La Habana, noviembre de 1861
La tarde en la que Tomás Mendoza reapareció en la vida de Valentina, una brisa húmeda subía desde la bahía y atravesaba las habitaciones ondulándose como una culebra recién salida del agua. Sebastián se hallaba postrado en cama. Desde que se había despertado por la mañana, se sentía débil y los remedios que le había recetado su primo meses atrás no calmaban el dolor que llevaba horas torturándole. Hacía días que necesitaba que le viera un médico, pero para evitar que su Galatea se reencontrara con Tomás, se había propuesto no mandar llamar a su primo y recurrir a otro, aunque no fuera ni la mitad de bueno que él. Sin embargo, cuando se lo dijo a ella, que se había sentado a un lado de la cama y le sostenía una mano, la joven había sacudido la cabeza con energía. No debía prescindir de alguien que conocía su oficio tan bien como Tomás sólo por evitarle a ella un mal rato, le había dicho en voz baja para que sus palabras no llegaran a oídos indiscretos. Además, ya no sentía nada por él. Lo recibiría con cortesía, eso sí, pero sin confianzas.
Después de su mentira, Valentina tuvo que bajar la mirada. En realidad, la perspectiva de hallarse de nuevo frente a Tomás la asustaba. Estaba segura de que en cuanto volviera a verlo, la azotaría de nuevo el amor que sentía por él y le dolería la herida aún abierta. Pero no debía privar a Sebastián de los cuidados de un buen médico por no enfrentarse a ese dolor. Además, tarde o temprano se encontraría con Tomás en algún lugar. Se vería obligada a conversar con él como si nunca hubieran sido amantes y, tal vez, a saludar a su odiosa mujer. ¿Qué importaba que el reencuentro tuviera lugar esa misma tarde?
Mientras aguardaban la llegada de Tomás, Sebastián se incorporó con esfuerzo y hundió la espalda entre los almohadones de plumas que le había ahuecado Valentina. Para quitarse la sequedad de la boca, tomó un trago de la limonada recién servida por Cirilo. Pasó la lengua sobre los labios resecos, inspiró y murmuró:
—Creo que antes de que venga mi primo, conviene que te cuente lo que sé sobre su vida desde que… se casó con esa muchacha.
Valentina dio un respingo y sacudió la cabeza con obstinación.
—No es necesario. No me interesa nada que tenga que ver con…
Sebastián le apretó una mano con su menguada fuerza.
—Galatea —susurró—, no puedes vivir como si no te importara Tomás. Sé que aún le amas. Lo leo en tus ojos cada vez que te miro.
—¡Eso no es cierto! —protestó ella—. Lo que sentí por Tomás murió el día en que me dijo…
—No importa, Galatea —la interrumpió él en tono conciliador—. No te estoy haciendo ningún reproche. Cuando decidí convertirte en mi esposa, sabía a quién pertenece tu corazón. Sólo quiero hacerte comprender que ahora te encontrarás con Tomás por doquier. Las familias nobles están muy satisfechas de su buen hacer, y ya son muchas las que lo invitan a las tertulias y a las veladas musicales que celebran en sus salones. Algún día coincidiréis en un baile o en una reunión de sociedad y deberás estar preparada. —Sebastián tomó otro sorbo de limonada y meneó la cabeza—. Tal vez sea una buena cosa que vuelvas a verlo hoy, en la intimidad de esta alcoba y lejos de miradas indiscretas.
Valentina guardó silencio. Su corazón galopaba sin control y no quería que Sebastián se diera cuenta. Él le tendió el vaso para que lo dejara sobre la mesilla de noche y dijo:
—Tomás se casó dos días antes de que… de la tarde en que te propuse ser mi esposa.
Valentina sintió una sacudida en el estómago.
—La boda tuvo lugar en una pequeña iglesia de Intramuros. Asistieron por parte de la novia sus padres y las dos hermanas. Todos son pardos, aunque la tez de Milagros es mucho más clara que la de su familia; diría que incluso puede pasar por blanca. Por parte de Tomás sólo fui yo. Mi primo y yo no tenemos más parientes, ni aquí ni en España. —Sebastián había añadido la última frase sin lograr ocultar la melancolía—. Ahora, según los cálculos de Tomás, Milagros ya se halla en el quinto mes de embarazo. Ella sigue ayudando a Tomás cuando atiende a sus pacientes, pero ha contratado a dos mulatas libres —una sonrisa mordaz surcó el semblante de Sebastián—, creo que bien entradas en años, como sirvientas, y a una negra igual de añosa con fama de santera para que trabaje en la consulta.
—Quieres que sepa que esa mujer lo tiene bien atrapado, ¿verdad? —murmuró ella con amargura.
—Así es —replicó Sebastián—. Nunca cesará de vigilarle. Ten en cuenta que para una muchacha parda como Milagros, aunque sea libre y de tez tan clara, el único modo de escapar a la vida de pobreza que le corresponde por su origen es atrapar a un caballero con posibles, si es blanco, mejor, que la mantenga como entretenida. Imagina si encima logra casarse con un médico como Tomás, que está abriéndose camino con rapidez en la alta sociedad de La Habana y por el que ella bebe los vientos, según pude observar. Milagros ha logrado cumplir el sueño de muchas mulatas hermosas de esta isla. Y lo defenderá con uñas y dientes. —Sebastián hizo una pausa para tomar aire—. Ya te dije un día que mi primo es muy iluso para algunas cuestiones —añadió en tono mordaz—. No sé cómo será su nueva vida. He evitado verle después de la boda, salvo una tarde en la que le invité a venir para contarle mis planes con respecto a… —Sebastián volvió a sonreír, ahora con picardía— mi futura esposa, Galatea Quintana de la Vega. Pero puedo decirte que durante aquella visita no me pareció un hombre feliz.
—¡Ojalá arda en el infierno! —se le escapó a Valentina.
Sebastián se rió a carcajadas que, como siempre, desembocaron en una fuerte tos. Cuando se calmó, Valentina le tendió el vaso de limonada, pero él sentía fuertes náuseas y sólo se mojó los labios antes de continuar.
—Un hombre que no es feliz con su esposa puede sentirse tentado de… —Sebastián se detuvo para buscar las palabras apropiadas— de reanudar lo que tuvo con…
—Con la estúpida a la que hizo creer que la amaba —le interrumpió ella.
Sebastián, lleno de ternura, le volvió a apretar la mano, la miró a los ojos y murmuró con dulzura:
—Cuando te quedes sola, no caigas en el error de convertirte en la amante de Tomás, Galatea. Una viuda rica y poderosa no debe enredarse con un hombre al que domina una esposa envenenada por la ambición.
Valentina admiró una vez más la gran la lucidez de Sebastián. ¿Por qué Dios se llevaba a hombres como él y respetaba a infames de la calaña de Leopoldo Bazán?
—Tampoco deberías cometer la imprudencia de volver a casarte —observó Sebastián—. Cierto es que la vida se muestra ingrata con una mujer que no cuenta con la protección de un hombre, pero tú eres muy lista y posees buena cabeza para los negocios. Estoy seguro de que saldrás adelante sin necesidad de que ningún cazadotes meta sus manos en la fortuna que vas a heredar.
Antes de que Valentina pudiera responderle, les sobresaltó Cirilo al golpear la mampara con los nudillos. Sebastián, que odiaba que los esclavos se deslizaran por la casa como gatos silenciosos, instaba a la servidumbre a cerrar las mamparas de las alcobas para respetar la intimidad y a llamar antes de entrar.
—Mi amo, ha llegado el doctor Mendoza.
—Dile que entre —respondió el enfermo. Su mirada se cruzó con la de Valentina. Al leer el miedo en sus ojos, le dio una palmadita en la mano. Quiso añadir unas palabras de ánimo, pero la irrupción de su primo se lo impidió.
Tomás vestía un traje de lino claro cuya excelente hechura saltaba a la vista incluso desde la distancia. Se había dejado un denso bigote que le hacía parecer mayor, impresión a la que contribuía el aire de resignación que le envolvía como una bruma maligna. En sólo dos meses, el soñador se había convertido en un hombre avasallado por la vida. Cuando reparó en Valentina, se quedó plantado en mitad de la estancia, con el rostro demudado y el maletín a punto de escurrírsele de la mano. Tomó aire y logró rehacerse para seguir avanzando con paso inseguro hacia el lecho de su primo.
A Valentina el estómago le había brincado hasta la garganta al ver entrar al hombre en quien había depositado su última esperanza de amor. Una terrible debilidad se expandió por todo su cuerpo y se sintió mareada. Las rodillas le temblaban bajo las faldas. Se dio cuenta de que, pese al rencor que aún envenenaba su corazón, sus sentimientos por Tomás seguían intactos. Cuánto le habría gustado arrojarse a sus brazos, besarle hasta cortarle la respiración pese a ese espantoso mostacho, y después despojarle de su traje de médico rico para redescubrir el cuerpo vigoroso y a la vez tierno que había saboreado no tanto tiempo atrás… Volvió a experimentar el dolor por lo que le había arrebatado esa ambiciosa criada. Entonces, se fijó en el semblante apagado de Tomás, en sus movimientos desprovistos de la apasionada energía que la había atraído desde que le vio por primera vez en aquel puerto asturiano, la noche antes de zarpar con rumbo al Nuevo Mundo, y una alegría ruin le emponzoñó las entrañas. Tomás no era feliz con su esposa, se regocijó; la intrusa había atrapado su cuerpo pero no su alma, que seguía apresada en la alcoba de L’Olympe. Tuvo que morderse los labios para no dejar escapar una sonrisa triunfal delante del sagaz Sebastián.
Tomás se detuvo ante la cama y saludó a Valentina con un escueto movimiento de cabeza.
—Doña Galatea… —murmuró.
Ella se vio incapaz de articular palabra. Fue Sebastián quien se hizo con las riendas de la absurda situación. Antes de que Tomás pudiera dirigirse a él, le dijo a Valentina, con mucha ironía:
—Querida, te ruego que me dejes a solas con el doctor.
—Pero… —quiso protestar ella.
¿Cómo iba a zafarse de la obligación de toda buena esposa de permanecer junto a su marido mientras le examinaba su médico?
Sebastián no la dejó acabar.
—Te lo ruego —insistió, esbozando su sonrisa mordaz de hombre observador—. Lo que habla un enfermo con su médico es tan secreto como la confesión hecha a un sacerdote.
Resignada, Valentina se puso en pie y abandonó la alcoba moviendo con dificultad sus rodillas temblorosas. En la galería, se dejó caer en uno de los airosos sillones en los que Sebastián solía descansar después de subir la escalera. Afinó el oído por si lograba escuchar de qué hablaban los dos hombres. Pero apenas le llegaba un lejano murmullo en el que no pudo distinguir ni una palabra.
Al cabo de un rato que se le hizo eterno, oyó aproximarse los pasos de Tomás, que tan bien conocía. Al desánimo que se había adueñado de él se unía ahora un aire de inquietud cuando se paró delante de Valentina. Ella impuso disciplina a sus debilitadas piernas, se levantó del sillón y le interrogó con la mirada, porque las palabras se negaban a abandonar su boca.
Tomás se encogió de hombros y dejó su maletín sobre la cercana mesita de bambú.
—Le he dado un bebedizo nuevo para calmar los dolores —explicó—. Me enseñó a prepararlo la esclava que me ayudaba en la enfermería del Flor de Majagua. Allí aprendí que los remedios ancestrales de los santeros negros pueden ser más eficaces que nuestras medicinas. Le hará bien.
—¿Es el… final?
Tomás sacudió la cabeza con tristeza.
—Creo que se repondrá de esta crisis… pero sólo por un tiempo. No olvides que… tu esposo… —pronunció la última palabra como si se la hubieran arrancado de las entrañas con un cuchillo— está muy enfermo. Es un hombre fuerte y tu presencia en esta casa ha reforzado sus ganas de vivir, pero… como mucho pueden quedarle cuatro o cinco meses de vida.
Los ojos de Valentina se inundaron de lágrimas. Al descubrirlas, Tomás palideció de celos.
—No pensé que lo amaras —se le escapó.
—¿Acaso crees que estoy deseando que muera para hacerme con su fortuna? —saltó ella, controlándose a duras penas para no alzar la voz. Se limpió los ojos con rabia, clavó su mirada en la de Tomás y añadió—: Después de Gervasio, Sebastián es el único hombre que no se ha portado conmigo como un rufián. ¡Ojalá te murieras tú en lugar de él!
Tomás sintió deseos de abofetearla. Y de besarle después los labios capaces de proferir tan crueles palabras. De arrancarle ese vestido de mujer decente que llevaba puesto y poseerla sobre las baldosas que parecían un tablero de ajedrez. Alargó las manos y las posó sobre los brazos de Valentina. El contacto con la suave piel de la mujer a la que todavía amaba disolvió su cólera y puso en su lugar un profundo dolor por lo que había perdido.
—¿Tanto me odias? —susurró con voz agónica.
Ella se desasió de él y le dio un empujón.
—¡No me toques! Tú no le llegas a tu primo ni a la suela del zapato. —Se apartó de la cara un mechón que con el arranque de ira había escapado de su peinado y le caía sobre un ojo—. Tomás Mendoza… con sus maravillosos ideales y su profundo sentido del honor… ¿Quieres que te diga lo que eres en realidad? ¡Una gran mentira!
Tomás se dobló como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago. Le flaquearon las rodillas y tuvo que sentarse en uno de los sillones. Enterró la cara entre las manos y permaneció así durante un rato; ella le contemplaba desde arriba, reprimiendo el deseo de revolverle el cabello con los dedos, como hacía en L’Olympe antes de iniciar los juegos amorosos. De pronto, él alzó el rostro y la miró con semblante de perro apaleado.
—Perdóname, Valentina —susurró—. Sólo quise hacer lo correcto.
Ella vio que un velo acuoso cubría la mirada de Tomás y se recreó en su abatimiento. Iba a hacerle pagar bien cara su traición.
—Quiero que sepas que te sigo amando —añadió él con voz lastimera—. Y que te añoro a todas horas del día y de la noche… Pero mi obligación era reparar el honor de Milagros y dar un apellido a mi hijo.
—Claro, ella era una muchacha honesta, y yo… sólo una furcia —musitó Valentina con crueldad. Experimentaba un insano gozo haciendo que él se sintiera culpable. Inspiró y añadió con gelidez—: Doctor Mendoza, márchese a su casa con su mujer y esa criatura que llevará su apellido y olvídese de mí para siempre. Y ahora, si me disculpa… debo regresar con mi esposo.
Avanzó unos pasos hacia la alcoba de Sebastián, pero de repente se detuvo, dio media vuelta y caminó de nuevo hasta donde Tomás seguía hundido en el sillón como un alma en pena. Se inclinó y le susurró al oído:
—Y no vuelva a llamarme Valentina.
En ese instante salió del traspatio Rosalía. Había estado dando instrucciones a la cocinera y se disponía a comprobar si las esclavas encargadas de la limpieza habían realizado sus tareas como a ella le gustaba que se hicieran. Primero descubrió a la señora inclinada sobre un hombre que se hallaba sentado en uno de los sillones de la galería. Después reconoció al primo de don Sebastián, el agradable médico que llevaba muchas semanas sin asomar por allí. Le había extrañado que su patrón evitara llamar al doctor Mendoza precisamente ahora, cuando estaba tan enfermo. Incluso se había preguntado si había surgido alguna desavenencia entre los dos hombres…; por lo unidos que estaban, siempre le habían parecido más hermanos que primos. Y ahora el doctor, con ese bigote espantoso desfigurándole las facciones y un aire de infelicidad que inspiraba lástima, posaba en doña Galatea una mirada en la que Rosalía creyó detectar algo impúdico… De pronto una revelación alcanzó a Rosalía como un relámpago: la esposa que don Sebastián se había traído de un burdel y el doctor Mendoza se conocían bien. Tal vez demasiado bien. ¿Estaría su patrón moribundo al corriente de lo que, con toda seguridad, existía entre esos dos?
Desde otro ángulo de la galería, alguien más había espiado cómo el ama daba un empujón al guapo primo de don Sebastián después de haber cuchicheado con él. Caridad, una de las esclavas más jóvenes, que disfrutaba dándose importancia ante los demás siervos contándoles cuanto lograba averiguar sobre los señores, se escabulló al ver aproximarse al ama de llaves, que sin duda la reprendería si la descubría. Se relamió imaginando la reacción de los otros cuando les contara lo que había visto.