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La Habana, noche de San Silvestre de 1861

Valentina se sumergió en la brillante bañera de cobre que le preparaban las esclavas cada mañana y que habían vuelto a llenar esa última tarde de diciembre para que antes del gran baile su ama pudiera relajarse en el agua perfumada con aceites aromáticos y pétalos de flores. Intentó dormitar un rato dentro del líquido tibio y protector, pero no logró cal mar los nervios que llevaban torturándola varios días. Al cabo de un rato, estiró un brazo en busca de la campanita y llamó a Mayra. La esclava acudió al instante. Era muy diligente, y cuando Valentina la miraba, le parecía estar viendo a la criada que ella misma había sido tan sólo tres años atrás. Mayra le lavó el pelo usando el agua caliente que habían llevado otras esclavas de inferior categoría y le tendió un gran paño blanco para que pudiera cubrirse al salir de la bañera. Cuando Valentina se hubo puesto la bata, Marya le secó el pelo con toallas calientes. Ya ante el tocador, cepilló la brillante cabellera de su ama una y otra vez antes de trazar con el peine una raya en medio que la partió en dos. Sus ágiles dedos hicieron varias particiones más, que trenzaron engarzando en ellas ristras de pequeñas perlas y entrelazaron después en un voluminoso rodete a la altura de la nuca.

Valentina seguía tan nerviosa que ni siquiera pudo admirar la maravilla en que Mayra había convertido su cabello. Suspiró, alzó el frasco de perfume que le había regalado Sebastián nada más llevarla a esa casa, y apretó el vaporizador de pera. Al instante una suave neblina envolvió a ama y esclava. Valentina recordó lo mucho que le molestaba cuando la marquesa de Tormes la hacía toser con sus densos perfumes y decidió tener más cuidado en el futuro. No quería hacer a sus esclavas lo mismo que tanto le había incomodado a ella cuando fue sirvienta.

Poniendo en práctica la habilidad alcanzada con su anterior ama, que se había preocupado por su aspecto hasta lo enfermizo, Mayra aplicó a Valentina un levísimo trazo de color en las mejillas y le pintó los ojos con tal mesura que Valentina no pudo eludir la comparación con los llamativos afeites que tanto parecían gustar a los caballeros asiduos a los burdeles. Entonces se le ocurrió que los hombres no comprendían a las mujeres, incluso las temían, y por eso las catalogaban en categorías que después diferenciaban entre sí a partir de la apariencia, para así no equivocarse en el trato y sentirse seguros.

La voz de Mayra, que por lo general hablaba muy poco, la arrancó de su embrollada meditación para sugerirle que tal vez debería empezar a vestirse. Apretar el corsé llevaba un buen rato, y después habría que componer bien las enaguas y la crinolina para que, una vez llevara el vestido, la seda cayera a la perfección; como colofón, habría que dar los últimos toques al tul para corregir su caída.

Cuando al cabo de un rato Sebastián entró en la alcoba, penumbrosa ya bajo la luz del crepúsculo, y vio a Galatea flotando en una nube de seda y tul con bordados de oro, tuvo que tomar aire para no desmayarse cual una damisela. Desde que se había levantado por la mañana le asediaban las náuseas, sufría fuertes dolores y una gran debilidad atormentaba sus rodillas y volvía su paso más lento e inseguro de lo que ya era desde que le carcomía la enfermedad. Habría permanecido gustosamente en la cama, pues temía que su cuerpo no le respondiera esa noche, pero había tomado la pócima prescrita por Tomás y había envuelto su carne macilenta en su mejor frac, que le venía tan grande como si se lo hubieran regalado en la beneficencia. Presentar a Galatea en el baile de gala de San Silvestre, al que sólo eran invitados los notables de La Habana, era muy importante; debía asistir. Durante meses había luchado con toda su energía para retrasar el avance de la muerte, y el amor hallado en un burdel cuando sólo buscaba lujuria le había dado una fuerza inesperada que ahora ya se había consumido. Hacía días que intuía lo próximo que estaba el final, pero antes de rendirse a la nada, debía hacer ese último esfuerzo por el bien de Galatea y de su hija.

—Estás… bellísima —susurró. Al instante, se vio invadido por una ira amarga que echó por tierra la entereza con la que había intentado aceptar su sino. ¿Por qué le había tocado consumirse de esa manera tan ignominiosa justo cuando había logrado convertirse en un hombre rico y poderoso? Si existía Dios, ¿por qué no le había permitido conocer a esa mujer cuando estaba sano y se hallaba en la cúspide de su virilidad? Seguro que entonces habría logrado que ella olvidara al insensato de Tomás. Sebastián reprimió sus sombríos pensamientos y consiguió esbozar una sonrisa. Alzó la mano derecha y tendió a su esposa un estuche alargado que había ocultado detrás de la espalda. La invitó a abrirlo. A él le temblaban demasiado las manos esa tarde.

Valentina levantó la tapa con cuidado. Cuando vio el collar de oro blanco con esmeraldas y los pendientes a juego, cuidadosamente extendidos sobre un fondo de terciopelo negro, el estuche estuvo a punto de resbalársele de las manos.

—Dios mío —musitó casi sin voz—. Esto es… maravilloso.

Sebastián hizo un gesto a Mayra para que ayudara al ama a ponerse las joyas. Se sentó en el diván junto a la ventana y cruzó las piernas, flacas como las de un pajarillo.

—No podíamos permitir que ese escote muestre tanta piel desnuda —bromeó Sebastián—. Ahora irá debidamente vestido. —Aguardó paciente a que la esclava cerrara el pasador del collar y Valentina se pinzara ella misma los pendientes en los lóbulos—. Para acudir a eventos como el de esta noche, Galatea —comentó por rellenar la espera—, conviene calcular muy bien la hora de llegada. Nunca seas la primera en comparecer. Sólo los pelagatos se presentan puntuales. Pero jamás, bajo ningún concepto, hagas tu entrada más tarde que el capitán general.

Valentina asintió con la cabeza, procurando grabarse en la memoria el nuevo consejo de Sebastián. Cuanto más cerca estaba ese baile, más nerviosa y acalorada se sentía. Sebastián la examinó de arriba abajo y decidió que su esposa estaba preparada para enfrentarse a las miradas escrutadoras de la nobleza habanera.

—Vámonos ya —dijo poniéndose en pie, y añadió en tono jocoso—: No vaya a adelantársenos el capitán general.

Cuando abandonaron la alcoba se toparon en la galería con Rosalía, que se detuvo y pasó revista a su patrona, hermosa como una reina al lado del espantajo en que se había convertido don Sebastián. El ama de llaves no logró ocultar del todo la envidia que le inspiraba la belleza ajena desde que adquirió conciencia de su fealdad en la adolescencia. Aún no sabía qué pensar de la mujer con la que se había casado el hombre al que adoraba en secreto. Había empezado a respetarla cuando descubrió que era una persona trabajadora y en absoluto frívola, a la que no podrían ocultar nada de lo que ocurriera en esa casa. También le causaba admiración lo bien que cuidaba de su pobre esposo enfermo. Pero desde que la descubrió cuchicheando en actitud sospechosa con el doctor Mendoza, casi un mes atrás, el recién adquirido respeto había sido envenenado por un recelo que la había empujado a espiarla para recabar pruebas de su infidelidad y presentárselas a don Sebastián. Sin embargo, Ro salía seguía sin saber si doña Ga latea era muy lista, o si realmente sentía por su marido algo más que el falso cariño que compra el dinero.

Sebastián sonrió al ama de llaves y le dijo:

—No es necesario que nadie nos espere levantado. Sólo encárgate de que nos dejen preparado un pequeño refrigerio en el comedor por si doña Galatea desea picar algo cuando regresemos.

—Por supuesto, señor —respondió Rosalía. Miró de soslayo a su ama y creyó conveniente aportar algún halago; nunca estaba de más ganarse el favor de la señora que mandaría sobre ella cuando su patrón falleciera—. Permítame decirle que está muy bella, señora. Y usted, don Sebastián…

—¡Guárdate la coba, Rosalía! —la interrumpió él con acritud. Pinzó con los dedos una esquina del frac y lo separó de su cuerpo escuálido para destacar la cantidad de tela que le sobraba—. Sabes que no me gusta… y menos con esta estampa.

El ama de llaves se ruborizó. Su mirada se cruzó con la de su señora, a la que vio igual de sorprendida por la vehemente reacción de don Sebastián. Hasta entonces él siempre había evitado aludir a su deterioro físico. El patrón se arrepintió de haber sido tan cortante y añadió:

—Aunque te doy la razón en lo que respecta a la señora. Va a ser sin duda la dama más bella del baile.

—Sí, señor —convino Rosalía, avergonzada por su falta de tacto.

Sebastián ofreció el brazo a Valentina.

—¿Vamos, querida?

Valentina asintió con un leve movimiento de cabeza y se aferró al antebrazo de su esposo. Mientras descendían por la escalinata, advirtió que Sebastián se apoyaba en ella y no al revés. Le escrutó de reojo y le pareció tan cansado como si cargara sobre sus huesudos hombros todo el peso del mundo. Un mal presentimiento le mordió las entrañas.

Durante el trayecto en quitrín hacia la calle donde tenía su sede la Sociedad Filarmónica, los dos permanecieron en silencio. Sebastián había decidido guardar sus fuerzas para el baile y Valentina era incapaz de articular palabra. Los latidos de su corazón sonaban tan fuertes que le retumbaban en los oídos, y el estómago aleteaba como si llevara dentro uno de aquellos pájaros que alborotaban en el patio de la mulata Juana. En su cabeza resonaba el eco de las preguntas que en los últimos días se había hecho una y otra vez. ¿A cuántos de sus antiguos clientes le presentaría Sebastián en ese baile de gala? ¿Qué harían esos hombres cuando reconocieran en la esposa del comerciante a la ramera más solicitada de L’Olympe? ¿Y si estaba allí Leopoldo Bazán? ¿Seguiría él la farsa o la descubriría delante de lo más florido de La Habana?

Cuando se adentró del brazo de Sebastián en el gran salón de la Sociedad Filarmónica, Valentina se sentía tan confusa y sofocada que desplegó el abanico de carey y encaje rematado con pequeñas plumas blancas. Y se dio aire. Asomándose por encima del artístico parapeto observó lo que ocurría a su alrededor. Lo primero que le llamó la atención fue la opulencia que reinaba por doquier. Se reflejaba en los pesados cortinajes de terciopelo que ribeteaban los ventanales, en las enormes arañas de cristal que colgaban del techo y en el mármol blanco que brillaba como un gran espejo. Le vinieron a la memoria los bailes que celebraban los marqueses de Tormes y que ella espiaba con discreción desde el vestíbulo, donde el ama de llaves la colocaba para que recogiera las prendas de abrigo y los sombreros de los invitados. Comparado con el esplendor de La Habana, aquellas fiestas que antaño la deslumbraron se le antojaron descoloridas reuniones de provincianos con ansia de aparentar.

Un murmullo de voces llenaba la sala junto con el denso aroma creado por la mezcla de perfumes femeninos, el humo de los cigarros que fumaban algunos caballeros y la esencia personal exhalada por cada cuerpo. A Valentina le recordó en cierto modo a la cargada atmósfera que se respiraba en el salón rojo de L’Olympe. Pensó que también en ese baile de la alta sociedad se aproximarían hombres a mujeres empujados por la lujuria, aunque sin duda cada movimiento se haría con gran discreción y teniendo en cuenta otros intereses como la fortuna y la posición social. Al otro extremo del gran salón una orquesta, compuesta por numerosos negros y mulatos ataviados con libreas doradas, afinaba sus instrumentos, entre los que había incluso un reluciente piano de cola. Los invitados que habían llegado pronto conversaban y reían agrupados en corrillos, hasta que repararon en Sebastián Ruiz Mendoza y, después, en su acompañante. Entonces las voces callaron por completo y todos los ojos de la sala convergieron en la pareja. Hubo quien susurró que debían de ser ciertos los rumores sobre la enfermedad del acaudalado comerciante, porque el desdichado parecía talmente un espectro surgido de la tumba. Las damas diseccionaron con envidia el fastuoso vestido que llevaba su esposa y calibraron cuánto le habrían costado al comerciante las joyas que adornaban su escote. Así podía lucir bella hasta una esclava, murmuraron algunas sin molestarse en disimular su profundo rencor. Por su parte, los caballeros más resueltos corrieron con sus esposas a saludar al comerciante y así poder estudiar de cerca a la dama española con la que se había casado.

Valentina respiró algo más tranquila cuando vio que ninguno de los caballeros que le fue presentando Sebastián había sido cliente suyo en el burdel. Por fortuna el anuncio de un lacayo, posicionado junto a la puerta, de que iba a hacer su entrada el capitán general Serrano le proporcionó pronto una breve tregua. Toda la concurrencia abrió un pasillo por el que desfiló el alto mandatario entre adulaciones, parabienes y el suave frufrú de sedas y rasos. Cuando, tras el respetuoso recibimiento al capitán general, la orquesta comenzó a tocar uno de esos valses ligeros y atrevidos que su encorsetado maestro de baile consideraba algo indecentes, Valentina vio que se aproximaba a ella un caballero de buena planta, vestido con un frac que le sentaba como un guante y que resaltaba su magnífica apostura. Su pelo oscuro contrastaba con unos ojos del color del océano y la sonrisa dejaba al descubierto unos dientes tan blancos como el vestido que ella estrenaba esa noche. Las rodillas se convirtieron en una gelatina blandengue cuando reconoció en ese hombre nada menos que a Leopoldo Bazán. El niño Leopoldo se detuvo delante de ambos y su sonrisa adquirió un aire cínico cuando se dirigió a Sebastián, mirando de reojo a Valentina.

—Cuánto tiempo sin verle, don Sebastián. Le encuentro algo desmejorado. ¿Ha estado enfermo?

Sebastián se mordió los labios para mantener la calma ante tamaña hipocresía.

—No ando demasiado bien de salud en estos días —respondió en tono gélido.

—Debe cuidarse más, sin duda —insistió Leopoldo. Cuando posó la mirada en Valentina, ésta habría renunciado hasta a su nueva posición en la sociedad a cambio de poder escapar de allí—. ¿No me presenta a la bella dama que le acompaña, don Sebastián?

Sebastián nunca había sido un hombre pendenciero, pero deseó haber podido recuperar su antigua fortaleza, aunque sólo fuera por un instante, para tumbar de un puñetazo a esa alimaña, incluso si después hubiera tenido que enfrentarse a ese canalla en un duelo.

—La bella dama que me acompaña es mi esposa, doña Galatea Quintana de la Vega.

Leopoldo hizo una graciosa reverencia ante Valentina y alargó la mano derecha para tomar la de la joven y aproximarla a sus labios. Los dedos de Valentina temblaban tanto que le costó atraparlos. Tras el besamanos preguntó a Sebastián:

—¿Me permite que baile este primer vals de la noche con su esposa?

Valentina miró preocupada a Sebastián, que asintió con la cabeza y murmuró:

—Naturalmente, don Leopoldo. —Le irritaba sobremanera la insolencia de ese depredador y estaba muy preocupado por cómo reaccionaría Galatea cuando bailara con su antiguo amante, pero no podía hacerle un desaire delante de toda la nobleza de La Habana. Dirigió una mirada tranquilizadora a la joven y le dijo—: Me sentaré a descansar allí mientras espero. —Señaló una hilera de sillones colocados junto a los ventanales e intentó darle ánimo con una sonrisa—. Diviértete, querida.

Apoyado en su bastón, se alejó con andar fatigoso. Valentina sintió un pinchazo en el corazón al verle tan vencido por la enfermedad. Le pasó por la cabeza que la calma de la que gozaba bajo la protección de Sebastián estaba a punto de acabarse. Leopoldo la aprisionó entre sus brazos y la guió al ritmo de la música hacia el centro de la sala, donde varias parejas ya daban audaces giros sin perder de vista a la nueva esposa de Sebastián Ruiz Mendoza, al que todos habían visto terriblemente demacrado esa noche. Leopoldo se aproximó tanto a Valentina que su respiración le abrasó la oreja y despertó en su cuerpo una oleada de deseo, acompañada de recuerdos de otro tiempo. Aspiró el fresco aroma que emanaba del impecable frac y la transportó durante un instante a la casita alquilada donde ese hombre la mantuvo prisionera de sus antojos. Entonces se acordó del hijo que él le arrebató mientras la humillaba mirándola con sus ojos desprovistos de ternura y humanidad. El odio se mezcló con el deseo pero no lo aniquiló. Leopoldo emitió un afectado suspiro y susurró:

—Vaya, vaya, doña Galatea… Esta isla es muy pequeña, tarde o temprano nos reencontramos con personas a las que no esperábamos volver a ver… Una dama española casada con un comerciante rico. Ha logrado sorprenderme, lo admito.

Valentina abismó la mirada en su iris azul. El mismo que sembró en ella una insensata pasión en otra noche de San Silvestre de la que hacía ya dos años. ¿Cómo podía ser ese hombre tan hermoso y a la vez tan vil?

—Para serle sincero, doña Galatea —prosiguió Leopoldo—, confieso que la subestimé. No sé cómo embrujó a ese infeliz para que la convirtiera en su esposa, aunque aventuro que le haría viajar al paraíso sin abandonar el lecho. —Agrandó su desvergonzada sonrisa y le susurró al oído—: Pero no temas, pequeña ninfa, tu secreto está a salvo conmigo. No me conviene indisponerme con tu poderoso marido. —Leopoldo miró hacia donde Sebastián, hundido como un ratón en un sillón tapizado de terciopelo granate, entre dos damas maduras con peinados de cotorra que no paraban de abanicarse, los observaba sin perder detalle—. Aunque a juzgar por su aspecto, no creo que le quede mucho tiempo para disfrutar de tus encantos. ¿Te has asegurado de que te legue una buena herencia?

—¿Cómo es posible que seas tan ruin? —musitó Valentina.

Leopoldo vio que había hecho mella en la compostura de su antigua entretenida e insistió.

—¿Qué sientes cuando te acaricia un moribundo, pequeña ninfa?

Valentina experimentó el deseo de abofetearle. Se contuvo a duras penas. No debía provocar un escándalo esa noche por culpa de un miserable.

—¡Eres despreciable! —siseó entre dientes.

Quiso soltarse y regresar a la protección de Sebastián, pero Leopoldo la sujetó con más fuerza y la obligó a seguir girando con él al ritmo frenético de ese vals que no se acababa nunca. En una de las vueltas vio de soslayo al duque de Pozohondo y a mister Wallace hablando con otros dos caballeros en un rincón de la sala. El odioso duque los observaba danzar con sumo interés y una expresión taimada en los ojos. Eso la trastornó todavía más.

—Es mejor que siga bailando conmigo, doña Galatea —le dijo Leopoldo con sorna—. Si me deja plantado en medio de este salón, la gente se preguntará por qué la esposa de Sebastián Ruiz Mendoza muestra un comportamiento tan inapropiado con un caballero al que acaba de conocer. ¿No querrá causar mala impresión durante su presentación en sociedad?

Valentina buscó de nuevo la mirada de Sebastián, que se había levantado y conversaba con un caballero y una dama, ambos maduros y ataviados con todos los signos distintivos de la riqueza suprema, aunque seguía pendiente de ella y le envió una sonrisa de aliento. Eso le dio fuerzas para seguir bailando con el hombre que le robó a su hijo, como si le acabara de conocer esa misma noche.

Leopoldo era un bailarín excelente. Guió a Valentina por todo el salón, sin descuidar nunca el ritmo de la música ni tropezar con las demás parejas. Ella bajó los párpados y se concentró en reprimir las ganas de dar un empujón a ese hombre y escapar de la atracción entreverada con odio que aún le inspiraba. Él, en cambio, aprovechó la tregua para posar la mirada sobre el cabello en el que tantas veces había hundido la nariz cuando retozaba con esa mujer. Contempló la suave piel del cuello que había besado con fruición y que ahora lucía esa gargantilla de esmeraldas que emitía destellos a la luz de las arañas de cristal y que debía de haber costado una fortuna al esposo moribundo. Y sintió cómo renacía su antiguo deseo, acompañado de diversas manifestaciones en su cuerpo que le inquietaron: un sutil aleteo del corazón, como de pájaro atolondrado, un repentino calor en las entrañas y el ansia inconcebible de besar los labios de esa mujer, de mordisquearle la blanca piel del cuello hasta sembrarla de marcas rojas y de susurrarle palabras procaces al oído. Todos los absurdos sentimientos que logró sofocar cuando la poseía en la casita alquilada al poeta abolicionista rebrotaron con fiereza al verla tan hermosa y moviéndose como una dama de alcurnia. Se dio cuenta de que jamás la había deseado tanto como en ese momento, cuando estaba fuera de su alcance. Aunque tal vez no fuera tan inalcanzable, se dijo. Y decidió que la haría suya otra vez, costara lo que costase. Pero no lo haría empujado por los sentimientos dañinos de los que le previno su difunto padre, porque ninguna mujer merecía que un hombre se deshiciera de amor por ella, sino para dejarle claro a esa zorra quién era Leopoldo Bazán. Y hasta que llegara el momento oportuno, se conformaría con golpearla donde sabía que más le dolería.

—Tal vez le interese saber, doña Galatea —dijo con voz meliflua—, que mi hijo cumplió recientemente un año. Es una criatura sana que llena mi casa de alegría con sus balbuceos. ¿No se le antoja gracioso que la primera palabra que aprendió a pronunciar fuera «papá»?

Leopoldo se recreó contemplando cómo la pequeña ninfa iba palideciendo ante sus ojos. Valentina sintió mucho frío, después calor…, se mareó ligeramente y temió desmayarse entre los brazos de ese canalla. Buscó con la mirada a Sebastián. La sonrisa alentadora que él le envió le ayudó a recuperar la compostura. No debía dar al malnacido de Leopoldo la satisfacción de deleitarse en el dolor que le estaba causando.

—Ahora quiero enseñarle a decir «padre» —añadió Leopoldo.

Valentina tomó aire, lo mantuvo un rato dentro de los pulmones y lo expulsó a la par que dibujó con los labios una encantadora sonrisa. Después susurró, en tono dulce y juguetón, como si estuviera respondiendo a una galantería picante:

—Algún día te destruiré, Leopoldo Bazán.

Él echó la cabeza atrás y soltó una carcajada. Cuando su risa se extinguió, volvió a aproximar la boca al oído de Valentina y advirtió en voz baja:

—Tenga cuidado, doña Galatea. Pronto su esposo ya no estará para protegerla. Sería terrible que se viera obligada a regresar al lupanar del que procede.

Ella agrandó la sonrisa hasta donde dio de sí, procuró ignorar el temblor de sus rodillas y respondió:

—Ya veremos quién acaba en el arroyo, don Leopoldo.

La actitud desafiante de Valentina estimuló aún más la lujuria de Leopoldo. Le costó un inmenso esfuerzo dominarse para no estrechar a esa ramera entre sus brazos y dejarla muda con un beso. La soltó, se alejó un poco y le ofreció el brazo con perfecta cortesía de caballero.

—Es hora de que la acompañe de vuelta con su esposo. El pobre parece ansioso por recuperar su compañía. Es comprensible… le queda tan poco tiempo…

Valentina estuvo tentada de ignorar el brazo de Leopoldo, pero decidió que le convenía guardar las formas. Todavía le temblaban las piernas cuando llegaron a donde Sebastián seguía de conversación con la pareja madura, que de cerca aún desprendía más esplendor. El pobre no consiguió disimular del todo el alivio que sintió al ver a su Galatea de regreso. Leopoldo exhibió su sonrisa de hombre de mundo y dijo:

—No debo monopolizar a su esposa, don Sebastián, aunque sin duda me gustaría. —Hizo una sutil reverencia ante Valentina—. Ha sido un placer bailar con usted, doña Galatea.

Saludó al caballero y a la dama que acompañaban a Sebastián y se retiró con discreción. Sebastián tomó las riendas.

—Galatea, permíteme presentarte a don Miguel Aldama y su esposa doña Hilaria. Tienen muchas ganas de conocerte.

Valentina, aún turbada por su reencuentro con Leopoldo, desplegó todos los buenos modales que le había enseñado Sebastián para complacer a ese matrimonio que pertenecía a la familia Aldama, una de las más ricas de Cuba, según le había explicado Sebastián cuando le enumeró a las personalidades de las que le convendría hacerse amiga. Cuando los Aldama se alejaron después de haberlos invitado a una fiesta que celebrarían próximamente en su palacio de Extramuros, Valentina comprendió de golpe que muchos grandes negocios no se fraguaban en los despachos, sino en salones elegantes, al son de valses y contradanzas.