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Puerto de La Habana, febrero de 1864

Eran las diez de la noche cuando el vapor con destino a Matanzas y Cárdenas se puso en movimiento y comenzó a deslizarse hacia la bocana. Sobre la Bahía de Regla, una luna pletórica bañaba en plata los almacenes donde se comerciaba con el oro dulce que sustentaba la economía de la isla. El agua del puerto de La Habana brillaba como si miles de luciérnagas se hubieran posado sobre su superficie, y los mástiles de los barcos semejaban cuellos de mujer engalanados con brillantes para asistir a un baile esplendoroso. Apostados en cubierta, los pasajeros del Siboney contemplaban hechizados la estela fosforescente que dejaba el vapor tras de sí y cómo las casas de su ciudad se hacían más y más pequeñas a la luz de esa luna poderosa. De pronto, todas las cabezas miraron hacia arriba. Se elevó un murmullo como el zumbido de una colmena. El navío estaba pasando junto a la majestuosa popa del Francisco de Asís, el buque insignia del Almirantazgo; a su lado el vapor parecía un pececito a punto de ser tragado por una de esas ballenas de las que hablaban las historias de marinos curtidos. Dejaron atrás una colonia de barcos de vapor durmientes y el edificio de la aduana. A la derecha les acechó el castillo del Morro, con sus Doce Apóstoles apuntándoles con fiereza, como debieron de hacer antaño, cuando los piratas se aproximaban a la bahía.

Valentina había contemplado el bello espectáculo tan admirada como los demás. Y eso que en un principio, debido a su profunda aversión al mar, había decidido recluirse en el camarote, donde un mozo de la naviera ya había alojado todo su equipaje. Pero al ver el embeleso con el que Inés observaba cada maniobra del navío para zarpar, se había obligado a permanecer en cubierta por no hurtar a la niña esa experiencia novedosa. Para la travesía había estrenado una blusa abotonada hasta el cuello y sobre ésta una chaquetilla, por si la brisa nocturna del mar le hacía sentir frío. La falda, ahuecada al máximo por la inevitable crinolina, era de un algodón ligero con el que, según madame Géraldine, se sentiría fresca incluso después de varias horas de viaje. El conjunto lo remataba un sombrerito de paja atado bajo la barbilla con cintas de seda a juego con la ropa. Antes de salir de casa, Mayra le había dicho arrobada que estaba muy bella.

En el instante en que el vapor dejó atrás el estrecho entre el castillo del Morro y la fortaleza de San Salvador de la Punta y salió a alta mar, los motores arrancaron a rugir y el repentino bamboleo del navío despertó en Valentina un atisbo del mismo mareo que sufrió cuando el bergantín Gran Antilla se alejó del puerto asturiano cuyo nombre nunca se preocupó de conocer. Recordó el gran sueño que Gervasio no pudo alcanzar. Ante sus ojos apareció con claridad el rostro cuyos rasgos sólo conseguía evocar en algunos instantes muy breves. Y entonces se dio cuenta de que ya no pensaba con melancolía en el primer hombre al que amó, sino con la dulzura que despiertan los recuerdos bellos y también tristes, pero tan lejanos que han dejado de doler. Y se alegró de haberse decidido a emprender ese viaje a Matanzas por mar.

Cuando una semana atrás abrió en el despacho un sobre lacado con el sello de Miguel Aldama y leyó que la invitaba a pasar unos días con Inés en uno de los ingenios de la familia, el Santa Rosa, su primer impulso fue excusarse escribiéndole una misiva cortés. No se sentía con ánimos para viajar a la llanura de Matanzas en un carruaje guiado por Lázaro, con la niña y Arlette, más una carreta para llevar el abultado equipaje y a la imprescindible Mayra. En ese momento ni siquiera quiso considerar la posibilidad de tomar el vapor. Sin embargo, hizo algunas indagaciones y supo que Aldama había convocado a los hombres más poderosos de la isla con sus respectivas familias. Se preguntó qué le habría aconsejado Sebastián y concluyó que le habría instado a aceptar esa invitación. Aun a pesar del riesgo de encontrarse a Leopoldo Bazán.

Hacía tiempo que Leopoldo no la importunaba. Tampoco se había visto obligada a hablar con él en las fiestas en las que coincidían. Leopoldo sólo se acercaba a ella cuando llegaba la hora de zanjar sus préstamos o firmar nuevos pagarés. Entonces la visitaba en su despacho del entresuelo y los dos resolvían sus negocios con una cortesía tan gélida que si alguien los hubiera observado durante esas transacciones, jamás habría sospechado la relación que mantuvieron en el pasado. Valentina sabía que esa paz era engañosa y que algún día estallaría la guerra para la que ambos se estaban preparando. Pero también sabía que la posibilidad de coincidir con Leopoldo no debía influir en su decisión, pues en los negocios no avanzaba quien se amedrentaba ante sus enemigos. Respondió a Aldama aceptando la invitación y acto seguido envió a uno de sus escribanos a comprar los pasajes para Matanzas. En los días anteriores al viaje invirtió muchas horas en elegir el guardarropa apropiado para ella, la niña y la servidumbre. Cuando las esclavas tuvieron listo el equipaje, solamente sus vestidos y adornos llenaban dos baúles gran des. Valentina había aprendido que en los negocios podía seducir tanto la envoltura como el contenido.

Un repentino escalofrío la arrancó de su cavilación. Lejos de la bahía, el aire era más fresco. Posó la vista en Inés, a la que llevaba agarrada de una mano mientras Arlette le sujetaba la otra. La niña apenas lograba mantener los ojos abiertos, parecía a punto de dormirse de pie. Valentina sonrió. Era hora de bajar al camarote y acostarla. Miró a Arlette. La pobre niñera, blanca como la leche bajo la luz que la luna derramaba sobre el vapor, hacía visibles esfuerzos por no vomitar. En cuanto captó la orden muda de su ama, tragó saliva con la esperanza de deshacer las náuseas y recomponerse para cumplir con su obligación. También Mayra, cuyo turbante resplandecía níveo mientras aguardaba junto a su ama, como hacían los demás esclavos, estaba mareada. Nunca había subido a un navío. El incesante bamboleo ponía en su estómago un malestar viscoso que se le antojaba el castigo de Yemayá a esos blancos engreídos que osaban invadir su territorio del mismo modo en que lo arrollaban todo. A los negros les afectaba por hallarse cerca. Algunas noches, cuando se acurrucaba en su camastro del cuartito contiguo a la alcoba de la señora, quien deseaba tenerla cerca por si la necesitaba y la eximía de dormir en las dependencias del entresuelo, que la temible gallega cerraba con llave antes de retirarse, Mayra se preguntaba por qué esos seres pálidos despreciaban tanto la negrura de su piel y el pelo ensortijado, que les obligaban a ocultar bajo una tela blanca. ¿Acaso los negros no andaban erguidos como ellos? ¿Acaso no hablaban y poseían capacidad para pensar, aunque sus amos no les permitieran aprender a leer esos libros de los que tanto parecían gozar? Cuando el amo Sebastián llevó a su mansión a la joven dama española, de la que los demás esclavos murmuraron enseguida que no era trigo limpio, Mayra creyó que la nueva señora sería distinta porque la trataba con dulzura y no le pegaba como el ama Matilde. Pero, pese a su amabilidad, doña Galatea no dejaba de ser la dueña que disponía de ella a su antojo, y Mayra llegó pronto a la conclusión de que ningún blanco vería jamás a un ser humano tras la piel oscura de un esclavo.

Valentina había reservado en el Siboney dos camarotes contiguos. En uno dormirían ella e Inés, y el otro estaba destinado a Arlette y Mayra. A la niñera no le gustó verse obligada a dormir con una negra. Se había criado en una fastuosa casa señorial de Nueva Orleans que su padre tuvo que malvender después de arruinarse con una mala inversión; compartir cama con una esclava se le antojaba un paso más en su imparable descenso social, pero se plegó a la decisión de su patrona. No se hallaba en situación de protestar. Además, le habían dicho que el navío atracaría en Matanzas hacia las tres de la madrugada, por lo que no tendría que soportar por mucho tiempo la cercanía de esa esclava.

Cuando Valentina se halló ataviada con una cómoda bata de andar por casa, después de que Mayra le hubo ayudado a despojarse de su atuendo de viaje, la crinolina y el corsé, se sentó en la cama, junto a Inés, que ya se había dormido. Descansó la espalda contra la almohada que mitigaba la dureza de la pared, procurando no apoyar la cabeza para no deshacerse mucho el peinado. Entonces se acordó de Tomás, como tantas veces durante las últimas semanas, y notó un pinchazo en la boca del estómago; como si le hubieran clavado una aguja. Hacía mucho tiempo que no le veía. Después de que Inés se hubo recuperado de aquella horrible fiebre que hizo temer por su vida, Tomás regresó algún día para examinarla, pero sólo se dirigió a Valentina cuando lo exigía la buena educación. Una mañana afirmó que la salud de Inesita volvía a ser la de siempre y que ésa era su última visita. Valentina quiso pagarle, pero él esbozó una sonrisa altiva y se negó a aceptar su dinero. No estaba tan ávido de enriquecerse como para cobrarle a la viuda de su querido primo Sebastián, alegó con sarcasmo. Luego dio media vuelta y se marchó sin mirarla siquiera.

Desde entonces sólo le había visto en algunas de las fiestas de la nobleza a las que ambos eran invitados. Tomás la había ignorado por completo y ella no había hecho ningún intento de aproximarse a él. De haberlo hecho, se habría visto obligada a ser cortés con Milagros, que sólo se apartaba de Tomás cuando algún hombre importante pedía permiso a su esposo para bailar con ella, y aun entonces no cesaba de vigilarle. A Valentina cada día le resultaba más difícil disimular lo mucho que odiaba al carcelero de Tomás, que le respondía con la misma moneda, añadiendo a la mutua animadversión la insolencia de quien se sabe vencedora. Porque la astuta mulata había tardado poco en captar que esa blanca engreída estaba enamorada de Tomás. Incluso sospechaba que su esposo conocía a esa mujer mucho más a fondo de lo que le correspondía por ser la viuda de su primo. Sin embargo, por mucho que se había esforzado en sonsacarle, Tomás se había escabullido con tal cautela que la desconfianza de Milagros se había acrecentado. También los celos. Pero no era una mujer que perdiera la cabeza fácilmente. A fin de cuentas, ella había logrado casarse con el apuesto médico de cuyo brazo se había colado en el mundo de los blancos ricos, no la española a la que veneraban todos los caballeros, ya fueran casados o solteros, jóvenes o viejos. Y para demostrarle a su enemiga quién poseía a Tomás Mendoza, agotaba a su marido obligándole a bailar con ella los bellos valses llegados desde Europa, polcas vertiginosas y contradanzas que no se acababan nunca. Tomás era un buen bailarín. Incluso se diría que la música lograba arrancarle el aire de resignación que había devorado su ímpetu de soñador. Y Valentina le deseaba con dolorosa intensidad cuando le veía guiar a Milagros por todo el salón, impecable como un figurín en su frac de buena hechura. Entonces disimulaba, toda sonrisas y falsa alegría, lo mucho que le dolía oír comentar a su alrededor que el doctor Mendoza y su bella esposa formaban la pareja perfecta. Y Milagros, a la que nada se le escapaba, sonreía gozosa a su marido, que se sentía exhibido como un perrito de aguas y, de haber reunido valor para hacer frente a los reproches que Milagros le haría después en la alcoba conyugal, se habría escabullido gustosamente de tan embarazosa situación.

Habían transcurrido varias semanas desde el último baile en el que Valentina rabió de envidia viendo danzar a Tomás con su esposa. Se había arrepentido infinidad de veces de haberle rechazado de tan malos modos en el dormitorio de Inés. Seguía doliéndole que él le hubiera propuesto ser su amante, pero le penaba haberle respondido con tanta crueldad. Cuando se echaba a dormir por las noches, después de haber leído un rato en la biblioteca, con la única compañía de la jícara de chocolate que le solía servir Rosalía, se acordaba de L’Olympe. Pero no de los muchos hombres a los que se vio obligada a complacer para sobrevivir y cuyo rostro ya no recordaba, salvo el del duque de Pozohondo y de algunos antiguos clientes con los que aún temía cruzarse en las mansiones a las que era invitada. El recuerdo que la atormentaba era el de las tardes que pasó con Tomás en la húmeda y calurosa habitación de paredes decoradas con frescos subidos de tono. Las palabras de amor que él le susurraba al oído, cada uno de los besos que esparcía por su cuerpo con labios humedecidos por el deseo, las caricias de sus dedos ágiles que también sabían curar y la tierna vehemencia con la que se adentraba en su sima palpitante. Entonces se preguntaba si Tomás sería igual de considerado y sensible cuando yacía con su esposa, la perversa sirvienta que había sido mucho más aguda que ella. Y maldecía la soberbia que le hizo rechazar su propuesta de matrimonio en el patio de la Juana, aquella tarde que ya empezaba a diluirse en el tiempo. ¿De qué le había servido ser orgullosa? El orgullo la había alejado del hombre al que amaba y sólo le había reportado soledad.

Eran las tres de la madrugada cuando el Siboney fondeó en el puerto de Matanzas, a cierta distancia del muelle. Una flotilla de botes de remo rodeó el vapor para conducir a tierra a los pasajeros y sus pertenencias. Casi una hora antes, Mayra ya había entrado en el camarote de su ama para ayudarle a vestirse de nuevo y recomponerle el peinado. También Arlette había desafiado el mareo que aún le hostigaba las tripas para arreglar a la niña. Había pasado casi toda la travesía vomitando en una bacinilla y al final había tenido que reconocer que la compañía de la esclava le había resultado de gran ayuda.

La pequeño comitiva llegó al muelle en el primer bote. Durante la travesía desde La Habana, Valentina había estado tranquila. Incluso se había reconciliado con el mar de plata que había sido benévolo esa noche. Pero cuando se vio sentada en la frágil embarcación que avanzaba gracias a la fuerza con la que remaban cuatro musculosos marinos, recordó su llegada a La Habana y el modo en que se desembarazaron de ella los hombres del capitán MacGregor en los Almacenes de Regla. Un profundo desasosiego se llevó la paz que había sentido hasta entonces. Abrazó con fuerza a Inés, que se había quedado dormida otra vez, y no la soltó hasta que los marineros les ayudaron a subir al muelle de Matanzas, iluminado con una hilera de antorchas cuya llama se ondulaba mecida por el aire que enviaba el mar.

Sosteniendo a la niña en brazos Valentina miró a su alrededor. Cuando escribió a Miguel Aldama aceptando su invitación, él le había respondido que en el muelle las aguardaría un enviado suyo para conducirlas a un lugar donde pudieran descansar. Y, en efecto, ya se aproximaba un hombre de recias carnes, prisionero de un tosco traje que le quedaba demasiado estrecho. Su rostro tenía un aire colérico que le resultó familiar. Por un instante temió que se tratara de un antiguo cliente de L’Olympe, pero no tenía aspecto de ser un caballero de los que podían permitirse frecuentar un burdel tan caro. Tenía que haberle visto en otro lugar.

El hombre se paró delante de ella, se quitó un resobado sombrero panamá y lo estrujó entre sus manos llenas de callos. La miraba como si también él rebuscara en la memoria para situar su cara.

—¿Doña Galatea?

Valentina asintió con la cabeza. Pensó que el acento del hombre no parecía cubano. Tal vez era español.

Él inclinó el torso en una torpe reverencia.

—Me envía don Miguel, señora. Soy el mayoral de Santa Rosa. Tengo orden de llevarlas a un hotel, donde podrán reposar hasta que partamos para la hacienda.

Miró hacia el otro extremo del muelle y agitó el sombrero con una de sus manazas. Se aproximó enseguida un quitrín de hechura sencilla y muy robusta, tirado por dos caballos negros. Sobre uno de ellos iba montado un calesero mulato, vestido con la librea más elegante que Valentina había visto jamás. Por supuesto, no le faltaban los pendientes de aro, las relucientes botas de caña alta, ni el sombrero de copa negro. Detrás del quitrín apareció una carreta de mulas en cuyo pescante se sentaban dos esclavos de piel azabache, camisola de lino blanco y pantalones bajo los que asomaban las pantorrillas y los pies descalzos. Ellos cargaron el equipaje de las viajeras en la carreta mientras el calesero acomodaba a Valentina, Inés y la niñera en el asiento del quitrín. A Mayra le correspondió viajar en la carreta, con el empleado de Miguel Aldama y los dos esclavos, pero no en el pescante sino acurrucada entre los baúles.

El mayoral de Santa Rosa, cuyas facciones seguían intrigando a Valentina, guió a la comitiva a través de una plaza próxima al puerto. Se adentraron en una calle muy ancha y bien iluminada por farolas de gas, y tras atravesar dos vías más, se detuvieron ante el pórtico con estilizadas columnas de una casa de planta baja y un piso superior. El calesero desmontó y se aproximó a la caja del quitrín para ayudar a bajar a las damas. El mayoral se descolgó de la carreta con cierta torpeza y se aproximó a Valentina, que había sido la primera en pisar el suelo.

—Señora, don Miguel ha reservado para ustedes dos cuartos en este hotel. Podrán descansar hasta que vengamos por la mañana a recogerlas. Partiremos a las nueve.

Valentina asintió con la cabeza. Empezaba a acusar el cansancio. Por culpa de la incómoda postura adoptada en el camastro del barco para no deshacerse el peinado, apenas había conseguido dormir.

—Si me permite, señora —añadió el mayoral, con ese dejo que cada vez le parecía a Valentina más castellano—, las acompañaré dentro. Los esclavos les llevarán ahora mismo el equipaje. A las nueve nos hallará de nuevo aquí para llevarlas a Santa Rosa.