Cuando a la mañana siguiente Valentina salió de Matanzas, con la niña y Arlette acompañándola en el quitrín de Miguel Aldama y Mayra sentada en la carreta del equipaje, sobre cuyo pescante viajaba también el mayoral de Santa Rosa, le llamaron la atención las calles de la ciudad a la que la gente se refería como la Atenas de Cuba. Eran mucho más amplias que las de La Habana y su trazado más recto. También se fijó en las casas, que en su mayoría eran de planta baja o, como mucho, poseían sólo un primer piso. Algunas de ellas tenían tejado de hojas de palma, como pudo apreciar desde el quitrín. Pese a ser tan temprano, hacía ya bastante calor. Valentina se sintió tentada de desabotonarse la blusa, pero el miedo a que el sol, que a ratos lograba desafiar la protección del fuelle, le quemara el escote, el bien más preciado de una dama habanera, la hizo desistir. Abrió el abanico y lo agitó para refrescarse. Vio de soslayo que Arlette se pasaba por el cuello un pañuelito bordado que olía a lavanda. Incluso Inés movía con gracia el diminuto abanico de carey y encaje francés que le había regalado recientemente. Atravesaron por bellos puentes de piedra los dos ríos que surcaban la ciudad camino del mar, el Yumuri y el San Juan. Una vez fuera de Matanzas, reparó en el verdor de las colinas que se perfilaban a lo lejos y en las palmas reales que sobresalían de la espesura esmeralda. El camino se tornó ascendente y al cabo de un rato vio, muy abajo, la bahía y la ciudad de Matanzas. Los barcos fondeados en el puerto semejaban mosquitos atrapados dentro de una esmeralda gigante.
Pese al traqueteo del quitrín por lo irregular del camino, a Valentina le venció el cansancio acumulado durante el viaje y se adormiló. Cuando despertó, vio que atravesaban un paisaje cubierto de densa vegetación, entre cuyo verdor asomaban las siempre majestuosas palmas reales. La tierra que alimentaba ese paraíso era esponjosa y de color rojizo. Al cabo de un tiempo de sacudidas que se le antojó eterno, el camino se adentró entre plantas muy altas que se parecían a las cañas que crecían junto a los ríos en Castilla pero eran mucho más verdes e imponentes. Valentina supo que estaba viendo por primera vez los cañaverales donde crecía el oro dulce que donaba su riqueza a esa isla. El calesero se giró desde su caballo, abrió una boca grande y repleta de hermosos dientes blancos y exclamó:
—Su melcé, entramos en la hacienda de don Miguel Aldama.
Valentina asintió con la cabeza. Se sentía cansada, sucia de polvo y sudorosa. Empezaba a arrepentirse de haber aceptado la invitación de Aldama. ¿De qué le iba a servir mezclarse con los poderosos de la isla si cuando llegaran a su destino estaría tan agotada que no conservaría fuerzas para hablar ni, menos aún, para conspirar? Miró a la niña y la ternura barrió parte del cansancio. Inés miraba absorta las altas cañas que encerraban el carruaje en un corredor verde; no parecía en absoluto extenuada. La pequeña pidió agua. Su deseo lo complació al instante Arlette recurriendo a la cantimplora que llevaba siempre con ella para esos menesteres. La niñera se sentía desfallecer por la mala noche que había pasado en el vapor y rezaba a Dios para que les hiciera llegar pronto a algún lugar civilizado.
Los cañaverales se sucedían con abrumadora monotonía, interrumpida sólo de vez en cuando por grupos de negros que cortaban caña con grandes machetes. Las mujeres iban ataviadas al modo de las esclavas, con amplias sayas y el cabello oculto bajo un turbante de blancura mancillada por el sudor y el trabajo. Los hombres llevaban sólo calzones de lino blanco; la transpiración abrillantaba su musculoso torso. Arlette, de pronto avergonzada y acalorada, apartó la mirada; la visión de esos negros altos y fuertes como robles había removido en su interior un inquietante anhelo. Al advertir que los carruajes que rodaban por el camino pertenecían a su amo, los esclavos interrumpieron por un instante su labor, se inclinaron en una respetuosa reverencia y exclamaron: «¡Larga vida a nuestro amo Miguel Aldama!».
La comitiva atravesó más cañaverales en los que trabajaban multitud de siervos cual hormigas laboriosas. Los cocheros adelantaron con maestría a varias carretas tiradas por bueyes que transportaban las cañas de azúcar recién cortadas hasta el batey. El calor había arreciado, los insectos zumbaban con insolencia y los ojos de las viajeras, habituados a la policromía de La Habana, ya anhelaban ver algún color que rompiera la tiranía del verde. De repente divisaron a lo lejos una gigantesca chimenea entre la espesura de las cañas; de su boca brotaba un humo denso que manchaba el cielo, de un azul intenso y despejado de nubes. Al rato, las paredes de cañas a ambos lados desaparecieron y dieron paso a una enorme explanada en la que se erguían varios edificios de ladrillo con tejado rojo y un gran barracón rectangular a un lado. De cerca la chimenea aún semejaba más espigada e impresionante. Valentina había oído muchas descripciones de cómo era un ingenio de azúcar y supuso que habían llegado al batey. El calesero se desvió de las casas de labor y condujo a las damas a través de un bosquecillo de naranjos. Tres niñas blancas, elegantemente vestidas, arrancaban las frutas más lustrosas entre risillas alborotadas y las guardaban en el saco que habían improvisado con sus faldas. Los naranjos dieron paso a un frondoso jardín, con macizos de flores rojas, setos ornamentales y estatuas de mármol que representaban a diosas griegas y amorcillos cuyas flechas parecían apuntar a las recién llegadas, y de pronto se dibujó delante del quitrín la majestuosa mansión en la que la familia Aldama gustaba de pasar las Pascuas y largas temporadas durante el resto del año.
El calesero detuvo el carruaje delante de un generoso porche, a cuya sombra descansaban ya los invitados que habían llegado el día anterior. Las damas ocupaban delicados sillones de bambú, mientras que los caballeros, ataviados con trajes de color marfil, se agrupaban de pie en varios corrillos y fumaban habanos cuyo humo les envolvía el rostro en una bruma. Las niñas a las que Valentina había visto coger naranjas habían llegado antes que el carruaje y estaban dejando las frutas bajo la densa sombra de un árbol. Dos pequeños de cuatro o tal vez cinco años jugaban en una esquina del porche. Sus respectivas niñeras los vigilaban apostadas a una distancia prudencial. Ambas eran jóvenes, muy rubias y pálidas como la luz de la luna. Valentina dedujo que debían de ser norteamericanas. Sabía que a las familias pudientes de Cuba les gustaba contratar a norteamericanas o francesas para que cuidaran de sus hijos. Ella misma estaba sopesando la posibilidad de buscar una institutriz que enseñara a Inés a hablar inglés, incluso francés, para que la niña adquiriera la instrucción que Sebastián había deseado para ella.
El tosco mayoral se aproximó al carruaje. Ayudó a bajar a la señora, después a su hija y por último a la niñera, cuya palidez le hizo pensar que la joven estaba más muerta que viva. El hombre aún se preguntaba dónde había visto a esa bella viuda cuyas facciones le resultaban familiares. Pero por más vueltas que le daba a la cabeza, no hallaba la respuesta. Sabía por experiencia que la solución a esa clase de enigma solía aguardar escondida en algún rincón y asomaba cuando menos lo esperabas, así que se resignó a tener paciencia.
Valentina se alisó la falda, estiró el cuello y, reprimiendo la tentación de masajearse los riñones, doloridos después de horas de traqueteo a través de ese paisaje invariablemente verde, irguió la espalda cuanto pudo. Tomó a Inés de la mano y miró hacia el porche. Y su corazón se detuvo. En uno de los corrillos de caballeros que departían fumando habanos estaba Leopoldo Bazán. Un fino bigote le orlaba ahora el labio superior y acrecentaba su aire distinguido. Llevaba un traje de excelente hechura que resaltaba su buena planta; su visión despertó en Valentina el recuerdo de la noche en la que se dejó deslumbrar por ese hombre durante la fiesta que dio madame Selene para despedir el año. Había pasado mucho tiempo desde entonces. Sin embargo, a Leopoldo no le había ocurrido como a Tomás, que desde su apresurada y forzada boda había extraviado el aura de hombre joven. La hermosa fachada de Leopoldo permanecía intacta. No había ni un solo indicio que permitiera sospechar lo que se ocultaba detrás de ella. Como si su belleza se alimentara de su inmensa maldad.
Leopoldo reconoció enseguida a Valentina y le dedicó un breve movimiento de cabeza. En su rostro se abrió una sonrisa que cualquiera habría calificado de galante pero que a ella se le antojó cínica. Por fortuna, en ese instante se aproximó el anfitrión y quedó eximida de responder a la velada provocación de Leopoldo.
—Doña Galatea, sea bienvenida a mi modesta hacienda —exclamó Aldama. Inclinó el torso, tomó la mano derecha de Valentina y la condujo hasta sus labios—. Espero que el viaje no haya sido demasiado extenuante.
Valentina se dijo que la hacienda de Miguel Aldama era cualquier cosa menos modesta. Y que realizar un viaje como el que acababan de sufrir para pasar sólo dos días en el lugar de destino, únicamente merecía la pena si podía reportar algún beneficio a sus negocios. Dibujó su mejor sonrisa para ese caballero educado en Alemania e Inglaterra, del que se rumoreaba que convertía en oro todo cuanto tocaban sus manos.
—Querido don Miguel —respondió, desplegando la dulzura que empleaba para predisponer a su favor a los caballeros influyentes—, ningún viaje puede ser extenuante si concluye en un paraíso como éste.
Aldama le sonrió complacido.
—Cierto, doña Galatea. He viajado por muchos países, he conocido las ciudades más bellas del mundo, pero en ningún lugar siento tanta paz como en mi querido Santa Rosa. —Aldama reparó en Inés y se agachó para hacerle una carantoña—. Permítame decirle que Inés posee su misma belleza. Es digna hija de la bella doña Galatea. —Aldama había olvidado, al igual que toda la alta sociedad de La Habana a esas alturas, que la madre de esa niña era la primera esposa del difunto Ruiz Mendoza. ¿Quién iba a acordarse ya de Matilde Uldecoa, cuando doña Galatea llevaba a su pequeña consigo a todas partes como si fuera una llueca? Se irguió y añadió—: Ahora, si me permite, las acompañaré hasta la casa. Mi ama de llaves les mostrará sus aposentos. Si desea tomar un baño para refrescarse antes del almuerzo, querida, hágaselo saber. Ella se encargará de todo.
Procurando no mirar a Leopoldo, que no había hecho amago de aproximarse a ella, Valentina siguió a Aldama. Antes de entrar en la casa tuvo que saludar a varios caballeros que se acercaron solícitos a presentarle sus respetos y a la esposa de Aldama, ocupada en ejercer de anfitriona con las invitadas que bebían guarapo a la sombra del porche. Todas las damas de La Habana envidiaban a esa hermosa viuda que se movía entre caballeros con una libertad inusitada en una mujer. Sin embargo, su envidia no era maligna, pues Valentina había sabido trocarla en admiración dándoles sabios consejos de belleza y obsequiándolas de vez en cuando con algún frasquito de los perfumes que sus barcos traían de Francia.
Cuando por fin logró franquear el umbral de la casa, Valentina agradeció el frescor que reinaba en el interior. Reparó en una recia mujer apostada junto a la puerta. Iba vestida con austeridad, su cabello recogido en un moño había comenzado a encanecer y su rostro de mofletes caídos delataba que había sufrido mucho en la vida. La mujer inclinó la cabeza y dijo con marcado acento español:
—Bienvenida a Santa Rosa, doña Galatea.
Valentina supo de golpe por qué le había resultado tan familiar el rostro del mayoral. El ama de llaves no era otra que Sofía, la mujer marcada por la muerte de sus cuatro hijos a la que conoció en el Gran Antilla. Y el hombre tosco que había acudido a recogerlas en el puerto de Matanzas era su marido, Emilio. No le había reconocido porque había engordado mucho. Pero ahí estaban los dos. Un pedacito del pasado que llevaba ocultando desde que Sebastián la convirtió en Galatea Quintana de la Vega. Estudio con disimulo el rostro de Sofía y creyó que la otra también la escrutaba veladamente. El pánico le ablandó las rodillas. ¿Y si ese matrimonio la reconocía y descubría su identidad a Miguel Aldama? Intentó tranquilizarse. Si lo hicieran, ¿a quién iba a creer su patrón? ¿A sus sirvientes o a la viuda que poseía una de las mayores fortunas de Cuba? Además, ¿no le dijo Rosa, cuando se vieron en El Vedado, que los pasajeros de tercera del Gran Antilla creyeron que había muerto junto a Gervasio?
Dedicó al ama de llaves un altivo movimiento de cabeza como único saludo. La otra añadió en el tono respetuoso que correspondía a su condición:
—Si es tan amable de acompañarme, señora, le mostraré sus aposentos.
Procurando que el miedo no entorpeciera sus pasos, Valentina caminó detrás de la amenaza surgida de su pasado. Ahora se arrepentía de haber aceptado la invitación de Miguel Aldama; durante dos días sufriría la presencia de Leopoldo y la posibilidad de ser delatada por el matrimonio al que conoció en el bergantín. Ojalá Sebastián, desde dondequiera que se hallara confinada su alma, la protegiera.