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Sebastián pulió los modales de Valentina con el paciente esmero de un buen ebanista. Mientras tomaban el almuerzo o cenaban en el gran comedor, sentados a la mesa ovalada que las esclavas disponían con la mantelería de hilo bordada, la vajilla de porcelana de Limoges y la cristalería de los grandes eventos, le mostró cómo debía colocar la servilleta, le enseñó a distinguir para qué servía cada uno de los muchos cubiertos que acompañaban una cena de gala y a limpiarse los labios antes de beber para no manchar la copa. Algunas veces mandaba servir vino catalán, otras hacía probar a Valentina los mejores caldos de su bodega para que supiera apreciar la diferencia entre unos y otros, materia en la que su joven esposa demostró poseer un excelente paladar.

—Hace unos años —le explicó Sebastián un día— mis navíos venían de España cargados con vino catalán, que era muy apreciado por los criollos. Ahora, sin embargo, prefieren el vin rosé francés y los excelentes tintos de Burdeos o Borgoña. —Colocó el cubierto sobre su plato, del que apenas había comido unos pocos bocados, y cubrió la mano de Valentina con la suya, mirándola muy serio—. Pero los criollos no sólo se han apartado de España en cuestiones frívolas como los vinos que sirven en sus mesas. Cada vez son más numerosas las voces que claman para que Cuba se independice de la Corona. Voces que ahora también se alzan con fuerza en los salones elegantes. Procura llevarte bien con los independentistas, porque algún día, tal vez no muy lejano, se alzarán contra España.

Valentina recibía los consejos de Sebastián procurando grabarse en la memoria hasta el más pequeño detalle. Cada día crecía un poquito más su admiración por la inteligencia del hombre que había creado desde la nada un floreciente negocio y que ahora le explicaba con toda su paciencia cómo debía gestionarlo cuando él ya no estuviera. Y para que nadie pudiera descubrir su origen humilde y le cerrara las puertas del edén donde se concentraban el poder y las grandes fortunas, Sebastián le enseñó a sentarse con elegancia, a no caer jamás en la vulgaridad de gritar, por muy enfadada o eufórica que estuviera, a moverse con la indolente distinción de las damas criollas, a elegir la prenda más apropiada para cada ocasión y a no recargarse de alhajas, porque una verdadera señora prefería usar pocas joyas, pero siempre buenas. Y ella miraba su rostro demacrado, su cuerpo enflaquecido y encorvado por la fatiga, y recordaba los temblores que, no tanto tiempo atrás, la sacudían en cuanto Leopoldo Bazán trazaba sobre su piel una caricia, por leve y fugaz que fuera. O la dulce efervescencia que le hacía sentirse como si volara sobre una nube cuando los labios de Tomás Mendoza descendían muy despacio por su nuca y recorrían su espalda hasta donde empiezan las nalgas. ¡Cuánto había amado a esos dos hombres que la abandonaron a su suerte, cada uno a su manera! Y justo cuando ya se había resignado a morir siendo una ramera, un enfermo incurable por el que sentía cariño y respeto, pero no amor, ponía a sus pies una vida decente y riquezas con las que jamás habría osado soñar. ¡Ojalá pudiera llegar a quererle como se merecía!

La instrucción de Sebastián solía consumir casi toda la mañana y parte de la tarde. Cuando el cansancio mermaba sus fuerzas y su concentración, interrumpía sus explicaciones y llevaba a su esposa al cuarto de juegos de Inés. Allí se le esponjaba el corazón al ver lo mucho que Galatea y la niña se estaban encariñando la una con la otra. Pero no siempre se le llenaba de alegría, porque aunque dejaría a Inesita en buenas manos, ahora había dos personas a las que amaba con toda su alma y de las que pronto le iba a separar la inclemente parca. Antes de conciliar el sueño, rezaba a un Dios en el que ya no creía, rogándole que le concediera más tiempo para poder estar con su hija y poder disfrutar de la pasión que Galatea le hacía sentir en la penumbra de su alcoba cuando acudía a complacerle por las noches. Cada mañana le daba las gracias a ese mismo Dios por permitirle una vez más abrir los ojos y descubrir que ella se había quedado a dormir a su lado, en lugar de regresar a su cuarto en cuanto él se rendía al agotamiento reforzado por el efecto del láudano. Antes de enfermar, el instante del despertar sólo había sido para Sebastián el inicio de una laboriosa jornada en pos de la fortuna. Ahora lo paladeaba recreándose en cada segundo de magia, porque le permitía comprobar que había ganado una jornada más a la muerte.

El ama de llaves observaba día a día cómo declinaba el cuerpo de su patrón mientras en sus ojos y su enjuto semblante destellaba una incongruente felicidad, como si ya no le preocupara que el destino le hubiera condenado a muerte sin haber cometido ningún crimen. Y eso la alegraba, pero también la llenaba de preocupación. Rosalía era una mujer grande, de facciones toscas, que ocultaba tras sus adustos ademanes un corazón tierno, sólo manchado por su resentimiento contra una vida que la había hecho nacer fea y pobre. Amaba a Sebastián Ruiz Mendoza desde que él se erigió en su protector durante la travesía que emprendió sola desde España. Después de desembarcar en La Habana, sus caminos se separaron, pero eso no mermó la fuerza de su amor no correspondido. Cuando, años después, se reencontraron por casualidad en el muelle de San Francisco, Sebastián ya poseía una pequeña fortuna y se hallaba allí para controlar que sus braceros descargaran con celeridad las mercaderías recién llegadas de ultramar. Rosalía trabajaba entonces de fregona en una taberna portuaria, vaciando las escupideras y afanándose en vano por mantener limpio el suelo que los clientes llenaban de colillas y porquería. Al igual que Valentina, había intentado colocarse como sirvienta en mansiones de las que la habían echado sin miramientos, y de no haber sido demasiado fea para que la aceptara alguna madame, a buen seguro habría terminado de ramera en cualquiera de los muchos burdeles habaneros. El reencuentro con Sebastián Ruiz Mendoza, que se había casado recientemente con una damisela criolla y necesitaba un ama de llaves para poner orden en su mansión recién adquirida, sacó a Rosalía de la mugre del puerto para arrojarla al purgatorio de las feas que aman sin esperanza de ser correspondidas. La gallega convirtió la casona con vista a la bahía en un acogedor hogar donde cada esclavo ejecutaba a la perfección sus tareas y se dedicó a mimar a su patrón con la misma intensidad con la que odiaba a su señora. Cuando la bella y perezosa Matilde murió de fiebres tras un parto extenuante, Rosalía juró que cuidaría tan bien de su señor que él no sentiría deseos de volver a casarse. La vida se deslizó con calma hasta la fatídica tarde en la que don Sebastián la llamó a su despacho para comunicarle en secreto que una enfermedad mortal corroía su cuerpo y probablemente se lo llevaría antes de que transcurriera un año. A partir de ese instante, Rosalía consagró su existencia a hacer más llevadera la lenta y dolorosa muerte del patrón. Pero de nuevo una hermosa joven le impedía estar cerca del hombre amado. Nada menos que una ramera de finas maneras, recién sacada de un burdel de lujo.

Y esa buscona aprovechaba las horas de la siesta de su es poso enfermo para atosigarla, instándole a mostrarle lo que se almacenaba en cada rincón, cada armario y cada alacena de la casa. Se había empeñado incluso en conocer a los esclavos y todas las tardes hablaba con tres o cuatro de ellos, haciéndoles preguntas como si fueran seres humanos. Rosalía detestaba a los negros, los consideraba vagos y primitivos, y le exasperaba ver a la señora poniéndose en ridículo conversando con los esclavos mientras su esposo dormía. Pero el ama de llaves era una mujer tan adusta como lista, y sabía que no le convenía atraer sobre sí la ira de su nueva señora: cuando don Sebastián muriera, su destino estaría en manos de esa fulana, y a su edad no deseaba acabar de nuevo vaciando escupideras en una taberna de mala muerte. Así que se tragó su animadversión y recorrió con el ama todas las alcobas de la mansión, explicándole hasta los más insignificantes detalles relacionados con el manejo de la casa, que jamás habían interesado a su predecesora.

Poco a poco y sin que Rosalía se diera cuenta, la antipatía hacia su patrona fue desvaneciéndose, hasta que un buen día se sorprendió pensando que la nueva esposa de don Sebastián no era una ramera con cabeza de chorlito, preocupada sólo por planear cómo gastarse el dinero que sin duda le legaría su esposo, sino una mujer hacendosa que sabía llevar una casa tan bien como ella, cuidaba del enfermo con abnegada ternura y parecía muy encariñada con la niña. De repente, la brusca Rosalía se dio cuenta de que ya no odiaba a la mujer que se había interpuesto entre ella y don Sebastián, pues dulcificaba los últimos días del enfermo incluso mejor de lo que habría hecho ella. Desde ese instante, su nueva ama dejó de ser una buscona a sus ojos.