La Habana, julio de 1865
Cuando acabó el año sesenta y cuatro, el negocio legado por Sebastián había prosperado todavía más de la mano de Valentina y su fortuna se había duplicado. El sesenta y cinco trajo consigo el fin de la guerra de Secesión en Estados Unidos, que terminó el 9 de abril tras la rendición del general sureño Robert E. Lee en Appomattox. La noticia causó conmoción en los salones de La Habana y preocupó en gran medida a quienes habían deseado la victoria de los estados esclavistas del Sur. Si la esclavitud era abolida en Estados Unidos, cavilaban con inquietud muchos plantadores, ¿cuánto tiempo resistiría ese sistema en Cuba? Un gran número de comerciantes españoles comenzó a enviar su capital a España para ponerlo a salvo de posibles desórdenes que después no se produjeron.
El día 14 de ese mismo mes, un extremista del Sur llamado John Wilkes Booth asesinó a Abraham Lincoln mientras éste se relajaba viendo una comedia en el teatro Ford de Washington. A los propietarios de esclavos de Cuba no les penó la desaparición de un político que para ellos era la personificación de todos los males, pero los que hacían negocios con comerciantes de Estados Unidos, como el mismísimo duque de Pozohondo, no pudieron evitar que un fuerte desasosiego se les instalara en la boca del estómago por si el asesinato de ese necio afectaba a sus inversiones. En mayo los reformistas de Aldama redactaron una carta abierta al general Serrano, el antiguo capitán general de Cuba que ahora estaba destinado en España, solicitando su apoyo a las reformas que necesitaba la isla, entre las que figuraban la modificación de la ley arancelaria y la representación política de Cuba en el congreso español. No sólo firmaron esa carta los dirigentes del reformismo, sino también más de veinte mil hombres influyentes y con prestigio en la isla. Valentina no se vio obligada a decidir si le convenía sumarse a la reivindicación porque a ninguno de los que promovieron el manifiesto le pasó por la cabeza siquiera pedir apoyo a una mujer, por muy acaudalada e influyente que fuera. En junio, España abandonó Santo Domingo y reconoció su independencia, lo que hizo concebir esperanzas a los movimientos independentistas de Cuba.
Tomás siguió enriqueciéndose bajo la sabia tutela de su esposa y frecuentando con ella los salones de la aristocracia a los que eran invitados. Cuando coincidía con Valentina procuraba mantenerse lo más alejado posible de ella y sólo la saludaba, con sequedad, si eso resultaba imprescindible para no perder las buenas maneras. No obstante, de haber querido conversar con Valentina le habría resultado muy difícil hacerlo, pues Milagros tenía buen cuidado de que su esposo no se aproximara a esa mujer, de la que recelaba cada día más. La intuición le advertía a gritos de que entre Tomás y la viuda de su primo había habido alguna aproximación amorosa en el pasado. Pero ¿cuándo? Haciendo memoria recordó el tiempo en que Tomás todavía era su patrón y desaparecía algunas tardes para regresar a casa a altas horas de la madrugada, despeinado y tan exhausto que ni siquiera respondía a sus caricias cuando ella se introducía sigilosa bajo sus sábanas. Entonces había sospechado que el hombre amado andaba en enredos con alguna mujer cuyo nombre susurraba cuando alcanzaba la cúspide con ella. Aunque aquella misteriosa rival, a la que Tomás aún nombraba a veces en sueños o cuando la poseía a ella sobre el lecho conyugal, no se llamaba Galatea, sino Valentina. Milagros se había prometido a sí misma que no cejaría hasta averiguar qué ocurrió entre el ingenuo de su esposo y la antipática viuda de don Sebastián.
Entretanto, la relación entre Tomás y Valentina continuó deteriorándose; llegó a ser tan tensa que cuando ella le mandaba llamar para atender alguna indisposición de Inés, se trataban con una frialdad hiriente como un cuchillo y se hablaban lo menos posible.
Para arrancar de su pensamiento a Tomás, Valentina se volcó en sus negocios y en la educación de la hija de Sebastián, cuyo cariño llenaba parte de su corazón vacío. Al acabar la guerra de Secesión, viajó varias veces a Nueva York, donde Miguel Aldama frecuentaba amistades con mucho poder que le fue presentando poco a poco. También pasó un tiempo en Nueva Orleans, ciudad en la que fue introducida en los círculos de influencia por su enamorado Alvin Devereaux, que, aunque todavía no se había atrevido a declararse, llevaba más de un año cortejándola con galante discreción. Devereaux, poco versado en distinguir las diferencias entre el habla de los nacidos en Cuba y los oriundos de España, tomaba a la viuda rica por una criolla.
Cuando se hallaba en la soledad de su alcoba, Valentina pensaba con mucha frecuencia en Sebastián. No le había llegado a amar como a Tomás, pero añoraba su tranquilizadora presencia y la protección que le brindó en los meses que pasaron juntos. Deseaba de todo corazón que existiera un cielo desde el cual él pudiera verla y sentirse orgulloso de cómo gestionaba sus negocios.
Una calurosa tarde de julio, de regreso de Nueva York, donde el matrimonio Aldama le había presentado a varios caballeros prestigiosos que iban a resultarle de gran utilidad para sus negocios, Valentina subía la escalinata de mármol de su casa llevando de la mano a Inés. La habitual alegría de la niña aún estaba teñida de excitación por la travesía marítima en el vapor Aurora, de la que acababan de regresar. Toleraba el vaivén de los navíos mejor que muchos marinos curtidos y, pese a tener tan sólo cinco años y medio, había sido ella quien había cuidado a ratos de la pobre Arlette, atacada por las violentas náuseas que la asaltaban en cuanto ponía los pies en un barco. Valentina miró de reojo a su hijastra y a la niñera, que, todavía pálida y descompuesta después de varios días de profundo malestar, se arrastraba escaleras arriba como un fantasma. Estaba muy orgullosa de Inés, en cuyo carácter creía descubrir trazos de la férrea voluntad y la lúcida inteligencia de Sebastián. Estaba segura de que si la niña no se torcía por el camino y acababa pareciéndose a su madre, sobre la que había oído comentarios muy poco halagüeños, lograría convertirla en una joven cultivada y responsable, como había deseado para ella Sebastián.
En la galería del primer piso aguardaba ya Rosalía para dar la bienvenida a su señora. Llevaba toda la mañana pendiente de su llegada, y los días anteriores había agotado a las esclavas haciéndoles lustrar hasta el rincón más escondido de la mansión. Con los años había llegado a admirar el modo en que su señora manejaba esa casa y el negocio que le dejó don Sebastián, lo bien que educaba a Inés y la elegancia con la que se desenvolvía entre la nobleza de la ciudad. La señora era invitada a todos los eventos importantes y organizaba en su mansión grandes bailes y veladas musicales a las que lograba atraer a músicos de renombre, incluso al tímido y esquivo Nicolás Ruiz Espadero, que no gustaba de prodigar su arte en los salones. Pero Rosalía también temía a su patrona: estaba segura de que no tendría piedad con ella si creía que la estaba traicionando. Así que se esmeraba en complacer a doña Galatea todavía más de lo que había hecho con don Sebastián.
El ama de llaves observó cómo subían la señora, su hijastra y la niñera, seguidas a cierta distancia por la discreta Mayra. Al ver lo mucho que había crecido la niña en esas dos semanas de ausencia no pudo evitar que las lágrimas la cegaran. Ojalá el pobre don Sebastián hubiera podido ver lo bien que se desarrollaba Inesita. Se limpió los ojos con disimulo y miró a su patrona. A doña Galatea parecía sentarle bien gestionar los negocios que le legó su esposo. En lugar de marchitarse, cada día lucía más hermosa y elegante. Claro que la señora debía de ser muy joven cuando el amo la trajo a esa casa, matizó Rosalía para sus adentros. Y ahora no debía de tener más de veinticuatro o veinticinco años. Habría que verla cuando llegara a la edad que había cumplido ella y empezaran a dolerle todos los huesos del cuerpo.
—Buenas tardes, señora —saludó a su patrona—. Espero que hayan tenido un buen viaje.
Valentina le sonrió. Se sentía feliz cuando regresaba a esa casa, el único hogar que había tenido en su vida.
—Me alegro de verte, Rosalía.
En el rostro de la gallega se abrió camino una sonrisilla complacida.
—La travesía ha sido muy tranquila —prosiguió Valentina—. Aunque la pobre Arlette ha estado algo indispuesta. El mar no le sienta nada bien.
La niñera se encontraba tan débil que ni logró reunir fuerzas para sonreír.
—Ve a tu alcoba y acuéstate —le indicó Valentina—. Puedes tomarte la tarde libre.
Arlette creyó que los cielos se abrían sobre su embotada cabeza; habría corrido a acurrucarse en su cama de haberle dejado las náuseas algo de energía, pero creyó de buen tono resistirse un poco.
—¿Y la niña, señora?
—Si me lo permite, doña Galatea, yo me haré cargo de todo —intervino Rosalía. Estaba deseando envolver en arrumacos a la hija de su único amor y, por qué no, sonsacarle cuanto pudiera sobre la estancia en Nueva York.
Valentina asintió y posó sobre Arlette una mirada alentadora. La niñera comprendió que se le permitía retirarse con dignidad, murmuró «Gracias, señora» y acto seguido se arrastró por la galería cual gusano moribundo.
—Y bien —dijo Valentina dirigiéndose al ama de llaves—, ¿ha ocurrido en mi ausencia algo que deba saber?
El rostro de Rosalía se ensombreció al instante. La noticia que había sabido tan sólo dos días atrás por la cocinera la había dejado consternada y sin duda impresionaría mucho a su ama.
—Oh, señora, el otro día Antonia me contó algo espantoso que oyó en el mercado… —Rosalía hizo una pausa; era consciente de que aquella noticia iba a afectar en gran medida a su ama—. Verá…, señora…, el doctor Mendoza y su esposa sufrieron un terrible accidente hace cuatro o cinco semanas. Su quitrín cayó por una pendiente y…
Rosalía se detuvo al ver que el rostro de doña Galatea se había tornado blanco como la cera y su mano había soltado la de Inés para aferrarse a su propio pecho. La niña miraba extrañada a su madrastra. El ama de llaves agarró a la pequeña.
—Señora, creo que le convendría sentarse —sugirió con mucha cautela—. Está usted muy pálida.
Valentina tomó aire y enderezó la espalda en un intento de recuperar la compostura. Sacudió la cabeza. No debía delatar sus sentimientos mostrándose demasiado preocupada por Tomás.
—Continúa.
—El doctor y su esposa regresaban de pasar unos días en la hacienda de un rico plantador al que el doctor había…
Valentina se sentía tan mareada que temía vomitar, o incluso desmayarse antes de enterarse por fin de qué le había pasado a Tomás. Se tapó la boca con la mano y exclamó entre los dedos:
—¡Rosalía, por Dios, ve al grano!
—Disculpe, señora… El caso es que cerca de La Habana les sorprendió una fuerte tormenta, los caballos se encabritaron y cayeron por un terraplén… Dicen que la esposa del doctor murió al instante… desnucada… ¿No le parece espeluznante?
Valentina ya veía bailar ante sus ojos las estrellitas brillantes que anuncian los desmayos. Las rodillas apenas la sostenían. Se arrastró hasta el sillón más cercano y se dejó caer en él.
—¿Y… el doctor?
—Se quebró una pierna y desde entonces guarda cama con gran padecimiento. Dicen que sus roturas tienen muy mal arreglo y quedará…
—¿Tullido?
—Eso murmuran en el mercado, señora.
Valentina se echó hacia atrás, abrió el abanico y se dio aire. Hizo esfuerzos por respirar acompasadamente para alimentar los pulmones, estrangulados por la angustia y el inclemente abrazo del corsé. Ojalá pudiera arrancarse allí mismo esa horrible prisión.
Rosalía permanecía delante de ella, sosteniendo la mano de la niña y sin saber qué debía hacer para auxiliar a su señora si le daba un síncope. A una distancia prudente, Mayra aguardaba instrucciones del ama.
—¿Y su hijo? —preguntó Valentina.
—El niño está bien, señora. No iba en el mismo carruaje.
«Gracias a Dios», atinó a pensar Valentina. No podía negarse a sí misma que alguna vez había deseado la muerte a la mulata que le arrebató a Tomás. Lo ocurrido parecía en cierto modo consecuencia de sus malos deseos, pero ni se avergonzaba de ellos ni se sentía culpable. Estaba convencida de que a Tomás le iría mucho mejor sin esa mujer, pero la muerte de su hijo, al que ella no había visto nunca, lo habría hundido para siempre.
El aire del abanico y la respiración acompasada fueron mitigando el mareo. Tragó saliva, tosió para deshacer el nudo que le taponaba la garganta y murmuró:
—Hazte cargo de Inés y ordena que me preparen el baño ahora mismo. —Luego buscó con la mirada a su esclava y añadió—: Mayra, dispón ropa limpia. No es necesario que rebusques en el equipaje. Cualquier vestido sencillo y fresco del armario me servirá. Debo acudir enseguida a ver al doctor para… —volvió a tragar saliva— para expresarle mis condolencias.
—Sí, ama.
La esclava se retiró, diligente. El estado en que había sumido a su ama el infortunio del primo de don Sebastián, que últimamente apenas iba ya por la mansión, confirmaba lo que había oído cuchichear alguna vez a los esclavos más maliciosos de la casa. También Rosalía vio corroborada al fin la sospecha que albergaba desde hacía tiempo. Nadie se conmocionaba de ese modo por el accidente de un simple conocido, por mucho aprecio que le tuviera.
—¿Desea que le traiga un vaso de agua… o tal vez limonada o refresco de guarapo? El azúcar disipa el mareo…
Valentina negó con la cabeza. Apoyó las manos en los reposabrazos del sillón y se puso en pie. Aún le flaqueaban las rodillas y las estrellitas ante sus ojos no se habían apagado del todo, pero ya se creía capaz de llegar hasta su habitación.
—No es necesario, Rosalía. Voy a quitarme esta ropa de viaje y… creo que me vendrá bien aflojarme el corsé durante un rato. —Se pasó la mano por el rostro, aún demudado—. Aunque estoy pensando que… no hay tiempo para un baño. Me asearé en la alcoba. —Su mirada se posó en Inés, que observaba el extraño comportamiento de las mayores sin comprender nada. Se inclinó sobre ella, le dio un beso en la frente y le acarició la cabeza—. Ve con Rosalía y cuéntale todo lo que hemos visto en Nueva York. Cuando regrese, cenaremos las dos juntas.
Se quedó en la galería contemplando cómo Rosalía se llevaba a Inés. Cuando las dos hubieron desaparecido en el traspatio, corrió a su alcoba. No le convenía perder más tiempo. Debía comprobar cuanto antes cómo se encontraba Tomás.