Del entierro de Sebastián se habló en La Habana durante semanas. Formaron parte del cortejo fúnebre los hombres más importantes de la ciudad, a los que acompañaron sus emperifolladas esposas. Sentados en sus lujosos quitrines, con el fuelle recogido e iluminadas las cabezas por el sol mañanero, aún clemente a esa hora, los plantadores se preguntaban qué sería ahora del floreciente negocio que había regentado el español. ¿Se lo habría legado a la bella joven que se había traído de su país? Si era así, ¿sabría una mujer mantener el esplendor que habían alcanzado las empresas de Sebastián Ruiz Mendoza, o las conduciría derechitas a la ruina? ¿Qué ocurriría con los pagarés que le habían firmado al finado? Al llegar a ese punto de su cavilación, los caballeros mordisqueaban pensativos los habanos que habían prendido para matar el aburrimiento, y los que se hallaban más cerca del carruaje en el que se sentaba la viuda espiaban sus movimientos en busca de algún indicio que les permitiera vislumbrar el futuro. Mientras tanto, sus esposas no perdían detalle del recatado vestido negro que llevaba doña Galatea, sin una sola joya que lo adornara, ni del sobrio peinado que resaltaba su belleza mejor incluso que el artificioso tocado que la habían visto lucir en las fiestas. Y más de una pensó, con cierta envidia, que esa joven no tardaría en verse asediada por caballeros deseosos de poseerla y, de paso, apropiarse de una de las mayores fortunas de las Antillas.
Encabezaba la comitiva un coche de cuatro ruedas sobre el que yacía el féretro, cubierto de coronas de flores tropicales que prestaban un incongruente colorido a un acto tan luctuoso. Junto al carruaje desgranaban sus rezos varias filas de clérigos, ataviados con las casullas que se ponían sólo en los entierros de los ricos y escoltados por frailes envueltos en sus modestos hábitos marrones. A continuación marchaban dos hileras de negros, vestidos de librea con galones dorados y escudos de armas, que sujetaban grandes cirios blancos y no paraban de estirarse de la casaca a la altura del cuello, porque al no estar acostumbrados a esos encorsetamientos, la tela les provocaba horribles picores en la piel. Eran esclavos prestados para la ocasión por las familias ricas de La Habana, que acostumbraban a contribuir con sus siervos a dar mayor relumbre a los entierros de alto rango.
Valentina ocupaba el carruaje que seguía al que transportaba la ostentosa caja de caoba donde Sebastián viajaba a su morada definitiva. Respetando las costumbres habaneras, había elegido esa mañana el quitrín de lujo, reservado para las grandes ocasiones. Como pariente del difunto, Tomás se había ofrecido a acompañarla de camino al cementerio, pero ella le había rechazado sin molestarse siquiera en ser cortés. No pensaba exhibirse ante media ciudad en compañía de un hombre que la había traicionado, por mucho que al ser primo de Sebastián le correspondieran ciertos honores. También se había negado a aceptar la ayuda de Tomás para organizar el entierro, pues el previsor Sebastián había dispuesto hasta el detalle más insignificante y le había dejado instrucciones en el sobre lacado que guardaba en la caja fuerte. Quien sí iba sentada a su lado, encogida como un roedor moribundo y despojada de su habitual fiereza, era Rosalía. El ama de llaves se enjugaba las lágrimas que inundaban su rostro y aún no acababa de comprender que su patrona la hubiera invitado a ella, una simple sirvienta, a acompañarla en el cortejo fúnebre de don Sebastián. De vez en cuando se pellizcaba con disimulo, deseosa de que todo aquello fuera sólo un mal sueño y no estuviera muerto el hombre del que se enamoró en un bergantín camino del Nuevo Mundo, cuando ambos eran jóvenes e igual de pobres. Pero la pesadilla era real. De Sebastián Ruiz Mendoza sólo quedaban los despojos que viajaban en el carruaje delante de ella. Y esa mañana, muy temprano, la señora la había mandado llamar al despacho de don Sebastián y le había brindado la posibilidad de despedir al difunto como si fuera una dama más. «Sé lo que sentías por mi esposo», le había dicho doña Galatea con una sonrisa cómplice en su pálido rostro. Después, la señora había añadido que don Sebastián siempre le había hablado muy bien de ella. Y Rosalía se había echado a llorar y apenas había logrado balbucear unas pocas palabras para darle las gracias. Ahora contemplaba entre lágrimas la caja cubierta de flores y preguntaba a Dios por qué no le había concedido gracia y belleza para que se hubiera fijado en ella el único hombre al que había amado en toda su vida.
El siguiente quitrín en la fila del cortejo fúnebre era el de Tomás. Iba solo porque no había querido exponer a Milagros, que ya se hallaba en el séptimo mes de gestación, al extenuante ritual de un entierro habanero y aún menos al encono de Valentina. Cabizbajo, con sombras violáceas subrayándole los ojos tras una noche de insomnio y sollozos en la soledad del cuarto donde pasaba consulta, hacía acopio de todas sus fuerzas para no echarse a llorar de nuevo. Aunque alguna lágrima que otra lograba eludir su vigilancia y le corría mejillas abajo como un insecto burlón, hasta que él percibía el cosquilleo y se la limpiaba con disimulo. Recordó su llegada a esa isla, con el sueño de comenzar una nueva vida, lejos de sus insensateces de estudiante y de los cuatro años que malvivió en el penal. Desde el mismo instante en que desembarcó en el puerto de La Habana había contado con el apoyo de Sebastián, al que siempre consideró como un hermano mayor. Y ahora, su primo había dejado de existir, llevándose con él parte de su infancia y su primera juventud. Tiempos en los que, pese a la vigilancia de su padre, que despreciaba a su cuñada por haberse fugado antaño con un mozo de cuadra bebedor que murió en una riña de taberna y consideraba a Sebastián una pésima influencia para su hijo, Tomás buscaba la compañía de su primo pobre, nueve años mayor que él y bregado en mil trifulcas callejeras. Fue Sebastián quien le enseñó a pelear usando la cabeza además de los puños y quien le explicó cómo era el cuerpo desnudo de una mujer y qué se experimentaba al acariciar su piel. Con la muerte de Sebastián se había ido una parte importante de su vida, incluidos los sueños de juventud que su primo había tachado de fantasías de niño mimado. Ahora se sentía como si alguien le hubiera robado esos sueños para cambiárselos por una vida de médico bien considerado, al que sus pacientes ricos pagaban mucho dinero. Un hombre que estaba a punto de ser padre, atado a una esposa joven y hermosa que sabía satisfacer su lujuria, atendía su casa con puntillosa perfección y guiaba sus pasos a la hora de medrar en la sociedad, pero a la que no amaba ni amaría jamás, porque su corazón lo ocupaba entero la mujer a la que Sebastián sí se atrevió a sacar del burdel casándose con ella. Tomás se clavó las uñas en el dorso de la mano izquierda para no llorar por todo lo que había perdido.
La comitiva serpenteó por las calles de La Habana como una interminable culebra de la que formaban parte los condes de Fernandina, varios miembros de la familia Iznaga y Miguel Aldama acompañado de su esposa. Aldama había mantenido una buena relación con Sebastián y había arrastrado al entierro a varios hacendados ricos que eran amigos suyos y abrazaban con él la causa del reformismo, una corriente menos radical que el independentismo, entre cuyas aspiraciones estaba la de limitar los poderes del capitán general para que los criollos ricos como ellos, además de ser esquilmados por los altos impuestos que exigía España, pudieran intervenir en la toma de decisiones políticas. Los amigos de Aldama eran José Morales Lemus, el conde de Pozos Dulces y el rico hacendado José Ricardo O’Farrill. También estaba José Luis Alfonso, el marido de su hermana mayor Lola. Pero no faltaron al entierro otros aristócratas menos o nada comprometidos con causas políticas, como el sombrío duque de Pozohondo, al que acompañaba en el quitrín su esposa, una mujer con semblante de loro y mirada resignada. En uno de los últimos carruajes se desplazaba Leopoldo Bazán. Repantigado con indolencia en el asiento forrado de cuero, saboreaba un habano mientras discurría cómo convertiría a la viuda en su amante ahora que Sebastián Ruiz Mendoza, cuya aguda inteligencia siempre le había inspirado respeto, no podía inmiscuirse.
Valentina vivió las exequias de su segundo esposo sumida en un aturdimiento que la aisló de la realidad durante todo el recorrido. La comitiva abandonó la ciudad por la puerta de La Punta, después pasó bajo los frondosos sicomoros del paseo homónimo y circuló por la orilla del mar hasta llegar al pórtico de piedra del cementerio, rodeado de árboles que cobijaban bajo su sombra dos casitas, una a cada lado de la puerta de entrada. En una moraba el cura, en la otra el enterrador. Lo que quedaba de Sebastián fue depositado en el panteón que había mandado construir cuando sus negocios empezaron a dar buenos frutos y donde Matilde llevaba esperándole casi dos años. Más de una dama maliciosa se preguntó qué ocurriría cuando falleciera la nueva esposa de Sebastián Ruiz Mendoza y su cuerpo fuera alojado junto a los restos de los otros dos. ¿Se disputarían las ánimas de las mujeres la atención de la del hombre con el que ambas habían estado casadas?
El sol ya había subido muy alto cuando el calesero de Sebastián volvió a guiar el carruaje dentro del zaguán de la opulenta mansión junto a la bahía. Desmontó con agilidad y ayudó a bajar a la señora primero y después al ama de llaves. El rostro de Rosalía aún mostraba huellas del llanto que no había cesado durante todo el entierro. Lázaro reprimió una sonrisa mordaz. Ningún esclavo de la casa ignoraba que la gallega había estado perdidamente enamorada del amo.
—Señora, ¿desea que le sirvan limonada o guarapo para refrescarse? —preguntó Rosalía mientras ascendía con su patrona por la escalinata de mármol. Le estaba muy agradecida por haberle permitido despedirse de don Sebastián.
Valentina asintió con la cabeza.
—Gracias, Rosalía. Me vendrá bien un poco de limonada. Estaré en el despacho de mi esposo. Y… deseo que vayas tú también. Debo hablar contigo.
Las rodillas del ama de llaves empezaron a flaquear bajo sus enaguas de mujer solitaria. ¿Estaría pensando la señora en despedirla? ¿Adónde iba a ir ella a sus años? Todas las escupideras que vació en el antro portuario donde trabajó antes de que la contratara Sebastián surgieron ante sus ojos como fantasmas ceñudos. Cuando, al cabo de un rato, bajó al entresuelo acompañada de Caridad, que llevaba sobre una bandeja la limonada de la señora, Rosalía todavía temblaba. Golpeó con los nudillos la mampara.
—Adelante —respondió enseguida Valentina.
Rosalía dejó pasar primero a Caridad, que depositó la bandeja sobre el escritorio detrás del que el difunto había controlado su imperio comercial. El corazón del ama de llaves sufrió un doloroso vuelco. Había entrado en ese cuarto infinidad de veces para servir a su patrón las muchas tazas de café que le ayudaban a mantenerse alerta. Algunos días, don Sebastián incluso había pedido que le bajaran la comida a ese despacho. ¿Qué iba a ser del negocio sin él? Miró a su patrona, que mantenía la cabeza baja y los ojos fijos en algún papel que había sobre la mesa. Cuando alzó la vista, Rosalía descubrió en su cara huellas de llanto muy reciente.
Valentina miró a Caridad y dijo:
—Puedes retirarte.
La joven hizo una genuflexión y se alejó con discreción, la primera cualidad que aprendía un esclavo doméstico. Rosalía entrelazó las manos por delante para disimular lo nerviosa que estaba. Observó que lo que había estado mirando su ama con tanta atención era un daguerrotipo. A pesar de que ya no tenía buena vista, distinguió que representaba a un hombre y una mujer vestidos de boda.
—Siéntate, Rosalía.
—Sí, señora.
Las temblorosas piernas del ama de llaves lo agradecieron. Valentina la miró con una sonrisa y le tendió el daguerrotipo.
—Lo he encontrado en uno de los cajones —musitó, y el brillo acuoso de sus ojos se intensificó—. Imaginé que mi esposo había sido apuesto antes de enfermar… pero… —Su voz se extinguió hasta enmudecer.
Rosalía alzó el retrato y ni siquiera se molestó en disimular su tristeza cuando reconoció a don Sebastián y doña Matilde en el día de su boda. Recordó la reticencia del patrón a posar para el fotógrafo que su esposa había mandado llamar con la intención de dejar constancia de ese gran día. Ahí estaba la damisela que siempre disgustó a Rosalía, exhibiendo su llamativa belleza criolla ataviada con seda blanca llena de laboriosos encajes de Francia sobre los que caía el velo de novia en vaporosa cascada de tul. Don Sebastián miraba al fotógrafo con irónica resignación. Rosalía procuró que su señora no la viera limpiarse los ojos al acordarse de lo guapo que le pareció el patrón cuando salió de su alcoba con aquel frac, confeccionado para el enlace por el sastre al que acudían los caballeros más ricos de La Habana.
—Si le hubiera visto hace doce años, señora, cuando lo conocí durante la travesía… —se le escapó pese a su cautela—. El doctor Mendoza se le parece mucho, casi tanto como si fueran hermanos, pero… él es un hombre débil. Don Sebastián, en cambio… —Rosalía se dio cuenta de que había sido indiscreta y se calló. Con infinita dulzura dejó el daguerrotipo sobre la mesa—. Le pido disculpas, señora. No he debido hablar así.
Valentina soltó una carcajada afilada que desconcertó al ama de llaves, hasta que ésta recordó su sospecha de que doña Galatea y el doctor habían sido amantes. Corazonada que le pareció confirmada con creces por esa incongruente risotada.
—No te disculpes, Rosalía. Tienes toda la razón: el doctor es un farsante.
El ama de llaves tragó saliva. Dijera lo que dijese, se adentraría en terreno peligroso. Decidió callar hasta que averiguara a qué pretendía jugar la señora con ella.
—Pero no nos distraigamos —añadió Valentina—. No te he llamado para hablar de mi esposo. Tampoco del doctor Mendoza. De quien deseo hablar es de ti.
El corazón de la gallega se paró por un instante: ahora la señora la despediría y se vería en la calle a sus cuarenta y dos años, sin un esposo que cuidara de ella ni una familia que la cobijara, disponiendo sólo de los modestos ahorrillos que había atesorado desde que empezó a trabajar en esa casa.
—Sí, señora —susurró con voz agonizante.
—No temas —se apresuró a decir Valentina, que había advertido su miedo—. No tengo intención de despedirte.
Pese al fuerte dominio que la gallega ejercía sobre sí misma, se le escapó un suspiro de alivio.
—Don Sebastián te tenía en muy alta estima.
Rosalía se ruborizó. Sus ojos se llenaron de lágrimas.
—Me alabó tu gran lealtad… —añadió Valentina.
—Gracias, señora… —fue lo único que logró articular Rosalía.
—Y yo necesito a mi lado a alguien como tú —dijo Valentina con énfasis—. Por eso he decidido conservarte como ama de llaves con las mismas atribuciones que tienes ahora. Naturalmente, eres libre de buscar otro empleo si no quieres trabajar para mí.
—Oh, no, señora. Jamás… jamás haría… eso —farfulló Rosalía—. Esta casa… es mi hogar.
Valentina sonrió. La conversación evolucionaba justo como ella quería. Por fin esa terca mujer comprendía quién era la que mandaba.
—Tengo entendido que doña Matilde dejaba en tus manos el gobierno de la casa —continuó—. Eso se acabó. Antes de tomar cualquier decisión importante, deberás consultarme. Siempre.
Rosalía asintió con la cabeza.
—Así lo haré, señora.
—Si eres leal conmigo, te responderé del mismo modo. Pero al menor indicio de deslealtad, haré que Lázaro te arroje a la calle de un puntapié. ¿Entendido? —Valentina tuvo que reprimir una sonrisa cuando recordó que madame Selene la amenazó en términos similares antes de entregársela al anciano don Aureliano en su primera noche de ramera.
—Sí, señora.
—Ahora puedes retirarte.
Rosalía se puso en pie muy despacio y abandonó el despacho con la cabeza gacha, aunque aliviada porque su patrona no iba a deshacerse de ella.
Valentina recuperó el retrato de Sebastián y Matilde en el día de su boda. Lo aproximó a los labios y besó el rostro de ese hombre apuesto vestido para casarse.
—Lucharé para que estés orgulloso de mí, Sebastián —susurró.