La cena fue un nuevo éxito de la anfitriona. Hilaria había concedido más peso a los platos criollos sobre las sutiles recetas francesas y todos alabaron la buena idea de homenajear la cocina de la isla en un banquete de esas características. Los caballeros se habían vestido de frac y las señoras iban ataviadas con vestidos de noche en colores luminosos que las hacían refulgir como si fueran estrellas. Las sedas y los rasos siseaban a cada movimiento, y los tules que adornaban sus faldas respondían crepitando como el fuego de una hoguera. Los cientos de velas que los esclavos habían distribuido por el comedor favorecían incluso a las féminas más marchitas y arrancaban destellos a las magníficas joyas que adornaban sus escotes. Los comensales ocupaban los mismos sitios que durante el almuerzo, y Alvin Devereaux apenas logró probar bocado, pues sus ojos se extraviaban en el busto de la bella viuda junto a la que le había sentado la anfitriona, provocándole tal acaloramiento que pasó la cena bebiendo agua para apagar el fuego de sus orejas.
En Valentina no se apreciaba ninguna huella del desmayo de la tarde. Mayra le había hecho un magnífico tocado compuesto por multitud de trenzas que se unían en un rodete sobre la nuca y en el que había prendido horquillas con cabezal de diamantes. El vestido era de seda de color marfil y hacía resplandecer su suave cutis, maquillado por la esclava con tal discreción que nadie advirtió los afeites. La falda caía en suaves drapeados adornados con pequeñas flores de seda carmesí. Y el escote, que tan embelesado tenía al galante viudo de Luisiana, lucía una gargantilla de oro blanco con rubíes y diamantes que dio mucho que hablar a las damas cuando doña Galatea entró en el salón, donde los esclavos servían champán francés a los comensales antes de hacerles pasar al comedor. Su aparición tampoco había pasado desapercibida a Leopoldo, que estaba de pésimo humor porque se había visto obligado a enjabonarse el cabello en la jofaina del lavatorio para quitarle el apelmazamiento dejado por la limonada. No cesaba de rumiar que algún día devolvería a esa furcia al burdel del que la sacó el infeliz de Sebastián Ruiz Mendoza. Sin embargo, pese a su gran encono, no pudo apartar la mirada del hermoso escote, recordó con cierta melancolía el tiempo en que esa mujer vivió sólo para darle placer en la casita donde la alojó y le dio de comer, y volvió a sentir la incomprensible añoranza de esa maldita ramera.
Después de la cena, los invitados se trasladaron al gran salón de baile, donde se iba a celebrar la velada musical. Habrían preferido dar rienda suelta a la pasión por la danza que imperaba en la isla, pero todos sabían que Aldama había pospuesto el gran baile para la noche siguiente porque deseaba congregar a los caballeros para tratar sobre las reivindicaciones de los hacendados de la isla, de las que el gobierno español no quería hacerse eco, y si los hombres estaban bailando con sus esposas hasta la madrugada, difícilmente podrían cambiar impresiones sobre la situación de los ricos plantadores criollos. La reunión se iba a celebrar en la biblioteca, de la que quienes frecuentaban el ingenio decían que poseía un sinfín de volúmenes especializados en materia agrícola, pero también novelas de autores americanos de renombre.
Ignacio Cervantes, el joven músico de diecisiete años, aguardaba ya sentado en el taburete ante el deslumbrante piano de cola. Para que todos pudieran disfrutar cómodamente del recital, habían colocado varias hileras de sillones tapizados en damasco de seda azul. Cuando los dedos del pianista comenzaron a deslizarse sobre el teclado como pájaros en pleno vuelo, la concurrencia enmudeció y sólo se oyó la música y el batir de los abanicos de las damas. Ignacio Cervantes deleitó al público con piezas de Louis Moreau Gottschalk, entre las que figuraron «Ojos criollos», «Ynès» y la danza «Souvenir de Cuba», cuyas notas se mezclaron con el aroma a azúcar que se colaba por los ventanales y arrebataron suspiros a algunas mujeres. Tampoco olvidó homenajear a Manuel Saumell, al que en la isla llamaban «el padre de la contradanza cubana», tocando «La niña bonita» y «Ayes del alma», melodías que hicieron recordar a Valentina el salón rojo de L’Olympe y al flaco pianista con estampa de pollo desplumado que entretenía a los caballeros mientras aguardaban la entrada de las pupilas. Sólo habían transcurrido algo más de dos años desde que Sebastián la sacó del burdel, pero entre aquella vida y la que llevaba en ese momento se abría un profundo abismo.
Cervantes concluyó su recital con una danza cubana de composición propia que arrancó entusiasmados aplausos al público y vítores de algunos caballeros a favor de la patria cubana y contra el yugo español que la aplastaba. Después, los invitados se levantaron de sus sillones y abandonaron el salón desgranando alabanzas sobre ese encantador joven, casi un niño todavía, que les había ofrendado tal muestra de madurez musical. Los hombres prendieron habanos y algunos salieron al porche para paladearlos a la luz de las antorchas que el anfitrión había mandado disponer alrededor de la casa. Las mujeres se arremolinaron en torno a Hilaria, que las invitó a seguirla al saloncito de recibir, donde ya les aguardaban deliciosos pastelitos horneados por la cocinera del ingenio; los degustarían con chocolate y licores dulces traídos de Francia mientras charlaban de sus cosas.
Después de la cena Valentina se había escabullido de la compañía de Devereaux, cuyas atenciones comenzaban a abrumarla. Había logrado sentarse lejos de él durante el recital del joven Cervantes, pero al abandonar el salón en animada charla con Hilaria y las damas que siempre revoloteaban detrás de la anfitriona como una plaga de mosquitos, vio que su admirador se abría paso entre la concurrencia para llegar hasta ella. Decidió escapar otra vez. No se sentía con ánimos de soportar más galanterías de ese hombre. Era un caballero bien parecido, aún no era viejo y le resultaba gracioso cuando hablaba en su media lengua de americano, pero si miraba sus ojos azul celeste, surgía de algún rincón de su mente la imagen de Tomás y el solícito viudo de Luisiana se convertía en un triste espantajo. De un tiempo a esa parte se sentía muy sola. Añoraba ser amada por un hombre tierno, respetuoso pero al mismo tiempo apasionado. Un hombre que le besara cada pliegue de su piel con labios dulces como el azúcar extraído de la caña. Pero no un hombre cualquiera. No deseaba un nuevo esposo que la sometiera y le impidiera dedicarse a los negocios que le legó Sebastián. Tampoco codiciaba tener un amante, aunque se sabía capaz de seducir a cualquier caballero que se le antojara. ¡Ella quería a Tomás! ¡Le quería más que nunca! Y él estaba atado a una astuta mujer que había aniquilado su alegría y su espíritu de soñador.
Agitando su abanico de encaje con remate de plumas, Valentina se escurrió disimuladamente hasta el porche. Fuera no quedaba nadie. Los fumadores ya habían entrado en la casa para seguir a Aldama hasta la biblioteca. Se apoyó en la barandilla e inspiró hondo el aire limpio de la noche, impregnado de aromas en los que creyó distinguir jazmines y adelfas, mezclados con la fragancia de los naranjos que rodeaban la casa y el dulzor del azúcar que llegaba desde el batey. La parpadeante luz de las antorchas envolvía el porche para combatir la amenazante oscuridad. Llegó a sus oídos el monótono ruido del molino, en el que no había reparado hasta entonces. De repente se acordó de cuando Leopoldo le hablaba de su infancia en el ingenio San Rafael y aquellos recuerdos rompían su altivez y daban paso a un asomo de ternura que él espantaba al instante. Porque Leopoldo era un lobo. Y los lobos nunca se permitían mostrar sus sentimientos.
Una voz a su espalda la sacó de cavilaciones.
—Doña Galatea, por fin la encuentro.
Valentina dio un respingo y se volvió. Miguel Aldama se hallaba a su lado y contemplaba el jardín iluminado por las antorchas.
—Las noches en un ingenio son hermosas, ¿verdad?
—Lo son, don Miguel. —Valentina le sonrió—. Este lugar es un paraíso.
—Un paraíso que necesita ser administrado con sabiduría. De lo contrario, se hundiría lentamente en la ruina. Pero no vengo a darle lecciones, doña Galatea. Usted ha demostrado que sabe manejar un negocio. Por eso, me gustaría invitarla a tomar parte en nuestra pequeña reunión de esta noche.
¡Miguel Aldama la instaba a sentarse en su biblioteca junto a los hombres más ricos de Cuba! Valentina tragó saliva. Al fin, murmuró:
—¿No teme que los caballeros no aprueben la asistencia de una mujer?
Una sonrisa alentadora se abrió paso en el rostro de Aldama.
—Usted posee una de las mayores fortunas de la isla y un intelecto despejado. No estaría siendo justo si confinara a una mente como la suya a tomar chocolate con las demás damas. Y en cuanto a la opinión de los otros caballeros… Yo soy el anfitrión, yo decido quién toma parte en nuestra tertulia. Y le confieso que estoy deseando conocer su opinión sobre las reformas políticas que deberían introducirse en nuestra patria.
«¿Qué opinión?», se preguntó Valentina, muy asustada. Ella aprovechaba el efecto que ejercía sobre los hombres para cerrar buenos negocios, pero no sabía nada acerca de política. Aldama se aproximó y le ofreció el brazo.
—Doña Galatea, si me hace el honor de acompañarme a la biblioteca…
Valentina se colgó del brazo del importante y acaudalado Miguel Aldama. Mientras entraban en la casa, se preguntó si Leopoldo se hallaría en la biblioteca y cómo reaccionarían los caballeros ante la intrusión de una dama. Puso la espalda bien recta, como solía hacer para infundirse ánimo cuando una situación le provocaba angustia. Tomó aire procurando que su valedor no percibiera lo asustada que estaba. De pronto le asaltó una idea con la claridad de un relámpago: iba a sentarse junto a los aristócratas más influyentes de Cuba para dirimir sobre el futuro de la isla. Una mujer nacida en la pobreza, que había sido doncella de una marquesa y después la ramera más codiciada de L’Olympe. Y ya no tuvo miedo de lo que pudiera pensar el canalla de Leopoldo al verla entrar en la biblioteca. Ni de que Sofía contara a su patrón de dónde procedía en realidad la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza. Se había convertido en una dama demasiado poderosa para que nadie osara medirse con ella. Mientras lograra conservar el poder y la riqueza que Sebastián había puesto en sus manos, nadie en su sano juicio pensaría siquiera en provocar su ira. Y eso lo había comprendido incluso Leopoldo, pese a sus constantes provocaciones que, por fin se daba cuenta, sólo eran los zarpazos de una alimaña desconcertada. Una alimaña que seguía pidiendo a la casa Ruiz Mendoza grandes préstamos, como ya hacía cuando aún vivía Sebastián. Sólo que ahora era Valentina quien guardaba en la caja de caudales los pagarés firmados por Leopoldo Bazán. Y aún seguía pendiente la venganza con la que llevaba fantaseando desde que él le robó a su pequeño.
Había llegado el momento de pensar seriamente en la revancha.