13

Valentina llevaba toda la tarde trabajando en el despacho de Sebastián. Sentada tras el gran escritorio de nogal examinaba con atención los documentos que él había calificado de importantes en las instrucciones que le dejó dentro de la caja de caudales. Habían transcurrido tres días desde el entierro, iba ataviada con el vestido negro que había llevado para el funeral y esa misma mañana había soportado con paciencia los chismorreos que madame Géraldine había deslizado en su conversación de cotorra mientras le tomaba medidas para confeccionar la ropa de luto que le había encargado. Rosalía, que se tomaba muy en serio la promesa que hizo a Sebastián en su lecho de muerte, le había aconsejado que en lugar de encerrarse en el despacho, disfrutara de la suave brisa vespertina acostada en el diván de su alcoba. Ya tendría tiempo de ponerse al corriente con el legado de su esposo. La veía muy pálida desde que había fallecido el señor, y a nadie ayudaría que ella también enfermara, añadió Rosalía. Valentina le agradeció el consejo con palabras afectuosas. Ahora que el ama de llaves parecía haber entrado en razón, quería mantener su buena disposición. Pero en cuanto declinó un poco el calor de mediodía, desoyó el consejo y bajó al entresuelo.

Después de dos horas de intenso trabajo examinando papeles que no siempre entendía, había mandado a uno de los esclavos recaderos al piso de arriba para que le bajara un tazón de café. Se lo sirvió la propia Rosalía, como había hecho antaño con el señor. Pese a las reticencias que aún albergaba hacia su nueva señora, cada día le imponía más respeto la actitud de la joven. Se enternecía cuando la veía jugar con la pequeña huérfana y abrazarla tan fuerte como si fuera su propia hija. Admiraba su decisión de ponerse al frente del negocio, algo inusual y de una gran osadía rayana en la temeridad, porque ninguna mujer había prosperado jamás metiéndose en asuntos de hombres. El porvenir le inspiraba un miedo negro, pero ella intentaba acallarlo con el argumento de que si un hombre tan astuto como don Sebastián había dejado su negocio y a su propia hija en manos de una ramera sacada de un burdel, sería porque había visto en esa mujer la salvación de todo aquello por lo que luchó durante años. Al llegar la noche, Rosalía se desvelaba cavilando que la supervivencia de la casa Ruiz Mendoza, incluido su propio futuro, dependía de una prostituta que había embrujado a un moribundo con sus malas artes y que a lo mejor se esfumaría en cuanto se hiciera con el control de su fortuna. Pero al llegar el nuevo día, se volcaba en mimar a su nueva señora, porque así podía estar al tanto de sus movimientos y aplacar la angustia que le quitaba el sueño.

La gallega depositó en un lado del escritorio la bandeja en la que reposaba el tazón de porcelana francesa, lleno hasta el borde de humeante café con mucho azúcar, tal como lo había tomado don Sebastián.

—¿Desea algo más, señora?

Valentina levantó la vista de los papeles.

—Ahora, no, Rosalía. Gracias.

El ama de llaves inclinó la cabeza. Se retiró con los andares silenciosos que había aprendido en esa casa para no molestar a los amos.

Valentina tomó el café a grandes sorbos y se volvió a abismar en los documentos de Sebastián. Al cabo de una hora, se reclinó contra el respaldo de la silla y resopló. Le dolía la nuca como si todos los papeles que había leído le aplastaran la cabeza. ¿Cómo había podido controlar Sebastián tantos flancos a la vez? Ante sus ojos se formó una bruma acuosa. ¡Cuánto echaba de menos la ternura y la protección que le había brindado ese hombre! Ella sola jamás lograría sacar adelante el negocio. Ojalá se hubiera quedado en L’Olympe haciendo lo único que sabía hacer. Sacó un pañuelo y se limpió las lágrimas. Odiaba el cosquilleo que dejaban en las mejillas cuando se deslizaban.

Unos golpecitos contra la mampara de la puerta y la voz de Rosalía cortaron su brote de autocompasión.

—Señora, ha venido un caballero para darle el pésame.

Valentina escondió el pañuelo. En sus labios se instaló una mueca de contrariedad. Desde el entierro de Sebastián, no habían cesado de visitarla hacendados ricos de toda la isla para expresarle sus condolencias por el fallecimiento de su esposo. A muchos aún no se los habían presentado en ninguna fiesta, pero sus nombres estaban escritos en los pagarés que Sebastián había guardado en la caja de caudales. Y cuando la miraban, esos caballeros no conseguían disimular cuánto les desasosegaba el futuro de su deuda. Valentina estuvo tentada de decir a Rosalía que alejara al visitante con cualquier excusa. Pero recapacitó. En su situación no podía indisponerse con nadie.

—¿Quién es?

—Don Leopoldo Bazán, señora.

Valentina palideció. Su corazón arrancó a latir con frenesí bajo el apretado corsé. Aún no se había acostumbrado del todo a esa prenda, que apenas había llevado en L’Olympe. Sintió que se mareaba. Tomó aire para recuperar la compostura. Se alegró de haber decidido prescindir de la crinolina para estar en casa; sólo le hubiera faltado el agobio de sentirse encerrada en esa jaula de alambres de acero. Entrelazó las manos para disimular cuánto le temblaban. Debía evitar que Rosalía se diera cuenta de la agitación provocada por la inesperada visita de Leopoldo Bazán. Tragó saliva y posó la mirada sobre el reloj en forma de broche que la gallega llevaba prendido a la pechera de su vestido.

—Condúcele a la antesala. Cuando hayan transcurrido diez… no, quince minutos… —Valentina se mordisqueó el labio inferior—. No, mejor hazle esperar treinta minutos. Después ve en su busca y acompáñale hasta aquí.

El curtido rostro de Rosalía no delató lo mucho que le asombraba la orden del ama.

—Sí, señora.

Abandonó el despacho preguntándose por qué la señora, que había atendido a todos los demás visitantes sin demorarse, quería hacer esperar a uno de los hombres más ricos de La Habana.

Nada más quedarse sola, Valentina tomó un resto del café que había en la taza. Se había quedado frío y tan espeso que le amargó la lengua. Estuvo a punto de vomitar. Se echó atrás en la silla. ¿Cómo se atrevía Leopoldo a visitarla en su casa? ¿Es que ese hombre no tenía vergüenza después del daño que le había hecho? El corazón se le aceleró de nuevo. Le daba miedo recibirle a solas en ese despacho, percibir el elegante perfume que enmascaraba al depredador que la volvió loca de placer durante sus retozos en la alcoba. Cuando se vio obligada a bailar con Leopoldo en la fiesta de la Sociedad Filarmónica, se había sabido protegida por la mirada vigilante de Sebastián. Ahora debía enfrentarse sola a esa alimaña. Se sintió tentada de abandonar a hurtadillas las dependencias del entresuelo y ocultarse en el piso superior. Pero su orgullo despertó de pronto. Y, con él, el odio que la sacó de la tristeza después de que Leopoldo se llevara a su hijo. ¿Cómo podía pensar en huir de ese canalla? Ya no era una ramera indefensa, sino la viuda de un comerciante rico que le había legado parte de su fortuna y había puesto en sus manos un negocio floreciente. Ahora podría vérselas de igual a igual con ese infame.

La mujer que recibió a Leopoldo en el despacho del comerciante fallecido, sentada detrás del escritorio irguiendo mucho la espalda, le taladró con una mirada tan llena de odio que a él le dio un vuelco el corazón. Valentina le pareció más bella que nunca con su elegante vestido negro y el cabello recogido en un sencillo aunque elaborado peinado. A la pequeña ninfa le sentaba de maravilla ser una dama, rumió para sus adentros. Y la deseó más que nunca.

Ella no se levantó ni ofreció a Leopoldo la mano derecha para que él la aproximara con respeto a sus labios, como había hecho con los de más caballeros. Parapetada tras la fortaleza del imponente escritorio de nogal, miró a Rosalía y le dijo:

—Cierra la puerta cuando salgas.

—Sí, señora.

El ama de llaves se marchó, algo desconcertada. No se le había escapado la hostilidad de su patrona hacia ese caballero, que la desafiaba de pie ante el escritorio con una sonrisa insolente mientras giraba el sombrero entre las manos. ¿Tendría que ver esa visita con el pasado de doña Galatea?

Sin apartar la vista de Leopoldo, Valentina aguardó en silencio a que Rosalía hubiera cerrado la puerta.

—Puedes sentarte —le dijo con frialdad—. Aunque te advierto que no dispongo de mucho tiempo.

Leopoldo ocupó una de las sillas de nogal al otro lado de la mesa. Cruzó una pierna sobre la otra y la miró.

—Debes aprender a ser más amable, pequeña ninfa. ¿No te enseñó tu esposo cómo debes comportarte con un caballero educado que viene a expresarte sus condolencias?

—No veo aquí a ningún caballero educado.

Leopoldo amplió la sonrisa mostrándole los colmillos. La animosidad de esa mujer aún alimentaba más sus ganas de ella. Debía arreglárselas para poseerla de nuevo en la casita de su amigo abolicionista, ahora que se había deshecho de la cocotte francesa que en los últimos meses había llegado a aburrirle casi tanto como Carlota. Su mirada se posó en la caja de habanos que Sebastián guardaba en una esquina del escritorio para agasajar a sus visitas.

—Tu esposo siempre solía ofrecerme un buen habano. Pese a ser un usurero español, mostraba cierta distinción en su comportamiento. —Leopoldo se inclinó hacia delante y miró a Valentina de arriba abajo—. ¿Por qué no prendes uno para mí, pequeña ninfa? Hazlo por nuestros viejos y felices tiempos.

Ella reprimió las ganas de levantarse, saltar al otro lado de la mesa y abofetearle. O, mejor aún, clavarle la afilada daga de plata con la que Sebastián solía abrir la correspondencia y que ahora tenía delante de ella.

—¿A qué has venido?

Leopoldo meneó la cabeza de un lado a otro con jocosa benevolencia. Él mismo abrió la caja de los cigarros, eligió uno con mucha parsimonia y sacó un fósforo del bolsillo de su chaqueta. Encendió el puro recreándose en cada paso del complicado ritual, mientras observaba de soslayo a Valentina, que apretaba las mandíbulas para dominar el miedo que sentía. Leopoldo aún se tomó su tiempo para dar la primera calada y expulsar el humo con irritante lentitud.

—Sí, tu esposo sabía hacer las cosas con elegancia —rubricó al fin—. Hasta logró hacer pasar a una zorra por una dama recién llegada de España. —Dio otra calada y echó el humo acompañado de una risita cínica—. ¿No temes que alguien descubra vuestro engaño?

—¿Has venido a amenazarme?

—Jamás amenazaría a una encantadora dama como usted, doña Galatea —se burló él—. Más bien vengo a sugerirle que busque la protección de un caballero, ahora que su esposo ya no está para guiar sus pasos.

Valentina se echó atrás en su silla y escrutó a su antiguo amante. La brisa del mar entraba por las ventanas del despacho y le acariciaba el rostro, que empezaba a acalorarse.

—¿Y dónde podría hallar a ese protector?

—Imagine por un instante, doña Galatea —respondió Leopoldo con voz almibarada—, a un hombre vigoroso que le daría el placer carnal que no pudo ofrecerle su pobre esposo moribundo. Un hombre que, si usted fuera complaciente con él, incluso le permitiría conocer a su primogénito, el pequeño Guillermo Bazán.

Al oírle mencionar a su hijo con tal desfachatez, Valentina ya no pudo contenerse. Saltó de la silla, rodeó la mesa en un santiamén y le plantó una bofetada que le arrancó el habano de la boca.

—¡Sal de mi casa ahora mismo! —dijo entre dientes, procurando controlar la voz para que no la oyeran los escribanos que trabajaban al otro lado del pasillo—. ¡No volveré a recibirte salvo que vengas a hablar de negocios!

Leopoldo se frotó la mejilla dolorida. Tardó en recuperarse del estupor. Cuando empezó a pensar con claridad, estalló en cólera. Se puso en pie, se abalanzó sobre Valentina y la agarró por los hombros.

—¿Quién te crees que eres? —rugió, con la mirada encenagada de rabia—. ¿Piensas que me dejaré cruzar la cara por una zorra? Eso te lo permitiría el infeliz que te sacó del burdel, ¡pero no Leopoldo Bazán!

Arrojó a Valentina de espaldas sobre el escritorio. Se le echó encima y sus labios intentaron atrapar la boca que ella trataba de hurtarle mientras luchaba por liberarse. Pero Leopoldo tenía mucha fuerza.

—¡Te voy a dar lo que merece una ramera como tú!

Mientras una mano sujetaba a Valentina, que seguía forcejeando debajo de él, la otra le alzó la falda de organdí hasta arremangársela sobre el pecho. Levantó sus enaguas rompiendo los laboriosos encajes y le desgarró los blúmer, como ya hizo una tarde lejana en El Vedado. Se desabrochó los pantalones, dispuesto a poseer a la mujer a la que había añorado incluso cuando retozaba con la francesa. De pronto, sintió una punzada en el torso. Miró hacia abajo. Lo que vio le arrancó carcajadas de incredulidad. Sólo a una ramera podía ocurrírsele amenazar a un hombre con un abrecartas de plata en forma de daga. Y esa insensata le desafiaba con la mirada mientras se retorcía bajo su cuerpo, con las enaguas arremolinadas bajo la barbilla como las boas de plumas que había visto llevar a las cocottes en París.

—¡Márchate si no quieres que te mate!

—¿Matarme? —se mofó él—. ¿Serías capaz de poner en peligro el futuro que te brindó el pobre Ruiz Mendoza por clavarme esa fruslería que ni siquiera me haría daño?

—¡Ponme a prueba! ¡Con esta fruslería te atravesaré el corazón sin vacilar!

Había tal determinación en los ojos de Valentina, que Leopoldo sonrió con arrogancia y se separó de ella. Valentina se puso en pie con agilidad felina. Sin soltar el abrecartas, compuso los blúmer rotos y alisó el vestido sobre las enaguas desgarradas, preguntándose qué mentira le contaría a Mayra cuando le mandara zurcir ese desastre, si es que tenía arreglo.

—Esto no va a quedar así —la amenazó Leopoldo, mientras sus dedos cerraban apresuradamente la botonadura del pantalón.

Valentina le apuntó con el abrecartas de Sebastián.

—Ciertamente, no, don Leopoldo —declaró en tono mordaz. Empezaba a recuperar la sangre fría—. Recuerde que el 10 de septiembre vencerá uno de los pagarés que le firmó a mi esposo. Le recomiendo que no se demore en el pago. Hay mucho dinero en juego.

Con el rostro contraído por la ira y la mano derecha alzada, Leopoldo avanzó un paso hacia Valentina. Pero se detuvo enseguida, dio media vuelta y fue hacia la puerta. Antes de que llegara a abrirla, Valentina le alcanzó y dijo con suavidad:

—Entiendo que podría sentirse tentado de difundir desagradables rumores sobre mí. Pero antes de sucumbir a ese impulso, recuerde que no hay en esta isla ningún otro comerciante lo suficientemente rico como para prestarle todo el dinero que necesita para mantener su… digamos lujoso tren de vida hasta que cobre la cosecha que le deben. Naturalmente, usted podría obtener muchos préstamos pequeños de otros comerciantes, pero sé por mi esposo que don Leopoldo Bazán ya no goza de la confianza de los comerciantes de esta isla. —Valentina leyó en los ojos de Leopoldo que le había vencido. Dibujó una sonrisa dulce que acrecentó la furia y el deseo de su contrincante—. Reflexione con calma sobre este asunto cuando regrese a su casa.

Él la miró de arriba abajo, torció una mueca y murmuró:

—Vigilaré tus pasos, pequeña ninfa. No tardarás en cometer un error y entonces podré devolverte al lupanar del que saliste.

Leopoldo accionó la manecilla de la puerta, la abrió de un tirón y abandono el despacho con airadas zancadas.

Al quedarse sola, las fuerzas abandonaron a Valentina. Le temblaban las piernas. Volvió hasta el escritorio y dejó el abrecartas. Su mirada reparó en el habano que había encendido Leopoldo y que ahora se consumía en el suelo de mosaico. Lo aplastó de un pisotón, rodeó la mesa y ocupó la silla de Sebastián. Apoyó los codos sobre los documentos que había estado examinando antes de que llegara Leopoldo y hundió el rostro entre las manos. Sentía que la embargaba una extraña mezcla de agotamiento por el pulso que había mantenido con su antiguo amante y de energía nacida de su victoria sobre él. Era consciente de que esa tarde había ganado la primera batalla, pero no la guerra que los dos acababan de declararse. Sin embargo, esa pequeña victoria había bastado para barrer la autocompasión a la que se había abandonado horas atrás. Nunca más volvería a sentir pena de sí misma. Aprendería a llevar el negocio de Sebastián, educaría a la niña que él había dejado a su cuidado, aplastaría a Leopoldo Bazán y recuperaría a su hijo. Le sobraban razones para no sucumbir al desánimo.