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A su regreso a la mansión, Valentina y Arlette subieron por la escalinata igual que la habían bajado horas atrás: con Inés cogida de la mano de las dos. Pero ahora la pequeña ya no brincaba. El paseo había sido tan excitante y había visto tantas cosas nuevas que apenas se tenía en pie de cansancio. Cuando llegaron a la galería del primer piso, Rosalía salió a su encuentro. La gallega sonrió a su ama y le tendió un sobre apaisado. Desde que se había convencido de que la señora llevaba el negocio con mano tan férrea como el pobre don Sebastián y no parecía deseosa de alzar el vuelo llevándose cuanto había de valor en la casa, dormía bien por las noches y su ceño se había vuelto menos adusto.

—Señora, un calesero ha dejado esto para usted.

Valentina escrutó con atención el sobre lacrado con cera roja que Rosalía le tendía. El papel era de color marfil y satinado. Cuando lo tomó y se lo acercó a la nariz, advirtió una intensa fragancia a flores que le recordó a uno de los perfumes que traían sus navíos de París y que gozaba de gran éxito entre las señoras pudientes de la isla. Quien enviaba la misiva sólo podía ser una dama. ¿Se trataría de la invitación de alguna dama a un baile o una velada musical? Se giró hacia la niñera.

—Arlette, será mejor que bañes a Inés y le des la cena. Está muy cansada. Llámame cuando vayas a acostarla.

Rosalía se acordó de don Sebastián y no pudo reprimir una sonrisa. Al amo le habría gustado saber que doña Galatea acudía todas las noches a la alcoba de su hija para arroparla y darle un beso. Claro que era muy posible que el ánima del difunto señor las observara a todas desde algún hermoso cielo. Rosalía nunca había desperdiciado muchos pensamientos en asuntos religiosos. Cumplía cuanto mandaba la Iglesia, pero la religión jamás había calado en ella. Sin embargo, desde que murió el hombre al que había amado en silencio durante años, le gustaba creer en la existencia de un paraíso en el que se reunían las almas de personas como don Sebastián.

La niñera asintió con la cabeza y se llevó a Inés. Valentina se retiró a su gabinete, que había mandado equipar con varios sillones Luis XV, un diván tapizado en damasco de seda azul y un coqueto secreter donde respondía a las cartas particulares con la caligrafía que había perfeccionado practicando cada noche. Ese refugio, decorado a imagen y semejanza del gabinete de madame Selene, era adonde se retiraba después de la cena, cuando la atenazaba la soledad y se cernía sobre ella una brumosa melancolía. Acostada en el diván leía a la luz de una lámpara los libros que tomaba de la biblioteca de Sebastián. Comparada con esa nutrida colección, ahora le parecía muy pobre la del poeta abolicionista en cuya casa la recluyó Leopoldo cuando la mantuvo como amante.

Sacó un abrecartas del cajón del secreter y rasgó con cuidado el sobre, del que extrajo una cuartilla del mismo color marfil y que llevaba una marca de agua en el centro. La agitó con un suave aleteo de la mano. De nuevo percibió el intenso perfume floral. Cada vez más intrigada, desplegó la hoja. La letra que la surcaba no hacía justicia al elegante papel. Sus trazos delataban inseguridad y poca pericia en el manejo de la pluma, que en algunos puntos se había troquelado en la hoja. Leyó la misiva y su contenido le golpeó el estómago como un puño cerrado. Tapándose la boca para contener las lágrimas, se dejó caer en el sillón más cercano. Enterró la cara entre las manos y sollozó sin preocuparse por si alguien la oía desde la galería.

Al cabo de un rato, sacó uno de los suaves pañuelos de hilo y encaje que sus navíos traían desde Francia y se enjugó las lágrimas. ¿Y si había leído mal la carta? La letra de la mujer que la había redactado no era buena, incluso había alguna que otra falta de ortografía diseminada a lo largo del escrito. Tal vez la autora se había expresado mal… Valentina inspiró y volvió a leer la misiva.

Querida amiga:

Después de muchos días deliverando, al fin me he decidido a escribirte. Tal vez no te agrade saber que conozco tu paradero, pero creo que es mi dever comunicarte que nuestra común amiga madame Selene sufrió hace dos semanas un ataque al corazón y murió poco después. En su lecho de muerte tuvo un instante de lucidez y me pidió que te buscase para entregarte un objeto que le era muy preciado. Deves saber que murió pronunciando tu nombre.

Me gustaría verte y contarte muchas cosas. Mañana temprano saldré a pasear en quitrín. Hacia las once me detendré en el Monte Vedado. Me calma los nervios contemplar desde allí el mar que aprisiona esta isla. Sería una bonita sorpresa que nos encontráramos allí, ¿no te parece? Aunque quiero que sepas que si no vas, lo conprenderé y nunca más sabrás de mí.

Una amiga que te aprecia

Valentina soltó la carta, que cayó sobre su regazo. Se arrebujó en el sillón y se frotó los ojos. Por mucho que deseara convencerse a sí misma de que había entendido mal el escrito, no había lugar a dudas. Madame Selene había fallecido y la que le escribía era alguna de sus antiguas compañeras del burdel. ¿Cómo habría averiguado su paradero? ¿Se lo habría dicho la propia madame?

Durante la cena en el comedor, que solía tomar con la niña y Arlette, aunque esa noche Inés ya estaba durmiendo, Valentina se hallaba tan inquieta por la noticia que apenas probó bocado. Al acabar, pidió que le sirvieran una jícara de chocolate en su gabinete. Mientras lo sorbía, ya en camisón y libre del incómodo corsé, recostada en su diván y acariciada por la brisa que subía desde la bahía, recordó cuando tomaba chocolate con Sebastián en la biblioteca antes de irse a la cama. Entonces él aún toleraba ciertos alimentos, aunque en pequeñas cantidades y tomándolos muy despacio. Con el recuerdo, las lágrimas regresaron a sus ojos. ¿Por qué la muerte se llevaba a todas las personas a las que quería? Le habría gustado tanto poder visitar alguna vez a madame Selene para contarle que le iba bien en su nueva vida… Ahora ya no lo podría hacer nunca. Aunque a lo mejor la madame se había informado sobre ella a través de la negra Candela, que se enteraba de todo cuanto acontecía en la ciudad.

¿Quién le habría escrito esa carta? Si había sido Rosa, no creía que hubiera nada que temer. Aunque a veces las personas en las que más se confiaba cometían las mayores traiciones. Eso lo había comprobado ella en sus propias carnes. Se acordó de Tomás cuando acudía a las fiestas de la nobleza con esa odiosa mulata casi blanca aferrada a su brazo como un ave de presa. Sí, la gente en la que más confianza se depositaba era la que más daño podía hacer, porque una tendía a desguarnecer el alma en su presencia. Eso se lo había recalcado muchas veces Sebastián. El lúcido y tierno Sebastián, que en los pocos meses que habían compartido había hecho por ella lo que no hizo su primo con todas sus ardorosas declaraciones de amor.

Pese al denso chocolate preparado por la cocinera, que solía calmarle los nervios y le ayudaba a dormir mejor, esa noche concilió muy tarde un sueño inquieto del que la arrancó el cañonazo de las seis. Saltó de la cama y releyó la carta, que había guardado bajo la almohada. Cada vez estaba más convencida de que la había enviado Rosa. Y de que le convenía acudir a su encuentro. No sólo por la memoria de madame Selene, sino también por averiguar si su antigua amiga albergaba la intención de perjudicarla.

Tiró de una cuerda que pendía de la pared junto al lecho. Formaba parte de un sistema que había mandado instalar para llamar a los esclavos. En cada estancia había una gruesa soga, unida a un cable fino que recorría toda la vivienda camuflado bajo la cornisa del techo y que accionaba en un tablero del traspatio una campanita cuyo tañido alertaba a los esclavos de que su ama les requería. Por el símbolo que acompañaba a cada campana sabían a qué habitación debían acudir.

Mayra se presentó enseguida con la bandeja del desayuno, que su ama siempre tomaba en negligé, sentada a una mesita redonda junto al ventanal desde donde podía observar el trajín mañanero en el puerto. Mientras bebía el café con leche que le había llevado su esclava, Valentina consultó la libreta donde anotaba los quehaceres del día. Comprobó con alivio que esa mañana no había nada que no pudiera dejar para la tarde. Al pensar que pronto vería a una persona que representaba su pasado en el burdel, se puso muy nerviosa. Dejó el café a la mitad y se levantó. Fue al otro lado de la estancia, donde Mayra, como todas las mañanas, aguardaba sus órdenes con discreción.

—Quiero que me preparen un baño. ¡Deprisa! Tengo que salir a hacer unas gestiones antes de la hora de comer.

—Enseguida, ama.

Cuando Valentina se hubo bañado y arreglado con la ayuda de su esclava, eran más de las nueve. Decidió no demorarse y acudir al encuentro de la mujer que le había enviado la extraña misiva. Alzando por delante el vestido y la crinolina para no tropezar, se deslizó escaleras abajo, gozando del suave siseo del organdí con el que había sido confeccionada la prenda. Le gustaba escuchar cómo hablaban las telas cuando caminaba, porque las que eran de buena calidad poseían un lenguaje propio en el que no había reparado cuando era pobre. En la planta baja, Lázaro ya había preparado el carruaje. Tras ayudarle a subir, la condujo por el mismo camino que recorrió la tarde en que Leopoldo la llevó de paseo al Monte Vedado. Aunque las cosas habían cambiado mucho desde entonces, se dijo Valentina con satisfacción. Ahora era una dama que manejaba un negocio; no sólo controlaba su propia vida, sino también las de otros. Y no permitiría que ningún hombre volviera a tratarla como lo hizo Leopoldo Bazán. Ni siquiera por amor, ese veneno de sabor dulce que se filtraba bajo la piel y nublaba la razón.

Al llegar a la muralla se toparon de nuevo con la aglomeración de curiosos que, tanto en carruaje como a pie, se recreaban viendo cómo brigadas de mulatos y negros desmontaban las gruesas piedras que habían servido a la defensa de La Habana. Lázaro tardó un rato en poder franquear lo que quedaba de la antigua puerta de salida de la ciudad y enfilar el camino hacia el Monte Vedado, que los dos caballos recorrieron a paso tranquilo bajo el dominio del experimentado calesero. Valentina sintió un escalofrío cuando divisó la superficie azul e infinita del mar a un lado del quitrín. Todavía no lograba disfrutar del intenso olor a salitre, pues le recordaba la travesía durante la cual murió Gervasio. Bajó la vista y la mantuvo fija en sus propias manos. Mirar el mar abierto sin la tranquilizadora aglomeración de barcos fondeados en el puerto le resultaba tan desasosegante como contemplar una tumba. Al fin y al cabo, en esa ciénaga de color esmeralda estaba enterrado su pobre Gervasio.

Había creído que Lázaro y ella estarían solos en ese monte por el que apenas transitaba nadie, pero detenido en un pequeño promontorio desde el que se disfrutaba de una vista espléndida había otro carruaje. A Valentina se le puso la piel de gallina al reparar en la mujer que se hallaba junto al quitrín y que se giró al oírla llegar. El corazón aún se le aceleró más cuando reconoció a Rosa. La que fue su amiga en el prostíbulo llevaba un vestido blanco cuya falda ahuecada por la crinolina parecía la campana de una iglesia. El generoso escote dejaba al descubierto la piel nívea de los hombros y buena parte de los senos. Iba ribeteado con lazos de seda y en el corpiño se entrecruzaban más drapeados de los que habría aconsejado madame Géraldine a sus clientas. El peinado, aun si era más sencillo que el atuendo, delataba las manos laboriosas de Dolores. Rosa se protegía de la luz solar bajo una sombrilla blanca recargada de volantes y puntillas. En la mano que no sostenía el mango del parasol llevaba un limosnero de raso y un abombado saquito de cuero.

Valentina bajó del quitrín en cuanto Lázaro lo detuvo junto al otro. Ni siquiera esperó a que el calesero desmontara para ayudarla. Corrió hacia Rosa y la abrazó en silencio. Los esclavos fingieron discreción, al tiempo que aguzaban el oído para no perderse ni una palabra de ese extraño encuentro. Cuando las dos mujeres se despegaron, Rosa tomó las manos de Valentina, se acercó a ella y le susurró al oído:

—Estás espléndida. Te has convertido en una verdadera dama.

—A ti tampoco parece irte mal —respondió Valentina y sonrió. Miró de reojo hacia los cocheros, que simulaban que nada de lo que veían les interesaba—. Deberíamos ordenar a nuestros caleseros que nos esperasen a distancia. Los esclavos son indiscretos por naturaleza. Estoy segura de que el mío guardará silencio sobre este encuentro; sabe que mi castigo será duro si habla. Pero no me fío del tuyo. —Reparó en que el calesero de Rosa no era el que conoció en L’Olympe—. ¿Qué ha sido de Jacinto?

—Madame Selene le concedió la libertad hace algún tiempo. Ahora ayuda a Gabriel a vigilar por las noches. Nuestro Gabriel se está haciendo viejo. Ya no inspira tanto respeto. —Una sonrisa pícara iluminó el rostro de Rosa cuando miró a su calesero sin ningún pudor. Valentina observó al mulato con mayor atención. Era muy joven. Sus facciones, casi femeninas de tan delicadas, eran bellísimas y le hicieron añorar el placer carnal, del que no gozaba desde que Tomás la abandonó—. Un buen cliente me regaló a Gregorio cuando aún era casi un niño —añadió Rosa—. Jacinto le enseñó el oficio y yo lo he convertido en un hombre.

Valentina no albergó ninguna duda de que el guapo mozalbete era su amante. Rosa debía de haber alcanzado una posición de peso en L’Olympe para poder permitirse ese lujo…

La otra la tomó de un brazo y propuso:

—En lugar de alejar a los caleseros, ¿qué te parece si paseamos un poco? La vista desde aquí es espléndida.

—Se nos llenarán las enaguas de polvo. Y también los pies.

Rosa soltó una carcajada tan cristalina como el agua cercana.

—¿Qué importa eso? ¿No te sosiega este paisaje?

—No soporto el mar. Me trae malos recuerdos.

—Valentina, sé lo mucho que sufriste cuando murió tu marido durante aquella horrible travesía, pero las dos hemos dejado atrás esos tiempos. Gracias a Dios.

Valentina se encogió de hombros. Se giró hacia Lázaro y le pidió su sombrilla. No le gustaba ese artilugio, le parecía más un estorbo que otra cosa. Si quemaba mucho el sol cuando salía en quitrín por las calles de La Habana, ordenaba a Lázaro que bajara el fuelle. Era lo que acostumbraban a hacer las damas criollas, que aborrecían sombreros y parasoles porque les impedían presumir de escote y de su lustrosa cabellera negra, tan apreciada por los caballeros norteamericanos que recalaban en la isla. Pero en ese descampado lo primordial era protegerse la piel. No deseaba andar por ahí con el rostro enrojecido por la intemperie cual una campesina de Castilla.

En cuanto se hubieron alejado lo suficiente de los esclavos para que no pudieran oír lo que decían, Rosa retomó la palabra:

—Ay, Valentina…, hablas y te mueves como una dama elegante acostumbrada a mandar desde niña, pero no puedes ocultar lo mucho que te inquieta estar aquí conmigo. ¿Temes que te haya citado en este lugar para pedirte dinero a cambio de no desvelar tu pasado?

Valentina sintió un inoportuno rubor trepándole hasta las mejillas. No supo qué responder. Rosa se rió con juguetona mordacidad.

—De modo que estoy en lo cierto… Ya decía nuestra querida madame Selene que conviene hacer caso a los pálpitos. ¿Te acuerdas?

Valentina asintió con la cabeza.

—Claro que lo recuerdo —murmuró, todavía recelosa—. Fue una mujer muy sabia. Y una dama.

—Lo fue. Merecería haber muerto en uno de los palacios que tú frecuentas ahora, no en un burdel. —Rosa se detuvo en seco y miró muy seria a su antigua amiga bajo la protección de su abigarrada sombrilla—. Puedes estar tranquila, Valentina. No pretendo causarte ningún mal. Soy una ramera y lo seré hasta que muera; ningún caballero rico me rescatará como te ocurrió a ti. —Se encogió de hombros—. Sé que no siempre me comporto como una buena persona, pero jamás traiciono a mis amigas.

Valentina se paró y abismó su mirada en los ojos castaños de Rosa, que le hicieron frente sin retroceder. Tragó saliva. Rosa había logrado que se sintiera avergonzada por haber sospechado de sus intenciones.

—Rosa, yo…

—No pases pena, mujer. Yo en tu lugar tampoco me fiaría de nadie. Ahora tienes mucho que perder. —Rosa sonrió y reanudó su pausado caminar sobre el polvoriento sendero. Valentina la siguió—. Supongo que desde que recibiste mi carta te estás preguntando cómo averigüé tu paradero, ¿no es cierto?

Valentina se dio cuenta de que iba a remolque de Rosa, era ella quien dirigía la conversación, y eso le dio rabia, pero se controló; en los negocios era primordial dominar las emociones y mantener la cabeza fría, le había recalcado Sebastián infinidad de veces.

—Desde luego. Me gustaría saberlo.

Rosa hizo girar su sombrilla moviendo el mango entre los dedos.

—Cuando desapareciste de L’Olympe, me convertí en la favorita de los caballeros y poco a poco madame Selene fue confiando más y más en mí. Ya sabes que las otras muchachas no son grandes lumbreras. —Un asomo de sonrisa aleteó en sus labios—. Madame Selene manejaba el negocio con gran dureza y sus castigos podían ser terribles, sin embargo, llegué a apreciarla. De las muchas madames que he conocido, ella ha sido la única que no me ha robado ni maltratado. Y, créeme, antes de recalar en L’Olympe pasé por infinidad de burdeles, a cual peor.

Valentina recordó cuando madame Selene le pidió que instruyera a una pupila recién llegada, que resultó ser la joven algo casquivana a la que conoció durante la travesía. Se acordó de cómo pulió la tendencia a la ordinariez de Rosa, como decía la madame, para adaptarla a lo que los caballeros esperaban de una cortesana de lujo. Seguía exhibiendo cierta querencia por el exceso de adornos, pero era evidente que ya no conservaba rastro de la prostituta burda y mal vestida que llegó a L’Olympe años atrás.

—Al principio me pareció una remilgada que no andaba bien de la sesera —murmuró Rosa y se rió—. ¿Sabes que conservo el nombre de Amaltea? A los clientes les gusta. Nuestra querida madame sabía como nadie lo que atrae a los caballeros con fortuna.

Valentina se contagió de la risa de su amiga.

—¿De modo que seguía bautizando a las pupilas nuevas con nombres de la mitología griega?

Rosa asintió con la cabeza.

—Lo hizo mientras fue la madame. Hace unos meses me traspasó el negocio. Invertí en L’Olympe todo lo que había ahorrado desde que llegué allí… y créeme…, después de tu desaparición gané mucho dinero. —Rosa hizo un mohín mordaz—. Y pensar que al principio la tomé por una lunática… ¡Qué ilusa! Nuestra madame tenía la cabeza bien despejada. Aunque hacía algún tiempo que ya no era la misma; andaba tristona y achacosa. Ya antes de venderme el negocio dejaba la mayor parte de sus obligaciones en mis manos. Hablaba de retirarse a algún lugar de la isla donde nadie supiera que había regentado un burdel. Ya había hecho algunas gestiones para comprarse una casa en Santiago.

—Así que ahora eres tú quien dirige L’Olympe…

Rosa volvió a reírse y asintió con la cabeza.

—¡Y sólo yazgo con quien me agrada! —exclamó sin ocultar su satisfacción—. Aunque sigo complaciendo a mis mejores clientes y a algún que otro caballero poderoso que acude a L’Olympe atraído por mi fama. Naturalmente, ese privilegio les cuesta una fortuna. Debo aprovechar mis últimos años buenos, pronto se me caerán los pechos y los hombres sólo verán en mí a la vieja madame que les vacía el bolsillo antes de entregarles a la joven belleza que le han pedido para esa noche.

Viendo a Rosa tan lozana y peripuesta, a Valentina le costó imaginarla como una alcahueta envejecida de pechos resecos, pero sabía tan bien como su amiga que la vejez alcanza incluso a las cortesanas más hermosas. Agradeció a Sebastián una vez más que la hubiera alejado de esa vida.

—Aún no me has dicho cómo murió madame Selene…

La mirada de Rosa se tornó triste.

—Estábamos las dos charlando en su gabinete. Yo iba ahí todas las tardes para calcular los gastos y beneficios del día anterior y disponer todo para la noche. Lo mismo que hacías tú antes de marcharte. Yo solía beber limonada, a veces café, que me da fuerzas para resistir hasta que se marcha el último cliente. Madame Selene prefería el ron. Creo que siempre tomó demasiado, pero de un tiempo a esta parte tenía que vigilarla. Se le iba la mano con facilidad. Y no es bueno que las furcias vean a su madame borracha; le perderían el respeto. —Rosa hizo una pausa, pensativa, y continuó—: Aquella tarde estaba hablándome y de pronto se desmayó. Corrí a mandar llamar al médico que la solía tratar. Es uno de los mejores de la ciudad, no el gruñón que sustituyó al doctor Mendoza.

Rosa calló y se mordió el labio inferior al percatarse de su indiscreción. No había sido elegante mencionar al hombre que abandonó a Valentina para casarse con una sirvienta. Sabía por experiencia que las heridas causadas por el amor nunca se curan del todo y duelen al más mínimo roce. Se preguntó si Valentina coincidiría alguna vez con el doctor Mendoza en su nueva vida de rica.

—Por el doctor Velasco supe que el corazón de madame Selene estaba muy enfermo —prosiguió—. Por lo visto le había prescrito un tónico para estimularlo y algunos remedios más. Supongo que madame Se lene los tomaría a escondidas para ocultarnos su enfermedad. Yo nunca la vi beber otra cosa que no fuera ron o bourbon.

—Era una mujer orgullosa —observó Valentina—. No querría que la vierais marchitarse.

Rosa encogió sus hombros desnudos.

—¿Recuerdas al carcamal de don Vicente?

Valentina asintió con la cabeza y se rió. El achacoso don Vicente, que no paraba de toser y tenía preocupadas a las pupilas que debían yacer con él, por si le sorprendía la muerte precisamente en su alcoba. Después de casarse con Sebastián, había coincidido con el vejete en alguna fiesta de sociedad, pero él nunca había dado muestras de haber reconocido en ella a la famosa Calipso.

—Cuando aún me tocaba complacer a ese vejestorio —prosiguió Rosa con súbita tristeza en la voz—, me contó que madame Selene fue en su juventud bella y luminosa como un rayo de luna. Con esas palabras lo dijo. Pero yo, por más que miraba a la madame, sólo veía a una vieja triste que bebía demasiado. Por eso quiero sacarle el jugo a este negocio, Valentina. Porque el único amigo que conserva una furcia vieja es el dinero, si es que ha sabido retenerlo.

—Tienes razón —admitió Valentina—. Con posibles, la enfermedad y la vejez son más fáciles de soportar. —Pensó de nuevo en Sebastián. Sin las comodidades que le había proporcionado su gran fortuna, sus últimos meses habrían sido mucho más duros de lo que ya fueron.

—Después del ataque trasladamos a madame Selene a su alcoba. El médico dijo que no había esperanza de que se recuperara; me dio miedo que se muriera sola y me quedé con ella toda la noche. Al amanecer recobró la conciencia, aunque le costaba pronunciar bien. Tal vez el ataque le había afectado a la cabeza, no sé. —Rosa calló y su mirada se perdió contemplando el océano. Al cabo de unos segundos, agregó—: Me habló de ti. Dijo que te había amado como a una hija y que se alegraba de tu buena suerte. Y entonces fue cuando me desveló tu paradero y me pidió que te entregara algo que le era muy preciado.

Rosa introdujo una mano en su limosnero, sacó un camafeo de nácar colgado de una gruesa cadena de oro y se lo tendió a Valentina.

—Quería que tuvieras esto. Dijo que se lo regaló su esposo cuando se prometieron. —En su semblante se marcó una mueca de desagrado—. Yo no me colgaría eso del cuello por nada del mundo. Me sentiría como si llevara el cadáver de madame Selene en el escote. Pero tú fuiste muy amiga suya y tal vez aprecies el recuerdo…

Valentina tomó el camafeo y lo observó con atención. Le pareció que el perfil de mujer tallado en el nácar reunía los rasgos de madame Selene tal como debió de haber sido en sus gloriosos años de juventud. Se le formó un nudo en la garganta.

—Hay otra cosa que te resultará más útil que ese horrible medallón —murmuró Rosa—. Madame Selene me dio la llave de su caja de caudales. Guardaba ahí todos sus ahorros.

Rosa acercó a su amiga el saquito de cuero que había llevado en la mano todo el tiempo.

—Quiso que te diera esto por si alguna vez lo necesitas. Es parte de lo que ahorró durante años. Hay una fortuna ahí dentro.

Valentina tragó saliva. Le costó alargar la mano para coger lo que Rosa le tendía. Le conmovía la honradez de su amiga.

—¿No estuviste tentada de quedártelo? —preguntó con voz ronca—. Yo nunca lo habría sabido.

—¡Desde luego que sí! —afirmó Rosa, rotunda—. Tal vez en otro tiempo me lo habría guardado. La vida no siempre te deja actuar con nobleza. Pero ahora no necesito apropiarme de lo que no es mío. Además, a mí también me legó dinero. Y me ha servido para recuperar los ahorros que invertí en comprarle el negocio.

Por un instante, Valentina se preguntó si Rosa no se habría hecho con el dinero de madame Selene por métodos ilícitos. Enseguida se sintió muy mezquina. Si hubiera sido así, Rosa no la habría citado en el Monte Vedado para entregarle su parte. Notó sobre ella la mirada escrutadora de su amiga y supo que había vuelto a leerle el pensamiento. Sin duda regentar un prostíbulo agudizaba al máximo la in tuición. Rosa nunca había sido una mujer tonta, pero ahora parecía capaz de penetrar en la mente de cualquiera.

Rosa soltó un afectado suspiro.

—Es hora de que regrese a L’Olympe para organizar el día. Ya sabes lo indolentes que son algunas de las pupilas. No moverían un dedo si yo no las empujara.

—¿Aún sigue ahí Briseis?

El semblante de Rosa se endureció.

—¡La expulsé en cuanto me quedé con el negocio! No quiero a mi alrededor a intrigantes ni traidoras. Me consta que esa bruja hizo todo lo posible por indisponerme con madame Selene. ¡Y yo no soy de las que perdonan!

Valentina sintió una malévola satisfacción al saber que la pérfida Briseis había recibido su merecido.

—Estoy segura de que eres la mejor madame de La Habana.

Rosa echó la cabeza hacia atrás con audacia.

—Debo aprovechar lo que me ha ofrecido la vida. Habría preferido convertirme en una dama que se codea con la nobleza, como tú —confesó, incapaz de disimular un brote de la envidia a la que era proclive—, pero ya que mi sino es ser ramera, trataré de sacarle todo el beneficio que pueda.

—¿Seguirás poniendo a las muchachas nombres de la mitología griega?

Rosa estalló en carcajadas.

—Quizá no te lo creas, pero me he comprado un libro donde vienen todas esas tonterías que tanto placían a madame Selene. Esa mujer conocía como nadie los gustos de los caballeros criollos y me conviene conservar algunas de sus costumbres.

Se quedó parada de repente. Valentina hizo lo mismo. Las dos se miraron a los ojos. Sonrieron al descubrir que sentían la misma tristeza. Ambas sabían que sus caminos no debían volver a cruzarse jamás. Regresaron en silencio hasta donde aguardaban los caleseros. Unos pasos antes de llegar a la altura de los quitrines, Rosa se detuvo otra vez. Sin mediar palabra abrazó a Valentina. Le dio un beso en cada mejilla mientras las sombrillas de las dos se enredaban por encima de sus cabezas.

—Cuídate mucho, Calipso —le susurró al oído.

—Y tú, Amaltea —respondió Valentina con picardía.

Se separaron sin añadir nada más. Tampoco cruzaron una mirada después de subir a sus carruajes con la ayuda de los caleseros. El quitrín de Rosa fue el primero en partir de regreso a la ciudad. Con la espalda muy erguida bajo la sombrilla abierta, Rosa mantenía la vista fija en la apuesta estampa de su joven esclavo. No dedicó a su amiga ni un último saludo con la mano. A Valentina no le sorprendió. Ella habría hecho lo mismo. Ya se habían dicho todo lo que tenían que decirse. Cerró la sombrilla. Ordenó a Lázaro que extendiera el fuelle. Mientras el quitrín rodaba sobre el polvoriento camino hacia La Habana, se reclinó cuanto pudo en el asiento para ocultarse de miradas indiscretas. Abrió el saquito de cuero que contenía el dinero de madame Selene. Contó los billetes con disimulo. Rosa no había mentido. Allí había una pequeña fortuna. La guardaría en su caja de caudales por si su suerte se torcía.

Se limpió el velo que el recuerdo de la madame había extendido ante sus ojos y dejó caer dentro de la bolsa el camafeo que aún encerraba en la mano. Su dueña había ido envejeciendo y ahora sólo quedaban de ella unos restos que se convertirían en polvo, pero en el medallón aún vivía la joven rica y hermosa ante la que parecía abrirse una vida llena de posibilidades. Valentina cerró bien el saquito y lloró por Gervasio, enterrado para siempre en el fondo del océano que la acechaba a un costado del quitrín; por Sebastián, que la rescató de envejecer en un burdel, y por madame Selene, que había logrado preservar la nobleza de su corazón mientras vendía carne fresca a caballeros sedientos de placeres extravagantes.