La Habana, mayo de 1864
La visita al ingenio Santa Rosa y su asistencia a la reunión convocada por Miguel Aldama habían consolidado la posición de Valentina, y hasta los aristócratas más reacios a aceptar a una mujer entre sus filas hubieron de admitir que la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza era demasiado lista e importante para relegarla. También sobre la mente de Valentina había ejercido un efecto beneficioso el viaje a Santa Rosa, aplacando los últimos vestigios de su miedo a que la reconociera alguno de sus antiguos clientes del burdel y fuera expulsada del paraíso que Sebastián creó para ella. Se comportaba con más aplomo cuando recibía en su despacho a caballeros que acudían a negociar condiciones favorables para sus nuevos préstamos y al rato abandonaban el entresuelo de la mansión con la sensación de haber sido vencidos por una mente mucho más astuta que la suya. Pronto empezó a rumorearse en La Habana que hacer tratos con la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza era peor que enfrentarse al mismísimo diablo, pues esa mujer siempre se las ingeniaba para salir ganando.
Conforme Valentina se iba afianzando en su posición, empezó a dedicar más y más tiempo a cavilar cómo podría vengarse de Leopoldo. Para conocer en qué situación se hallaba su antiguo amante, hizo acudir a su despacho a Miguelín Gómez, un mulato libre que se ganaba la vida buscando a quienquiera que le pidieran, recopilando toda clase de información o propinando una buena paliza a quien fuera menester, siempre que se lo pagaran bien. Durante sus últimas semanas de vida, Sebastián había recalcado a Valentina muchas veces que si deseaba conocer al dedillo cada movimiento de algún competidor, no había en toda La Habana nadie más hábil para indagar que ese pardo flaco de treinta y seis años, habituado a sobrevivir desde la más tierna infancia en cualquier entorno, por adverso que fuera.
Lo que le dijo Miguelín al cabo de una semana, cuando le recibió en su despacho, no pudo satisfacer más a Valentina. Los beneficios del ingenio Flor de Majagua habían menguado sustanciosamente desde que Leopoldo lo heredó tras la muerte de su suegro. Tampoco San Rafael producía ya las grandes ganancias que en tiempos de Federico Bazán lo convirtieron en una de las haciendas más florecientes de las Antillas, y la zafra de ese año había sido la más pobre en muchas décadas. Miguelín había logrado averiguar asimismo que Leopoldo Bazán estaba muy inquieto porque la compañía de Norteamérica a la que vendía su azúcar, que ya había sido embarcado en el puerto de La Habana con destino a Nueva Orleans, se estaba retrasando en el pago. Y para complicarle aún más las cosas, pese a su desesperado afán por mantener oculto el declive de su fortuna, en la ciudad había empezado a rumorearse que la vida derrochadora del Bazán joven, más preocupado por disfrutar de sus amantes, que cambiaba a un ritmo vertiginoso, que por el estado de sus finanzas o el de su esposa enferma, había abierto un gran boquete en un patrimonio que pocos años atrás parecía tan sólido como una roca.
Cuando Miguelín Gómez se hubo marchado, Valentina cerró con llave la puerta del despacho, abrió la caja de caudales y sacó los pagarés de Leopoldo. Fue con ellos hasta su escritorio, se sentó en la silla que durante tantos años ocupó Sebastián y contempló los documentos mientras una sonrisa se expandía en sus labios. Ese año, Leopoldo había contraído con ella dos deudas considerables, de las que una, la más cuantiosa, iba a vencer en tan sólo dos días. Se puso en pie, regresó a la caja de caudales y volvió a guardar los pagarés bajo llave. Ocupó de nuevo su silla tras la mesa y se abismó en una profunda cavilación. En muchos ingenios de la isla ya estaba concluyendo la época de zafra, y por esas fechas los plantadores empezaban a visitarla para cancelar sus deudas después de haber cobrado su producción de azúcar. Dentro de cuarenta y ocho horas le correspondería a Leopoldo acudir a ella para devolverle una escalofriante suma de dinero. ¿Qué ocurriría si la compañía norteamericana no le pagaba a tiempo? ¿Poseería reservas para hacer frente a sus obligaciones, o habría dilapidado ya hasta el último peso que había heredado? El corazón de Valentina arrancó a latir con frenesí cuando vislumbró las posibilidades que las circunstancias de Leopoldo suponían para su venganza. Si ese bastardo se retrasaba en el pago, aunque sólo fuera por unas horas, caería sobre él sin piedad, le estrangularía económicamente hasta dejarle en la ruina, y cuando lo hubiera logrado, se las arreglaría para alejar al pequeño Guillermo de la influencia de un hombre tan dañino. Aunque jamás pudiera revelar a nadie que ella era la verdadera madre de ese niño.
No tuvo que esperar a que finalizara el plazo para saber de Leopoldo. A última hora de esa misma mañana, Rosalía llamó con cautela a la puerta de su despacho. Cuando Valentina le dio permiso para entrar, el ama de llaves le entregó, sin mediar palabra porque había advertido que su señora se hallaba algo nerviosa, una tarjeta impresa con letras muy negras y de trazo recargado en la que podía leerse: «Remigio Meneses, abogado». Valentina se encogió de hombros y murmuró:
—No conozco a este caballero. ¿No te ha dicho para qué quiere verme?
—No, señora. Sólo ha insistido en que necesita hablar con usted sin falta. —Rosalía bajó la voz hasta reducirla a un susurro y añadió—: Si me permite un comentario, señora…
Valentina sonrió y asintió con la cabeza. Había advertido que de un tiempo a esa parte el respeto con el que se dirigía a ella el ama de llaves se había teñido de cierto afecto maternal.
—No me gusta nada ese hombre —explicó Rosalía—. Me ha parecido muy fatuo.
Valentina dejó escapar una risilla y volvió a encogerse de hombros, esta vez de resignación.
—Hazle pasar… Sólo espero que sea breve. Tengo muchas cosas que hacer.
El hombre que irrumpió al poco tiempo en su despacho era menudo y delgado como un pajarillo. Caminaba a saltitos y con los flacos brazos algo separados del tronco, lo que le daba el aspecto de un gorrión a punto de echarse a volar. Sin embargo, la nariz afilada y la expresión taimada de sus ojillos negros hicieron pensar a Valentina en los cuervos que veía en su pueblo natal alimentándose de animales muertos hasta que los hombres los ahuyentaban a pedradas. Se puso en pie con desgana y caminó hacia la puerta para recibir al extraño caballero. Le ofrendó la sonrisa distante que dedicaba a los desconocidos y le acercó la mano derecha, que el visitante se llevó con premura a sus labios en medio de una afectada reverencia. Valentina retiró la mano en cuanto hubo cumplido con la buena educación. Tenía razón el ama de llaves: ese hombre era un presuntuoso.
—Tome asiento, caballero —le dijo con su voz más autoritaria al tiempo que señalaba una de las sillas de madera tallada en las que acomodaba a las visitas.
El gorrioncillo, que la había escrutado con expresión de creciente embeleso, se apresuró a ocupar el lugar indicado por la dama. Muchos hombres le habían ponderado la belleza de la viuda del comerciante Ruiz Mendoza. Otros, sin embargo, se la habían descrito como una usurera ladina y cruel. Él veía ante sí a una joven muy hermosa cuya mirada sagaz le hizo ser consciente enseguida del terreno resbaladizo que pisaba. Una mujer tan bella y lo bastante lista para sacar partido del poder que le confería la fortuna de su difunto esposo le parecía mil veces más peligrosa que cualquier hombre. Remigio Meneses decidió no bajar la guardia por si acaso.
Valentina se sentó con parsimonia tras su escritorio. Cogió la tarjeta que le había llevado Rosalía y la contempló durante un buen rato. De repente, alzó la mirada y la clavó en los ojillos negros de su visitante. Ese método siempre le daba buenos resultados a la hora de intimidar a los desconocidos.
—Bien, don… —Valentina fingió de nuevo consultar la tarjeta— Remigio, ¿a qué debo su visita?
Meneses tragó saliva. Jamás le había apabullado tanto una mujer.
—Como puede ver por mi tarjeta, doña Galatea, soy abogado. También lo fueron mi padre y mi abuelo. El bufete Meneses representa desde hace varias generaciones a los plantadores más influyentes de la isla… —El gorrioncillo carraspeó. El modo en que le miraba la viuda le hacía sentirse muy incómodo—. Hace más de setenta años, Carlos Bazán, entonces propietario del ingenio San Rafael, acudió a mi abuelo para que le gestionara sus asuntos legales y…
—Comprendo —le interrumpió Valentina con impaciencia—. Señor Meneses, mi tiempo es escaso, de modo que me permito resumir su circunloquio en pocas palabras: viene usted en nombre de Leopoldo Bazán.
—Así es, señora. —Meneses tragó saliva. ¿Cómo podía intimidarle así una simple mujer?
—Don Leopoldo y yo siempre hemos tratado nuestros asuntos de negocios cara a cara —observó ella con ferocidad. Se preguntó por qué le habría enviado Leopoldo a un abogado. ¿Acaso tramaba algo ese miserable?—. ¿Guarda relación su visita con el pagaré que vencerá pasado mañana?
—Cierto, doña Galatea. —El abogado forzó una sonrisilla—. Mi cliente habría venido en persona, como hace siempre, pero por desgracia su esposa, doña Carlota, se halla muy enferma. Hace meses que la pobre ya no tiene fuerzas ni para levantarse de la cama. Los médicos temen incluso por su vida, y don Leopoldo no osa alejarse de su lado por mucho tiempo. Hace ya años que trasladó a doña Carlota a la finca familiar de El Cerro, donde el ambiente fresco es más indicado para su salud, y el viaje a La Habana desde allí, más el de regreso, alejarían a don Leopoldo por demasiado tiempo de su esposa y…
Meneses calló abruptamente y se pasó la lengua por los labios resecos. En el rostro de Valentina se había instalado una mueca sarcástica. ¿Pretendía ese farsante que creyera semejante embuste cuando toda la ciudad estaba al tanto de que Leopoldo no sólo no se había preocupado jamás por Carlota, sino que la había tratado siempre con el más cruel de los desprecios? Ella sabía mejor que nadie de qué era capaz el cínico de Leopoldo… Miró fijamente a su visitante, que se fue haciendo más y más pequeño en la silla, carraspeó y añadió:
—Estimada doña Galatea, mi cliente le ruega que le conceda unos días de prórroga para reunir el dinero que debe… devolverle. La compañía Caribbean Sugar… —el gorrioncillo había pronunciado el nombre inglés con gran afectación— le adeuda mucho dinero por el azúcar que ya embarcó hace dos semanas con rumbo a Nueva Orleans. Por desgracia, el pago se está retrasando…, ya sabe, los trámites burocráticos a veces se demoran por razones que nadie alcanza a comprender…, pero don Leopoldo está seguro de que podrá saldar su deuda antes de que transcurra una semana.
Valentina no podía creer lo que acababa de oír. Desde que Miguelín Gómez la había puesto al corriente, tan sólo unas horas antes, de la deplorable situación de Leopoldo, su mente se había poblado de alocadas fantasías en las que su antiguo amante le pedía que le concediera una prórroga para reunir el dinero que le debía, y ella se la denegaba una y otra vez. Ahora ese picapleitos engolado con aspecto de pajarillo acababa de convertir en realidad sus ensoñaciones. Leopoldo Bazán se hallaba a su merced. Lo único que debía hacer ella era negarse a darle más días y sentarse a esperar. Era poco probable que Leopoldo consiguiera cobrar antes de la fecha de vencimiento. Y si su situación era tan mala como le había contado Miguelín, tampoco era de esperar que otros comerciantes de la ciudad le prestaran el importe que necesitaba. Sobre todo, si ella se encargaba de visitar esa tarde a los hombres de negocios más propensos al chismorreo y les comunicaba lo que sabía con la discreción y el tacto propios de una gran dama. Hasta ese instante la idea de arruinar a Leopoldo había sido sólo una ensoñación dictada por el rencor. Al fin, la venganza estaba al alcance de su mano.
—Señor Meneses, creo que su cliente no es consciente de lo que me pide. Soy una viuda indefensa…
El abogado parpadeó con escepticismo al oír la palabra «indefensa», pero se cuidó mucho de hacer cualquier comentario.
—Una viuda que trabaja de sol a sol para sacar adelante el negocio que fundó su querido esposo y que se ve obligada a educar sola a una niña huérfana. Una viuda que debe hacerse respetar en un mundo que, los dos lo sabemos, es sumamente cruel con las mujeres que no gozan de la protección de un marido. Todos mis deudores son conscientes de que deben saldar sus pagarés con puntualidad o atenerse a las consecuencias. Si accediera a los deseos de su cliente, los otros deudores me perderían el respeto. Dejarían de pagar en las fechas señaladas y estallaría el caos. No puedo permitirme que eso ocurra, señor Meneses. Le ruego advierta a su cliente de que el tiempo corre muy deprisa y que el suyo se acabará pasado mañana.
Meneses miró a la viuda sin molestarse siquiera en disimular su incredulidad. ¿Cómo era posible que esa joven estuviera jugando con él al ratón y al gato? Ningún hombre le había despachado así jamás. Leopoldo Bazán se enfadaría mucho con él cuando le repitiera las palabras de esa mujer. Y el abogado temía los estallidos de furia de su cliente.
—Lo que me acaba de decir es muy grave, doña Galatea —masculló entre dientes.
—Sin duda lo es, señor Meneses, pero tengo las manos atadas. Una mujer en mi posición no puede hacer concesiones. ¡Debe hacerse respetar!
Valentina se puso en pie con energía, rodeó el escritorio y se detuvo delante de Meneses, que todavía era incapaz de reaccionar.
—Y ahora debe perdonarme, caballero, pero estoy terriblemente ocupada. —Regaló al abogado una sonrisa de suficiencia—. Permítame acompañarle hasta la escalera.
El gorrioncillo se levantó muy despacio y se arrastró detrás de la dama hacia el pasillo. Cuando pisó el zaguán, tras haberse despedido de esa viuda tan bella como temible y haber bajado la impresionante escalinata de mármol sintiéndose igual que si le acabara de aplastar una roca, se alegró de que su cliente estuviera esos días en El Cerro; durante el viaje hasta allí podría prepararse el discurso para transmitirle la respuesta de la mujer que controlaba con fiereza el imperio comercial fundado por el difunto Sebastián Ruiz Mendoza.