Valentina pasó el resto del día sumida en un estado de nerviosismo que fue aumentando conforme transcurrían las horas y del que no consiguieron alejarla las muchas obligaciones con las que cumplía a lo largo del día. Al llegar la tarde, ordenó a Lázaro que la llevara al puerto para controlar que los estibadores descargaban como era debido un navío recién arribado de Francia con las bodegas llenas de telas, porcelanas de Limoges y artículos de tocador. Después visitó a varios comerciantes con los que mantenía una buena relación y cuya afición a propagar rumores era bien conocida en la ciudad. Entre suspiros y aires de misterio les habló de la grave falta de liquidez de Leopoldo Bazán, adornando su confidencia con algún mohín de fingida compasión que los menos avispados tomaron por sincera. Una vez concluida la ronda de visitas, regresó a su mansión y ordenó a Arlette que se vistiera de calle y preparara a Inesita para llevarla a tomar la fresca en quitrín. Como de costumbre, al enfilar el paseo del Prado fueron muchas las damas que ponderaron con envidiosa admiración la elegancia de la viuda de Ruiz Mendoza y muchos los caballeros que se acercaron al carruaje para lisonjear a la hermosa joven y deshacerse en elogios sobre la belleza que ya apuntaba la niña. A ellos también les habló Valentina de la situación de Leopoldo Bazán y del terrible dilema en el que se veía inmersa por culpa de una deuda que vencía al día siguiente y que él no iba a poder pagar. ¿Qué harían ellos en tan terrible situación?, les preguntaba, a lo que los interpelados respondían aconsejándole mano dura. ¿Adónde irían a parar si un comerciante hacía concesiones a un deudor?, añadían, cargadísimos de razón, aunque inquietos porque la mayoría de ellos eran plantadores y tenían algún pagaré a punto de vencer.
Cuando las tres regresaron a casa, Valentina seguía sintiéndose muy nerviosa. Su desazón incluso había aumentado conforme pasaban las horas. ¡Cuánto deseaba que llegara el día siguiente para acabar por fin con esa incertidumbre! Para tranquilizarse se decía a sí misma que Leopoldo jamás lograría reunir el dinero que necesitaba… Pero entonces recordaba el destello que había visto por un instante en sus ojos. Un brillo como de esperanza que le hacía preguntarse si ese infame habría hallado a última hora una rendija por la que escapar de su venganza.
Esa noche durmió poco y mal. Madrugó más que otros días y la pobre Mayra tuvo que esmerarse mucho para disimular las ojeras del ama. Tras haber desayunado sólo medio tazón de café azucarado, bajó a su despacho para dedicarse a sus quehaceres diarios. Hacia las nueve y media, cuando había logrado centrarse en el trabajo y dejar de pensar en Leopoldo, la sobresaltaron los golpecitos que alguien daba con los nudillos en el marco de la puerta abierta. Alzó el rostro y vio a su ama de llaves. Rosalía la miraba con indecisión desde el umbral. Al fin osó aproximarse al escritorio y anunció con cautela:
—Señora, ha venido a hablar con usted don Leopoldo Bazán. Hoy viene acompañado de dos caballeros. —Rosalía redujo la voz a un susurro—: Si me permite la advertencia, señora, me inquieta la mirada de don Leopoldo. Ese caballero tiene algo que atemoriza…
Valentina alzó la mano para instarle a callar. Su corazón había arrancado a latir con furia. Que Leopoldo se presentara tan pronto y con acólitos no se le antojaba un buen presagio. Sofocó un suspiro e indicó a Rosalía que les hiciera pasar.
El primero que franqueó la puerta fue Leopoldo. Llegaba tan ojeroso como el día anterior, pero se había vestido con la impecable elegancia que le caracterizaba. En sus labios bailaba una amplia sonrisa que dio que pensar a Valentina. Le seguía Remigio Meneses; avanzaba con pasitos que en ese instante le hicieron parecer más un perrito faldero que un gorrión. Por último entró un hombre muy gordo, embutido en una levita que parecía a punto de estallar, y cuyo rostro resultó a Valentina vagamente conocido; Leopoldo se lo presentó como el notario Graciano Villaverde.
Reparó en que Leopoldo llevaba en la mano un lujoso bolso de viaje de cuero marrón y tuvo un mal pálpito, de esos que madame Selene le habría recomendado tener muy en cuenta. Para ganar tiempo, se dirigió al ama de llaves:
—Rosalía, manda a Cirilo que traiga una silla más para que tomen asiento estos caballeros.
—No será necesario, doña Galatea —terció Leopoldo. Su sonrisa adquirió un tinte triunfal que incrementó la intranquilidad de Valentina—. Lo que vengo a resolver requiere poco tiempo.
—Déjanos solos y cierra la puerta, Rosalía —dijo Valentina.
Rosalía asintió con la cabeza y se marchó, muy preocupada. Nunca le había gustado ese caballero, tan soberbio como guapo, que poseía la habilidad de poner de mal humor a doña Galatea cada vez que venía a tratar de negocios con ella. Y esa mañana su intuición de campesina había percibido en el ambiente algo que no se le antojaba favorable para su señora.
Valentina miró a los tres hombres uno por uno, procurando que su semblante resultara intimidatorio. La expresión risueña de Leopoldo sólo podía significar que ese infame había logrado resolver su problema. Pero, si era así, ¿cómo se las había ingeniado?
—Caballeros, ¿qué puedo hacer por ustedes?
Leopoldo se plantó delante del escritorio y habló con voz meliflua:
—Doña Galatea, creo que podemos prescindir de formalidades. Todos los presentes sabemos cuál es el asunto que me trae al despacho que durante tantos años ocupó con excelente criterio su difunto esposo, que en paz descanse…
—Vayamos al grano, don Leopoldo —le cortó ella con dureza.
Por toda respuesta, Leopoldo agrandó su sonrisa de triunfo, alzó el bolso y lo dejó caer encima del escritorio. Lo abrió con lentitud, recreándose en cada movimiento. Cuando creyó que ya había causado bastante zozobra a su adversaria, introdujo la mano derecha y sacó un fajo de billetes. Repitió el movimiento una y otra vez hasta que hubo cubierto la mesa de dinero. Tuvo que contener el impulso de echarse a reír a carcajadas ante la mezcla de asombro y decepción que vislumbró por un instante bajo la expresión pétrea de Valentina. Inspiró muy hondo y habló despacio y con claridad.
—Lo que ve sobre esta mesa no es una ilusión de su mente, doña Galatea. Es el dinero con el que hoy saldo todas las deudas que contraje con usted. Y para que quede constancia de este hecho, los caballeros aquí presentes me acompañan en calidad de testigos. Le ruego que cuente los billetes delante de nosotros y me devuelva mis pagarés. También le agradecería que no nos haga esperar más de lo necesario. Quiero regresar cuanto antes con mi querida esposa.
Valentina se levantó y caminó despacio hacia la puerta. Le desconcertaba el cariz que había tomado ese asunto, pero más intensa que la sorpresa era su furia. ¿Cómo había conseguido reunir Leopoldo tanto dinero en tan poco tiempo? ¿Le habría pagado la Caribbean Sugar al punto de la mañana? Se dijo que eso era imposible. Los trámites de esa índole eran lentos, y cuando se detenían en algún punto de la cadena no se agilizaban de la noche a la mañana. Leopoldo debía de haber hallado la solución a sus problemas en otra parte. Se asomó al pasillo y gritó:
—¡Manrique!
Regresó detrás de su escritorio sin mirar a los visitantes, que no se privaron de escrutarla con atención. El grueso notario rumió que la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza era una real hembra y guardaba un lejano parecido con una ramera muy hermosa que ejerció tiempo atrás en el burdel que solía visitar y a la que nunca logró probar por lo solicitada que estaba. Meneses se reafirmó en su impresión de que bajo la hermosura de esa joven latía el corazón de un hombre sin piedad. A Leopoldo se le escapó la vista hacia su fino talle, los hombros bien moldeados y el cuello esbelto que tantas veces había sembrado de besos y mordiscos, lo que despertó en él un brote de esa maldita nostalgia de otro tiempo que tanto le costaba sofocar. Desvió la mirada hacia el dinero que iba a salvarle de las garras de esa mujer.
Valentina necesitaba todo su poder de concentración para ocultar la inmensa decepción que sentía. Cuando ocupó su silla, enderezó bien la espalda para que ni Leopoldo ni sus acompañantes advirtieran el desánimo que la invadía por momentos.
Los tres hombres permanecieron de pie ante la mesa. Meneses y el notario mantenían la vista fija en el suelo, como si se estudiaran los zapatos con desmesurado interés. Leopoldo intentaba que su mirada se cruzara con la de Valentina, pero ella no apartó la vista de la puerta abierta. Al poco tiempo irrumpió en el despacho uno de los añosos escribanos que consumían su vi da en la oficina grande que se hallaba al otro lado del pasillo. El hombre se quedó ató nito al ver tanto dinero, y aún se sorprendió más cuando la señora le ordenó que lo contara delante de los presentes, tarea que desempeñó con dedos temblorosos porque se le antojaba una terrible responsabilidad. Al cabo de un largo rato que los visitantes llenaron con carraspeos, toses y algún suspiro de impaciencia mientras Valentina, pertrechada de papel y pluma, iba tomando nota del recuento y Leopoldo vigilaba el procedimiento por encima del hombro del escribano, Manrique concluyó su labor y susurró la cifra final. Valentina asintió con la cabeza: el importe coincidía con los cálculos que ella había ido haciendo.
Leopoldo se irguió y le sonrió con suficiencia.
—Con esto, doña Galatea, quedan saldadas las deudas que contraje con usted. —Su sonrisa parecía deseosa de rozarle las orejas—. Le ruego que me devuelva mis pagarés sin demora. Estos caballeros —señaló con la cabeza a sus acompañantes— y yo estamos muy atareados.
Valentina se levantó muy despacio; no deseaba dar a esos hombres la impresión de que se apresuraba a obedecer a Leopoldo. Asintió con la cabeza y miró a Meneses primero y después a Villaverde. En ese instante supo por qué la cara del notario le había resultado familiar. Pero mantuvo la calma. A esas alturas ya no le asustaba tener delante a un hombre que había frecuentado L’Olympe.
—Si son tan amables de aguardar aquí, caballeros —dijo, y luego se dirigió a Manrique, que no había osado moverse de su puesto junto al escritorio—. Traiga una silla más para que puedan sentarse estos señores.
Al escribano, que en sus años mozos sirvió en el ejército con el rango de sargento, sólo le faltó cuadrarse.
—Enseguida, señora.
Abandonó el despacho mucho más veloz de como había entrado. Intuía que en esa estancia acababa de librarse una batalla que había perdido su patrona y no quería convertirse en el blanco de su ira. Cuando la viuda de don Sebastián se enfadaba de verdad, podía volverse muy despiadada.
Valentina fue hacia la cámara contigua donde se hallaba la caja de caudales. Se tomó su tiempo para abrir la fortaleza de hierro que Sebastián encargó al cerrajero más renombrado de La Habana cuando compró la mansión. Sacó los dos pagarés firmados por Leopoldo Bazán, volvió a cerrar la caja y regresó al despacho. Ya había hecho esperar bastante a Leopoldo; ahora le convenía zanjar ese asunto con dignidad y no reflexionar demasiado sobre su derrota. Cuando Leopoldo se marchara con sus acólitos, ya tendría tiempo de rumiar lo cerca que había estado de darle su merecido.
Halló a los tres hombres sentados ante el escritorio. Leopoldo había cruzado las piernas con su insolencia habitual, seguía sonriendo y daba golpecitos con los dedos en el apoyabrazos de su silla. El notario se enjugaba con un pañuelo el sudor que le perlaba la frente y Meneses, el gorrión, ya no se molestaba en disimular su impaciencia. Había dejado muchos asuntos pendientes en el bufete para asistir a Leopoldo Bazán en su enfrentamiento con esa viuda del demonio y no veía el momento de salir de allí para reanudar sus otros quehaceres, con los que sin duda sacaría más dinero del que le hacía ganar Bazán últimamente.
Valentina rodeó el escritorio y ocupó su silla con fingida serenidad. Extendió el brazo y alargó los pagarés a Leopoldo por encima del dinero que cubría la mesa.
—Don Leopoldo, quedamos en paz.
Él atrapó los documentos e hizo como si los estudiara detenidamente. Después se los pasó a Meneses, que dio su aprobación asintiendo con la cabeza y entregó los papeles al orondo notario. Cuando los hombres de leyes hubieron comprobado que todo estaba en orden, Leopoldo se puso en pie. Los otros dos le imitaron. Bazán miró con aire de suficiencia a Valentina, que observaba a los caballeros muy erguida en su silla. La expresión hierática de su rostro ocultaba la desazón que iba adueñándose de ella a la carrera, pero él la conocía lo bastante bien para saber que le había infligido un duro golpe. Y aún pensaba regodearse un poco más en su victoria.
—Caballeros —dijo a sus acompañantes—, ¿serían tan amables de esperarme en el zaguán? Enseguida estaré con ustedes.
Los aludidos se resignaron a sacrificar algo más de su tiempo y se despidieron de Valentina con una reverencia y un apresurado «señora…».
Cuando Leopoldo se quedó a solas con Valentina, apoyó las manos sobre el dinero que aún cubría gran parte del escritorio, se inclinó hacia delante y susurró:
—¡Zorra! ¿De verdad creías que lograrías arrebatarme la hacienda de mi familia? —Expulsó una carcajada de desprecio—. Aún tienes que aprender mucho para robar a un Bazán.
Ella permaneció erguida. Clavó en los ojos de Leopoldo una mirada afilada como un puñal.
—¿A qué infeliz has engañado para que te preste todo este dinero?
—¡Yo no necesito estafar a nadie! —Leopoldo se rió de nuevo—. Eso es propio de las furcias que se casan con usureros moribundos, no de un caballero de buena familia.
—¡Sabes que tarde o temprano acabaré contigo!
—Permíteme que lo ponga en duda, pequeña ninfa.
Leopoldo se enderezó y, mientras se encaminaba hacia la puerta, exclamó en voz alta y simulando cortesía:
—Doña Galatea, siempre es un placer hacer negocios con usted, pero ahora debo apresurarme. Mi esposa requiere todos mis desvelos. La pobre se halla tan enferma ya, que no me sorprendería lo más mínimo si cualquier día de éstos me viera convertido en un desconsolado viudo.
Dedicó a Valentina una inclinación de cabeza seguida de una sonrisa envalentonada y abandonó el despacho a toda prisa.
Ella se puso en pie, se apresuró hacia la puerta y la cerró con llave. Después se dirigió a la cámara adyacente y abrió de nuevo la caja de caudales. Regresó a la mesa e invirtió un buen rato en guardar todos los fajos de billetes que habían permitido a Leopoldo escapar de su revancha. Se dijo a sí misma que no debía torturarse por lo ocurrido. Ya surgiría otra oportunidad para hundir a ese canalla en el fango. Pero ese pensamiento no consiguió mitigar su profunda desolación.
Dos semanas después, Leopoldo Bazán perdió a su enfermiza esposa, que llevaba mucho tiempo recluida en sus aposentos de El Cerro. Algunas lenguas viperinas murmuraron que la infortunada Carlota O’Farrill había muerto por haber abusado durante años del láudano destinado a calmar sus delicados nervios, que se desestabilizaron aún más tras el nacimiento de su hijo Guillermo. Pero ni las señoras más chismosas pudieron averiguar la causa exacta de su deceso y pronto la noticia cayó en el más hondo de los olvidos.
Al poco tiempo, Valentina supo por Miguelín Gómez que el dinero con el que Leopoldo había pagado su deuda procedía de la apresurada venta del ingenio Flor de Majagua a Andrew Wallace, el delegado en La Habana de la Caribbean Sugar, al que la oferta de Bazán se le había antojado como una bendición del cielo porque llevaba años deseando invertir su propio dinero en el negocio del azúcar cubano. Hubo en la ciudad quien aventuró que el retraso de la compañía norteamericana a la hora de pagar a Leopoldo Bazán había sido una treta de Wallace para hacerse con un ingenio a buen precio, aunque nadie pudo demostrar tan arriesgada teoría.
Pero ésa no fue la única noticia que el flaco mulato ofreció a Valentina cuando se reunió con ella en su despacho. También le llevó bien fresco el último rumor que circulaba por los mentideros de La Habana: Leopoldo Bazán había puesto a la venta la propiedad de El Cerro, había colocado a un nuevo administrador al frente de San Rafael con la encomienda de que recuperase el esplendor de los tiempos de Federico Bazán, y se había embarcado con su hijo Guillermo en un vapor francés con la intención de establecerse en París, la ciudad de la luz, de los espectáculos de variedades donde los caballeros ricos exhibían a sus hermosas cocottes, y de la vida disipada que disfrutó en sus tiempos de estudiante.
Esa noche Valentina estalló en un llanto histérico en cuanto Mayra la dejó sola en su alcoba, con el cabello recogido en una trenza y su desnudez cubierta por uno de esos bellos camisones que únicamente servían para recordarle lo sola que estaba. Sollozó hasta agotar todas sus lágrimas por el hijo que ahora quedaba definitivamente fuera de su alcance, pero sobre todo sollozó de rabia, porque con ese traslado Leopoldo escapaba de su afán de venganza.
Cuando empezó a clarear el alba, se secó los ojos con el pañuelo ya empapado, se encogió de hombros y se dijo que algún día al derrochador de Leopoldo se le acabaría el dinero y se vería obligado a regresar a La Habana. Y entonces ella le estaría esperando para asestarle el golpe definitivo.