La Habana, agosto de 1863
Valentina miró a Mayra a través del espejo del tocador. La esclava estaba de pie detrás de ella y casi había acabado de peinarla. Esa tarde le había hecho la raya en medio habitual y le había recogido el cabello en un rodete que descansaba sobre la nuca. Como innovación había dejado fuera algunos mechones, que antes había mantenido un rato enrollados alrededor de un rulero de metal caliente para que le cayeran en tirabuzones sobre las clavículas. Valentina había descubierto el novedoso peinado en uno de los figurines de moda que le traía madame Géraldine de cuando en cuando y se lo había sugerido a Mayra, cuyas artísticas manos eran capaces de realizar cualquier tocado, por complicado que fuera.
—Eres una artista, Mayra —la alabó mientras se contemplaba en el espejo de frente y de perfil.
La esclava hizo una rápida genuflexión.
—Es usted muy amable, ama —respondió.
Desde que había tomado algo de confianza con su señora, Mayra se atrevía incluso a conversar cuando ésta le daba pie. Algunas mañanas hasta le contaba los chismes que la cocinera difundía entre los siervos a su regreso del mercado, donde las reinas de los fogones solían intercambiar sabrosos cotilleos sobre sus amos. A veces Valentina se preguntaba si Antonia, la única de sus esclavas que era de gruesas carnes y lengua ágil, coincidiría allí con la negra Candela. Pero nunca llegaba a inquietarse. Era poco probable que la cocinera de L’Olympe fuera a comprar al mismo mercado que Antonia. Y aunque las dos se conocieran y chismorrearan, es taba segura de que sería Candela quien sonsacaría a Antonia todo lo que quisiera saber.
Mayra le quitó el peinador de lino bordado, aguardó a que doña Galatea se levantara y le ciñó el corsé sobre la ropa interior. Después le ayudó a ponerse el vestido encima de la crinolina de aros de acero. Cuando hubo concluido, Valentina fue hasta el espejo de cuerpo entero y contempló extasiada su propio reflejo. Había transcurrido un año y medio desde la muerte de Sebastián y al fin se había decidido a quitarse el luto. Esa tarde estrenaba un vestido de organdí malva con amplio escote, mangas cortas y abullonadas por debajo de los hombros y una falda que caía en voluptuosa cascada sobre la crinolina. La prenda era obra de madame Géraldine, que no sólo le confeccionaba a precio de oro bellísimos vestidos con los que deslumbraba hasta a sus detractores, también la mantenía al día sobre cuanto acontecía en la alta sociedad de La Habana y le servía para difundir lo que Valentina deseaba que se supiera. Ataviada con ese sueño lila pensaba llevar a pasear a Inés por el paseo del Prado. La niña ya había cumplido tres años; había llegado el momento de que se familiarizara con el mundo exterior. Estaba segura de que Sebastián habría hecho lo mismo si viviera.
Cogió su limosnera a juego con el vestido, en la que había introducido unas cuantas monedas por si la abordaban los menesterosos que se acercaban a mendigar a los quitrines de los ricos. Sonrió a Mayra y le dio las gracias por su labor. Procuraba ser amable con sus esclavos. Sabía que las buenas palabras solían ser más eficaces que los castigos. Salió de su alcoba dando pasos ligeros y deleitándose con el tenue frufrú del vestido nuevo.
En la galería ya esperaba Arlette, que llevaba de la mano a la pequeña Inés. La niña era de naturaleza risueña y muy tranquila, pero esa tarde a la niñera le estaba costando mantener a raya a una criatura excitada por la novedosa perspectiva de salir a pasear con su madre en quitrín. Valentina tomó la otra mano de Inés, que gozó bajando la escalinata a saltitos entre las dos mujeres. En el zaguán aguardaba Lázaro, ataviado con el nuevo uniforme de paseo que Valentina le había mandado confeccionar. Hizo una reverencia al ama y se dispuso a ayudar a las tres a subir al carruaje. Valentina ordenó que primero se sentara la niñera. Después el calesero aupó a la pequeña y por último extendió su fuerte brazo hacia la señora, que apenas tuvo que apoyarse en él para saltar al quitrín.
—Hoy andan derribando las murallas, mi ama —dijo Lázaro—. Es posible que por la calle no se pueda circular bien.
Valentina se encogió de hombros y dibujó una sonrisa. Toda la ciudad andaba alborotada con el derribo de las murallas que antaño la habían protegido contra las incursiones de los piratas; con el tiempo se habían convertido en un estorbo que partía La Habana en dos y amenazaba los planes de quienes deseaban hacer de ella una urbe espaciosa y moderna.
—Las calles de La Habana siempre están abarrotadas, Lázaro. No tenemos prisa.
El calesero inclinó de nuevo el torso en una rápida reverencia. Montó en su caballo y maniobró para sacar el carruaje del zaguán. Valentina se echó atrás en el asiento y se recreó contemplando la bahía cuando el carruaje circuló paralelo al mar de color turquesa. Era la primera tarde libre que se tomaba en mucho tiempo. Desde la muerte de Sebastián, había luchado día a día para mantener el esplendor del negocio que él le legó. Había tenido que imponerse a muchos hombres que la habían menospreciado por el mero hecho de ser mujer. Desde los escribanos que trabajaban en las oficinas del entresuelo hasta los estibadores contratados para descargar las mercancías llegadas de ultramar, pasando por los tenderos que compraban los artículos importados, a todos había tenido que llamar al orden tarde o temprano. Había aprendido a repasar cada mañana los libros de cuentas que llevaban los contables, a negociar con los representantes de los proveedores de ultramar que al principio intentaron estafarla, a imponer sus condiciones a los nobles que seguían acudiendo a ella para pedirle prestadas grandes sumas de dinero y la adulaban con intención de sacarle un interés más bajo. Incluso se había visto obligada a embargar a un hacendado que se había retrasado en la devolución del dinero prestado, dándole largas con una insolencia que jamás habría osado emplear en vida de Sebastián. Aquel castigo ejemplar surtió efecto y ningún deudor volvió a faltarle al respeto.
Valentina trabajaba sin descanso, se personaba en el puerto para vigilar la carga y descarga de mercaderías y acudía a los Almacenes de Regla para controlar las cajas de azúcar que eran embarcadas con destino a Europa. Seguía comprando el azúcar manufacturado a los plantadores hostigados por Leopoldo Bazán, que después transportaba en ferrocarril hasta el puerto de La Habana. Sabía por los espías que habían trabajado para Sebastián y ahora la informaban a ella, que Leopoldo proclamaba a quien quisiera escucharle que la viuda de Sebastián Ruiz Mendoza era una usurera mucho peor aún que su difunto esposo y merecía un correctivo. Pero la amenaza que ella le lanzó tras su encontronazo en el despacho de Sebastián había surtido efecto. Leopoldo no había vuelto a molestarla, no había difundido su pasado de ramera y acataba los leoninos intereses que ella le imponía cuando llegaba la hora de pedirle un nuevo préstamo. Valentina era muy consciente de que esa paz era engañosa. Leopoldo jamás olvidaría la humillante bofetada que le dio en el despacho. Y, al igual que hacía ella, acechaba el momento oportuno para asestarle la puñalada. Aunque ahora no iba a resultarle fácil. En año y medio, Valentina se había convertido en la mujer más poderosa de la isla. Había logrado granjearse el apoyo de hombres importantes e incluso la amistad de sus esposas, que la invitaban a todas sus fiestas. La condesa de Fernandina acudía a tertuliar a la mansión junto a la bahía cuando se hallaba en la isla. Miguel Aldama conversaba con ella sobre política y negocios como si tuviera enfrente a un caballero, y su esposa Hilaria buscaba su compañía para que le hablara de los productos de belleza recién traídos de París en sus navíos. Ese año entró mucho dinero en la caja de caudales cuya llave le confió Sebastián en su lecho de muerte. Pero la riqueza y el poder se habían presentado de la mano de una soledad amarga, que no lograban mitigar ni los buenos ratos que pasaba en compañía de Inés ni mucho menos las veladas en los salones de la nobleza, a las que sólo asistía si veía la posibilidad de obtener ventajas para el negocio.
Cuando se retiraba a su alcoba por las noches, surgía en la oscuridad la imagen de Tomás. Pero no el médico acomodado al que adoraba la alta sociedad. No el que llevaba trajes de buena hechura y se había dejado ese bigote cuyas puntas enrollaba hacia arriba usando un potente fijador. No el que acudía a visitar a sus pacientes montado en un purasangre negro. No el que había dejado de atender en su consulta a los pobres que no podían pagarle y al atardecer paseaba en un lujoso quitrín junto a su bella esposa de piel aterciopelada. A quien añoraba era al apuesto soñador que la sacó de los Almacenes de Regla y le pidió que se casara con él. El amante que en la calurosa alcoba de L’Olympe besaba cada parcela de su piel entre furibundas declaraciones de amor. El hombre al que había perdido para siempre. Cierto que podría haberse buscado a un mozalbete ardoroso para volver a consumirse entre las llamas de la pasión. Lo hacían muchas damas de alcurnia y con ello mataban el aburrimiento al que las condenaba un matrimonio de conveniencia. Pero buscar el mero placer carnal se le antojaba una falta de respeto hacia Sebastián, que tuvo el valor de sacarla del burdel casándose con ella. Y el amor era un sentimiento del que había decidido mantenerse bien lejos.
Sabía por Rosalía que la vida estaba siendo generosa con Tomás. Mes y medio después de la muerte de Sebastián, había sido padre de un niño de tez más morena que él, aunque no tan oscura como para impedirle pasar por blanco en una sociedad que vedaba a los mulatos libres prosperar más allá del nivel de artesanos, pequeños comerciantes o músicos. Las damas de la nobleza tenían fe ciega en el apuesto doctor que curaba todos sus males, ya fueran reales o imaginarios, y siempre amenizaba las visitas con alguna palabra galante que ejercía sobre ellas el efecto de un bálsamo. Muchos nobles habaneros habían comenzado a invitarle a sus veladas musicales y a los fastuosos bailes que celebraban en salones revestidos con grandes espejos de marco dorado. En algunas de esas fiestas, Valentina le veía llegar en compañía de su pizpireta esposa, a la que los nobles pasaban por alto los carnosos labios y el color levemente tostado de la piel, en los que un buen observador podía detectar su sangre mestiza, gracias al exuberante gracejo con el que la mulata sabía ganárselos. Valentina jamás se acercaba a la pareja, y sólo saludaba a Tomás cuando lo exigía la cortesía. Pero una noche no pudieron esquivarse el uno al otro y él le presentó a Milagros. Las dos mujeres, muy jóvenes, hermosas y ataviadas con vestidos confeccionados por madame Géraldine siguiendo la última moda de París, se midieron con la mirada como gatas dispuestas a sacar las uñas para arrancarse los ojos mutuamente. Valentina vio destellar entre los párpados de la otra la soberbia del vencedor. Por un instante le deseó la muerte. Cuanto más dolorosa, mejor. Tomás vio deflagrar ese odio gélido en los ojos de Valentina y se apresuró a alejarse con Milagros aduciendo una excusa muy tonta. Valentina se quedó desolada, siguiendo con la vista a la víbora que le había robado a Tomás y le estaba ayudando a ascender en la alta sociedad habanera mucho mejor de lo que habría sabido hacer ella.
Valentina se sobresaltó cuando el quitrín se detuvo de repente. Había estado tan absorta en sus pensamientos que no había reparado por dónde las llevaba Lázaro. Vio que se hallaban frente a una de las puertas de la muralla, por la que se accedía al paseo del Prado. Un nutrido grupo de trabajadores de la Dirección de Obras Públicas, con las ropas manchadas de sudor y polvo, se afanaba en desprender las gruesas piedras del muro. Una vez liberadas las arrojaban al suelo, de donde se las llevaban con movimientos furtivos hombres en guayabera que corrían a esconderse con el botín en las casas cercanas. Los ricos que iban de paseo en quitrín habían mandado a sus caleseros que pararan para poder contemplar el curioso espectáculo. De ahí la imprevista congestión de la calle. Valentina advirtió que Arlette se limpiaba los ojos con disimulo. Recordó que el hermano de la niñera, un joven de apenas veinte años, luchaba con el ejército confederado.
—¿Has tenido noticias de tu hermano, Arlette?
La niñera sacudió la cabeza y acercó a la nariz un modesto pañuelo blanco que había bordado ella misma.
—No, señora. Hace tiempo que mi madre no sabe nada de él. —Dos lagrimones escaparon a la vigilancia de Arlette y comenzaron a escurrirse mejillas abajo. Ella se los enjugó presurosa—. Sólo le pido a Dios que Charles no haya caído en Gettysburg.
La batalla de Gettysburg, la más cruenta de las libradas hasta la fecha en la guerra que dividía a Estados Unidos, se había extendido durante tres largos días de julio después de que los confederados, mandados por el general Robert E. Lee, hubieran intentado cruzar el río Potomac para expandir las hostilidades hasta los estados del Norte. Sin embargo, habían sido vencidos por el ejército de la Unión, con el general George C. Meade al mando. Entre los dos bandos habían muerto en Gettysburg más de cincuenta mil hombres y la batalla había mermado las filas y la moral del Sur. Desde julio no se hablaba de otra cosa en los suntuosos salones de la aristocracia habanera del azúcar, cuya riqueza provenía de la mano de obra esclava. Aunque también se comentaba entre los hombres ilustrados de clase media y en los corrillos de negros y pardos libres que ejercían el oficio de artesano. Porque todos sabían que si la esclavitud era abolida en Estados Unidos, eso afectaría de un modo u otro a la Perla de las Antillas.
Valentina alargó la mano izquierda por encima de Inés y presionó el antebrazo de Arlette.
—Todo irá bien —dijo—. Nunca debemos perder la esperanza.
—Lo sé, señora —musitó la niñera, haciendo pucheros otra vez.
De repente, Valentina sintió la manita de Inés tirándole del chal de seda que se había echado sobre los hombros para salir.
—Mami, ¿por qué rompen las casas?
Valentina abrazó a la niña muy fuerte, hundió la nariz entre sus rizos negros adornados con un gran lazo rosa y aspiró la suave fragancia que emanaba de la pequeña. Cada vez que la miraba, se veía invadida por sentimientos contrapuestos. Quería a la hija de Sebastián como si la hubiera gestado en su propio vientre, pero su alegría por lo sana y feliz que crecía Inesita la empañaba el recuerdo de su hijo, al que días atrás había visto por sorpresa, lo que le había desgarrado el corazón como una tela vieja. Aquella tarde se dirigía en quitrín hacia el muelle de San Francisco para vigilar la descarga de maquinaria muy valiosa recién llegada de Inglaterra. Cuando se hallaba cerca del puerto, vio a Leopoldo justo al lado del carruaje. Ataviado con un elegante traje de lino oscuro y sombrero panamá, iba montado en un majestuoso caballo blanco. Sobre sus muslos apoyaba a un niño, al que protegía entre sus brazos con la solicitud de una gallina cuidando de su polluelo. El cabello oscuro del pequeño contrastaba con su tez de porcelana, suave como la de una muchacha, y el azul de sus ojos parecía un reflejo del cielo antillano. Desde lo alto de su caballo, Leopoldo la vio mirar al niño, inclinó un poco la cabeza en un gélido saludo y exhibió una sonrisa llena de crueldad, en la que Valentina leyó un recordatorio de que jamás recuperaría a su hijo. En aquel instante se prometió una vez más que llevaría a la ruina a Leopoldo Bazán, aunque con ello hundiera en la pobreza al fruto de su propio vientre.
Besó a Inés en la frente y le dijo:
—Están derribando las viejas murallas para que tu ciudad sea aún más bonita de lo que es.
Valentina se acordó de madame Selene, que había quedado atrapada en esa isla porque su luz le había robado el corazón. Se dio cuenta de que a ella le estaba ocurriendo lo mismo. Se había habituado al sol del Caribe; a la humedad que emergía de la bahía y recorría las estancias rociando la piel con perlas de sudor; a los aromas que impregnaban las abarrotadas calles de la ciudad; a las mansiones señoriales pintadas de azul, verde o amarillo, con sus balcones corridos y rematados por las rejas más artísticas que jamás había visto; al suave ondular de los cortinajes cuando los agitaba la brisa que irrumpía por los ventanales sin cristales. Y supo que nunca iba a regresar a España, porque ya no soportaría vivir lejos de La Habana ni de la riqueza en la que la había introducido Sebastián.