8

Valentina abandonó su habitación ya bien entrada la tarde. Se había aseado en el lavatorio de nogal tallado y se había vuelto a vestir con la ayuda de Mayra, que le había arreglado también el peinado. Cuando salió a la fresca del porche, Miguel Aldama había reunido allí a un grupo de caballeros para visitar el batey. El ingenio Santa Rosa era famoso por sus innovadoras instalaciones, y los invitados habían aceptado gustosamente la oferta del anfitrión. Leopoldo, que se había sumado a la visita, deambulaba indolente por la veranda, con las manos abismadas en los bolsillos del pantalón. Valentina nunca había visto cómo se manufacturaba el azúcar, que ella seguía comprando a pequeños plantadores para venderlo a buen precio, como hacía Sebastián. Pese a la odiosa presencia de Leopoldo, decidió que le vendría bien conocer los entresijos de una hacienda. Dibujó la sonrisa que empleaba para seducir a los caballeros y pidió a Aldama que le permitiera sumarse al grupo. Al ver que pretendía acompañarles una mujer, algunos hombres torcieron el gesto, pero disimularon su contrariedad en cuanto el dueño ofreció el brazo a esa insolente dama y se encaminó con ella hacia los edificios de labor.

La comitiva dejó atrás la frescura umbría del porche, atravesó a pie la explanada delante de la vivienda, cruzó el jardín plagado de diosas helenas y amorcillos de mármol y caminó por el bosquecito de naranjos hasta alcanzar el conjunto de edificios donde el fruto de los cañaverales era convertido en oro dulce bajo la vigilancia de la majestuosa chimenea, de la que seguía brotando un humo espeso. Miguel Aldama mostró a sus invitados primero la modernísima máquina de vapor que trituraba las cañas de azúcar para extraerles el jugo. Después les guió a través del edificio donde ese jugo era hervido dentro de calderas dispuestas en hilera para reducirlo, y después era traspasado de una caldera a otra hasta que adquiría la consistencia deseada. Les mostró la casa en cuyo recinto el azúcar era puesto a secar antes de ser embalado en cajas, que eran cargadas sobre carretas de bueyes con rumbo al puerto de Matanzas.

Los invitados contemplaron los avances del ingenio Santa Rosa con envidiosa admiración. Cuando Miguel Aldama, de quien se rumoreaba en la isla que aplicaba ciertos principios humanitarios a la hora de dirigir los cinco ingenios de su propiedad, les enseñó el hospital donde un médico, auxiliado por negras adiestradas para ser enfermeras, curaba a los esclavos que se habían herido cortando caña o trabajando en el molino, algunos caballeros rumiaron para sus adentros que no merecía la pena tener tantas contemplaciones para recomponer a un negro y enviarlo de vuelta al trabajo. Valentina tuvo que apartar la mirada del médico, un hombre aún joven y de ademanes resueltos, porque sus facciones le hicieron pensar en Tomás y en lo que él le contó antaño sobre su estancia en el ingenio Flor de Majagua. ¿Se cometerían bajo la apacible fachada del Santa Rosa las mismas atrocidades con los negros? ¿O sería cierto que Miguel Aldama era más benigno con sus siervos que otros plantadores?

La visita al batey concluyó ante el barracón de los esclavos. La mayoría de los invitados entraron empujados por la curiosidad de comprobar si era verdad que los negros de Aldama vivían mejor que los de otros ingenios. Pese a su interés, Valentina decidió aguardar fuera, al cobijo de su sombrilla de seda blanca. Las miradas de soslayo de algunos caballeros le habían dado a entender que no resultaba apropiado para una dama deambular por el barracón donde habitaban los negros. El viudo de Nueva Orleans, que había acechado con paciencia inquebrantable la oportunidad de acercarse a la joven que tanto le había impresionado durante el almuerzo, se ofreció a hacerle compañía.

Cuando el grupo regresó a la casa hacía mucho calor. Valentina iba del brazo de Alvin Devereaux, esforzándose por entender lo que él le decía en su español entrecortado. Se sentía desfallecer y empezaba a arrepentirse de haber participado en la visita al batey. El corsé le comprimía tanto el busto que no veía el momento de subir a su alcoba para que Mayra se lo aflojara, aunque sólo fuera por un rato. La falda le pesaba sobre la crinolina como si en lugar de organdí hubiera sido confeccionada con mármol. Envidiaba de todo corazón a los caballeros, cuyos trajes de lino les permitían moverse con ligereza incluso bajo ese inclemente sol. En ese instante habría dado parte de su fortuna por poder deshacerse de su precioso vestido y ponerse unos pantalones.

De pronto vio a Inés delante de la casa. Bajo la generosa sombra de un árbol y vigilada por Arlette, la pequeña jugaba a la pelota con un chiquillo al que también observaba su niñera desde una distancia prudencial. Valentina se deshizo de su admirador regalándole una sonrisa que extasió al galante viudo y corrió a abrazar a Inesita. La pequeña se colgó del cuello de la mujer a la que consideraba su madre y por la que había preguntado a Arlette nada más despertar de la siesta. Cuando Valentina se despegó de su hijastra y se incorporó, reparó en el niño que acompañaba a Inés. El chiquillo la miraba con curiosidad desde unos grandes ojos azules. Su piel clara contrastaba con la oscura mata de pelo que enmarcaba unas facciones dolorosamente familiares.

—¿Qué tal la visita al batey, doña Galatea? —preguntó a su espalda una voz de sobra conocida. Y también odiada.

Valentina se giró. Su mirada se sumergió en el iris azul que años atrás le hizo perder la razón. Quiso responder con desdeñosa elegancia, pero Leopoldo no le dio tiempo. Se aproximó al niño, se agachó y le dio un fugaz beso en la coronilla. Cuando se enderezó, dedicó a Valentina una sonrisa almibarada.

—¿No reconoce a mi hijo Guillermo, querida? Me consta que ya le ha visto alguna vez.

La réplica que Valentina había preparado se le secó en la boca. Sintió como si un repugnante escarabajo trepara desde su estómago hasta la garganta. Por su cuerpo se extendió un calor abrasador al que sucedió un frío de muerte. Quiso abanicarse, pero le fallaron las fuerzas. Sus rodillas se doblaron y lo último que vio fue el rostro de Leopoldo Bazán muy cerca del suyo. Después se hizo de noche ante sus ojos.

Cuando recobró el conocimiento estaba tendida en una hamaca de bambú en un extremo del porche. A su alrededor revoloteaban, muy preocupadas, la esposa de Aldama y tres señoras más. Creyó distinguir también las rudas facciones de Sofía. Oyó que la voz de Hilaria ordenaba a su ama de llaves que mandara traer un vaso de limonada bien fresca para doña Galatea. La cara de Sofía desapareció de su campo de mira. Valentina advirtió que alguien le daba aire desde arriba. Giró un poco el rostro. Leopoldo Bazán agitaba un abanico y la miraba con expresión de inquietud. Su estómago se retorció de ira. ¿Cómo osaba fingir ese Judas que se preocupaba por ella? Quiso incorporarse, pero Leopoldo se lo impidió posando una mano sobre su hombro.

—Despacio, doña Galatea. Ha sufrido un desvanecimiento y debe medir sus fuerzas.

—¿Dónde está Inés?

—He ordenado que se lleven a los niños dentro —intervino Hilaria—. La pequeña está jugando con el hijo de Leopoldo. No imagina lo bien que han congeniado esos dos chiquillos.

Leopoldo miró a las damas que rodeaban la hamaca. Ahora que el destino había puesto a Valentina en sus manos, debía deshacerse cuanto antes de esas cacatúas histéricas.

—No es necesario que se queden, señoras. Yo atenderé a doña Galatea. Mi querida esposa me tiene habituado a esta clase de indisposiciones. De hecho, su delicada salud le impide salir de nuestra finca de El Cerro y me veo obligado a viajar siempre solo.

Hilaria miró a Valentina, que asintió con la cabeza para animarla a alejarse. Si debía lidiar con el canalla de Leopoldo, prefería que estuvieran a solas. La anfitriona aún tenía mucho que organizar para la cena y la posterior velada musical, por lo que decidió hacer caso a Leopoldo Bazán. A fin de cuentas, su enfermiza esposa, a la que nadie recordaba haber visto desde antes de que alumbrara a ese hermoso niño que era el ojito derecho de su padre, le tendría versado en atender desmayos femeninos. Las demás señoras corrieron presurosas tras Hilaria. Si la anfitriona se desentendía de la viuda del comerciante, ellas no tenían por qué perder el tiempo con un desvanecimiento causado por un corsé demasiado apretado. Una cintura tan esbelta como la de doña Galatea no podía ser obra de la madre naturaleza.

Leopoldo acercó un sillón a la hamaca y se sentó junto a Valentina. Contempló su rostro y por sus entrañas se extendió una absurda añoranza que le empujó a acariciarle una mejilla con dedos furtivos. Ella alejó la cara cuanto pudo. Leopoldo exhibió una sonrisa burlona, extendió de nuevo el abanico de encaje y lo agitó para refrescar a la joven. Valentina se dio cuenta de que era el suyo.

—¿Se siente mejor, doña Galatea? —susurró Leopoldo en tono melifluo—. Creo que no debería ceñirse tanto el corsé. Yo se lo aflojaría con mucho gusto, pero me temo que no resultaría muy decoroso.

Valentina intentó bajar los pies al suelo para levantarse, pero Leopoldo se lo impidió sujetándola por un brazo con fingida solicitud.

—No tan deprisa, pequeña ninfa —le dijo al oído—. ¿Acaso quieres desvanecerte otra vez? Ahora te tomarás la limonada que te traerán y descansarás en mi compañía. Confieso que, pese a tu mirada de desprecio, me agrada cuidar de ti. Hace mucho tiempo que no conversamos a solas.

—¡Tú y yo no tenemos nada que decirnos!

Leopoldo sacudió la cabeza simulando pesar.

—Deberías pulir esos modales, querida, de lo contrario acabarás delatando tu deshonesto pasado.

Valentina le habría abofeteado, pero dominó su ira. Pegar a ese malnacido en el porche de Miguel Aldama no era el correctivo adecuado. Ya hallaría el modo de vengarse de él por todo el daño que le había causado. Se echó atrás en la hamaca y cerró los ojos. Leopoldo tomó ese gesto por una claudicación. Y se creció. El deseo carnal mezclado con la nostalgia que había nacido al contemplar a su antigua entretenida se trocó en el impulso de herirla. Y esa tarde la providencia había puesto en sus manos un arma infalible.

—Parece que Inesita y mi hijo se han hecho muy buenos amigos —murmuró sin abandonar su tono meloso—. No consienten en separarse el uno del otro. Imagine por un instante que llegamos a emparentar al cabo de los años, doña Galatea. La fortuna de Sebastián Ruiz Mendoza quedaría unida a la de los Bazán…

—No puedo imaginar un futuro peor para mi hija —replicó Valentina, esforzándose por no levantar la voz.

—Hijastra —matizó Leopoldo con crueldad—. Usted no tiene hijos propios.

Valentina reprimió de nuevo la tentación de pegar a Leopoldo hasta que le doliera la mano. ¿Cómo pudo amar a un hombre tan ruin, capaz de arrebatarle a su hijo y regodearse ahora recordándoselo? La llegada de una esclava, enviada desde la cocina con la limonada para la dama desmayada, le impuso moderación. Se irguió un poco y tomó el vaso de la bandeja de plata. La joven, de color chocolate, hizo una genuflexión y se retiró. Valentina bebió casi la mitad de un trago. Ahora se daba cuenta de lo sedienta que estaba.

—Son sólo unos niños… —musitó cuando apartó el vaso de los labios, más para tranquilizarse a sí misma que para que la oyera Leopoldo.

—Las familias de la nobleza intentan concertar uniones ventajosas para sus hijos desde la infancia —comentó él sin dejar de abanicarle—. ¡Oh…, pero qué olvidadizo soy! —añadió con una sonrisa que mostró sus dientes de lobo—. Usted no conoce nuestras reglas. —Bajó aún más el tono de voz—. Sólo es una ramera que engatusó a un usurero español cuando el infeliz se hallaba a las puertas de la muerte. Pobre Inesita…

La mención de Sebastián hizo estallar la ira reprimida de Valentina. Trazando un rápido movimiento de muñeca, arrojó la limonada del vaso al rostro de Leopoldo, tan cerca del suyo. Él se echó atrás, tiró al suelo el abanico de Valentina y se pasó las manos por la cara para limpiarse el líquido pegajoso que ya le chorreaba por el cuello. Luego se obligó a hundir las manos en los bolsillos de su chaqueta para no golpear a esa mujer hasta desfigurarla. Pese a su cólera, no olvidaba que esa furcia era la única comerciante de La Habana que todavía le concedía créditos elevados.

—¡Qué torpeza la mía! —exclamó Valentina con la intención de que la oyeran todos los que tomaban la fresca en el porche—. Pobre don Leopoldo… cuánto siento haberle manchado…

Sacó un pañuelo perfumado de un bolsillo de la falda y dio suaves toquecitos sobre las mejillas de Leopoldo. Él se mordió el labio inferior y trató de dominarse. Las voces de Valentina habían llamado la atención de los demás y en ese instante había demasiada gente pendiente de ellos. Cuando le pareció que ya había disimulado bastante, Valentina se guardó el pañuelo y susurró en voz muy baja para que sólo Leopoldo pudiera oírla:

—Te gusta jugar con fuego, pero ten mucho cuidado: podrías quemarte los dedos.

Tendió el vaso vacío a Leopoldo, que se vio obligado a sacar una mano del bolsillo y hacerse cargo de ese estorbo. Valentina recogió del suelo su abanico y se levantó de la hamaca. Al ponerse en pie, volvió a sentir la impertinente debilidad de las rodillas. Ante sus ojos comenzaron a danzar las malditas estrellitas doradas. Pero el conato de mareo se disipó y tuvo la certeza de que llegaría a su alcoba sin contratiempos. Se arregló la falda manchada de limonada. Miró a Leopoldo: apretaba tanto las mandíbulas que se le marcaban los huesos del rostro.

—¡No sabe cuánto le agradezco lo amable que ha sido conmigo, don Leopoldo! —canturreó, imprimiendo a su voz un tono ligero y juguetón—. Es usted un caballero encantador.

Mientras ella se alejaba, Leopoldo, todavía con el vaso en la mano, se aflojó el cuello de la camisa, que se había impregnado de limonada y se le pegaba a la piel.

Valentina entró en la casa y fue hacia el ala donde se hallaban las habitaciones. Mayra estaría aguardándola en su alcoba para ayudarle a vestirse de gala para la cena. Por el camino coincidió con otras dos damas que también iban a cambiarse de ropa. En el corredor las tres se cruzaron con el ama de llaves. Sofía saludó a las señoras respetuosamente y se dirigió a Valentina.

—¿Cómo se encuentra, señora?

—Mucho mejor, gracias —respondió ella, cautelosa—. El culpable de mi desmayo ha sido el calor. Estoy segura.

Las damas que acompañaban a Valentina no se detuvieron. Deseaban deslumbrar con sus nuevos vestidos de noche y no tenían tiempo que perder. Valentina se quedó a solas con el ama de llaves en mitad del pasillo.

—El calor es muy traidor en esta isla —observó Sofía. Sus ojos se abismaron por un breve instante en los de la dama.

A Valentina no le cupo la menor duda de que esa mujer sabía quién se ocultaba bajo la identidad de Galatea Quintana de la Vega. No supo cómo reaccionar.

—Si desea que le lleven algo fresco a su alcoba, señora, lo dispondré con mucho gusto —se ofreció el ama de llaves sin dejar de mirarle a los ojos.

—Gracias… —Valentina calló y posó en ella una mirada interrogadora.

La otra comprendió al instante.

—Sofía me llaman, señora.

—Gracias, Sofía. No será necesario. —Tras un apresurado movimiento de cabeza, se alejó pasillo arriba.

El corazón le latía bajo el pecho como un tambor. ¡Cuánto se arrepentía de haber aceptado la invitación de Miguel Aldama! El hermoso ingenio Santa Rosa se había transformado en una ratonera llena de peligros que amenazaban la identidad que Sebastián inventó para ella. ¿Y si su pasado salía a la luz?

Cuando entró en su habitación, corrió hacia el lavatorio, alzó la jarra de porcelana y llenó la jofaina de agua. Se mojó la cara y se lavó las manos, aún pegajosas de la limonada que había vertido sobre Leopoldo.

Cuando se hubo secado con la toalla que colgaba de un lateral del mueble, se contempló en el espejo. Su rostro se le antojó pálido y tenso, aunque eso no le preocupó demasiado. Estaba segura de que Mayra lograría recomponerla aplicándole los afeites en cuyo uso era tan avezada. De repente imaginó a Leopoldo quitándose con fastidio la camisa empapada y limpiándose las mejillas pringosas. Estalló en una risa histérica que la obligó a sentarse en la cama. Cuando entró Mayra, halló a su ama riéndose sola, con el vestido manchado y el peinado a punto de deshacerse. Se dijo que la señora se comportaba de un modo extraño desde que habían llegado a Santa Rosa. Reprimió un suspiro; había llegado el momento de vestir a doña Galatea para la noche y hacerle uno de los laboriosos peinados con los que solía deslumbrar en las fiestas tanto a los caballeros como a las damas.