decidido sincerarnos, voy a revelarte que cuando yacía con Milagros, siempre aparecía tu imagen ante mis ojos. A veces, incluso me oía a mí mismo susurrar tu nombre sin que pudiera hacer nada para evitarlo. Milagros nunca me preguntó abiertamente por ello, aunque a la menor oportunidad intentaba sonsacarme a su manera.
Valentina guardó silencio. No sabía qué pensar de la inesperada confidencia.
—No renegaré del tiempo que pasé junto a Milagros, ni la condenaré al olvido —prosiguió Tomás—. Honraré su recuerdo, igual que haces tú con el de Sebastián. Eso es lo que deseaba aclarar hoy.
Ella siguió callada. Tomás se alarmó. ¿Y si Valentina se volvía a enfadar con él y le alejaba otra vez de su lado? Si ahora se reabría la brecha que les había separado, se volvería loco.
—¿Crees que a mí no me dolía cuando te veía desvivirte por Sebastián? —argumentó para hacerla hablar. Ya no temía lo que pudiera decirle Valentina. Sólo quería sacarla de ese obstinado silencio—. ¿O cuando me dijiste que ojalá muriera yo en lugar de él? ¿O cuando le llorabas sin consuelo mientras el enterrador alojaba su féretro en el panteón? ¿Acaso piensas que no sufrí cuando me apartaste durante su funeral igual que a un perro rabioso? Sebastián fue para mí como un hermano, pero incluso mientras el desdichado se estaba muriendo, me consumía de celos al pensar que tal vez le amabas. Y sin embargo, ¿cómo no voy a comprender que veneres el recuerdo de quien fue tu esposo? Nuestro respeto es lo único que les queda a los muertos.
Valentina permaneció muda, abismando una mirada inescrutable en los ojos de Tomás, que se revolvió inquieto en el sillón.
—Háblame, por el amor de Dios —susurró en tono suplicante—. No me mires con esa expresión de reproche… Sólo soy un hombre que ha cometido errores. Un cobarde que no te sacó de L’Olympe cuando debió hacerlo y desde entonces ha ido muriéndose por dentro. Un infeliz que se enamoró en un bergantín de una muchacha tozuda y orgullosa… ¡y que nunca ha sabido expresarle cuánto la ama! —Tomó aire y añadió con arrebato—: ¡Sólo te ruego que no vuelvas a apartarme de ti!
Una sonrisa fundió el hierático semblante de Valentina cuando musitó:
—No tengo intención de apartarte. Ni de hacerte más reproches. Ya te dije demasiadas crueldades en el pasado. —Sus ojos se inundaron de ternura—. En este instante estaba recordando que fuiste tú quien me sacó de los Almacenes de Regla cuando me abandonaron allí los hombres del capitán MacGregor, y quien gastó sus últimas monedas de oro para pagarme alojamiento y comida en la fonda de la mulata Juana. Andaba tan resentida contigo por haberte casado con Milagros, que sólo quise acordarme de lo malo para matar hasta el último residuo de mi amor. Pero por muy dolida que estuviera, nunca debí olvidar las cosas buenas que hiciste por mí…
Al no descubrir huella de enojo en sus palabras, Tomás se relajó. Dejó de girar el bastón entre los dedos, alargó una mano por encima de la bandeja del café y la posó con cuidado sobre el antebrazo de Valentina. Un escalofrío la recorrió entera. ¿Cómo había podido vivir durante tanto tiempo sin sentir las manos de Tomás sobre su piel?
—Jamás podremos regresar a la tarde en que nos despedimos en el patio de la Juana —dijo él—, ni enmendar lo que hicimos mal. Pero ahora que los dos somos libres, tal vez… —Calló unos segundos y tomó el aire que debía infundirle valor para continuar—. Tal vez podamos volver a empezar…, Valentina. Paso a paso. Nos iremos aproximando el uno al otro con calma hasta que se disipen los rencores que nos han envenenado… —Presionó el brazo de Valentina—. ¿Me das tu permiso para que venga a visitarte?
Todavía estremecida por el roce de los dedos de Tomás, ella asintió con la cabeza. El rostro le ardía y el pájaro necio de su estómago volvía a alborotar, aunque ahora el aleteo propagaba por todo su cuerpo una sensación que la hacía sentirse ligera como una pluma.
—En cuanto a Manuel… —arrancó Tomás.
—¡Puedes seguir trayéndole! —le interrumpió ella. La mera idea de que se llevara al niño le causaba un profundo desasosiego. Tener a ese chiquillo en su casa la hacía sentirse como si hubiera recuperado a su propio hijo. Además, la presencia de Manuel le serviría para mantener cerca a Tomás—. A todas nos complace tenerle aquí.
—No quiero abusar de tu generosidad —objetó él con escaso ímpetu.
—¡Te aseguro que no lo haces! Aún estás convaleciente. Deja que Manuel siga viniendo hasta que te hayas recuperado y entonces decidirás.
Tomás no esgrimió más razones en contra de ese arreglo. Su hijo ya no padecía tantas pesadillas desde que iba a casa de Valentina, y mientras Manuel siguiera recibiendo clases junto a Inés, él tendría más motivos para presentarse allí.
Valentina se puso en pie. Sus rodillas estaban esponjosas como si fueran de algodón en rama. Se plantó delante de Tomás, que la miraba envuelto en gozosa expectación. Se inclinó, deseosa de besarle y recuperar el sabor de los labios añorados durante cuatro largos años, pero en el último instante retrocedió. Ella no debía tomar la iniciativa, no fuera a pensar Tomás que seguía siendo la ramera que desde el cuarto de bañeras del burdel le condujo hasta su alcoba. Aunque en el pasado llegara a conocer hasta el rincón más recóndito de su cuerpo y en ese instante sólo deseara volver a explorar el territorio que Milagros le vetó, ahora era una dama y debía atraer a Tomás recurriendo a las artes de una señora respetable. Se limitó a rozarle una mejilla con las puntas de los dedos. Percibió la agitación que su caricia causó a Tomás.
—Estás tan flaco… ¿No te alimentan bien tus criadas?
—No he tenido gana de comer —respondió él en tono lastimero.
Valentina se enderezó y le miró desde arriba.
—¡Quédate con Manuel a almorzar! Inés se alegrará mucho. Diré a Antonia que prepare algo suculento para que empieces a reponer tus carnes.
La oferta tentó a Tomás, aunque no se veía con fuerzas para permanecer sentado durante toda una comida.
—Te lo agradezco, pero debo regresar a mi casa. Esta mañana espero a un comerciante al que quiero comprar un quitrín. Necesitaré carruaje cuando empiece a trabajar. Y eso tendrá que ser pronto. Los ahorros se consumen deprisa si uno no gana dinero. —Intercaló una risilla mordaz—. Además, tengo que evitar que mis enfermos ricos se olviden de mí.
Se levantó con dificultad, apoyándose en el brazo del sillón y el bastón. De pie, un intenso dolor recorrió su pierna.
—Y te confieso que estoy deseando tenderme en el diván para descansar. Las escaleras de esta casa son una dura prueba para un cojo. Pero habrá más días para sellar la paz. Te lo prometo.
Siguió a Valentina hasta la puerta. Allí, ella se detuvo y le miró en silencio, sin decidirse a abrir. Tomás la vio pasarse la lengua por los labios y el brillo fugaz que ese gesto dejó en su boca. Eso le despertó el irrefrenable deseo de besarla. No fue capaz de resistir la tentación. El bastón se le escurrió de los dedos y cayó al suelo cuando alzó las manos y encerró entre ellas el rostro de Valentina, que le quemó la piel como si hubiera tocado brasas. Posó sus labios exaltados sobre los de ella, que se pegaron enseguida a los suyos. Al no contar ya con apoyo, Tomás tuvo que cargar todo el peso de su cuerpo sobre las dos piernas. El maldito dolor le azotó de nuevo, pero no soltó a Valentina ni aflojó el beso. La felicidad de recuperar a la mujer que antaño perdió por culpa de su estupidez compensaba el martirio en su pierna. Y el placer que le alborotaba la sangre y le hacía sentirse vivo otra vez bien merecía que resistiera un rato ese sufrimiento, nimio comparado con la dicha que obtenía a cambio.
Valentina colgó los brazos alrededor del cuello de Tomás y se apretó a él muy fuerte, sin dejar de saborear su boca ni la lengua que se había ido introduciendo sigilosa bajo su paladar. Pese a que llevaba el corsé bien apretado, sintió el calor de Tomás a través de todas las capas que cubrían sus senos, su cintura comprimida y las caderas, percibió la firmeza de su cuerpo pese a lo flaco que estaba y el inconfundible aroma de hombre limpio que tanto había añorado. En eso, los labios de Tomás se despegaron de los suyos, descendieron con frenesí por su cuello, se entretuvieron en libarle el escote y la hondonada junto a las clavículas, para ascender después hacia el lóbulo de su oreja izquierda y mordisquearlo hasta provocarle dulces escalofríos que le pusieron la carne de gallina en cada parcela de la piel. Cuando Tomás la besó de nuevo, impetuoso y delicado a la vez, Valentina ya había olvidado por completo su propósito de mostrarse casta. ¿Cómo iba a mantenerle a distancia cuando su sangre hervía igual que el agua calentándose en un cazo? La fogosidad con la que Tomás la encerraba entre sus brazos hizo que acabara prensada entre él y la puerta, cuyos goznes arrancaron a gemir por la fuerza con la que los dos se apretujaban contra la madera.
De pronto, Valentina fue consciente de lo que estaba haciendo. Se desasió de Tomás y le apartó suavemente, poniendo mucho cuidado en no hacerle caer. Al verle trastabillar, se agachó antes de que él hubiera podido reaccionar, recogió el bastón del suelo y se lo tendió. Tomás lo tomó, avergonzado por necesitar la ayuda de una mujer, y se apresuró a apoyarse en él para descansar la pierna mala.
—Aquí no —susurró Valentina—. Tú estás de luto y yo tengo que velar por mi reputación.
—Perdóname —farfulló él, con las mejillas encendidas y la voz entrecortada—. No he debido dejarme llevar. Podría habernos sorprendido alguno de tus esclavos… o incluso esa feroz Rosalía…
Ella le devolvió una sonrisa ambigua y dijo, muy bajito:
—Hace años me propusiste que me viera contigo en una casa…
—¡Sé que fui grosero! —la interrumpió Tomás—. Me he arrepentido infinidad de veces de aquello…
Valentina alzó la mano derecha y le cubrió los labios con los dedos para hacerle callar.
—Espera… No pretendo reprocharte nada. Lo que quiero decirte es… —Tragó saliva. De pronto le resultaba muy difícil continuar—. Si encuentras una casa en un barrio donde una dama pueda abandonar su carruaje sin llamar la atención… Un refugio que tenga una alcoba donde podamos estar juntos sin que nadie nos descubra… Entonces… —Inspiró profundamente antes de volver a hablar. Pensó que cuando arrastró a Tomás a su cuarto en L’Olympe fue todo mucho más sencillo—. Entonces… volveré a yacer contigo… igual que antes…
Al principio él creyó que no había oído bien las palabras de Valentina. Hasta que se atrevió a mirarle a los ojos y se convenció de que no había sido víctima de una ilusión. Alargó la mano derecha y le acarició una mejilla con la punta de los dedos. A duras penas logró contener el impulso de besarla de nuevo.
—Hallaré ese lugar —musitó, y añadió, con tal vehemencia que sus palabras se enredaron—: ¡No sabes cuánto te amo! Vivir lejos de ti todos estos años, sintiendo tu rencor cada vez que nos encontrábamos, fue peor que estar muerto. Nada ni nadie volverá a interponerse entre nosotros. ¡Te lo prometo!
Valentina sonrió de oreja a oreja, se apartó deprisa de él para esquivar la tentación de devorarle a besos en la casa que perteneció a Sebastián, y fue hacia el llamador que pendía de la pared. Tiró de la soga con la que requería a los esclavos.
—Te llevará Lázaro —dispuso con decisión—. Va a estar libre toda la mañana.
Tomás no protestó. Había pensado regresar a su hogar en una volanta de alquiler, pero la solicitud de Valentina le hacía sentirse tan feliz…
Ella abrió la puerta que daba a la galería. Enseguida apareció en el umbral Caridad, que había permanecido rondando el gabinete por si se enteraba de algo interesante, aunque su espionaje había sido infructuoso. Sólo había oído algún golpecito insignificante de la puerta cerrada, provocado sin duda por el empuje de la brisa. Tal vez convendría decírselo al ama de llaves para que ordenara a algún esclavo que repasara los goznes.
—Sí, mi ama…
—Di a Lázaro que prepare el carruaje para llevar al doctor a su casa.
—Enseguida, ama.
Caridad corrió en busca del calesero. Valentina y Tomás salieron a la galería. Allí se quedaron parados, mirándose el uno al otro y deseándose tanto que les dolía hasta el corazón. Tomás fue el primero en romper el hechizo.
—Buscaré esa casa, amor mío… —susurró muy bajito, y al ver que Caridad se acercaba presurosa con su sombrero añadió en voz alta—: ¿Me permite que venga a verla mañana por la tarde, doña Galatea?
Valentina asintió con la cabeza.
—¿Y las escaleras? —bromeó para ocultar su euforia.
—Tarde o temprano las someteré a mi voluntad —respondió Tomás con determinación.
Enternecida, Valentina le acompañó hasta donde arrancaba la escalinata. Tomás le tomó con sutileza una mano y se la besó educadamente. Ella volvió a sentir una placentera ola de calor por todo el cuerpo. Con las mejillas ardorosas permaneció en la galería, contemplando cómo Tomás bajaba los escalones de uno en uno, como si fuera un niño pequeño o un anciano. Vestido con su traje claro de hombre pudiente, con la cabeza cubierta por el sombrero que le había devuelto Caridad, se aferraba con una mano al bastón y con la otra a la barandilla. Al llegar al entresuelo se detuvo para descansar. Se giró y miró hacia arriba. Una sonrisa iluminó su flaco rostro; alzó una mano para decirle adiós. Después reanudó su laborioso descenso hacia la planta baja.
Valentina se arrastró hasta los sillones de bambú que había junto a la escalera y se dejó caer sobre el más cercano. Se pasó la lengua por los labios intentando atrapar la huella que había dejado en ellos la boca de Tomás. Por primera vez desde que él le anunció, años atrás, que el honor le obligaba a casarse con la sirvienta a la que había dejado encinta, se sentía feliz en cada rincón de su ser.
Desde el otro extremo de la galería, Caridad había observado cómo se despedían el ama y el doctor Mendoza. Regresó sigilosa al traspatio para contarles las novedades a la cocinera y a los esclavos que anduvieran por ahí en ese instante. Se sentía pletórica por la cantidad de noticias que iba a poder divulgar.