Leopoldo temblaba de furia cuando irrumpió en el despacho de Valentina sin haber dado tiempo a Rosalía a que anunciara su visita. Había pasado la noche anterior deambulando por el jardín de su finca de El Cerro, prendiendo cigarros puros que arrojaba al suelo a medio consumir y cavilando sobre la complicada situación hacia la que se había ido deslizando sin darse cuenta. Pero lo que le corroía el alma, más aún que el miedo a verse despojado de su vida de privilegios, era hallarse a merced de una zorra a la que él mismo había alimentado y vestido con generosidad, una ingrata que se había vuelto en su contra; algo que, por otra parte, consideraba muy propio de esa clase de despojos humanos criados en las cloacas de la sociedad. Ojalá la hubiera estrangulado con sus propias manos cuando, años atrás, la tuvo ante él, agotada e indefensa, en aquel lecho de recién parida. ¿Acaso no le previno su padre siempre contra los seres de baja estofa que, ayudados por esa arbitraria diosa llamada Fortuna, prosperaban en la vida y se tornaban insaciables y vengativos? Y lo peor era que ya no podía darle su merecido a esa mujerzuela. Ni siquiera le quedaba el recurso de buscar, en las tabernas donde se emborrachaba la escoria portuaria, a algún desesperado que, a cambio de una miseria, arrancara la vida a esa usurera cuando saliera a la calle en su lujoso quitrín. Porque ni quitándola de en medio se libraría de los malditos pagarés que le firmó.
—Señora, yo…
Rosalía había seguido a Leopoldo dentro del despacho para pedir disculpas a su ama por no haber sido capaz de contener a ese caballero tan iracundo. Sin embargo, al ver cómo doña Galatea y el intruso se medían mutuamente con la mirada, todas las palabras se le secaron en la garganta.
—Está bien, Rosalía —la tranquilizó Valentina sin apartar la vista de Leopoldo—. Puedes retirarte… ¡Y cierra la puerta!
—Sí, señora.
Rosalía obedeció con celeridad, aunque le intranquilizaba dejar sola a su señora con ese hombre.
Leopoldo se aproximó al escritorio, arrojó con desprecio su sombrero encima de los documentos que había sobre el tablero y se dejó caer en la misma silla que su abogado había ocupado el día anterior. Cruzó una pierna encima de la otra y esbozó una breve sonrisa envenenada de odio. Sus dientes blancos se le antojaron a Valentina más que nunca los de un lobo. Enderezó la espalda cuanto pudo mientras escrutaba al hombre al que tanto había deseado años atrás. Leopoldo vestía con un descuido inusitado en él y estaba pálido, lo que resaltaba las oscuras sombras sobre las que su iris parecía aún más claro. Pero el visible cansancio físico no había anulado la altivez de quien está habituado a mandar y a ser obedecido al instante. Valentina se preguntó de repente si le había amado a él o si lo que le robó el corazón fue la belleza de su rostro, su porte de caballero y ese cuerpo hermoso, tan hermoso como el de los dioses que enamoraban a las mortales en el viejo libro de madame Selene. Abismó una mirada desafiante en sus ojos de mar. Un impulso del que no fue consciente la empujó a atusarse el escote. Había previsto que Leopoldo la visitaría a lo largo del día y esa mañana se había arreglado con especial esmero. Llevaba una de sus nuevas prendas de paseo, un vestido azul celeste muy escotado, bajo cuya falda se había puesto incluso la crinolina, el incómodo accesorio del que prefería prescindir si debía trabajar mucho rato en el despacho. Quería estar deslumbrante cuando Leopoldo acudiera, derrotado, a suplicarle una prórroga.
Pero él no tenía la menor intención de suplicar.
—Muy bien, querida Calipso… —La voz de Leopoldo delató el gran esfuerzo que hacía por contener la ira—. Sé que todo cuanto dijiste ayer a mi abogado obedece a una sola razón: tu incontenible deseo de verme. Pues… —abrió los brazos como si se ofrendara a sí mismo en sacrificio— aquí me tienes. He dejado a la pobre Carlota en su lecho de enferma para satisfacer el capricho de una ramera que no tiene sentimientos. Si ella abandona este mundo sin haber podido despedirse de su esposo, esa culpa caerá entera sobre tu conciencia.
Valentina sintió que la furia le mordía el corazón al oír que Leopoldo la llamaba Calipso. Tuvo que tomar aire para calmarse. Si perdía los nervios, empañaría el merecido placer que le causaría su venganza.
—A ti nunca te ha importado la desdichada a la que no has cesado de humillar y despreciar desde el mismo día en que la convertiste en tu esposa —replicó con una de las sonrisas angelicales que temían los caballeros cuando negociaban con ella porque suponían el avance de un zarpazo felino. A Leopoldo, sin embargo, no le impresionó en absoluto—. Y sabes muy bien la razón por la que estás aquí. No deseo verte más de lo que quisiera ver correr sobre mi escritorio a un repugnante escarabajo. En este instante lo único que me importa es el pagaré que me firmaste y que vence mañana. ¿Vienes a saldar tu deuda?
Leopoldo tuvo que reprimir las ganas de saltar de la silla y estrangular a esa zorra. Sólo le contenía la certeza de que acabar con ella le proporcionaría una gran satisfacción pero no resolvería sus problemas. Así que inspiró y se obligó a hablar con cortesía, aunque su cólera era demasiado grande para enmascararla.
—Creo que mi abogado te explicó ayer la situación a la que me ha arrastrado la inexplicable demora en el cobro del azúcar que embarqué hace semanas con destino a Nueva Orleans. Sin embargo, el director de la delegación que la Caribbean Sugar tiene en La Habana me ha asegurado que es cuestión de esperar tan sólo dos o tres días. Supongo que tú también conoces a Andrew Wallace. Todo el que hace negocios en la isla ha tratado alguna vez con él. Ese maldito americano es un hueso duro de roer, pero nunca me ha dado motivos para dudar de su palabra.
Valentina recordó al hombrecillo regordete y rubicundo al que conoció en compañía del duque de Pozohondo cuando Sebastián la llevó por primera vez al café La Dominica. Desde entonces se había topado con Wallace en multitud de bailes de la alta sociedad, y cuando el caballero se acercaba a saludarla con la solemnidad pomposa que los hombres de negocios dedican a las personas importantes, ella siempre se alegraba de no tener que tratar con ese hipócrita. Advirtió que Leopoldo esperaba algún comentario que le sirviera para pedir un aplazamiento del pago sin tener que suplicar. Pero de ningún modo pensaba concederle esa satisfacción; lo que deseaba era aplastarle como si fuera un gusano. Guardó un silencio obstinado, tan espeso de rencor que Leopoldo empezó a revolverse incómodo en su asiento. Su nuez se movió arriba y abajo cuando tragó saliva antes de mascullar entre dientes:
—Sólo tres días… No te pido más. —Le ofreció una sonrisa que pretendió ser cortés pero que a Valentina se le antojó llena de cinismo—. ¿Me concederá esa breve prórroga, doña Galatea?
—No te daré ni tres horas —replicó ella, vocalizando muy despacio y con claridad para que él oyera bien cada sílaba.
Leopoldo no había esperado una respuesta negativa. Y menos aún tan tajante. Se echó hacia atrás en la silla y la miró sin esforzarse ya lo más mínimo en ocultar la cólera que le corroía.
—¿Ni siquiera por los maravillosos placeres que una vez compartimos, pequeña Calipso? —susurró al fin con ponzoñosa dulzura, ondulando los dedos de la mano derecha en el aire como si fueran culebras—. ¿Ya no recuerdas cómo te retorcías de gozo cuando te acariciaban mis cinco ingeniosos amigos? ¿Ni tus jadeos de yegua en celo cuando me apretabas entre tus piernas? Dame tres días más y te prometo que mis caricias volverán a hacerte suspirar como antes…, Calipso.
Pese a la furia que la embargaba cuando oía pronunciar su nombre de ramera, sus palabras avivaron en ella un asomo de deseo entreverado de nostalgia. Desde que Tomás Mendoza la había abandonado, su cuerpo se había convertido en un compendio de carne comprimida por el corsé que Mayra le ceñía cada mañana. La boda con Sebastián la había convertido en la mujer respetable que ansiaba ser cuando se ganaba la vida como ramera, pero su condición de dama poderosa no había borrado de su mente el recuerdo de la pasión que había sentido con los dos hombres que, cada uno a su manera, supieron hacerla temblar de placer.
De pronto descubrió en la mirada de Leopoldo lo mucho que él disfrutaba hurgando en la dolorosa herida de su soledad. Le habría matado allí mismo, en el despacho que fue de Sebastián, clavándole la daga de plata que usaba como abrecartas y con la que ya le amenazó una vez. Su sonrisa insolente la enfureció aún más. Y cuando ya estaba a punto de perder los nervios, de pronto tuvo una revelación que le devolvió la calma: había un modo mucho más eficaz que el embargo para humillar a Leopoldo. Tomó aire de nuevo para poder hablar con serenidad.
—Las caricias de un malnacido no llenan mi caja de caudales.
Leopoldo reaccionó con una burlona risotada.
—Sabes que si no me pagas a tiempo —continuó Valentina; su sonrisa felina no hizo mella en su contrincante—, podré embargarte hasta el traje que llevas puesto y en el que a buen seguro has invertido una fortuna. Sin embargo, hace años te apropiaste de una criatura inocente que es sangre de mi sangre, y por su bien me inclino a ser benévola contigo. Escucha con mucha atención lo que voy a proponerte, Leopoldo Bazán. —Intercaló una pausa con el propósito de impacientar a Leopoldo, que ahora sí empezó a inquietarse—. Te perdono esta deuda a cambio de que me entregues San Rafael. Quiero el ingenio con su dotación de esclavos completa y todo cuanto contiene, hasta el jarrón más insignificante e incluso las horquillas que tu esposa guarde en su tocador.
El rostro de Leopoldo se había teñido de color púrpura al oír lo que le exigía.
—¿Has perdido la razón? ¡Jamás permitiré que una zorra se apropie de la hacienda que perteneció a mi familia durante varias generaciones!
Valentina esbozó la sonrisa angelical que tanto temían sus adversarios y por fin despertó en él una brizna de pánico en medio de la ira.
—No tienes elección, Leopoldo. No has sabido administrar tu fortuna y estás acabado. Si aceptas mi oferta, te salvarás… Al menos por esta vez.
Él se mordió el labio inferior y respiró muy hondo para no dejarse llevar por el miedo y la furia que empezaban a azotarle a partes iguales. Le convenía pensar muy bien la réplica. No debía claudicar así como así. Si permitía que una mujerzuela se apropiase de San Rafael, ¿cómo iba a presentarse con la cabeza alta ante la élite de La Habana, a la que pertenecía por nacimiento? Tras un angustioso lapso de reflexión, se le ocurrió una salida honrosa.
—Te ofrezco el Flor de Majagua a cambio de mis dos pagarés. Es un buen ingenio…
—¡Que tú has conseguido llevar a la ruina! —le interrumpió Valentina. Sacudió la cabeza con energía y exclamó—: ¡No me interesa el Flor de Majagua, Leopoldo! ¡Quiero San Rafael! Y sólo en pago de la deuda que vence mañana. Cuando cobres lo que te debe la Caribbean Sugar, estarás en condiciones de saldar el otro pagaré que firmaste.
Leopoldo la contempló en rencoroso silencio durante un buen rato. En sus ojos hervía una mezcla de odio, incredulidad y, a su pesar, también respeto. De repente, la bolsa de ira acumulada en su interior estalló y le hizo saltar de la silla. Reprimiendo el deseo de golpearla hasta matar en ella el último vestigio de vida, apoyó las manos sobre el escritorio y se inclinó por encima del tablero. Su rostro, crispado por la cólera, quedó muy cerca del de Valentina. Ella no se amedrentó ni un ápice y le retó con la mirada. Sabía que aunque Leopoldo la agrediera, no le serviría de nada. Estaba atrapado en la trampa de su deuda, que se ceñía alrededor de su cuello como un cepo para cazar conejos. Él resopló y su aliento rozó el cutis de Valentina. Un aliento cálido y dulce como lo recordaba de cuando retozaban en el lecho. Y amenazante como el resuello de un animal acorralado.
—¡No pondrás tus indecentes manos sobre la hacienda de mi familia!
—¡No estés tan seguro! —le provocó ella.
Entonces detectó en el iris azul de Leopoldo un súbito destello de alivio que la inquietó profundamente. El pálpito se intensificó cuando él se irguió, apartó las manos del escritorio y murmuró:
—Me queda tiempo hasta mañana. —Se arregló los faldones de la levita y añadió—: ¡Veremos quién ríe el último, ardiente Calipso!
Valentina se encogió de hombros con desdén.
—Eres libre de apurar el plazo hasta el final. Si, pese a todo, cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme. De lo contrario, mañana te espero en este despacho con mi dinero. Te recomiendo que seas puntual.
Leopoldo no se dignó responder. Recogió su sombrero de la mesa y se apresuró hacia la puerta, que abrió de un tirón brusco. Abandonó el despacho sin mirar a Valentina ni dedicarle una sola palabra de despedida. Ella había observado sus movimientos con creciente inquietud. La repentina determinación que había visto en su mirada se le antojaba un mal presagio. ¿Acaso había vislumbrado ese canalla cómo escapar del cepo en el que él mismo se había enredado?