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Antes del almuerzo Valentina tomó un baño que le prepararon dos diligentes esclavas en el vestidor de la lujosa alcoba que le había sido asignada. Pero el agua tibia y perfumada apenas consiguió calmar su desasosiego. En su cabeza sólo había espacio para una pregunta: ¿la habría reconocido Sofía? Mientras el ama de llaves la guió a través de un largo pasillo hasta la habitación, sumida en el respetuoso silencio propio de los sirvientes, había tenido la sensación de que la observaba de soslayo. Sin embargo, cuando se vieron cara a cara ante el amplio lecho con cabezal de latón, cubierto por una colcha de seda blanca a juego con la mosquitera y los cortinajes, que se mecían retozones delante del ventanal enrejado, no halló en el rostro de Sofía nada que permitiera concluir que la recordaba. La mujer se limitó a ordenar a las esclavas que llenaran la bañera para la señora, comunicó a Valentina la hora en que se serviría la comida a los invitados y se retiró con discreción. En sus ojos no había aparecido ni una mínima chispa de reconocimiento. Ni siquiera un asomo de duda. Pero eso no calmó la inquietud de Valentina.

La comida tuvo lugar en el enorme comedor del que ya había oído hablar a los que se deshacían en elogios sobre la casa de Santa Rosa, cuyo estilo se inspiraba en las hermosas villas de Italia. La mayoría de los que así hablaban no conocían ese país ni habían estado jamás en Europa, pero consideraban de buen tono ponderar el carácter italianizante de esa mansión, que en nada se parecía a las modestas casas que hasta los plantadores más ricos poseían en sus ingenios, pues casi todos dejaban la gestión en manos de un administrador y apenas asomaban por la hacienda.

El menú consistió en suculentos platos franceses, entre los que se intercalaron pequeñas delicias de la cocina criolla. El propio Aldama había insistido a su esposa en que incluyera en el menú ese pequeño homenaje a la patria cubana. Para beber se sirvieron exclusivamente vinos de Borgoña y Burdeos, pues entre los criollos ya no se consideraba de buen gusto agasajar a los invitados con caldos españoles. Como la larga mesa de nogal no alcanzaba para acoger a la cincuentena de comensales, los esclavos habían añadido un tablero de madera apoyado sobre dos caballetes; una vez extendidos los manteles de fino hilo bordados en oro, ni el más observador de los asistentes descubrió el arreglo.

Cuando Valentina entró en el salón, donde el anfitrión había mandado servir champán francés para amenizar la espera de los invitados mientras en el comedor los siervos daban los últimos retoques a la suntuosa mesa, ya se había congregado un nutrido grupo de personas. Se apresuró hacia donde estaba Hilaria, la esposa de Aldama. Al verla aproximarse, la anfitriona se despegó enseguida de las damas que la rodeaban y, copa de champán en mano, corrió al encuentro de la joven viuda, a la que apreciaba y también envidiaba porque gozaba de la misma libertad que un hombre. Las señoras relegadas admiraron el vestido de organdí blanco que doña Galatea había elegido para la ocasión, un modelo que pese a su sencillez desprendía una impresionante elegancia. De regreso a La Habana, todas instarían a sus modistas a que les confeccionaran un escote como el de doña Galatea, que insinuaba el principio de los senos sin resultar vulgar ni atentar contra el recato, les dirían que añadieran a sus vestidos una vaporosa sobrefalda como ésa, que acentuaba la esbeltez de la cintura tanto como el corsé, y les exigirían que incluyeran en los corpiños esos discretos drapeados que daban al busto proporciones de diosa griega. Cada prenda que lucía la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza era diseccionada minuciosamente y después copiada por las damas de alcurnia.

—¡Querida Galatea! —exclamó Hilaria y besó a Valentina en las mejillas—. ¡Cuánto me alegro de que nos obsequie con su presencia en Santa Rosa! Venga… venga conmigo. —Tiró de ella hacia donde aguardaban las damas con las que había estado hablando—. Confío en que nos cuente qué hermosas mercaderías han traído sus naves de Francia esta temporada. —Se aproximó a su invitada y le susurró al oído—: Ese perfume tan sutil que me regaló cuando nos vimos por última vez, querida, ha sido la envidia de todas mis amigas.

—Le he traído otro que le gustará todavía más, Hilaria —dijo Valentina en voz baja, y añadió—: Es la última moda en París. Dicen que la emperatriz Eugenia de Montijo no puede vivir sin esa fragancia. Se lo daré cuando podamos charlar un rato a solas.

Hilaria se esponjó de felicidad ante la perspectiva de estrenar un nuevo aroma para la velada musical de esa noche, en la que estaba previsto que les deleitase al piano Ignacio Cervantes, un músico prodigioso de tan sólo diecisiete años que había estudiado con Nicolás Ruiz Espadero y, según se rumoreaba, hasta había recibido clases del impetuoso Louis Moreau Gottschalk. Se decía que Cervantes iba a partir muy pronto para París, donde había sido admitido en el conservatorio, lo cual suponía un gran mérito para un músico cubano de tan corta edad. Hilaria cuchicheó al oído de Valentina que tomarían el café las dos solas en su gabinete privado, atrapó para su amiga una copa de champán dorado de la bandeja que transportaba un esclavo vestido con librea de gala y la integró en el grupo de las damas.

Durante el almuerzo correspondió a Valentina sentarse junto a Hilaria, que presidía la mesa desde uno de los extremos mientras su esposo ocupaba el contrario. Eso dejaba claro entre los demás invitados de la buena relación que mantenía la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza con la poderosa familia Aldama. La comida fue de gran provecho para Valentina porque tuvo oportunidad de intimar con un rico comerciante de Nueva Orleans, un viudo de sienes plateadas y galantes maneras, y con su hermosa hija, de cabello rojizo, que se sentaba enfrente de ella y a la izquierda de Hilaria. El americano, al que le presentaron como Alvin Devereaux, le contó que había llegado a la isla deseoso de ampliar su negocio importando azúcar cubano, que a causa de la guerra había alcanzado precios desorbitados en los estados sureños. Valentina tomó buena nota. Había desarrollado un olfato muy fino para los negocios, y ese comerciante se le antojaba una excelente oportunidad para introducirse en Nueva Orleans. Al fin y al cabo, la guerra entre Norte y Sur, que llevaba ya tres años mutilando y matando a un sinfín de hombres, no podía ser eterna. Alguna vez acabaría y se abrirían infinitas posibilidades para quien supiera cerrar tratos suculentos. Se deshizo en sonrisas con su vecino de mesa, el cual no tenía ojos más que para esa bella joven cuyo escote le llamaba como a Ulises el canto de las tentadoras sirenas.

Leopoldo se hallaba demasiado lejos para participar en la conversación pero lo suficientemente cerca para observar a la mujer que cada vez se parecía menos a la entretenida a la que había mantenido en la casita de su amigo. Desde que se había convertido en una dama rica y poderosa, volvía a desearla con una virulencia que jamás había conocido. Cuanto más lejos de su alcance quedaba ella, cuanto más intenso percibía su odio, más ambicionaba el cuerpo que fue suyo en aquella vivienda alquilada. En otras circunstancias ya se habría lanzado a seducirla de nuevo, o incluso la habría forzado de haber sido menester. Pero desde que Valentina le amenazó con aquel ridículo abrecartas en el despacho de su difunto esposo, había empezado a temerla. Se decía a sí mismo que aún no había llegado la hora de dar su merecido a esa ramera presuntuosa. Mas la verdad era muy distinta: necesitaba los créditos que le concedía esa mujer. De un tiempo a esa parte sus negocios andaban de capa caída. A la muerte de su suegro, acaecida dos años atrás, Carlota y él habían heredado el ingenio Flor de Majagua y ahora poseía dos haciendas cuya gestión no lograba dominar. Hastiado de no saber desenvolverse con la soltura de su padre ni de su suegro, había puesto el control de sus propiedades en manos de administradores que hacían lo que les venía en gana. Las ganancias habían ido menguando sin cesar desde los tiempos de Federico Bazán o Timoteo O’Farrill; sólo era cuestión de tiempo que los comerciantes de La Habana supieran de sus dificultades financieras. Por eso seguía dirigiéndose a Valentina con respeto y llamándola por el ridículo nombre que inventó para ella el difunto Ruiz Mendoza.

Después del almuerzo, Hilaria se llevó a Valentina con disimulo a su gabinete privado, donde al fin pudo deleitarse con el aroma del nuevo perfume y charlar con su amiga sobre fruslerías de la moda. Valentina le contó lo que le había anticipado madame Géraldine días atrás, durante la prueba de un vestido nuevo: el famoso modisto inglés Charles Frederick Worth había comenzado a reducir el generoso vuelo de la crinolina por delante, alargándola hacia atrás, lo que haría más fácil para un caballero tomar del brazo a su dama, e incluso resultaría más cómodo a la hora de bailar. Cuando se agotó la charla, la anfitriona se retiró para atender a los demás invitados. Valentina fue al ala donde habían sido alojados los niños con sus niñeras. Halló a Inés durmiendo la siesta, mientras Arlette se abanicaba sentada en una butaca junto a la ventana. La joven tenía mejor aspecto, parecía haberse recuperado del viaje. Dejó a las dos y se retiró a su alcoba, donde Mayra le ayudó a quitarse el vestido y la crinolina y le desató el corsé para que pudiera descansar un rato.