4

La fuerte tormenta se cebó en la isla durante todo el día y siguió azotándola por la noche. La lluvia corría en arroyos por las calles desiertas e inundó muchos almacenes a pesar de los sacos de arena que los comerciantes habían mandado colocar delante de los portones. El viento zarandeó los navíos fondeados en el puerto causándoles graves desperfectos, arrancó los tejados de las casas más modestas, melló las tejas de las mansiones lujosas e hizo volar las persianas de madera que no se hallaban bien atrancadas. Nadie en La Habana deseaba abandonar durante la tormenta el cobijo ofrecido por su hogar, ya fuera éste un palacete o una pobre casita de planta baja. Sólo el calesero de Tomás se había visto obligado a atravesar al atardecer la gruesa cortina de agua, que le impedía ver y encabritaba a los caballos, porque su ama le había encomendado que recogiera al doctor y lo llevara de vuelta a casa. Pero los esfuerzos de Milagros fueron en vano: el calesero regresó sin su sombrero de copa, que había volado nada más salir del zaguán de sus amos, empapado hasta el tuétano, con el asiento del quitrín vacío y un papel mojado en el bolsillo de la librea, que enfadó mucho a su irascible ama.

En la mansión de Sebastián Ruiz Mendoza todos andaban pendientes de la evolución de la pequeña enferma. Los remedios de Tomás no habían logrado bajarle la calentura durante la noche, aunque su estado no había empeorado. Al amanecer del día siguiente, Tomás ya había descartado la posibilidad de que Inés padeciera la temible escarlatina, que en aquel tiempo segaba la vida de muchos niños y también de adultos. Rosalía apenas había dormido dos horas en su alcoba del traspatio, apretujada en la cama junto a la pánfila de Arlette, porque la señora les había ordenado que descansaran y ella no había sabido dónde alojar a la niñera, cuya presencia estaba de más en el cuarto de Inés. Al alba había abandonado la habitación y desde entonces hacía guardia sentada en uno de los sillones de la galería, enfrentándose a su miedo a los huracanes y a la fría humedad, que le provocaba agudos dolores en las articulaciones. Cabizbaja, porque veía en esas molestias una premonición de la vejez, el ama de llaves deslizaba sus bastos dedos sobre las cuentas del rosario, que sólo sacaba del cajón de la cómoda cuando el temor a una desgracia roía su habitual temple. Llevaba sobre los hombros la toquilla de lana gruesa que antaño trajo de Galicia, y se había puesto bajo la falda dos enaguas más que de costumbre para combatir la humedad, que le encendía los juanetes de dolor. Había decidido apostarse allí por si necesitaban algo la señora o el doctor, que apenas habían abandonado la habitación de la niña en toda la noche. Los desvelos de los dos por la salud de Inesita habían hecho olvidar a Rosalía su sospecha de que doña Galatea y el doctor Mendoza podían haber sido amantes en el pasado. Ahora lo importante era que sanara la hija de don Sebastián, se repetía mientras toqueteaba el rosario. Lo demás carecía de importancia. Máxime cuando la señora se preocupaba por la pequeña como si la hubiera parido ella misma.

A media mañana, cuando la falda de Valentina se había marchitado en mil arrugas, su cabello había escapado del moño, que ni se había preocupado de rehacer, y la camisa de Tomás, blanca e impecable cuando apareció la madrugada anterior, semejaba la nieve de Castilla pisoteada por caballerías y carros, Valentina advirtió que el viento se había apaciguado. Miró a la niña y, aunque seguía sumida en su letargo febril, creyó verle mucho mejor aspecto que en las horas precedentes. Tomás se había quedado dormido en la pequeña butaca que Cirilo le había traído de otra alcoba. A Valentina se le escapó una sonrisa. Dormido, Tomás parecía haberse despojado de su envoltura de doctor pagado de sí mismo y semejaba ser el de antes. Valentina se levantó y caminó de puntillas hasta los ventanales. Abrió con cuidado las láminas de una de las persianas. No sólo el viento se había calmado. También llovía menos y podía verse de nuevo el castillo del Morro, aunque aún envuelto en brumas. Se asustó al ver el estado de los barcos fondeados en el puerto. En esos días aguardaba la llegada de un navío cargado con artículos de tocador franceses que gozaban de gran éxito entre las criollas que podían pagarlos. ¿Lo habría atrapado el huracán en alta mar?

—Parece que al fin amaina —la sobresaltó la voz de Tomás, muy cerca de ella.

Tan próximo estaba que Valentina no pudo evitar escrutarlo con la mirada. Grandes y oscuras sombras se marcaban bajo sus ojos, las puntas de su bigote ya no lucían afiladas como agujas y un asomo de barba oscurecía su mentón, confiriéndole en la penumbra un aire hosco. Valentina cayó en la cuenta de que nunca había visto a Tomás sin afeitar. Ni siquiera en el bergantín que los trajo de España, donde hasta en los días de mar gruesa él se las había arreglado para asearse y rasurarse el mentón. En un acto reflejo, se atusó el cabello con dedos torpes por el cansancio. ¿Qué aspecto tendría ella a los ojos de Tomás después de tantas horas pendiente de la enferma?

—Nunca lograré acostumbrarme a las tormentas antillanas —murmuró por decir algo que disimulara el inaceptable deseo que había despertado en todo su cuerpo. Llevaba tanto tiempo añorando a Tomás y el roce de sus manos tiernas sobre la piel, que ni siquiera ese fatuo mostacho lograba apagar las ganas de besarle—. Su fiereza es mucho mayor que las que vivíamos en España.

Tomás se asomó al exterior a través de las láminas entreabiertas de la persiana. Al cabo de un tiempo, que le sirvió para serenar el rebrote de unos sentimientos que había creído controlados, aunque no extinguidos, se alejó de la ventana y forzó una sonrisa. Aun desgreñada y ojerosa, la belleza de esa mujer dolía. Tuvo que morderse los labios para no cometer el error de posarlos sobre la tentadora boca de Valentina.

—Ésta ya se aleja —farfulló.

Valentina dio un paso atrás. No le convenía permanecer tan cerca de Tomás.

—Ojalá pudiéramos decir lo mismo de la enfermedad de Inés.

Él volvió a sonreír, ahora con ánimo tranquilizador.

—Mientras estabas absorta mirando por la ventana, he comprobado que le ha bajado la calentura.

—¡Gracias a Dios! —suspiró Valentina. Le miró con súbito recelo—. Creía que dormías.

—No del todo —rió él, bebiéndose con ansia cada ángulo de su rostro—. Debo advertirte que la mejoría podría ser traicionera, pero si la fiebre sigue descendiendo a lo largo del día, el peligro habrá pasado…

—Y podrás regresar con tu esposa —se le deslizó a ella entre los labios. Bajó la mirada, avergonzada por haber exteriorizado lo que aún sentía por Tomás y lo mucho que odiaba a la mujer que le había cazado.

—No me iré de aquí hasta que Inés esté fuera de peligro —repuso Tomás—. Es mi sobrina, no lo olvides.

Valentina se decía que debía regresar al sillón donde había pasado la noche y parte de la mañana, pero no lograba separarse de Tomás. Era la primera vez que hablaban a solas desde que le echó de su alcoba en L’Olympe, dos años atrás, y no podía sustraerse al bienestar que le inspiraba su cercanía. Se obligó a recordarse que Tomás no sólo se había casado con otra mujer, sino que había yacido con esa bruja al mismo tiempo que con ella y había engendrado un niño en su vientre.

—¿Cómo está tu hijo? —Valentina abrió otra vez las láminas de la persiana, fingiendo que le interesaba más la evolución de la tormenta que la respuesta, aunque no pudo ignorar el orgullo que empezó a esponjar a Tomás.

—Es una criatura maravillosa y posee una inteligencia fuera de lo común. Todos dicen que sus rasgos se asemejan a los míos.

Una mueca gélida heló el semblante de Valentina. Tomás advirtió que sus desatinadas palabras amenazaban con romper la tregua que se había establecido entre los dos. Quiso enmendar su error.

—Manuel es lo único que me resarce de estar lejos de ti, Valentina —le susurró al oído—. No sabes cuánto te añoro.

Ella apartó lentamente la mirada de la ventana y la abismó en el iris marrón de Tomás. Parecía tan sincero…

—Tu mujer es muy bella —comentó para evitar que se resquebrajara su rencor. Era lo único que la mantenía a salvo de volver a entregarse a Tomás.

Él se encogió de hombros con resignación.

—Lo es, pero su corazón sólo late cuando guarda en la caja de caudales los pesos que he ganado durante el día.

La confirmación de que Tomás no era feliz destruyó los baluartes tras los que se había guarnecido Valentina. Se dio cuenta de que el rostro de Tomás se estaba aproximando al suyo. ¿O era ella la que buscaba el fuego de su boca? «¡Aléjate de él!», le ordenó una voz dentro de su cabeza. Pero antes de que hubiera podido obedecerle, se vio atrapada entre los brazos de ese hombre y sobre sus labios se extendió el dulce sabor que había añorado durante los últimos dos años. El inoportuno bigote de Tomás le rascó la piel, pero no le molestó porque al mismo tiempo su lengua le acariciaba el paladar con la misma ternura de antaño. ¿Cómo había podido vivir tanto tiempo sin él?, se preguntó antes de sucumbir al placer. Ni siquiera pensó en la posibilidad de que alguien entrara en la alcoba y la sorprendiera besándose con el médico que atendía a la hija de su difunto esposo. O que Inés despertara y la viera enredada entre los brazos de un hombre al que apenas conocía.

Cuando Tomás la soltó, un dulce temblor le sacudía las rodillas. Tuvo que apoyarse contra la pared para no desvanecerse. Se dio cuenta de que estaba sonriendo. Él la miraba embelesado cuando le tomó las manos entre las suyas y musitó:

—Valentina, deja que vuelva a amarte como antes. Me las arreglaré para visitarte… —Se pasó la lengua por los labios, donde quedaba el sabor de la mujer a la que debió haber convertido en su esposa cuando aún estaba a tiempo—. O mejor aún: buscaré un lugar lejos de esta casa y de la mía, donde podamos vernos sin que nadie nos descubra. Te necesito para sentir que estoy vivo…

Ella tardó en comprender lo que Tomás acababa de pedirle. Cuando recuperó algo de razón y vislumbró sus intenciones, retiró las manos y echó la cabeza hacia atrás.

—¿Me estás proponiendo que sea tu amante? —Le costó un esfuerzo ciclópeo no levantar la voz—. ¿Quieres que malgaste mi vida esperando a que escapes del carcelero con el que te casaste para regalarme unas migajas de tu amor? ¿Es eso lo que quieres? ¿En qué clase de hombre te has convertido?

—¡En un hombre que cometió un grandísimo error y ahora te añora de día y de noche! —respondió él sin dudarlo—. En un hombre que no es feliz porque traicionó a la mujer a la que ama. En eso me he convertido.

—Doctor Mendoza —susurró Valentina en tono burlón impregnado de crueldad—, ya no soy la ramera a la que visitaba un día a la se mana en el burdel mientras yacía con su sirvienta el resto del tiempo. No necesito conformarme con las sobras de otra mujer. ¿Tiene idea de cuántos caballeros ricos y poderosos se acercan a mí en los bailes de sociedad para cortejarme?

A Tomás se le incendió el rostro.

—Valentina, te lo ruego, no pretendía ofenderte —farfulló—. Sólo es que… cada día que pasa estoy más seguro de cuánto te amo y del imperdonable error que cometí. Lo único que te pido es que…

—¡Nunca seré tu amante, Tomás! —le cortó Valentina en un afilado siseo—. Sebastián me convirtió en una dama respetable, y la fortuna que me legó me confiere un gran poder. ¿Crees que mancillaré su memoria y pondré en peligro mi posición por un médico ávido de enriquecerse que no sabe imponer su voluntad en su propia casa? —Sacudió la cabeza con desdén—. No sólo me traicionaste a mí, Tomás. Renegaste también de los principios que hacían de ti un hombre bueno. ¡Lo que eres ahora no me interesa lo más mínimo! —Dos gruesos lagrimones comenzaron a deslizarse por sus mejillas. Le estaba mintiendo. Nunca dejaría de amar al ser triste y sometido en que se había convertido Tomás, pero él no debía saberlo.

Tomás se fue cargando más y más de hombros y bajó la cabeza. Se mordió el labio inferior con tanta fuerza que estuvo a punto de hacerse sangre. Sin mirar a la mujer que le había humillado arrojándole a la cara verdades que él había enterrado en el fondo de su alma para no verlas, se aproximó a la cama con intención de examinar de nuevo a la niña. A fin de cuentas, eso era lo que debería haber hecho, en lugar de arrancar a Valentina besos envenenados, se reprochó, furioso. Posó una mano sobre la frente de la pequeña. El corazón le dio un vuelco de alegría al comprobar que ya no ardía como antes. También el pulso se aproximaba a los valores deseables. Iba a decírselo a Valentina cuando Inés abrió los ojos y murmuró:

—Mami…

Valentina se sentó en el borde de la cama y le apartó el pelo de la cara.

—Quiero agua —susurró la niña.

Valentina miró a Tomás. Él dio su conformidad con un movimiento de cabeza al tiempo que le hurtaba la mirada con rencor. Valentina fue hacia la cómoda, vertió agua en un vaso desde la jarra que había dejado allí Rosalía y dio de beber a su hijastra. Cuando Inés hubo saciado la sed, Tomás examinó a la pequeña. El reconocimiento confirmó que lo peor había pasado. Tras comunicárselo a Valentina, de pronto se sintió tan agotado que se dejó caer en una butaca y se sumió en un silencio melancólico. Decidió que permanecería en esa casa hasta la noche, por prudencia y porque la enferma era la hija del hombre al que tanto debía. Si Inés no recaía, recogería su maletín y volvería a su prisión con el ánimo tan arrugado como la ropa. Sabía que Milagros le reprendería por haberla dejado sola con su hijo en medio de un huracán para perder tiempo y dinero ayudando a esa mujer maligna que la fulminaba con su desprecio cuando coincidían en alguna fiesta de la nobleza. A esas alturas, pocos reproches de Milagros lograban sorprenderlo.

A partir de entonces, habló a Valentina sólo cuando resultaba imprescindible y siempre sobre algo relacionado con la pequeña enferma. Tampoco ella le dirigió la palabra. Al atardecer, Tomás examinó a Inés con el rigor que le caracterizaba y confirmó a Valentina que ya no tenía fiebre. Sin aguardar respuesta, anunció que ya no le necesitaban y que era hora de que regresara con su familia, a la que había descuidado en exceso. Sus palabras fueron para Valentina como puñaladas asestadas en pleno corazón. Se alejó del lecho de Inés y fue hacia la ventana. Separó las láminas de una de las persianas y atisbó el exterior. Fuera el sol declinaba, el cielo parecía limpio de nubes y la tormenta quedaba ya muy lejos. Se limpió con disimulo las lágrimas que pugnaban por asomar y respiró hondo. En su fuero interno reconocía que la hiriente hostilidad de Tomás era comprensible. Había sido muy cruel con él. No se arrepentía de haber rechazado su humillante propuesta de convertirse en su amante, aunque se dijo que quizá debería haberle hablado con menos saña. Bastante tenía el infeliz con haberse convertido en prisionero de una esposa codiciosa, concluyó con maldad. Ella le habría hecho mucho más dichoso que esa avispada mulata.

Unos cautelosos golpecitos en la mampara la arrancaron de su meditación. Se giró. El ama de llaves la miraba con in decisión desde el umbral.

—Entra, Rosalía.

Lo primero que hizo la gallega fue interesarse por el estado de Inés. Cuando el doctor Mendoza, que presentaba un aspecto espantoso, con el mentón sin afeitar y una mirada de perro apaleado que le partió el corazón, anunció que la pequeña ya no tenía calentura y podían asear la y después darle algo de caldo, ella aportó su propia buena nueva: la tormenta había cesado por completo, si el doctor y la señora se lo permitían, abriría las persianas para dejar entrar aire fresco.

Ambos le dieron permiso y la robusta Rosalía abrió las láminas de madera que durante tantas horas habían hecho frente a la lluvia y el viento. La luz crepuscular inundó la estancia, pero no barrió el desánimo que se había afincado entre sus paredes.

Al cabo de media hora, Tomás se despidió de Valentina con un escueto movimiento de cabeza. Sin mirarla, abandonó la habitación, con el impermeable colgado sobre el brazo izquierdo, el maletín de médico en la otra mano, su elegante traje convertido en un compendio de arrugas y el mentón oscurecido por una incipiente barba que le daba aspecto de maleante. Valentina se sentó en la cama y abrazó a la niña, que acababa de despertar. Pero el cariño que sentía por la hija de Sebastián no bastaba para llenar el gran vacío que había devorado su corazón al ver partir a Tomás envenenado de rencor. Sabía que sus crueles palabras habían derrumbado la débil pasarela que salvaba el abismo abierto entre ellos. Ahora ya no había modo de cruzar al otro lado.