La Habana, septiembre de 1863
El viento ululaba con fuerza cuando Valentina despertó de madrugada. Asustada, se incorporó en la cama y apartó la mosquitera, que se movía como un fantasma enloquecido y amenazaba con enmarañarse. También los vaporosos visillos se agitaban a causa de la fuerte corriente que entraba por los ventanales. El aire olía a tierra mojada, a mar revuelta por la galerna. Valentina saltó de la cama y corrió descalza hacia las ventanas. Oyó el golpeteo de las gotas al impactar contra tejados, balcones y calles. Sus pies desnudos resbalaron al pisar el agua que había entrado, aunque no llegó a caerse. Avanzó con más cuidado y apartó las cortinas empapadas. Pese al miedo que le inspiraban las tormentas tropicales, no pudo resistir la tentación de asomarse al exterior. Un denso muro de lluvia impedía ver el castillo del Morro y difuminaba también los contornos de los barcos que se balanceaban en las aguas del puerto, despojados de toda su majestuosidad por los envites de la tempestad.
Salió al balcón para cerrar las gruesas persianas de madera de las tres ventanas. Tuvo que agarrarlas con todas sus fuerzas para que no las arrancara una ráfaga de viento. Logró atrancarlas y regresó a la habitación, con la trenza deshecha en mechones empapados que le tapaban el rostro, el camisón mojado pegado al cuerpo y varias desolladuras en los dedos. Se apartó el pelo de la cara, vadeó el suelo mojado procurando no resbalar otra vez y salió de la alcoba. La lluvia caía en cascada al patio interior y el suelo de la galería estaba escurridizo. Avanzó como pudo hasta el cuarto donde dormía Inés con la niñera. La puerta se balanceaba en los goznes y daba furiosos golpes contra la mampara, cuya vidriera se había roto sembrando el suelo de cristales multicolores. Los sorteó con cuidado e irrumpió en la estancia.
—¡Arlette!
—¡Estoy aquí, señora! —respondió la niñera con voz histérica.
A la media luz del alba, Valentina divisó la silueta de Arlette en el hueco de una de las ventanas. La asustada joven intentaba afianzar la persiana, que de pronto se le escapó de los dedos y golpeó el muro con la fuerza de un trueno. La niña se despertó y rompió a llorar. Valentina corrió a calmar a la pequeña. La abrazó con fuerza, le susurró al oído palabras tranquilizadoras y se apresuró a ayudar a la desesperada Arlette, que aún no había conseguido cerrar ninguna persiana. Entre las dos sujetaron las celosías forcejeando con la desatada naturaleza. Cuando terminaron, las cortinas colgaban de sus rieles hechas jirones por culpa del viento.
—Corre a llamar a doña Rosalía —ordenó Valentina a Arlette— y dile que abra la puerta a los esclavos.
Aunque ella se dirigiera al ama de llaves llamándola por su nombre de pila, cuando hablaba de Rosalía con la servidumbre le gustaba anteponer ese tratamiento respetuoso. Su experiencia como sirvienta en el palacio de los marqueses de Tormes le había enseñado que incluso entre criados y esclavos era bueno que hubiera jerarquías, porque eso imponía respeto y mantenía el orden. Arlette enfundó apresuradamente los pies dentro de las zapatillas.
—Enseguida, señora.
Valentina se apartó de la cara las greñas mojadas y regresó junto a Inesita, que sollozaba tapándose la cabeza con la sábana. La abrazó. Le dio un beso en la frente y retrocedió muy asustada. La piel de la pequeña ardía como la de Gervasio cuando se consumía de fiebre en la pestilente cámara de aquel bergantín.
—¡Arlette, vuelve!
La niñera estaba esquivando los cristales del suelo cuando oyó la voz aterrorizada de la señora. Dio media vuelta y regresó junto a la cama, con su tosco camisón empapado por la lluvia y las manos entrelazadas como hojas de enredadera para que el ama no advirtiera cómo le temblaban.
—Creo que la niña tiene fiebre.
Arlette se inclinó sobre Inés y le posó con cuidado los labios en la frente. Los retiró al instante, tan asustada como su patrona.
—Está ardiendo, señora. Deberíamos llamar al médico.
Valentina estrechó con más fuerza a la niña, que hundió la cara entre sus senos gimoteando como un gatito herido.
—¿No has notado nada raro esta noche? ¿Se ha despertado? ¿Ha llorado?
—No, señora. Ha dormido tan bien como siempre.
—Busca a doña Rosalía y dile que venga enseguida.
En eso, les llegó desde la galería la voz del ama de llaves dando órdenes a los esclavos, cuyos pies descalzos oyeron deslizarse presurosos. Valentina esbozó una sonrisa de alivio. La gallega se había hecho con el control de la situación y le sería de más utilidad que la pusilánime de la niñera.
—¡Rápido, Arlette! Trae a doña Rosalía.
La joven abandonó la alcoba con movimientos atolondrados. Enseguida regresó detrás de Rosalía. Incluso en camisón imponía respeto el ama de llaves. Se había echado sobre los hombros una toquilla de lana, y su cabello, recogido en una gruesa trenza, estaba tan empapado como el de Valentina y la niñera, aunque ningún pelo había osado abandonar el sitio que le correspondía.
—Señora, todas las persianas están cerradas. Los esclavos están recogiendo el agua que ha entrado por las ventanas —anunció, diligente como un general, aunque no pudo resistirse a añadir en voz baja—: Sólo espero que esta tormenta no se convierta en huracán. —Rosalía temía a los huracanes más que al mismísimo diablo—. ¿Qué le ocurre a la niña?
—Tiene calentura. ¡Manda a Lázaro a buscar al doctor!
Rosalía se puso rígida. Cuando hacía falta un médico en esa casa convenía andarse con pies de plomo. La señora no quería saber nada del doctor Mendoza, sólo le mandaba llamar si la enferma era la niña, porque el primo de don Sebastián ya tenía fama de ser el mejor galeno de la ciudad. Sin embargo, cuando quien estaba indispuesta era ella, recurría a cualquier otro, aunque no fuera ni la mitad de eficaz que don Tomás.
—¿Al doctor…? —preguntó con cautela.
—¡Sí, al doctor Mendoza! —la cortó Valentina con impaciencia—. Di a Lázaro que no se deje amedrentar si le recibe ese carcelero que tiene por esposa y que exija hablar con el doctor de parte de doña Galatea. ¡Y que le diga que Inés tiene mucha fiebre! El doctor nunca ha rehusado atender a la hija de su primo.
Tanto Valentina como el ama de llaves sabían que la esposa de Tomás cribaba escrupulosamente a los pacientes que acudían a la consulta y rechazaba a los que no le parecían lo bastante ricos o no le placían por alguna otra razón. Valentina reflexionó y añadió:
—Será mejor que vaya yo. A mí no me asusta esa horrible mujer.
Cuando se disponía a levantarse, Inés tosió y acabó vomitando sobre su regazo. Valentina se acordó otra vez de Gervasio y perdió todo su aplomo. Arlette corrió al lavamanos, tomó la toalla que colgaba a un costado y se afanó en limpiar la cara de la niña y las manos del ama.
—Señora, con todos mis respetos —terció Rosalía—, creo que debería quedarse con Inesita. Ahora mismo mandaré que le preparen ropa seca y limpia. Piense que aunque fuera en el quitrín con el fuelle bajado, la tormenta la empapará. Y a nadie ayudará si usted también enferma. Lázaro se las arreglará, ya lo verá.
Valentina la miró y asintió con la cabeza. Sabía que el ama de llaves tenía razón. Además, no quería separarse de la niña.
Rosalía salió presurosa de la estancia y se precipitó escaleras abajo, aferrándose con fuerza a la barandilla para no resbalar sobre el mármol mojado. Valentina se quedó junto a Inés, con el camisón húmedo y aún manchado del vómito que Arlette no había conseguido quitar pese a sus esfuerzos. Fuera la lluvia seguía atronando. El viento aullaba y parecía empecinado en arrancar las persianas de sus fijaciones. Valentina abrazó a la hija de Sebastián y rogó a Dios que no se la llevara como había hecho con tantas personas a las que había querido.
Tomás no se hizo esperar. Y eso que para llegar a casa de Sebastián se había visto obligado a hacer frente a una lluvia torrencial, que había encharcado el suelo del quitrín y empapado los caros zapatos que usaba ahora, y a unas ráfagas de viento que habían estado a punto de desagarrar el fuelle del carruaje. Pero lo peor había sido hacer entender a Milagros que una niña enferma bien merecía que se aventurara a salir con esa tormenta, y más aún si esa chiquilla era la hija de su difunto primo. Su esposa se había quedado enfurruñada, y él sabía que, cuando regresara, le sermonearía sobre lo poco sabio que era para las cosas del día a día y rubricaría la perorata recordándole que, si ella no hubiera alejado de la consulta a todos esos pobres malolientes que no pagaban pero sí gastaban vendas y medicinas, su excesiva generosidad ya les habría llevado al arroyo y su hijo estaría jugando a espantar moscas con el vientre hinchado por el hambre. Y entonces él callaría por no discutir y correría a la alcoba del pequeño Manuel para abrazar a la criatura que llevaba su sangre y a la que había bautizado como Manuel por su padre y como Sebastián en honor a su primo. La sonrisa desdentada de ese bebé, en cuyo rostro creía descubrir cada día más rasgos suyos, era lo único que le impedía echarse a llorar por los sueños que había dejado escapar.
Irrumpió en la habitación de Inés siguiendo los pasos del ama de llaves. Iba envuelto en un impermeable Mackintosh abrillantado por la lluvia; pese a llegarle hasta los pies, no había bastado para evitar que su elegante traje de lino se mojara. Los zapatos empapados emitían un inquietante chapoteo al rozar el suelo. No reparó en la pálida niñera acurrucada en una butaca porque su mirada se posó enseguida en Valentina, mucho más hermosa aún que el recuerdo que le atormentaba por las noches. Sentada en la cama de Inés y abrazada a la pequeña, se le antojó la viva estampa de la maternidad. Las rodillas se le ablandaron y en la garganta se le atravesó un nudo del tamaño de una naranja.
Valentina se había lavado y vestido apresuradamente mientras esperaba la llegada de Tomás. Mayra le había arreglado el cabello encrespado por la humedad. Arlette había cambiado a la niña de camisón y dos de las esclavas encargadas de las faenas de la casa habían puesto ropa de cama limpia. Rosalía les había ordenado que dejaran el cuarto impecable para la visita del doctor. Cuando Valentina vio entrar a Tomás, su corazón dio un brinco salvaje y los latidos semejaron martillazos. Le pareció tan ridículo como las últimas veces que lo había visto, pero a pesar del bigote de puntas afiladas, de sus ademanes pomposos y su sombrío semblante, del que había huido la expresión soñadora que la atrajo en aquel lejano puerto de Asturias, Valentina intuía que bajo esa fachada de médico acaudalado y algo fatuo seguía agazapándose algo del Tomás al que había amado y al que no lograba olvidar.
—Doña Galatea —murmuró él, y en sus ojos brilló la chispa de mordacidad que aparecía cuando se veía obligado a saludarla por ese nombre.
Valentina se ruborizó y le dedicó un fugaz movimiento de cabeza.
—Doctor Mendoza…
Tomás depositó en el suelo su elegante maletín y se quitó el impermeable mojado. La diligente Rosalía lo atrapó antes de que él pudiera arrojarlo sobre la cama y se lo llevó afuera rumiando que incluso los hombres con estudios eran torpes para las pequeñas cosas. Tomás se quitó también la chaqueta, que recogió Arlette. La niñera se sentía tan culpable de no haber advertido la calentura de Inés, que sólo deseaba ser útil, aunque a esas alturas entorpecía más que ayudaba.
El médico indicó a Valentina que se apartara y tocó la frente de Inés. Después le tomó el pulso y despegó un poco el párpado inferior para explorar el interior del ojo. Pidió una cuchara, recado que cumplió la asustada Arlette yendo ella misma a la cocina del traspatio. La niña estaba tan apática que se dejó hacer. Ni siquiera protestó cuando Tomás le hizo abrir la boca, le presionó la lengua con la cuchara y le examinó las amígdalas. Finalmente le sujetó la cabeza e intentó moverla a izquierda y derecha, pero los músculos del cuello estaban rígidos y la pequeña se quejó. Tomás le acarició una mejilla y la besó en la frente. Mientras la arropaba, advirtió que el rostro de Inés guardaba ya un gran parecido con el de su madre. Ojalá no saliera en el carácter a la indolente Matilde, en cuya cabeza anidaban más pájaros que sesos, pensó.
—¿Qué tiene? —preguntó Valentina con ansiedad.
—Podría ser una simple afección de garganta, que suele causar mucha calentura —respondió Tomás sin alzar la voz—, pero en estos días hay un brote de escarlatina en La Habana y me preocupa…
—Tú la curarás, ¿verdad? —le interrumpió Valentina—. Si le ocurre algo a esta niña, no lo podré soportar.
Tomás miró de reojo a Rosalía y la niñera, que no habían perdido detalle de la exploración y a las que no había pasado inadvertido el repentino tuteo. Arlette no comprendía nada; Rosalía, en cambio, vio confirmada la sospecha que albergaba desde hacía tiempo sobre una relación deshonesta entre su señora y el primo del pobre don Sebastián, aunque el respeto teñido de afecto que había cobrado al ama la empujó a decirse que tal vez esos dos se habían amado antes de que su difunto señor conociera a doña Galatea.
Tomás enrojeció y carraspeó.
—Doña Galatea —respondió, enfatizando las dos palabras—, haré lo posible por curar a la hija de nuestro querido Sebastián. Lo principal ahora es evitar que la calentura aumente. Voy a prepararle un remedio y usted me ayudará a dárselo. No tiene buen sabor y tal vez Inés se niegue a beberlo.
Valentina se dio cuenta del fallo que había cometido. Asintió con la cabeza y mandó fuera a Rosalía y Arlette. Antes de que abandonaran la alcoba, Tomás se dirigió al ama de llaves:
—Rosalía, necesito papel y pluma.
—Enseguida, doctor.
—Puedes traerlo de mi gabinete —intervino Valentina.
—De acuerdo, señora.
La gallega regresó al instante con los utensilios de escritura que le había pedido el doctor, al que esa mañana veía muy pero que muy mustio, incluso envejecido, como si de repente se hubiera echado diez años encima. ¡Qué pena!, se dijo. Con lo apuesto que había sido siempre el primo de don Sebastián…
Tomás apoyó la cuartilla sobre el mármol de la mesilla de noche, mojó la pluma en el tintero y escribió con presteza. Después dobló el papel por la mitad y se lo tendió al ama de llaves.
—Le ruego que alguien lleve este recado a mi esposa cuanto antes. Y ahora necesito que me traigan un vaso de agua fresca y una cuchara limpia.
—Enviaré a Lázaro, doctor —respondió Rosalía, y añadió casi sin respirar—: Ahora mismo le traerán lo que ha pedido.
Atrapó la misiva con sus toscos dedos y salió entre el apresurado revuelo de las faldas que se había puesto esa mañana.
Tomás abrió el maletín y extrajo un sobrecito de color marrón. Sacudiéndolo entre los dedos se dejó caer sobre una esquina de la cama de Inés. La mano libre rozó con disimulo la de Valentina, que había recuperado su sitio al lado de la niña, aletargada y sudorosa por la fiebre. Valentina alzó el rostro, teñido de profundo carmesí, y le miró a los ojos.
—En mi recado —dijo Tomás en voz muy baja— he avisado a Milagros de que envíe a mi ayudante a visitar a los enfermos que me requieran. También le he pedido que me mande algunos remedios que necesito. Permaneceré con vosotras hasta que vea cómo evoluciona Inés. No os dejaré solas, Valentina.
Ante los ojos de Valentina se extendió una lámina acuosa que emborronó la imagen bigotuda y ridícula del hombre al que no lograba arrancarse del corazón. Tuvo que reprimirse para no colgarse de su cuello y besarle en los labios, por debajo del impertinente mostacho que sin duda se había dejado crecer a instancias de esa esposa que le tenía aprisionado en su telaraña como un arácnido a una mosca desdichada.