Valentina se hallaba de pie ante el espejo de cuerpo entero que dos esclavas habían colocado en el gabinete de recibir para que madame Géraldine pudiera probarle allí las nuevas prendas, que ya tenía casi terminadas. Durante las últimas semanas, con la inflexible puntualidad que le había granjeado la devoción de sus ricas clientas, la modista había ido entregando a la esposa de don Sebastián varios vestidos de calle confeccionados con luminosos organdíes de fino estampado, además de frescas sedas y muselinas que caían espumosas como el agua de una cascada. Además, la había equipado con prendas para andar por casa que no tenían nada que envidiar a las de paseo, dos corsés de ballenas, una crinolina nueva, y una colección de ropa interior de suave hilo, ribeteada con laboriosos encajes hechos en Francia, que gozaba de gran éxito entre las criollas adineradas. Ahora sólo le quedaban por entregar los suntuosos vestidos de baile que don Sebastián había encargado para que su esposa brillara en las fiestas de sociedad. El que doña Galatea veía en ese instante reflejado en el espejo era un modelo inspirado —según le susurró la modista al oído con sonrisa de conspiradora— en los fastuosos atavíos que lucía la emperatriz Elisabeth de Austria cuando se celebraban los bailes de embajadores en el palacio real de Viena, cuyo complicado nombre madame Géraldine no logró pronunciar. Tanto a ella como a Eugenia de Montijo, la emperatriz de Francia, las vestía su adorado Charles Frederick Worth, y las damas de todo el mundo suspiraban por parecerse a esas dos diosas, que eran ejemplos de distinción y hermosura. Mientras parloteaba, madame Géraldine iba arreglando la tela con los dedos, pinzándola acá y allá con alfileres para retocar después en su taller los pequeños errores de ajuste.
Al verse ataviada con esa prenda nívea que, pese a no estar aún acabada del todo, ya era a todas luces una obra de arte, Valentina tuvo que controlarse y seguir el primero de los consejos que le había dado Sebastián: no delatar jamás su deslumbramiento ante el lujo extremo. Pero era difícil mostrarse indiferente ante tanta belleza. La parte superior del vestido poseía un gran escote que subrayaba la esbeltez de su cuello y el nacimiento de los senos sin mostrar más de la cuenta y destacando los hombros por encima de las mangas de seda y tul, cortas y muy abombadas. La falda formaba encima de las enaguas y la crinolina una amplia campana de seda luminosa, sobre la que caía una capa de tul blanco que llevaba una constelación de estrellitas bordadas en hilo de oro. También el ribete del escote y de las mangas llevaba adornos dorados.
—Está bellísima, señora —susurró madame Géraldine—. Cuando combine esta maravilla con hermosas joyas y un abanico de encaje y plumas, no habrá en La Habana una sola dama que logre hacerle sombra.
Valentina escrutó de reojo a la modista. ¿Había hablado con sinceridad o sólo trataba de lisonjearla para sacarle más dinero ahora que Sebastián no estaba delante?
Sin embargo, madame Géraldine no la había alabado con miras a hacer negocio. De sobra sabía que no lograría sacar a don Sebastián más dinero del que él estuviera dispuesto a pagarle. Siempre había sido un hueso duro de roer, y ahora, cada vez que iba a esa mansión para probarle los vestidos a su esposa, le veía un poco más consumido por la enfermedad pero con su sagacidad de águila intacta. «Malditos esposos entrometidos…», rumió para sus adentros mientras ajustaba con alfileres una pequeña holgura en la espalda que pensaba corregir cuando regresara al taller.
Valentina se imaginó reflejada en los cientos de espejos de un salón de baile con el suelo de reluciente mármol, como el del palacio de la marquesa de Tormes, y su corazón arrancó a latir con frenesí. Llevaba varios días recibiendo clases de baile de un mulato liberto, añoso y flaco como un hilo de coser, al que había mandado llamar Sebastián. El estirado maestro había iniciado su adiestramiento corrigiéndole las figuras de contradanza que ya sabía y enseñándole, al ritmo de la música que aportaba un pianista negro, también libre, algunos pasos nuevos que eran todavía más complicados. Sin embargo, le había dicho con su afectado acento, debía aprender también a seguir los nuevos ritmos criollos y ciertas danzas nacidas en Europa que poco a poco habían ido ganando terreno a la diversión cubana por excelencia, la contradanza, cuyo tiempo de máximo esplendor fue allá por los años treinta. En ese momento causaba furor un baile europeo algo indecente que llamaban vals y en el que hombre y mujer se entrelazaban para dar, con las espaldas rectas y aproximando sus cuerpos de cintura para abajo, giros enloquecidos por todo el salón. Valentina recordó cómo la tarde anterior el enjuto mulato se había deslizado con ella sobre el mármol de la sala donde su predecesora, Matilde, había celebrado espléndidas fiestas antes de quedar encinta, y se preguntó si Sebastián, que se fatigaba en cuanto caminaba tres pasos seguidos, se empeñaría en danzar con ella en la de la Sociedad Filarmónica.
Al ver que su cumplido no había provocado ninguna reacción en esa retraída joven, madame Géraldine le ahuecó el vaporoso tul de la falda y sofocó un suspiro de desesperación. Ya había perdido la cuenta de las tardes que había pasado en ese gabinete sin haber conseguido sacarle ni una migaja de información que le sirviera para contentar a sus otras clientas, cada día más ávidas por saber de la nueva esposa de don Sebastián y de la terrible enfermedad que al parecer consumía al acaudalado comerciante. Sólo había podido aportar una noticia que ya se le antojaba rancia y correosa de tanto repetirla: don Sebastián iba a presentar a su esposa en sociedad durante el baile de gala que se celebraría en la Sociedad Filarmónica para despedir el año en la noche de San Silvestre. Pero aparte de eso, la modista sabía lo mismo que el primer día en que acudió a esa casa para tomar las medidas a la joven. Durante los veinticinco años que llevaba cosiendo para las damas ricas de La Habana, jamás se había visto tan seca de chismes que difundir. Un terrible deshonor del que echaba la culpa el cancerbero de don Sebastián, que se inmiscuía en asuntos de mujeres más allá de su condición de esposo pagador. De pronto se preguntó por qué no habría acudido esa tarde. ¿Habría empeorado su salud?
Como si su pensamiento hubiera atraído al cancerbero, en ese instante entró Sebastián arrastrando un poco los pies en su fatigoso caminar. La modista arrancó la mirada del vestido, se sacó una batería de alfileres de la boca y le saludó con la efusividad que siempre dedicaba a los maridos ricos. A fin de cuentas, eran ellos quienes sufragaban los caprichos de sus mujeres y sustentaban así su taller de costura. Le sorprendió ver que el rostro del enfermo presentaba mejor color que la última vez que le vio, aunque sus mejillas asomaban igual de cóncavas por encima de la barba entrecana. ¿Lograría ese hombre mantenerse vivo hasta el baile de San Silvestre?
Sebastián devolvió el saludo a madame Géraldine y se dejó caer en un sillón. Tras la crisis que le había mantenido postrado durante días, su vitalidad había rebrotado gracias a las pócimas que Tomás le enviaba cada mañana con una sirvienta. Sebastián ya no esquivaba a su primo y le permitía acudir de vez en cuando a su mansión para examinar su estado de salud, tarea que Tomás desempeñaba con un afán que al enfermo le resultaba cómico, dadas las circunstancias. Al acabar la exploración, pasaban a la biblioteca y Sebastián le ofrecía un buen ron para entonarse. Tomás le miraba y se preguntaba si esa sorprendente mejoría se debía a los brebajes que le preparaba según las recetas de la vieja negra que fue su ayudante en el ingenio Flor de Majagua, o si era la presencia de Valentina lo que le había insuflado ganas de vivir. Lo cierto era que, débil y escuálido como un perro vagabundo, Sebastián seguía ocupándose del negocio, enseñaba a Valentina todo lo que debía saber para comportarse como una dama y pasaba mucho tiempo en compañía de su esposa y la pequeña Inés. Sebastián nunca contaba a Valentina de qué hablaba con Tomás cuando se quedaban a solas en la biblioteca. Tampoco le preguntaba a ella qué había estado cuchicheando con Tomás en la galería la tarde en la que se reencontraron. Estando tan próximo el final, temía abordar ciertos temas que pudieran enturbiar los últimos momentos felices de su vida. Y aunque le inquietaba pensar que tras su muerte su esposa pudiera sucumbir de nuevo al amor sin futuro que sentía por el cándido de Tomás, incapaz de imponer su criterio a la ambiciosa mujer con la que se había visto forzado a casarse, confiaba en que la aguda inteligencia de la joven acabara imponiéndose a un sentimiento tan dañino como ése.
—Querida madame Géraldine, ese vestido es una verdadera obra maestra —alabó a la modista con afectación. Sabía que el punto débil de esa cotorra era la vanidad.
La modista ahuecó los brazos como un cuervo a punto de echar a volar.
—Es usted muy amable, don Sebastián, pero el mérito es entero de su esposa —respondió con fingida modestia—. Auguro que no habrá una sola dama más bella en toda la Sociedad Filarmónica. —Madame Géraldine decidió aprovechar la amabilidad reinante para probar suerte en sus indagaciones—. ¿Eran como éste los vestidos que traía en el equipaje que se extravió, doña Galatea?
—Ciertamente no, madame Géraldine —replicó Valentina con aplomo, haciendo un disimulado guiño a Sebastián por encima de la cabeza de la costurera—. En toda España no hay manos tan artísticas como las suyas. Se lo puedo asegurar.
La modista la miró satisfecha. Por fin había logrado hacer hablar a esa criatura inescrutable. Tomó aire mientras pensaba cómo seguir desvelando los misterios de esa dama. La siguiente pregunta debía ser muy sutil, no fuera a recelar de ella don Sebastián. Pero él se le adelantó:
—Espero que le quede poco para terminar, madame Géraldine. Esta tarde deseo llevar a mi esposa a tomar la fresca en el paseo del Prado y después, a degustar unos dulces en La Dominica. Es hora de que le muestre lo bella que es La Habana.
Sus palabras asustaron de muerte a Valentina. Desde que Sebastián la había convertido en su esposa, se había habituado a vivir aislada del mundo entre las gruesas paredes de esa casona, centrada en su aprendizaje y en cuidar al hombre moribundo que la había sacado del burdel. Muchas noches pensaba con miedo en el baile de gala de la Sociedad Filarmónica. Sabía que sería su gran prueba, pero jamás se le había ocurrido que Sebastián deseara exhibirla delante de los habaneros ricos antes de la noche de San Silvestre.
—Oh, señora, ¿no la habré pinchado con el alfiler? —le preguntó la modista, muy preocupada, cuando doña Galatea dio un respingo. Desde sus tiempos de aprendiza, jamás había clavado un alfiler a una clienta. La culpa la tenía sin duda don Sebastián, que la había puesto nerviosa con su continua vigilancia.
Valentina negó con la cabeza y tranquilizó a la rechoncha madame Géraldine. Ésta enderezó la espalda, dolorida de tanto estar agachada, miró al dueño de la casa y anunció, muy digna:
—Por hoy ya termino, don Sebastián. El próximo día traeré el vestido acabado.
Sebastián le ofrendó una sonrisa en son de paz. Cómo deseaba perder de vista a esa insoportable mujer…