14

Valentina tardó poco en hallarse ante la bonita casa de un piso que se compró Tomás cuando empezó a prosperar. No estaba demasiado lejos de la mansión de Sebastián, pero ella jamás había ido por allí; incluso había prohibido a Lázaro que enfilara esa calle cuando la llevaba en el quitrín. La fachada estaba bien cuidada y pintada de un luminoso amarillo. Dos gruesas columnas blancas sustentaban el pórtico ante el que se detuvo el carruaje, del que Lázaro le ayudó a bajar con su habitual diligencia de calesero experimentado.

Valentina tomó aire y entró en la casa. Atravesó el zaguán vacío donde Tomás debía de guardar su carruaje antes del accidente. Salió enseguida a un pequeño patio interior lleno de plantas dispuestas alrededor de una fuente que se erigía en el centro. En un rincón había una hornacina con una efigie de la Virgen de Regla, ante la que una vela iluminaba un daguerrotipo encerrado en un marco de plata. Valentina se aproximó, movida por una curiosidad malsana, y vio el retrato de una mujer joven y muy hermosa que ya nunca iba a envejecer. Se acordó del altar que había en L’Olympe, al que acudían las pupilas para pedir protección o formular sus deseos a la Virgen, a la que las mulatas adoraban con el nombre de Yemayá. Seguro que Milagros había implorado a Yemayá que le ayudara a amarrar a Tomás, pensó con desdén. Apartó la mirada de la imagen de la fallecida y fue hacia una puerta de madera azul celeste don de un rótulo del mismo material anunciaba: CONSULTA, escrito en trazos armoniosos aunque algo recargados. En otro cartel colocado sobre la puerta de al lado se leía: ANTESALA. De la consulta salió de pronto, como si la hubiera oído entrar, una negra añosa y gorda, vestida con una bata blanca tan abombada como la vela de un barco inflada por el viento y el cabello oculto bajo un apretado turbante. Valentina se acordó con una pizca de melancolía de la negra Candela y al instante de madame Selene. No añoraba el burdel, por supuesto que no, pero sí la amistad de la madame, de Rosa e incluso de la negra Candela, que había guisado con esmero para las pupilas y, a su brusca manera, se había preocupado por ellas. Se fijó en el rostro de esa mujerona de color azabache. Sus facciones le recordaron a las de las mulas que tiraban de las carretas. Sin duda la esposa de Tomás habría tenido buen cuidado de no introducir en su casa a ninguna criada joven y bella. ¿Habría sucumbido Tomás a la tentación de comprar esclavos bajo la influencia de su mujer?

La negra miró de arriba abajo a la recién llegada. No recordaba haber visto jamás a esa elegante dama en la consulta. La extrema palidez de su rostro le llevó a suponer que debía de padecer alguna dolencia. Antes de que Valentina pudiera hablar, le anunció:

—Su melcé, el doctor Mendoza sufrió un grave accidente y no pasa consulta, pero puede atenderla su ayudante.

—No estoy enferma —musitó Valentina. Ahora que se hallaba tan cerca de Tomás, sentía otra vez las rodillas flojas y esa horrible sensación de mareo en la boca del estómago—. Yo… he venido a expresar mis condolencias al doctor.

La mujerona la estudió con repentino recelo.

—El doctor aún no recibe visitas. Se encuentra muy abatido por la pérdida de su esposa y él mismo necesita mucho reposo.

Valentina se acordó de cuando salió a buscar trabajo en su primera mañana en La Habana y las esclavas negras la echaron sin miramientos de las mansiones. El recuerdo de aquella humillación extendió la ira por sus entrañas. ¿Cómo osaban tratarla, precisamente en casa de Tomás, como si fuera una mendiga pidiendo limosna?

—Di a tu amo que la viuda de su primo Sebastián desea verle —le espetó con dureza—. He venido porque me preocupa saber cómo se encuentra; no pretendo molestarle ni le cansaré en exceso.

La mención de Sebastián, el pariente difunto del que tanto le hablaba el doctor, y el tono indignado de la dama asustaron a la resuelta negra.

—Veré si el doctor se siente con fuerzas pa recibirla —respondió, mucho más cortés—. Si desea aguardar mientras tanto en la antesala, estará más cómoda.

A Valentina le horrorizó la idea de esperar en un cuartito mal ventilado, respirando los miasmas de enfermos tosedores o, tal vez, cubiertos de eccemas.

—Me quedaré aquí.

—Como desee su melcé.

La cancerbera ascendió con inesperada agilidad por la escalera que conducía al primer piso.

Regresó al poco con una sonrisa amable; quería congraciarse con esa autoritaria señora que debía de importar mucho al doctor, pues la mera mención de su nombre le había arrancado de la apatía en la que llevaba sumido desde que ocurrió la desgracia.

—El doctor la va a recibir. Si es tan amable de venir conmigo…

Valentina subió detrás de ella al piso de arriba. Se fijó en que la barandilla de la escalera era, al igual que las puertas, de robusta madera pintada de azul. Los escalones los revestían baldosas de barro cocido de color granate, como el suelo de la casita donde la alojó Leopoldo Bazán cuando fue su entretenida. En la galería llamaba la atención el verdor de las plantas dispuestas por doquier. Como en la mayoría de las casas de buena familia de la isla, había varios coquetos sillones de bambú y una gran jaula con pájaros que trinaban igual que los de la destartalada fonda de la Juana. Aunque en esa morada no quedaba lugar para el desorden y Valentina hubo de reconocer que su odiosa rival había rodeado a Tomás de paz y limpieza. La inmensa negra la guió hasta casi el final de la galería, donde se paró ante una mampara blanca cuya parte superior adornaba una colorida vidriera que representaba un grupo de aves volando. Golpeó la madera con los nudillos, la empujó e indicó a Valentina con un gesto respetuoso que podía entrar.

—Pase su melcé

Con las rodillas más laxas todavía, Valentina entró en una amplia estancia donde lo primero que vio fue un sofá tapizado en damasco de seda granate, apoyado contra una pared de un luminoso color crema. A su lado se erguía una vitrina repleta de delicadas figuritas de porcelana. Había varias mecedoras diseminadas por ese salón y algunas mesitas redondas engalanadas con plantas de hojas muy tupidas. Dos ventanales se abrían a un balcón. Delante de ellos, tendido sobre un diván revestido de terciopelo también rojizo, estaba Tomás. La mirada de Valentina recayó al instante sobre su pierna derecha, cubierta por un grueso vendaje desde el pie hasta el muslo y apoyada sobre un mullido almohadón. Por detrás del respaldo contra el que se recostaba asomaba la parte superior de dos muletas de madera. Tomás había adelgazado mucho. Bajo su mirada mustia, en la que creyó detectar un asomo de hostilidad que se le clavó en el alma, se extendían profundas ojeras. Aun así, le pareció mucho más guapo que cuando lo vio por última vez. Enseguida supo la razón: se había afeitado el mostacho de puntas afiladas que tanto le afeaba y envejecía. De hecho, iba bien rasurado, las patillas se veían retocadas con esmero y su apariencia transmitía una pulcritud que Valentina no había esperado hallar en un hombre que no podía valerse. Llevaba una amplia camisola de lino y unos anchurosos calzones blancos, como los que solían usar los esclavos, con la pernera derecha arremangada por encima de donde arrancaba el grueso vendaje.

Conmovida por la postración del hombre al que siempre había visto derrochar energía, se detuvo en medio de la estancia. La vista se le escurrió hacia las baldosas, que en ese cuarto eran de mármol blanco y azul claro, colocadas a la manera de un tablero de ajedrez, tan del gusto de la isla.

Él cerró el abanico de varillas de madera con el que se había estado refrescando y, avergonzado por estar usando un objeto tan femenino, lo ocultó deprisa bajo la pierna sana. Entrelazó los dedos para que Valentina no viera que temblaba como si volviera a ser un jovencito imberbe al que imponía el acercamiento de una mujer. En un santiamén se desvaneció el rencor que había inundado sus entrañas cuando la negra Leona le había anunciado quién deseaba verle. Ahora el corazón le aleteaba en la boca del estómago y le cortaba la respiración. Incluso el habla. Carraspeó y se arrancó como pudo una sonrisa.

—Celebro verla, doña Galatea —dijo procurando revestir sus palabras de mundana cordialidad—. ¿Cuánto tiempo hacía que no disfrutaba de este privilegio?

Valentina se obligó a alzar la vista. Al sentirse de repente acariciada por la mirada de Tomás, se ruborizó y fue incapaz de hablar. A él le supo muy dulce la inesperada victoria. Se dirigió a la negra, que no osaba regresar a sus quehaceres en la consulta sin haber recibido instrucciones de su patrón:

—Leona, trae algo para que tome asiento la señora.

La mujerona alzó con una sola mano una de las mecedoras, como si se tratara de una ramita recién arrancada de un árbol, y la colocó junto al diván. Valentina se acercó muy despacio. Al sentarse, la falda del vestido se esponjó a su alrededor y a Tomás se le antojó una sirena emergiendo de un mar de organdí. Valentina se afanó en hurtarle la mirada para que no viera la conmoción que le causaba hallarse de nuevo tan cerca de él.

—Ve a la cocina —ordenó Tomás a la mujerona— y di a Clarisa que sirva a doña Galatea un vaso de limonada. Hoy hace mucho calor. —Miró a Valentina y ella se ofuscó—. ¿O tal vez prefiere refresco de guarapo?

—No se moleste, doctor —objetó Valentina. Levantó la cabeza con de safío, enfadada consigo misma por haberse amedrentado de ese modo—. Me marcharé enseguida.

Tomás hizo un gesto a Leona, que llevaba muchos años ayudándole en la consulta e interpretaba su voluntad sin necesidad de palabras. Asintió con la cabeza y se dispuso a abandonar la estancia.

—Cierra la puerta, Leona —añadió Tomás.

Cuando se quedaron a solas, buscó los ojos de la mujer que en esos días de tormento había ocupado sus pensamientos más que la esposa muerta a la que cualquiera hubiera supuesto que estaba añorando. Pero enseguida desvió la mirada, no fuera a detectar Valentina lo que aún sentía por ella.

Valentina se mordió el labio inferior y murmuró, titubeante:

—He venido a… expresarte mis condolencias por lo ocurrido. Lo he sabido hoy a mi regreso de Nueva York. De lo contrario, habría acudido antes.

A él se le atravesaron las palabras en la garganta. La ventaja obtenida de su victoria inicial se esfumó. Para ocultar de algún modo su inmensa turbación, estiró el brazo derecho y golpeó con los nudillos el caparazón blanco que envolvía su pierna. Para sorpresa de Valentina, sonó como si fuera de mármol. Tomás esbozó una sonrisa de lerdo y murmuró de carrerilla:

—A veces las desgracias nos ofrecen posibilidades de realizar interesantes experimentos. Este vendaje me lo colocó mi ayudante siguiendo mis indicaciones. Antes de aplicarlo hay que impregnarlo bien en yeso, que al solidificarse impide el movimiento de un miembro roto. El método lo introdujo un cirujano militar holandés llamado Mathijsen en el año cincuenta y dos. Hace algún tiempo leí sobre ello en un tratado de medicina y ¿qué mejor que mis propios huesos partidos para probar su eficacia?

Valentina le miró, atónita. ¿Por qué se perdía Tomás en explicaciones sobre medicina? ¿Acaso no estaba en sus cabales? Sólo se le ocurrió preguntar:

—¿Te duele mucho?

Tomás se encogió de hombros con fingido estoicismo. Las primeras semanas después del accidente habían sido un infierno que a veces le había obligado a recurrir incluso a la morfina. Pero eso no se lo iba a contar. Si había una persona en el mundo a la que bajo ningún concepto quería inspirar lástima era Valentina.

—Desde hace algunos días me encuentro mejor.

Cual una nube de tormenta, un denso silencio que a Valentina se le antojó como una maldición enviada por el espíritu de la pérfida Milagros, cayó sobre ellos. Fue Tomás quien se animó a ahuyentar el incómodo mutismo.

—Por lo que he podido saber, te has convertido en una mujer muy poderosa. Has logrado que los caballeros te respeten y que las damas no te odien por ser tan hermosa y disfrutar de una libertad que ellas jamás conocerán. Incluso frecuentas a Aldama y sus influyentes amigos…

—Veo que mi vida no tiene secretos para ti —le interrumpió ella con retintín.

—No voy a negar que a veces sonsaco a mis pacientes ricos sobre la bella viuda de Sebastián Ruiz Mendoza, que sabe conducir sus negocios mejor que muchos hombres —le reveló Tomás mirándole a los ojos—. Me siento más tranquilo cuando sé que te va bien. Por eso ahora me inquieta que te dejes cortejar por un especulador de Nueva Orleans.

Valentina se ruborizó. ¿Quién era Tomás para indagar sobre ella y pedirle cuentas?

—Alvin Devereaux no es un pretendiente. Es un hombre de negocios que me ha resultado de gran utilidad para introducirme en Nueva Orleans.

—Es un especulador que engrosó su fortuna gracias a la guerra que tantas muertes ha causado —insistió Tomás—. Deberías elegir mejor tus amistades. Tampoco te conviene dejarte ver tanto en compañía de Miguel Aldama y sus amigos reformistas. ¿Tú también firmaste el manifiesto que enviaron recientemente al general Serrano para pedir al gobierno español que introduzca reformas en la isla?

—Nadie pide la firma a una mujer —murmuró ella, dolida por el modo en que los hombres solían despreciar a las mujeres, incluso a las que eran más prósperas e importantes que muchos de ellos.

¿Por qué la abrumaba Tomás hablándole primero de medicina y ahora de política? No había ido a visitarle para eso, sino para darle el pésame por la muerte de su esposa. Su estómago brincó de pronto con violencia; ni ella misma se creía esa mentira. Porque no había acudido a verle con tanta rapidez para mostrarse afligida por algo que consideraba una liberación. Había corrido a su lado para cerciorarse con sus propios ojos de que el hombre al que aún amaba no se había convertido en un tullido hundido en la amargura. Pero al verlo su preocupación no se había disipado. ¿Y si lo que rumoreaban las esclavas en el mercado era cierto y Tomás se quedaba cojo? Eso no sólo cambiaría su vida a peor, también supondría un terrible agravio para su orgullo que a buen seguro le agriaría el carácter, que ya consideraba corrompido por la influencia de la ambiciosa Milagros. Abrió su abanico. Lo agitó para refrescarse y también para ocultar cuánto la perturbaba la cercanía de Tomás.

El rostro acalorado de Tomás agradeció el leve frescor que le llegó.

—Mejor para ti —prosiguió—. Los reformistas sólo piensan en lograr el poder político, además del económico que ya poseen desde hace tiempo. Primero coquetearon con la posibilidad de que Estados Unidos comprara Cuba para convertirla en un estado más; al desdibujarse esos planes a causa de la guerra de Secesión, se decantaron por pactar con los españoles. A ellos les es indiferente quién gobierne esta isla mientras les concedan los privilegios que pretenden. Pero tarde o temprano Cuba se alzará para exigir la independencia. Y cuando estalle la rebelión, será mejor para ti que nadie te relacione con los reformistas ni sospeche que has recibido los favores de algún capitán general. —Se calló, se sentía muy fatigado. Hacía muchos días que no hablaba tanto rato seguido.

—Claro, tú sólo concibes luchar por la independencia y por abolir la esclavitud —se le escapó a ella entre dientes.

—Te equivocas —respondió él en tono muy sombrío—. En este punto de mi vida no conservo ganas de luchar por hermosas causas. —Una mueca amarga distorsionó su semblante—. Ni siquiera sé si podré caminar cuando retiremos el yeso de mi pierna. Ahora mi única preocupación es volver a trabajar para sacar adelante a mi hijo.

—Me sorprende hallarte tan descreído —contraatacó ella, asustada en su fuero interno por el abatimiento de Tomás.

—No olvides que sólo soy un médico ávido de enriquecerse.

Ante el profundo sarcasmo de Tomás, el rostro de Valentina se volvió a teñir del color del mamey. Bajó la mirada hasta las manos que mantenía sobre su falda y tomó aire.

—Aquel día… cuando te dije eso… me sentía muy humillada. No sólo me habías abandonado para casarte con tu sirvienta, sino que después osaste pedirme que me convirtiera en tu amante como si aún fuera una ramera. Eso me dolió mucho, Tomás. Todavía me duele. Sin embargo, reconozco que esa mañana fui cruel contigo… y te pido que me perdones. —Buscó los ojos de Tomás. De nuevo detectó un asomo de rencor en su iris marrón.

—¡Yo obré mal! —recalcó él con vehemencia—. Eso lo sé muy bien y he tenido muchos días con sus noches para reprochármelo. Pero permíteme que te diga una cosa: yo te hice daño por torpeza, porque no supe ver cómo Milagros me enredaba en su tela de araña, pero tú aquella mañana me heriste a sabiendas. Deseabas lastimarme y lo lograste, desde luego que sí. Aún conservo en la memoria cada una de las palabras que me echaste en cara.

De nuevo no supieron qué decirse, hasta que Valentina decidió confesarle el pensamiento que la abrumaba algunas noches. Ya no tenía sentido zaherirle para hacerle pagar por haberse casado con otra. Se habían hecho demasiado daño el uno al otro.

—No sabes cuánto desearía borrar todo lo que nos ha distanciado desde que me propusiste matrimonio en la fonda de la mulata Juana —susurró con voz apenas audible—. Si fuera posible retroceder en el tiempo hasta aquella tarde, te juro que me casaría contigo sin dudarlo.

Él dejó caer la mirada sobre sus manos y se volvió a encoger de hombros con profunda resignación.

—La vida no permite volver atrás.

Antes de que Valentina pudiera responderle, alguien abrió la puerta de un tirón e irrumpió en la estancia como un vendaval. El intruso era un niño, que corrió hacia el diván y se echó en brazos de Tomás quien lo envolvió con inmensa ternura. Valentina advirtió que su mirada, antes apagada y a ratos incluso hostil, se había iluminado como si hubieran encendido un fuego al otro lado de su iris. De pronto apareció una mulata entrada en años y de aspecto algo hombruno.

—Perdóneme, señor —exclamó consternada—. Manuel se me escapó. No quiere más que estar con usted.

—No importa, Úrsula —le dijo Tomás sin soltar al pequeño—. Mi hijo no me cansa.

Con ademán indeciso, la niñera se quedó parada delante del diván mientras Tomás y su retoño se abrazaban como si fueran los dos únicos supervivientes de un terrible naufragio. Valentina aprovechó la interrupción para observar al niño. El odio que aún sentía por Milagros, y que ni siquiera la certeza de que estaba muerta amortiguaba, no pudo impedir que se enterneciera. A pesar de haber sido gestado en el vientre de su rival, el pequeño Manuel era un calco de su padre; una réplica en miniatura con el cabello algo más ensortijado y la piel un poco más oscura, aunque no tanto como para impedirle ser admitido en el hermético mundo de los blancos.

Por fin, el niño se desasió de Tomás, pero no se apartó ni un ápice de él, y escrutó con sus ojos negros a la bella señora con la que estaba su padre y a la que no había visto jamás. Pese a que su corazón se resistía, Tomás cumplió con la obligación de amonestarle, aunque lo hizo con tal dulzura que no parecía una reprimenda.

—Manuel, sabes que no debes irrumpir de este modo cuando hay visita…

El niño seguía sin apartar la mirada de Valentina, que comenzó a inquietarse.

—Ahora saluda a esta señora tal como te enseñó tu madre. Es tu tía Galatea.

La palabra «madre» en referencia a Milagros y el hecho de que Tomás la llamara a ella «tía Galatea» causó a Valentina fuertes palpitaciones dentro del pecho.

En los ojos de Manuel se reflejó un inmenso asombro. Su madre no le había contado jamás que tuviera una tía llamada Galatea. Dio un paso adelante, hizo una graciosa reverencia y dijo con voz firme y una dicción perfecta:

—Buenas tardes, señora.

El orgullo que se reflejó en el rostro de Tomás reavivó los malsanos celos de Valentina.

—Y ahora tienes que irte con Úrsula, Manuel —le conminó Tomás—. Cuando la tía Galatea se marche, podrás regresar conmigo y te leeré un capítulo de Robinson Crusoe.

De nuevo la había llamado «tía Galatea», pensó Valentina. ¿Qué diablos le pasaba por la cabeza? Ella no era familia del mocoso que sirvió a la ambiciosa Milagros para amarrar a Tomás.

La niñera se acercó a Manuel y le cogió de una mano para llevárselo de allí.

—Demuéstranos tus buenas maneras y despídete, hijo —le pidió Tomás.

El pequeño hizo otra reverencia, dijo «Adiós, señora» y se alejó, con su manita aprisionada dentro de la de Úrsula, que no estaba dispuesta a permitir que se le escapara de nuevo.

Tomás guardó silencio hasta que Úrsula hubo cerrado la puerta.

—Manuel estaba muy unido a su madre —dijo entonces—. Desde su muerte aprovecha cualquier descuido de la niñera para escabullirse y venir conmigo. —El rostro de Tomás se había ido ensombreciendo conforme hablaba—. El día de la desgracia, Manuel quiso viajar junto a Úrsula en la carreta donde iban las criadas con el equipaje. Vio cómo nos despeñábamos y… después… el trayecto hasta La Habana, con el cuerpo de su madre en la parte de atrás de la carreta y su padre hecho un… —Tomás se calló. Valentina no tenía por qué saber el suplicio que fue aquel viaje. Carraspeó y añadió—: Por la noche le asaltan terribles pesadillas. Y yo… aún tardaré en poder ponerme en pie para acudir a su alcoba y calmarle. —Volvió a enmudecer. Valentina se removió incómoda en su comadrita. Tras una breve reflexión, Tomás la miró con inquietud y añadió—: Milagros le había dicho recientemente que iba a tener un hermano y no hace más que preguntarme por él.

Valentina sintió que una sustancia viscosa ascendía desde la boca del estómago, y le provocaba náuseas. De modo que Tomás había vuelto a dejar encinta a su mujer. Y para eso habría comenzado sembrando de besos los carnosos labios de esa víbora, le habría acariciado cada rincón de la piel como hizo antaño con ella, y tal vez hasta le habría susurrado al oído palabras dulces para acabar vertiendo en su vientre la semilla de otro vástago destinado a atarle aún más a su yugo. ¿Por qué seguía amando a ese desgraciado? ¡Ojalá quedara tullido hasta el final de sus días! Entonces pensó en el pequeño Manuel y su corazón se ablandó inexplicablemente.

—¿Y si le envías a mi casa por las mañanas? —se oyó decir a sí misma, sin que su voluntad lograra impedírselo. Al reparar en el asombro de Tomás fue consciente de la inmensa necedad que estaba cometiendo. Pero ya no podía echarse atrás—. Dentro de unos días llegará una institutriz que he contratado en Nueva York para Inés. Es una mujer con excelentes referencias, podría enseñar también a tu hijo. —Tomás seguía mirándola como si no pudiera creer lo que acababa de oír. Valentina se apresuró a añadir—: Sólo hasta que puedas caminar y hacerte cargo de… —movió la cabeza como si pretendiera abarcar cada uno de los objetos que los rodeaban— tus asuntos. Estoy segura de que la compañía de Inés será beneficiosa para Manuel. Ya sabes lo alegre que es. Y tu hijo necesita distraerse. Aquí todo le recuerda lo que ha ocurrido. Es… —Se detuvo; las siguientes palabras se resistían a brotar de su garganta. Pronunciarlas suponía alabar el mérito de su rival muerta. Al fin salieron—: Es un niño adorable.

Tomás sonrió con orgullo.

—Lo es.

Valentina se dijo que acababa de cometer una gran estupidez imposible de arreglar, pero siguió hablando con la esperanza de que él declinara un ofrecimiento hecho tan a la ligera.

—Si lo deseas, mañana enviaré a Lázaro y a una de las esclavas para que lo recojan a las nueve. Arlette se hará cargo de los niños hasta que miss Brown comience sus clases.

En el rostro de Tomás apareció una sonrisa teñida de mordacidad.

—¿Piensas deshacerte de tu niñera?

—¡Claro que no! ¿Cómo voy a echar a una muchacha que no tiene a nadie en el mundo? ¿Tan inhumana me crees?

La expresión burlona de Tomás puso en guardia a Valentina. ¿Acaso la tenía por una desalmada? Se preparó para rebatir cualquier respuesta que pudiera resultarle ingrata, pero él no insistió en el tema de la niñera. En lugar de eso, se tomó un tiempo para reflexionar. Mientras Valentina aguardaba impaciente una respuesta negativa que la eximiera de persistir en tamaña insensatez, Tomás le ofrendó una mirada cargada de ternura y gratitud, y murmuró:

—Te agradezco tu ayuda de todo corazón. Las hermanas de Milagros me han ofrecido encargarse de Manuel mientras yo esté postrado, pero… —Tomás enrojeció y bajó los párpados. Le avergonzaba profundamente lo que iba a decir—. Quiero mantenerlo alejado de sus parientes pardos. Debo pensar en su futuro. —Carraspeó y prosiguió—: Sé que esto es contrario a lo que he defendido siempre, pero… ¡mi hijo crecerá como si fuera completamente blanco! Tiene la piel tan clara que puede ser admitido en cualquier lugar. Milagros ya había empezado a buscar un preceptor que pudiera enseñarle hasta que tuviera edad para ir a un buen colegio, sin embargo… —Interrumpió la frase de un modo abrupto. Había leído en los ojos de Valentina que la nueva mención de su difunta no había sido bien recibida. Se mordió el labios inferior y continuó—: Me gustaría poder mandarlo en mi propio carruaje para no abusar de tu generosidad, pero el quitrín quedó inservible después de la desgracia. —Y en un arranque de socarronería añadió—: La tarde de autos sólo salieron indemnes uno de los caballos y el calesero, porque saltó como un gato antes de que rodáramos por ese desnivel.

Valentina había estado a punto de echarse a llorar al oír hablar a Tomás una vez más de Milagros. ¿Tanto le había dominado esa mujer para que su nombre saliera a relucir en todo momento? ¿O acaso había llegado a amarla? Se puso en pie con brusquedad. Debía alejarse de ahí cuanto antes. Si Tomás volvía a aludir a su esposa, sería incapaz de reprimir las lágrimas y se pondría en ridículo. Había cometido un error imperdonable al acudir a su lado.

—¡Tengo que marcharme! —profirió, tajante—. He descuidado mis obligaciones durante demasiado tiempo. Mañana a las nueve vendrán mis esclavos. Cuida de que tus criadas tengan dispuesto a Manuel para esa hora.

Sin aguardar respuesta, dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta; el apresurado crujir de su vestido sonó a reproche. Al ver la alejarse tan furiosa, Tomás creyó estar hundiéndose en el fondo de un mar negro y hostil, envuelto en tela de arpillera como la que sirvió de mortaja al infortunado Gervasio. Su intuición se hallaba embotada tras haber pasado semanas aislado en la soledad de su alcoba y después tumbado en ese diván como un inválido, pero el instinto que conservaba le bastó para explicarse el porqué del repentino enojo de Valentina.

—Valentina, espera…, por favor.

Ella se giró a regañadientes, pero al reparar en su mirada suplicante regresó lentamente junto a él.

—Debes saber… —arrancó Tomás con voz titubeante que se fue afianzando conforme siguió hablando—, debes saber que Milagros me dio un hijo que es la luz de mi vida, fue una buena madre, convirtió esta casa en un hogar y gracias a su astucia prosperé en mi profesión como jamás habría sabido hacer yo solo. Al paso de los años aprendí a convivir con su ambición sin freno, a restar importancia a sus regañinas cuando me echaba en cara que no era lo suficientemente astuto. Me propuse arrancar tu recuerdo de mi corazón y… querer a Milagros como merece una esposa… —Tomás atrapó por sorpresa una mano de Valentina y la encerró con fuerza entre las suyas para evitar que se marchara antes de que hubiera concluido—. Pero jamás, ni por un solo instante, logré quererla… Porque sólo te amo a ti, Valentina, y te amaré toda mi vida.

Valentina deseó envolverlo en sus brazos y besarle en los labios que aquella astuta mujer le había hurtado, pero su orgullo se lo impidió. Bastante en ridículo se había puesto acudiendo al lado de ese necio y mostrándole con su comportamiento lo mucho que seguía significando para ella. Tal vez Tomás tenía razón al decir que la vida no permitía volver atrás. Liberó su mano de un tirón, se apartó del diván y abandonó la estancia a toda prisa, sin siquiera girarse para mirarle una vez más. Por eso no vio las lágrimas que comenzaron a deslizarse por las flacas mejillas de Tomás.