11

Sebastián se rindió una mañana de febrero. Dos días antes había asistido con Valentina a la fiesta que celebraron los Aldama en su fastuosa casa palaciega de Extramuros, que en realidad era un conjunto de dos residencias contiguas, construido a imagen y semejanza de los palacios del Renacimiento en Roma, según había explicado Sebastián a su esposa antes de la fiesta. Valentina había admirado las imponentes columnas del portal y, una vez dentro, los muros decorados con bellos paisajes y escenas bucólicas que parecían extraídas del libro de mitología griega que le regaló madame Selene. Una vez calmados los primeros nervios, se había dejado deslumbrar por la cena de gala que ofreció la familia Aldama en el inmenso comedor, donde se reunieron al menos cien comensales elegidos entre las mayores fortunas de la isla. Manejó con soltura los diferentes cubiertos, tal como le había enseñado Sebastián, y por el modo en que su esposo le sonreía con la mirada desde el otro lado de la interminable mesa, tuvo la certeza de que sus modales no diferían de los de las damas criollas educadas para brillar en sociedad. Sebastián apenas había probado la sucesión de deliciosos platos inspirados en la cocina francesa, pero había logrado disimular lo mal que se encontraba y después del banquete aún había reunido fuerzas para estar presente durante el gran baile que tuvo lugar en uno de los salones. Se llenó de orgullo al ver a los caballeros disputándose el privilegio de danzar con su esposa; ataviada de raso azul y pendientes de turquesas armonizando con el color del vestido, esa noche fue más que nunca la Galatea de sus sueños.

Al principio, Valentina había temido verse obligada a bailar de nuevo con Leopoldo, que asistía a la fiesta sin la infortunada Carlota O’Farrill. Según oyó cuchichear a dos damas cerca de ella, la joven padecía una enfermedad nerviosa y vivía recluida en la finca familiar de El Cerro. Pero Leopoldo ni siquiera se aproximó a ella. Tampoco la molestó el duque de Pozohondo, cuyos ojos negros de mirada penetrante la seguían adondequiera que fuera. Cuando faltaba poco para que acabara el baile, su esposo le presentó a un importante plantador de Matanzas que siempre había yacido con ella cuando acudía a L’Olympe. El hombre escrutó muy sorprendido a la dama con la que se había casado el acaudalado comerciante y se preguntó si esa mujer sería la ramera de la que tantas veces había disfrutado en el burdel de la madame rubia, o si sólo se le parecía asombrosamente. Al final de su meditación, don Roberto Bahamontes concluyó que la esposa de Sebastián Ruiz Mendoza no podía ser aquella furcia a la que llamaban Calipso, porque sus modales exquisitos y la manera en que se movía, etérea como un rayo de luna, delataban la nobleza de su cuna, algo que jamás habría sabido imitar una golfa por cuyo lecho había pasado un hombre tras otro. Esa clase de mujerzuelas estaban condenadas a ser zorras de por vida, incluso en el caso improbable de que se alejaran del burdel para redimirse. Don Roberto se inclinó muy respetuoso y rozó con sus labios la mano de la encantadora dama. Sebastián, que se encontraba muy mal y a duras penas se tenía en pie, intuyó lo que pensaba el plantador y tuvo que contenerse para no echarse a reír en las mismas narices de ese estúpido.

La madrugada siguiente amaneció para Sebastián entre los brazos de Valentina, que había pasado la noche con él, como hacía desde que llegó a esa casa. Sebastián no había querido tomar láudano y no había dormido. Pero la culpa de su insomnio no la tenían los dolores que hostigaban todo su cuerpo, ni las fuertes náuseas que le nacían en la gruta del estómago, sino el deseo de contemplar a la luz de la luna a la mujer con la que había conocido el amor. Sabía que el final le acechaba y ya no le quedaban fuerzas para retrasarlo. Aun así, quiso levantarse para ir a ver a su hija y, después, atender las muchas obligaciones que no había descuidado ni un solo día pese a la enfermedad. Se desasió del abrazo de Valentina, que despertó justo a tiempo para ver a Sebastián apartar la mosquitera muy despacio, sacar sus flacas piernas de debajo de la sábana, posar los pies en el suelo y desmoronarse como si fuera una marioneta de trapo.

Valentina saltó de la cama gritando. Levantó el cuerpo consumido de Sebastián, que pesaba más de lo que había esperado, y se las arregló para acostarlo de nuevo. Le vino a la memoria la mañana en la que halló a la negra Angustias desmayada en la cocina de la casita donde la instaló Leopoldo y tuvo que arrastrarla hasta su pequeña alcoba de esclava. Sintió el pálpito de que no tardaría mucho en ver morir a otra persona entre sus brazos. En sus vísceras se expandió el miedo. Y un dolor punzante. Desde que aceptó la proposición de matrimonio de Sebastián, había sabido que ese momento llegaría. Pero no había imaginado que la perspectiva de perderle le dolería tanto. Tapó a Sebastián con la sábana hasta la altura del pecho. No quería que se sintiera humillado si Cirilo o Rosalía le veían en su patética desnudez de enfermo desahuciado.

—Sebastián… —susurró y le acarició las mejillas cóncavas. Sintió en la boca el sabor salado de sus propias lágrimas—. Sebastián…, mírame…, háblame, por favor.

Él abrió los ojos. En su rostro, tan blanco como las sábanas de fino hilo que vestían el lecho, se dibujó una sonrisa que le hizo parecer más que nunca un cadáver.

—Manda a alguien para que traiga a Tomás, Galatea.

Valentina se levantó, corrió a la galería y llamó a gritos a Rosalía, a Cirilo y a todos los esclavos cuyo nombre logró recordar. La primera en subir corriendo por la escalinata de mármol fue Rosalía, que acababa de abrir la puerta del alojamiento de los siervos en el entresuelo. La gallega intuyó lo que ocurría en cuanto vio el semblante de la señora.

—¿Don Sebastián? —farfulló.

Valentina asintió con la cabeza.

—¡Envía a alguien a buscar al doctor Mendoza! ¡Que venga enseguida!

—Sí, señora.

Más que bajar por la escalera, Rosalía pareció volar en busca del calesero o de Cirilo. Cualquiera de los dos le serviría como recadero.

Valentina regresó a la alcoba sin demora. Sebastián yacía con los ojos cerrados, tan inmóvil como si ya hubiera muerto. Se sentó junto a él en la cama y le tocó la cara.

—No quiero que te marches, Sebastián —musitó casi sin voz—. Te necesito…, te quiero…

Él abrió los ojos. En su iris apagado brilló un destello de su vieja socarronería cuando susurró:

—¿Más que a Tomás?

Valentina asintió con la cabeza y bajó los párpados para que él no descubriera la mentira.

—No es cierto. —Sebastián forzó una sonrisa—. Pero… no me importa. Me has regalado… los mejores meses de mi vida. Con eso… me basta.

—Te amo, Sebastián —insistió Valentina—. Ojalá pudiera estar siempre contigo, cuidarte y darte mucho placer, como al principio. —Alzó las manos frías de Sebastián y las cubrió de besos—. Cuando venga Tomás, debes tomarte todo lo que te mande… y te recuperarás de nuevo.

Dos lagrimones se deslizaron muy despacio por las mejillas de Sebastián, como si le faltara energía incluso para llorar. Humedeció con la punta de la lengua sus labios resecos y musitó:

—Dentro de mi caja de caudales… hallarás los documentos de Galatea Quintana de la Vega y nuestro… certificado de matrimonio. También… verás un gran sobre lacado. Ábrelo. Contiene todo… lo que debes saber sobre el negocio más… —Sebastián tomó aire con dificultad— una copia de mi último testamento… Te incluye a ti. El original está depositado en el… despacho de mi abogado. —La fatiga le obligó a intercalar una pausa que a Valentina se le antojó eterna. De repente, dijo—: Alcánzame mi reloj… Lo dejé anoche en la mesita…

—¿Qué importancia tiene eso ahora, Sebastián? —le reprendió ella—. Aún es muy temprano.

—Tráemelo, Galatea…

Valentina se encogió de hombros, se levantó y se deslizó hacia la mesita. Sobre la encimera de mármol blanco no vio nada. Abrió el cajón. Dentro estaba el lujoso reloj de oro de Sebastián. Lo sacó y se lo puso entre las manos.

—Ayúdame a incorporarme un poco —le pidió él.

Valentina colocó dos de las mullidas almohadas entre la espalda de Sebastián y el cabezal. Le agarró por debajo de los hombros y le ayudó a sentarse. Él permaneció un rato quieto mientras tomaba aire, maldiciendo para sus adentros la debilidad que a cada segundo le aplastaba un poco más. De pronto, Valentina le vio abrir el reloj con movimientos torpes. Estuvo a punto de regañarle por su tozudez cuando advirtió que no lo había abierto por el lado de la esfera sino por la parte de atrás, dejando al descubierto la maquinaria. Al ver sus dedos temblorosos hurgando dentro, pensó que Sebastián había enloquecido. Hasta que él saco una llave, corta pero tan robusta que a nadie se le habría ocurrido jamás que pudiera caber dentro de la maquinaria de un reloj de leontina. Se la mostró mirándola con expresión de astucia.

—Me estoy muriendo… pero aún no he perdido la cabeza.

Ella esbozó una endeble sonrisa y guardó silencio. ¿Qué palabras de consuelo podía ofrecerle a un hombre tan lúcido como Sebastián? Él sabía mejor que nadie que la muerte llamaba con impaciencia a su puerta.

—Esta llave… —comenzó él con voz ahogada— abre un cajón lateral de la caja de caudales que está en la pequeña cámara adyacente a mi despacho. Allí encontrarás la llave de la propia caja donde guardo el dinero, los documentos importantes y los pagarés firmados por hombres como Leopoldo Bazán. Cuídalos bien, porque son tu salvoconducto para mantenerte en la alta sociedad.

Sebastián volvió a ocultar la llave dentro de la maquinaria del reloj y se lo entregó a Valentina. Ella se estremeció al contacto con las manos de Sebastián. Parecían aún más gélidas que antes.

—Procura que nadie descubra dónde la guardas —añadió él—. Y no la pierdas. Esa caja es de hierro macizo. No encontrarás fácilmente alguien que pueda abrirla por la fuerza. Ni siquiera el mejor de los ladrones lo conseguiría.

Les sobresaltó el golpeteo de unos nudillos en la mampara de la puerta. Valentina ocultó el reloj debajo de una almohada y se giró. Vio a Rosalía parada con indecisión bajo el umbral. Leyó en la mirada del ama de llaves con claridad lo que ya había intuido alguna vez y sintió una gran compasión por la gallega y por su amor no correspondido. Le sonrió.

—Puedes entrar, Rosalía.

—Sí, señora.

La mujerona se plantó delante de la cama y se enjugó con disimulo una lágrima que no se había dejado sofocar por su férrea voluntad.

—Señor, ya he enviado a Cirilo en busca del doctor. ¿Desea que le traiga limonada recién hecha para…?

—No es necesario —farfulló Sebastián.

—Ay, señor —se le escapó al ama de llaves.

A Sebastián le incomodó lo que le olía a compasión. Hizo un esfuerzo por erguir la espalda, hundida entre los almohadones como si se hubiera convertido durante la noche en una damisela ociosa. Pensó que si había algo aún más indigno que la muerte, era agonizar en una cama convertido en un saco de huesos y rodeado de mujeres lloronas.

—¿Cuánto hace que… nos conocemos, Rosalía?

—Doce años, señor.

—¿Y todavía no sabes… cuánto odio inspirar pena?

—Señor, yo…

—Tú nunca has sido plañidera, mujer —la animó él con dulzura—. En el barco que nos trajo de España… demostraste más entereza… que cualquiera de los hombres que íbamos en él. —Un ataque de tos sacudió a Sebastián ante la mirada impotente de Valentina y Rosalía. Cuando se calmó, tenía el rostro de color granate, pero siguió hablando con su voz entrecortada—: Ahora debes ser igual de fuerte. Prométeme… que asistirás a doña Galatea… como me has atendido a mí… todos estos años.

Rosalía envió una mirada de soslayo a la mujer que le había impedido cuidar en su lenta agonía al hombre al que amaba. La vio tan afligida que ya no pudo sentir odio hacia ella. Ni siquiera un poco de aversión. Su nueva señora era una ramera sacada de un burdel, eso nada podía cambiarlo. Además, Rosalía estaba casi segura de que había tenido un amorío con el doctor Mendoza, pero también la había visto cuidar a su esposo sin rehuir los momentos más desagradables de la enfermedad, y don Sebastián había sido con ella mucho más feliz de lo que lo fue junto a la presumida de doña Matilde. Sólo por eso, la señora merecía su lealtad.

—Se lo prometo, señor.

—Gracias —musitó Sebastián con esfuerzo. Sentía como si una losa de mármol le estuviera aplastando los pulmones—. Ahora, dejadme reposar… Puedes retirarte, Rosalía.

La gallega murmuró algo ininteligible y abandonó la alcoba a toda prisa. Una vez en la galería, se dejó caer en uno de los sillones donde el señor se veía obligado a descansar cada vez que subía la escalera. Rosalía recordó lo fuerte y enérgico que había sido antes de enfermar y se rindió a un llanto silencioso. Así la encontró Tomás cuando llegó al poco rato, con las rodillas laxas y retortijones en el estómago, como si le hubiera sentado mal el café que Milagros le había hecho tomar antes de salir.

El médico no lograba controlar los nervios desde que su esposa había irrumpido en la alcoba matrimonial, donde él estaba preparándose para marcharse a visitar a sus pacientes, y le había dicho que acababa de llegar un esclavo de su primo con el recado de que don Sebastián estaba agonizando. No es que le hubiera sorprendido la noticia. Lo asombroso era que Sebastián hubiera logrado resistir tanto tiempo. Él llevaba muchos días intentando persuadirle para que le dejara inyectarle morfina, pero el enfermo se había negado con la tozudez de un mulo viejo. Mientras le quedara una pizca de fuerza para soportar los dolores, había respondido indignado, encararía la muerte con lucidez para poder embeberse del rostro de Galatea y de su pequeña Inés.

Tomás se paró delante de la sollozante Rosalía y se limitó a dejar caer una mano sobre el hombro del ama de llaves. Él mismo llevaba un nudo en la garganta que le impedía hablar. Desde niño había visto en Sebastián mucho más que a un primo. Había sido el hermano mayor que nunca tuvo, el valedor que le había allanado el camino cuando llegó a Cuba, su consejero y un amigo en quien siempre pudo confiar. Habían tenido sus diferencias, desde luego —a Tomás siempre le había parecido algo cínico el modo en que Sebastián encaraba la vida y los negocios, mientras que su primo le había tachado sin ambages de alma cándida—, pero nada de eso había logrado hacer mella en el afecto que los unía, hasta que Sebastián se casó con Valentina y comenzó a rehuirle. Y ahora había llegado la hora de despedirse del último pariente que le quedaba. El único amigo verdadero que había tenido. Tomás se tragó como pudo las lágrimas que le reptaban hasta la garganta, carraspeó e intentó hablar. No le salió la voz.

Rosalía alzó el rostro congestionado por el llanto y le miró. Pensó una vez más que el doctor y don Sebastián se parecían más que muchos hermanos, aunque en su opinión el médico no le llegaba a su primo ni a la suela del zapato.

—Ay, doctor, es terrible verlo tan débil… —susurró, temerosa de que pudieran oírla desde la alcoba—. Con lo vigoroso que fue siempre…

Tomás asintió con una sonrisa triste. Quiso hablar, pero sólo articuló un gruñido ininteligible. Se encogió de hombros y fue en silencio hacia la habitación.

Halló a Sebastián derrumbado entre almohadones, con los ojos cerrados y más pálido que nunca. Nada más verlo pensó que quienes le habían mandado llamar con tanta premura no se habían equivocado: era el final. El corazón le dio un vuelco cuando vio a Valentina ataviada aún con un camisón de raso lleno de encajes y apenas cubierto por un elegante negligé a juego. Sentada en un lado de la cama con la cabeza gacha, sostenía una mano del moribundo y se giró cuando le oyó entrar. Su mirada le taladró sin disimular la hostilidad. O eso creyó Tomás. Cuando reparó en el brillo que barnizaba los ojos de Valentina, se revolvieron en su estómago unos celos insanos que le hicieron sentirse enseguida muy miserable. ¿Cómo podía estar celoso de un hombre agonizante, cuando fue él mismo quien cavó la sima que lo separaba de Valentina? Si no hubiera sido un cobarde, la habría sacado hacía tiempo de aquel burdel convertida en su esposa, en lugar de dejarse enredar por las artimañas de Milagros. Y ahora Valentina no le estaría castigando con su odio, que se le clavaba en el alma como la puntilla de un matarife.

Valentina maldijo el cosquilleo que aún despertaba Tomás en sus vísceras. Para sofocarlo se fijó en su atildado traje, tras el cual se adivinaba la controladora mano de su esposa, el elegante maletín de cuero que usaba ahora, y el bigote de prohombre que seguía pareciéndole espantoso. Apartó la mirada frunciendo los labios con desdén. Ése ya no era el hombre lleno de sueños y vida que tanto la ayudó cuando murió Gervasio. De aquel Tomás sólo quedaba un medrador dominado por la mujer que le había cazado como a un ratón.

—Doña Galatea… —susurró Tomás, añadiendo un escueto movimiento de cabeza. Se sentía ridículo cada vez que se veía obligado a llamar a Valentina por ese nombre.

Ella sólo movió un poco la cabeza y se apartó para que pudiera examinar a Sebastián, que abrió los ojos justo en ese instante.

—No te molestes…, Tomás —dijo Sebastián con un hilo de voz—. Ha llegado mi hora. Lo sé mucho mejor que tú.

Tomás volvió a tragar saliva y contuvo las lágrimas con toda su fuerza. ¿Qué clase de médico era?, se regañó. Su misión era curar cuando había esperanza o paliar el sufrimiento de los moribundos, no echarse a llorar delante de ellos.

—Al menos ahora me permitirás que te inyecte morfina.

—Eres… terriblemente… aburrido —se mofó Sebastián. Buscó a Valentina con la mirada y susurró—: Lleva semanas… deseando pincharme… con unas agujas que emplea ahora.

—Debería haberle inyectado morfina hace tiempo —explicó Tomás ante la expresión inquisidora de Valentina—. Los bebedizos de hierbas y raíces que le preparaba ya no surten efecto. Lo que precisa ahora es morfina, pero mi primo es terco como un mulo.

—Necesitaba tener… la mente despierta —fue lo único que musitó Sebastián.

—Aún no me explico cómo has podido soportar los dolores —observó Tomás con resignación. Luego la miró a ella y dijo—: Val… —carraspeó y se corrigió enseguida— doña Galatea…, ayúdeme a convencerle. No tiene sentido que sufra tanto para…

—Marcharse… —le interrumpió Sebastián con un resto de su antigua mordacidad.

Tomás y Valentina se miraron. Ella abrió la boca para decir algo, pero Sebastián se le adelantó.

—No os canséis… —Enfocó a Tomás desde el abismo de sus ojos hundidos—. Me rindo. Pero antes… de que me claves… tus malditas agujas, quiero dar un beso a mi hija.

Valentina asintió con la cabeza y salió de la alcoba sin esperar a que Tomás diera su visto bueno. Ni él ni nadie iba a impedirle que fuera a por Inesita para que su padre se despidiera de ella antes de emprender el último viaje.

Era tan temprano que Arlette aún no había despertado a Inés. Cuando Valentina se aproximó al lecho donde la pequeña dormía abrazada a una muñeca de trapo, con los rizos oscuros cayéndole sobre las mejillas y un amago de sonrisa en los labios, le pareció estar contemplando a un ángel. Tuvo que hacer un nuevo esfuerzo para no deshacerse en sollozos. No convenía asustar a la niña.

—¿Qué ocurre, señora? —preguntó una voz femenina arrastrando mucho las erres.

Sobresaltada, Valentina miró hacia la cama contigua, donde Arlette se había incorporado a medias subiéndose la sábana con exagerado pudor hasta el cuello. La niñera se frotó los ojos. Advirtió que la patrona iba en camisón y salto de cama, con la trenza de dormir caída sobre el hombro derecho. ¿Qué diablos habría ocurrido?

—¿Quiere que vista a Inés, señora?

Valentina negó con la cabeza y se inclinó sobre la cama de la niña.

—No es necesario, Arlette. El señor… —Ahora sí se echó a llorar y no pudo acabar la frase. Tuvo que sentarse en la cama de la niña, tomar aire y aguardar unos segundos en silencio antes de continuar—. Él… mi esposo… está… —Se limpió las lágrimas con las puntas de los dedos—. Ha llegado el momento y… desea despedirse de su hija.

Arlette saltó de la cama y se plantó delante de Valentina con sus pálidos brazos sobre el pecho. Su camisón, de basto hilo blanco, parecía el de una monja, sobre todo comparado con el de su ama.

—Oh, señora… ¿qué puedo hacer?

Valentina volvió a sacudir la cabeza y se mordió el labio inferior.

—Me llevo a Inés. Tú vístete y espera delante de la alcoba de mi esposo. Cuando yo salga con la niña, arréglala como todos los días y reclúyete con ella en el cuarto de juegos. No quiero que oiga o vea nada que pueda asustarla.

—Sí, señora.

Valentina se puso en pie, sacó a Inés de entre las sábanas, la envolvió en una mantita de ganchillo que le tendió Arlette y recorrió la galería a toda prisa.

Creyó que el corazón se le fragmentaría en mil pedazos cuando se sentó en la cama y acercó a la niña al moribundo, que regó el rostro de su hija con las lágrimas que ni reuniendo toda su fuerza de voluntad consiguió reprimir. Tomás apretó los labios y fingió asomarse a la ventana para que su primo no le viera llorar. Inés estaba aún adormilada, pero intuyó que algo malo ocurría y abrazó a su padre con fuerza. Sebastián la cubrió de besos y luego hizo una discreta seña a Valentina para que se la llevara. Con dulzura y firmeza, la joven logró que la niña soltara a su padre y se apresuró a entregársela a Arlette, que ya esperaba en la galería como le había ordenado.

Sebastián aguardó hasta que Valentina se hubo alejado y dijo:

—Tomás…

El aludido se pasó las yemas de los dedos por los ojos y se giró. Sebastián alzó apenas una mano para instarle a que se sentara junto a él. Tomás obedeció enseguida. Sintió un escalofrío cuando Sebastián le clavó sus fríos dedos en el antebrazo.

—Cuando me pongas… morfina… asegúrate de que… acabe conmigo. He oído decir… que en gran cantidad…

—¡No puedo hacer eso! —susurró Tomás, muy asustado.

Lo que le estaba pidiendo su primo iba en contra de su ética como médico y como hombre.

—Te lo suplico… no quiero… —Sebastián inspiró y de su pecho salió un sonido sibilante. Añadió de un tirón—: Galatea no debe ver agonizar a un despojo…

—No me pidas algo así, por lo que más quieras…

—Por favor… —musitó Sebastián—. Ya estoy… muerto. Ayúdame a marcharme… con dignidad.

El regreso de Valentina impidió a Tomás responder. Se zafó de la mano de Sebastián, se levantó y alzó su maletín.

—Necesito ir a la cocina para hervir la aguja hipodérmica —murmuró sin osar mirar a Valentina ni a su primo.

La joven salió de nuevo a la galería. Volvió enseguida con Rosalía, que no se había alejado de la puerta de la alcoba por si la señora la requería.

—Yo le acompaño, doctor —le dijo a Tomás.

Un espeso silencio inundó la habitación cuando Valentina se quedó a solas con su esposo. Se aproximó al lecho, se sentó a un lado y le limpió con un pañuelo las lágrimas que todavía se deslizaban por su rostro. Él levantó una mano y le acarició la cara. Valentina percibió en sus dedos el inexorable avance de la muerte. Se inclinó para abrazarse al único hombre que la había tratado como una dama. Los brazos de él la ciñeron sin fuerza.

—Te amo, Galatea… —musitó Sebastián con voz desmayada—. Me has hecho inmensamente feliz…

A Valentina le impidió responder la roca que se le había atravesado en la garganta.

—Cuida bien de mi hija…

—Lo haré. Te lo prometo —le susurró ella al oído. Ni siquiera fue consciente de que estaba rociando el cuello de Sebastián con su propio llanto.

Así los encontró Tomás cuando regresó de la cocina. Fue colocando sobre una de las mesitas todo lo que necesitaba para inyectar morfina a su primo. Mientras cargaba la jeringa con dedos temblorosos, advirtió que Valentina se había aproximado a él y observaba sus movimientos con mucha atención. Su cercanía despertó entre sus piernas un deseo que se le antojó infame y sucio. Para ocultar la ofuscación y no pensar en lo que había decidido en la cocina mientras contemplaba cómo la aguja bailaba sobre un lecho de burbujas dentro de una cacerola con agua, se puso a parlotear sin mucho sentido. Le explicó que las agujas hipodérmicas fueron inventadas a comienzos de la década anterior, aunque era ahora cuando empezaba a popularizarse su uso entre quienes podían permitirse un tratamiento con morfina que calmaba el dolor como ningún otro. En la guerra fratricida que estaba arrasando Estados Unidos, los cirujanos las usaban para paliar el sufrimiento de los soldados gravemente heridos inyectándoles morfina.

Valentina pensó que sólo un necio podía ser capaz de decir tantas tonterías en un momento como ése. Hasta que miró a Tomás a los ojos y leyó en ellos una profunda desesperación. También miedo. Y culpabilidad. Como si estuviera a punto de cometer algún acto ignominioso.

Tomás acabó los preparativos y se aproximó al moribundo muy despacio. Se dejó caer a un lado de la cama. Sebastián alzó los párpados y lo escrutó con una mirada suplicante que Valentina no supo interpretar. Tomás no dijo nada. Sólo insinuó una sonrisa desde las comisuras de los labios e hizo a su primo una señal apenas perceptible moviendo un poco los párpados.

—Gracias… —musitó Sebastián.

Tomás palideció, bajó la cabeza y le inyectó con manos trémulas la morfina. Cuando extrajo la aguja del brazo del moribundo y levantó la vista hacia Valentina, una gota salada le surcaba cada mejilla. Se puso en pie sin fuerza y empezó a recoger el instrumental en silencio. Valentina recuperó su sitio junto a Sebastián y le cogió las manos. Él sonrió. La miró fijamente, sin parpadear apenas, como si deseara embeberse de su imagen antes de emprender el largo viaje que le aguardaba. Poco a poco, sus párpados comenzaron a cerrarse y cayó en un profundo sopor. Valentina se abrazó a él una vez más. Algo le decía que el hombre con el que llevaba casada cuatro meses ya no iba a despertar.

Al cabo de una eternidad se despegó de Sebastián y miró a su alrededor. El sol de la mañana ya entraba a raudales por los ventanales. Tomás, sentado en una butaca cercana a la cama, se miraba las manos, que mantenía sobre las rodillas. Valentina estiró los brazos para desentumecerse y se frotó la espalda dolorida. Las lágrimas le temblaban ya en el pecho, se le atravesaban en la garganta y le abrasaban los ojos. Se aseguró de que Sebastián seguía dormido, saltó de la cama y abandonó la habitación sin mirar a Tomás, que por un instante emergió de su apatía y la siguió con los ojos.

Valentina fue hasta la alcoba que Sebastián había mandado preparar para ella y en la que apenas había dormido. En cuanto hubo cerrado la puerta, sacó del armario ropa limpia, se quitó negligé y camisón y se aseó ante el lavatorio con movimientos de sonámbula. Al poco rato salió a la galería, completamente vestida y con el cabello recogido en un apresurado moño. Había sido la primera vez que se peinaba sola desde que vivía en esa casa. Cuando se acercó a los sillones donde Sebastián solía descansar cuando la enfermedad convirtió la escalinata en su peor enemigo, le flaquearon las rodillas y tuvo que sentarse. Allí enterró el rostro entre las manos y dio rienda suelta al llanto. Por un instante se vio de nuevo encerrada en las tripas malolientes del Gran Antilla mientras Gervasio agonizaba sobre un colchón mugriento, rodeado de repulsivas ratas de hocico puntiagudo y cucarachas que brotaban de entre los tablones del suelo. El pobre Gervasio, cuyo rostro se había evaporado de su memoria y sólo regresaba en breves destellos que apenas duraban un instante. El desdichado por el que decidió rezar una vez al año en la catedral porque Dios ni siquiera le había concedido una tumba que visitar. De repente el corazón le dio un vuelco. En el último aniversario de la muerte de Gervasio no se había acordado de honrar su memoria. ¿Cómo había podido olvidarlo? Apenas habían pasado tres años desde aquella horrible travesía, pero se le antojaban como tres décadas por lo mucho que le había sucedido en ese tiempo. Todavía no había cumplido los veintitrés y había sido ramera, había parido un hijo que le habían robado y la habían traicionado dos hombres. Ahora estaba a punto de perder a un esposo que la había moldeado como a aquella estatua llamada Galatea, de la que le habló madame Selene en su última mañana en el burdel, se había convertido en una dama que poseía hermosos vestidos, joyas deslumbrantes y pronto dispondría de la fortuna que le había prometido Sebastián. A cambio le correspondía educar a una niña huérfana y mantener a flote el negocio que él había levantado de la nada. ¡Qué sola iba a dejarla Sebastián!

Percibió que alguien se había detenido delante de ella. Alzó la vista y vio a Tomás, que la miraba con los ojos húmedos, la espalda curvada y el cuerpo blando, como si también él estuviera a punto de morir. Se dejó caer en el sillón a su lado, apoyó los codos sobre los muslos y se sujetó la cabeza entre las manos.

—No creo que pase de esta noche —farfulló, como si algún veneno le hubiera paralizado la lengua—. No logro explicarme cómo ha podido resistir tanto.

—Es un hombre valiente como pocos —observó ella con voz gangosa, limpiándose las lágrimas con un pañuelo. No quería llorar delante de Tomás. Eso sería compartir su dolor con un traidor.

Tomás alzó el rostro y escrutó a Valentina. En sus entrañas se revolvieron los celos que le atormentaban cuando la veía llorar por Sebastián. No soportaba la idea de que ella hubiera amado a su primo. Necesitaba creer que sólo se había casado con Sebastián por su fortuna; así no se sentía tan ruin por haberle fallado. Sin embargo, se oyó decir:

—Fue tu presencia lo que le dio fuerzas para luchar.

—Ojalá hubiéramos podido pasar más tiempo juntos —murmuró Valentina, y sus ojos se volvieron a inundar de lágrimas—. Sebastián se desvivía por hacerme feliz. Le añoraré con toda mi alma.

Esas palabras azotaron a Tomás como latigazos.

Valentina se limpió con súbita rabia las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas y se puso en pie de un brinco.

—Debo volver con mi esposo. No sé qué hago aquí platicando contigo.

Tomás se revolvió el cabello con los dedos y meneó la cabeza.

—Sé que ya no merezco tu respeto —murmuró con voz lastimera—, pero tu odio me hiere. Lo siento brotar de tu interior como el agua de un manantial. Y yo… te sigo queriendo. ¡No imaginas cuánto!

Ella se encogió de hombros y, dejándole con la palabra en la boca, regresó a la alcoba entre un apresurado siseo de faldas.

Sebastián falleció sin haber recobrado la conciencia antes de que despuntara el alba.