9

Para el paseo en quitrín, Valentina estrenó uno de los nuevos vestidos de calle de muselina bordada que le había confeccionado madame Géraldine. Era blanco y tenía un amplio escote que dejaba los hombros al aire y mostraba el canalillo entre los senos con una sutileza que lo diferenciaba ostentosamente de las prendas que había lucido en el burdel. Al verse reflejada en el espejo de la alcoba con semejante atuendo y recién peinada por Mayra, pensó que el dinero de Sebastián la había convertido en una de esas damas cuya belleza y elegancia había admirado desde lejos cuando paseaba con las otras chicas del burdel en el carruaje de madame Selene. Antes de salir de casa, Sebastián entró en su habitación, la hizo sentarse de nuevo en la butaca del tocador y él mismo le adornó el escote con una gargantilla de oro y brillantes que había hecho aparecer entre sus manos como por arte de magia. Sin aguardar a que se repusiera del estupor, sacó de un bolsillo de su levita los largos pendientes a juego y se los aproximó a los lóbulos de las orejas para que pudiera admirar el efecto. Después, se inclinó y le besó el cuello desplegando una enternecedora sensualidad.

Un intenso hormigueo recorrió el cuerpo de Valentina. Cerró los ojos para no conmoverse al ver tan de cerca el semblante demacrado de su esposo y su piel de enfermo. Mientras sentía sus labios sobre la nuca, intentó imaginar cómo debió de ser cuando aún no había perdido la salud. No había hallado en toda la casa ningún retrato que testimoniara el aspecto que tuvo antes de consumirse, pero a juzgar por sus facciones y su estatura, suponía que habría sido un hombre de buen porte, incluso guapo. Tal vez se pareciera a Tomás, con quien podía apreciarse cierta similitud pese a la extrema flacura de Sebastián y a que era mayor que su primo. Valentina suspiró y reprimió las súbitas ganas de llorar. Cada día quería más a ese hombre que se portaba con ella como un caballero y la había rescatado de envejecer entre las paredes de un prostíbulo. Desde luego, el amor que le inspiraba Sebastián no era como el que aún sentía por Tomás. Tampoco era arrollador como la pasión que despertó Leopoldo en cada recoveco de su carne. Pero poseía la certeza de que si la muerte de Sebastián no estuviera tan próxima, habría podido ser dichosa a su lado sin añorar las caricias de los otros dos. Para devolverle de algún modo lo mucho que estaba haciendo por ella, por las noches se deslizaba hasta su alcoba y le entregaba en la penumbra de una lámpara de aceite lo único que poseía: el cuerpo que prolongaba la vida de Sebastián. No obstante, cada vez se le hacía más cuesta arriba complacerle porque la inminencia del final se reflejaba más que nunca en su cutis macilento, en las costillas que se troquelaban bajo su torso, en sus extremidades nudosas y tan delgadas que parecían a punto de quebrarse… Entonces tragaba saliva, tomaba aire y se concentraba en hacerle feliz hasta que Sebastián se dormía de agotamiento entre sus brazos y ella rogaba al Señor que le diera fuerzas para soportar una vez más la muerte de un hombre al que quería. Algunas noches llegó a pensar, entre la duermevela que precede al sueño, que si existía un lugar adonde iban los hombres buenos después de morir, tal vez Sebastián se reuniría allí con Gervasio.

Valentina todavía no había recuperado la calma cuando se vio sentada en el quitrín. Sebastián le cubrió una mano con sus dedos fríos.

—Pero si estás temblando, niña —dijo Sebastián, y añadió, alarmado—: ¿No irás a enfermar?

Ella sacudió la cabeza.

—Me encuentro bien. Sólo es que… me parece que aún no estoy preparada para mostrarme en sociedad.

Él le apretó la mano con fuerza y dejó escapar una risilla alegre.

—No imaginaba que Galatea Quintana de la Vega fuera tan melindrosa.

Valentina bajó la mirada y susurró:

—Temo no estar a la altura.

—¡Lo estarás! —afirmó él con rotundidad—. Has progresado mucho, quien te mire ahora verá a una dama… y muy hermosa, además. —Volvió a presionar la mano de Valentina—. Considera nuestra excursión de hoy como un ensayo antes del baile de la Sociedad Filarmónica.

El corazón de Valentina se aceleró al pensar en la fiesta. Exhibió una sonrisilla arrugada pero fue incapaz de hablar.

—Hoy vas a conocer el mundo que de ahora en adelante será el tuyo: La Habana de los ricos —explicó Sebastián—. La ciudad donde el oro dulce sustenta inmensas fortunas y compra títulos de nobleza, donde se vive al día despilfarrando la riqueza obtenida del azúcar, donde se baila sin freno como si fuera a acabarse el mundo al despuntar el alba, y donde las mejores compañías de ópera vienen de ultramar para actuar en el teatro Tacón, el más suntuoso de América. —Se reclinó fatigado contra el asiento y murmuró—: Un lugar espléndido para morir.

Valentina no dijo nada. Mantuvo la mirada fija en la vaporosa tela que cubría sus enaguas y la crinolina. Permaneció ensimismada mientras el carruaje traqueteaba por las calles de La Habana, hasta que sintió de nuevo que Sebastián presionaba su mano. Alzó la cabeza. Habían llegado a una amplia alameda que disponía de dos sendas para carruajes, una en cada dirección, y dos caminos laterales por los que paseaban los peatones, en su mayoría hombres vestidos con ropas que incluso de lejos se veían muy humildes. Adornaban la alameda fuentes y hermosas estatuas. Hileras de frondosos árboles la protegían del sol antillano. Valentina sabía que habían llegado al paseo del Prado porque había estado alguna vez allí cuando salía en quitrín con sus amigas del burdel, camuflada bajo el velo que cubría su rostro. Siempre le había llamado la atención la cantidad de carruajes que se aglomeraban en ambas direcciones, casi todos ocupados por damas que llevaban la riqueza cincelada en cada palmo de su cuerpo.

—El paseo del Prado —murmuró Sebastián—. Aquí acuden al atardecer los habaneros para ver y ser vistos. —Señaló con discreción hacia los hombres que iban a pie y añadió—: Los caminantes son en su mayoría compatriotas nuestros que trabajan como mozos de comercio, dependientes u obreros portuarios. Los que van en quitrín o a caballo los desprecian por ser extranjeros y pobres, mientras ellos admiran la belleza de las damas, envidian a los altivos jinetes y sueñan con verse algún día al otro lado del muro invisible que separa a pobres y ricos. Hubo un tiempo en que yo también paseaba a pie por aquí…

El calesero incorporó el carruaje entre los que ya circulaban por la alameda y, mezclado con multitud de jinetes y quitrines, lo condujo a ritmo lento hasta el final del paseo, donde cambió de sentido y lo llevó de regreso al punto en el que se habían incorporado. Valentina observó de reojo a Sebastián. Lo vio tan habituado a ese procedimiento que lo imaginó sentado en ese mismo asiento al lado de la bella Matilde, la esposa de la que solía hablar con un leve menosprecio y a la que no parecía añorar demasiado. Le pasó por la cabeza que dar vueltas y vueltas en el mismo lugar, contemplando siempre los mismos rostros y grabándose en la memoria los archiconocidos contornos de fuentes y estatuas, no dejaba de ser una diversión bastante absurda, por muy arraigada que estuviera en la alta sociedad habanera.

Durante la segunda vuelta, se acercó al carruaje un hombre muy elegante, montado sobre un caballo de negro y reluciente pelaje. Escrutó a Sebastián y su semblante adquirió un aire de consternación que le hizo desviar la mirada y posarla sobre la bella dama que acompañaba al comerciante, sin duda la nueva esposa de la que ya hablaba toda La Habana, aunque sólo podía jactarse de haberla conocido esa modista alcahueta que tenía alteradas a todas las damas de la ciudad con sus chismorreos.

—Últimamente es usted caro de ver, don Sebastián —exclamó el jinete con cierta familiaridad.

El aludido esbozó una sonrisa. No le apetecía hablar de su enfermedad, aunque suponía que en la ciudad ya habrían circulado toda suerte de rumores al respecto.

—Ah, querido conde, mi salud no es la mejor en estos días —respondió escuetamente—. Pero pasemos a asuntos más alegres. Permítame presentarle a mi esposa Galatea.

El aristócrata se inclinó sobre el quitrín y besó la mano que Valentina le tendía para ese fin, poniendo en práctica los elegantes modales que Sebastián le había enseñado.

—Señora, es un placer conocer a una dama tan bella —la lisonjeó el desconocido al tiempo que le ofrecía una ancha sonrisa; luego se giró hacia Sebastián, cuyo aspecto demacrado seguía dándole muy mala espina, y añadió—: Mi esposa y yo celebraremos pronto una fiesta en nuestra finca de El Cerro y nos gustaría contar con su agradable presencia. En breve recibirán una invitación. —Volvió a sonreír a Valentina—. Así podrá conocer a mi esposa, doña Galatea. Estoy seguro de que congeniarán. —El conde imaginó la reacción de su mujer cuando le describiera la hermosura de la dama con la que se había casado el comerciante español. Sin duda, rabiaría de temor ante la posibilidad de que la superara en belleza.

Sebastián aceptó la invitación sin dejar traslucir lo mucho que le alegraba, pues abriría a su Galatea otra puerta importante por la que introducirse en la alta sociedad.

El caballero se despidió de ellos con cordialidad y siguió su camino entre la maraña de jinetes y carruajes. Pese a que no era un hombre propenso a cotillear, le alegraba haber conocido a la dama de la que tanto se hablaba en La Habana. Cuando al cabo de un rato acudiera a su tertulia vespertina en El Louvre, haría partícipes a sus amigos de dicho evento.

Sebastián aguardó a que el caballero estuviera bien lejos y entonces dijo a Valentina:

—Acabas de conocer al conde de Fernandina, uno de los nobles más influyentes de Cuba. Él y la condesa viven la mayor parte del año en el extranjero, y cuando regresan a La Habana se organiza un considerable revuelo en la alta sociedad. Procura hacerte amiga de su esposa, Galatea. Esa mujer puede ser terrible con quienes no le gustan, pero si le caes en gracia, te abrirá muchas puertas.

Valentina volvió a sentir el viscoso miedo enroscándosele en las entrañas. Por un instante añoró incluso su vida de ramera en L’Olympe. Allí al menos conocía el terreno que pisaba y sabía dónde acechaban los peligros, mientras que la alta sociedad se le antojaba un mundo hostil y lleno de escollos que superar.

Esa misma tarde Sebastián presentó a Valentina a otro hombre que se acercó a caballo y la contempló durante un buen rato atusándose el bigote como si fuera un felino goloso. Cuando se marchó, Sebastián le explicó que era un miembro de los Iznaga, una familia de Trinidad cuya fortuna provenía del tráfico de esclavos y que poseía una importante plantación de azúcar en el Valle de los Ingenios. Al cabo de un rato, les dieron plática desde otro quitrín tres damas muy emperifolladas y bastante guapas, bajo cuya mirada penetrante parecía sedimentarse un denso poso de veneno. A Valentina le llamó la atención la frialdad que impregnaba cada una de las corteses palabras que les dirigía Sebastián. Luego él le aclaró que eran amigas de infancia de Matilde y que nunca le habían gustado porque su naturaleza era frívola y cruel. De esa clase de mujeres le convenía guardarse, añadió, porque en lugar de abrirle puertas esas víboras se las cerrarían en las narices sin el menor asomo de remordimiento.

Cuando hubieron recorrido la alameda tres veces, Sebastián dio orden al calesero de que los llevara al Gran Café La Dominica. Mientras se dirigían a la esquina de la calle O’Reilly y Mercaderes, anunció a Valentina que iba a conocer uno de los establecimientos más renombrados de La Habana, al que sólo El Louvre, con sus deliciosos helados y sorbetes, podía hacer la competencia. Sin embargo, a él siempre le había gustado más La Dominica. Tal vez se debiera a que cuando era pobre acudía allí a pie, ataviado con el traje de paño grueso y raído que había traído de España, y se compraba una fruta cristalizada que después saboreaba bajo los árboles del paseo del Prado, acompañada de ensoñaciones de fortuna y poder. La mente solía tejer esas extrañas predilecciones… Sebastián pensó para sus adentros que la vida mostraba un modo absurdo de ser cruel: convertía en realidad los sueños y al poco tiempo los segaba con una enfermedad mortal.

Valentina entró en el amplio salón de La Dominica del brazo de Sebastián. Lo primero que le llamó la atención fue el suelo de mármol y la hermosa fuente erigida en el centro del local y desde la que el agua goteaba con indolencia sobre un lecho de rocas adornadas con plantas acuáticas. A su alrededor se extendía un enjambre de mesas de mármol, redondas y cuadradas, casi todas ocupadas por caballeros a los que acompañaban damas cubiertas de joyas y, en algunos casos, niños y adolescentes tan bien vestidos como sus padres. Habían acudido a refrescarse allí los que poco antes se habían exhibido en sus quitrines por el paseo del Prado. De repente, los pies de Valentina se negaron a seguir avanzando. Dos caballeros acababan de levantarse de una mesita redonda, muy próxima a la entrada, y se disponían a abandonar La Dominica. Uno de ellos era un hombrecito regordete que, a juzgar por su cabello rubio como el trigo y el rostro de color grana, sólo podía ser inglés o norteamericano. Debía de estar muy acalorado, porque no paraba de en jugarse el sudor que manaba de su despejada frente. El otro era un criollo maduro, vestido con rebuscada elegancia, y su semblante de pómulos marcados y labios finos hacía sospechar un carácter colérico con propensión a mostrarse cruel. Se había quedado parado en seco y miraba a Valentina como si estuviera viendo un fantasma a plena luz del día.

Sebastián reconoció enseguida al caballero criollo. Advirtió la sorpresa de éste y la terrible consternación que paralizaba a Valentina. Pero mantuvo la calma. Siempre había sabido que tarde o temprano se verían expuestos a una prueba como ésa. Ahora, por el bien de Galatea Quintana de la Vega, debían salir airosos de ella. Aproximó cuanto pudo el rostro al de su esposa y le susurró al oído:

—No te pongas nerviosa, querida. Eres una dama y todo irá bien.

Ella tomó aire para mitigar la sensación de ahogo que la tenía al borde del desmayo. Estaba convencida de que su nueva vida como esposa de un rico comerciante iba a acabar esa misma tarde, en un local repleto de ojos que la escrutaban con curiosidad. Pero antes de que fuera devuelta a las cloacas de la ciudad en cuanto su verdadera identidad quedara al descubierto, demostraría a Sebastián que sabía comportarse con dignidad. Tragó saliva y dejó que él la condujera al encuentro con esos dos caballeros. Sin dar tiempo a que el hombre de rostro colérico, todavía paralizado por el asombro, pudiera abrir la boca, Sebastián profirió:

—Celebro verle de nuevo, querido duque. Permítame presentarle a mi esposa, Galatea Quintana de la Vega. Llegó recientemente de España.

El duque de Pozohondo miró boquiabierto a su ramera favorita, desaparecida del burdel sin que nadie se hubiera dignado desvelarle su paradero. Como a casi todos los habaneros de la alta sociedad, le habían llegado rumores sobre la enfermedad que al parecer consumía al rico comerciante y prestamista Sebastián Ruiz Mendoza. También había oído hablar de la misteriosa dama española con la que se había casado. Y ahora descubría que la desaparecida Calipso y la nueva esposa del comerciante eran la misma persona. En la mente del duque se libró en pocos segundos una cruenta batalla. Gustosamente habría acabado allí mismo con esa burda farsa revelando a gritos a la concurrencia, que ya andaba pendiente de cada movimiento de la bella, quién era la mujer que había engatusado a ese incauto y que se hacía pasar con tal desfachatez por una dama. Pero el duque era ante todo un hombre práctico. Calculó rápidamente cuántos pagarés suyos obraban en poder de don Sebastián y a cuánto ascendía el dinero que le pedía prestado cada año para mantener su ostentoso tren de vida hasta que le pagaban el azúcar que exportaba. El resultado le heló la sangre. Si esa ramera había usado bien sus encantos y heredaba la fortuna del infeliz que colgaba de su anzuelo igual que un pez, cuando se quedara viuda podría triturarle a él como un gusano entre sus manos de golfa. A él y a muchos otros plantadores de renombre. Por lo tanto, no le convenía indisponerse con ella hasta que no supiera en qué situación la dejaba la muerte de Sebastián Ruiz Mendoza. Y a juzgar por el aspecto del pobre hombre, ese momento no podía estar muy lejos. Ya le daría su merecido a esa furcia cuando se presentara la oportunidad.

El duque de Pozohondo se inclinó ante la segunda esposa de don Sebastián, le dedicó una galante sonrisa y se aproximó a los labios la mano temblorosa que le tendía la dama.

—Doña Galatea, con el permiso de su esposo vaticino que su belleza será famosa en La Habana.

Valentina examinó con disimulo al duque de Pozohondo. A la luz del día y de su nueva posición, le pareció mucho menos fiero que en la alcoba de L’Olympe, aunque le desagradaba igual que antes. Tuvo que reprimir la tentación de retirar su mano. Le repugnaba el roce de los voraces dedos que tantas noches se había visto obligada a soportar sobre su piel. Pero también ella era una persona realista. Se tragó la aversión, le sonrió con aire angelical y dijo:

—Es usted muy amable. Se nota que sabe cómo halagar a una dama.

El duque torció la sonrisa y se enderezó. Ya había adulado bastante a esa ramera. Volvió a posar la mirada en Sebastián y señaló con la mano a su acompañante.

—Les presento a mi socio de Nueva Orleans, mister Andrew Wallace.

Los dos caballeros se estrecharon la mano. El americano saludó a Valentina con un florido besamanos, al que añadió unas cuantas palabras pronunciadas con un peculiar enmarañamiento de las erres.

—Me place conocerle, mister Wallace —dijo Sebastián, y su aplomo provocó la admiración de Valentina, que nunca le había visto moverse en sociedad—. Sepa que sigo muy de cerca la terrible guerra que ha estallado en su país. Me han dicho que la batalla de Camp Allegheny ha sido terrible.

El rostro rubicundo del americano enrojeció unos grados más y las venas de su cuello se hincharon.

—Le aseguro, don Sebastián, que nos defendemos con fiereza y seguiremos haciéndolo —respondió, embrollando aún más las erres—. No podemos permitir que esos malditos yanquies arruinen nuestro comercio, devasten nuestras plantaciones, liberen a nuestros esclavos y destruyan todo aquello por lo que vivimos.

—Mis simpatías están, sin lugar a dudas, con el Sur —observó Sebastián, pese a que en su fuero interno aborrecía a los estados esclavistas sureños. Para rematar su fingimiento mostró una calurosa sonrisa que tensó la piel de su flaco rostro—. Deseo de todo corazón que den su merecido a los unionistas.

—Toda la isla de Cuba está con los confederados —terció el duque sin apartar la mirada de Valentina. Resultaba asombroso lo bien que le sentaba a esa zorra el vestido de dama que llevaba puesto. Si no conociera al dedillo cada rincón de su piel, hasta él mismo dudaría de que fuera la misma mujer con la que había yacido sólo dos meses atrás sobre el lecho de un burdel. El recuerdo de aquellos retozos le provocó un acaloramiento. Decidió cortar esa absurda conversación, mantenida bajo la atenta mirada de la adinerada clientela de La Dominica. Tiró de la leontina y sacó del bolsillo su reloj de oro, que consultó apresuradamente antes de dirigirse a su socio—: Andrew, debemos darnos prisa, el buque San Cristóbal de La Habana debe de estar a punto de atracar.

Los socios se despidieron y abandonaron el café a grandes zancadas. Se aproximó un camarero en librea, que había aguardado a cierta distancia el momento oportuno para guiar a los recién llegados hacia una mesita redonda, situada en una zona tranquila del local. Cuando se hubieron sentado, Sebastián pidió dulces de guayaba y dos vasos de limonada con unas gotas de ron. En tiempos le había gustado saborear su bebida favorita sin rebajarla con un refresco, pero su estómago ya no admitía el alcohol. Cuando el camarero se hubo alejado, Valentina susurró en voz muy baja, para que no pudieran oírla desde las mesas contiguas:

—Esto no saldrá bien, Sebastián. El duque de Pozohondo fue uno de mis clientes más asiduos. Los hombres como él no me aceptarán jamás.

Sebastián contuvo las carcajadas y le dio unas palmaditas en el dorso de la mano.

—Tonterías, pequeña. Ese fanfarrón te ha saludado con sus mejores modales porque sabe lo que le conviene. Y lo mismo harán todos los demás caballeros que fueron clientes tuyos. Ahora eres demasiado rica para que osen menospreciarte.

Valentina no se atrevió a contradecirle. Regresó el camarero con la comanda, que distribuyó parsimonioso sobre la mesa de mármol. Sebastián observó con aire pensativo los movimientos pausados del mulato. En cuanto estuvieron solos de nuevo, murmuró:

—Cuando te quedes al frente del negocio, no pierdas de vista a los que apoyan la independencia de Cuba ni a los abolicionistas. Ambos grupos tendrán gran relevancia en el futuro.

—Si debo estar pendiente de hombres como el duque de Pozohondo y, además, andar atenta a lo que hacen independentistas y abolicionistas, voy a verme muy atareada —se le escapó a ella, sin lograr reprimir la ironía.

—Ya te dije una vez que un buen comerciante se adelanta a los acontecimientos —replicó Sebastián con su calma habitual—. Tarde o temprano esta isla se alzará contra la tutela de España y tú, como española, deberás hilar muy fino para salir airosa. En cuanto a la esclavitud, estoy seguro de que, sea cual sea el desenlace de la guerra en Estados Unidos, acabará por ser abolida.

—¡Ojalá sea así! Cuanto más tiempo vivo en esta isla, más me convenzo de que no es humano mantener a personas cautivas como si fueran animales.

Sebastián la miró con una sonrisa benévola.

—El mundo no se mueve por sentimientos humanitarios, Galatea, sino por codicia y afán de poder. La esclavitud caerá cuando los plantadores se den cuenta de que cada día se inventan mejores máquinas capaces de realizar el trabajo de multitud de esclavos. —Tomó un breve sorbo de su limonada animada con ron—. Mañana te llevaré a los Almacenes de Regla para que veas con tus propios ojos la maquinaria que mis navíos traen de Inglaterra por encargo de los hacendados que pueden pagarla. Cuantos más artilugios de ésos empleen, antes tomarán conciencia de que las máquinas dan menos problemas que una dotación de esclavos, pues éstos requieren alimentos y ciertos cuidados para soportar la dureza de los cañaverales, y cualquier día pueden iniciar una revuelta como la que acabó con muchos blancos en Saint Domingue a finales del siglo pasado. Créeme, pequeña, bajo la mayoría de las decisiones importantes para la humanidad subyacen intereses que nada tienen que ver con la filantropía.

Al reparar en la seriedad con que Valentina le miraba, Sebastián se arrepintió de haberse mostrado tan nihilista. Sonrió y le palmeó de nuevo el dorso de la mano.

—Tal vez pienses, como mi primo Tomás, que soy un cínico —añadió al tiempo que dibujaba con las puntas de los dedos una leve caricia sobre el rostro de Valentina—. Pero tengo razones para serlo. En mi vida he visto más hipocresía de la que puedes imaginar. Tomemos por ejemplo al fatuo de mister Wallace. Se le llena la boca de amor a su patria cada vez que habla, pero los hombres como él se están enriqueciendo con esa espantosa guerra que hundirá al Sur de Estados Unidos en la ruina. Se aprovechan de los desorbitados precios que alcanzan ciertos alimentos como, sin ir más lejos, el azúcar que compran a los plantadores cubanos. Mientras miles de soldados mueren o son mutilados en el campo de batalla, los grandes patriotas como nuestro rubicundo amigo salen enriquecidos de todas las guerras. Y estoy seguro de que si ganan los unionistas, nuestro amigo Wallace hallará el modo de cambiarse de bando.

Sebastián tomó otro sorbo de su limonada y se echó atrás en su silla.

—Pero no temas, Galatea, por esta tarde no voy a abrumarte más con mis pesimistas reflexiones. Disfruta de este bello lugar y observa con disimulo cómo se comportan las familias ricas de La Habana. —Pinzó con los dedos un dulce de guayaba y se lo acercó a la joven—. Prueba esto, mi amor. No hay en todo el mundo golosinas más delicadas que las elaboradas en La Dominica.

Obediente, ella abrió la boca y dejó que su esposo introdujera entre sus dientes el pastelito de guayaba, cuyo delicioso sabor mitigó por un instante el desasosiego causado por el encuentro con el duque de Pozohondo y el ansia que la ahogaba cuando pensaba en la responsabilidad que le iba a legar Sebastián junto con el dinero que le había prometido.