La modista que acudió en persona para tomar medidas a la nueva esposa de don Sebastián Ruiz Mendoza, de quien se había empezado a rumorear en la ciudad que no tenía buen aspecto y debía de padecer alguna grave enfermedad, se alegró de ser una de las primeras en conocer a la misteriosa dama cuyo nombre estaba en boca de todos. Mientras bajaba de su quitrín ante la entrada a la casa, acompañada de una aprendiza aventajada, anticipó gozosa lo que iba a disfrutar cuando transmitiera a sus clientas las sabrosas novedades que pensaba recabar esa tarde. Lo haría, como de costumbre, a pequeños bocados, para dosificar mejor la intriga y dejar a las señoras con la miel en los labios hasta la siguiente prueba del vestuario.
Madame Géraldine era francesa, como la mayoría de las modistas que cosían para las esposas de los hombres más ricos de la isla. Era una mujer vivaracha bien entrada en la cuarentena, pequeñita y redonda como un pollo de corral cebado a conciencia. Había sido de las primeras en introducir en su taller las máquinas de coser recién llegadas de Europa, y ahora cosechaba gran éxito empleando para la confección de sus prendas los patrones de Charles Frederick Worth, el admirado modisto en cuyo taller de París se vestían las mujeres más influyentes de la época. Emperatrices, princesas y damas de la más rancia nobleza europea suspiraban por lucir un modelo confeccionado en el atelier de Worth. Al otro lado del océano, madame Géraldine gozaba de una fama equiparable a la de su ídolo, y eso le permitía establecer con sus clientas una relación entre maternal y despótica. No tenía reparos en imponerles los modelos que, según ella, resaltarían sus encantos naturales, y protestaba con gran aspaviento si alguna dama se empeñaba en pedirle algo que ella consideraba inapropiado para su constitución física. Como las señoras siempre acababan cediendo, madame Géraldine les vendía mucho más de lo que las clientas habían pretendido encargarle. Así pues, la francesa se había convertido en el azote de los esposos, que, pese al espíritu derrochador que caracterizaba a los criollos enriquecidos con el azúcar, no comprendían que renovar el guardarropa femenino costara lo mismo que un viaje a Nueva York en pasaje de primera clase con una larga estancia en el hotel más lujoso de la ciudad.
Cuando Caridad, la jovencísima mulata encargada de abrir la puerta y anunciar a los visitantes, introdujo a madame Géraldine y a su aprendiza en el gabinete donde ya la recibía en tiempos la anterior señora de la casa, la avispada modista pasó revista sin ningún pudor a la nueva esposa de don Sebastián, que se hallaba de pie ante la ventana y se asomaba al exterior con aire distraído. Su primer pensamiento fue que a esa joven no sería necesario desaconsejarle ningún modelo, pues era hermosa y se la veía muy bien formada. Lo siguiente fue preguntarse dónde habría conocido don Sebastián a semejante belleza. Desde luego, no podía pertenecer a la alta sociedad criolla, porque su taller cosía para las damas más ricas de La Habana, incluso para las de otras ciudades de la isla, y ella trataba en persona con todas las señoras de abolengo. Tal vez don Sebastián la había traído de ultramar. Sucedía que los españoles pudientes que no sucumbían a los encantos de las criollas se casaban por poderes con muchachas de su tierra, las cuales llamaban la atención en Cuba por su duro acento y sus severos modales. Madame Géraldine se propuso sonsacarle a la joven en cuanto se quedaran a solas. Cuando las clientas se probaban ante el espejo los vestidos llenos de alfileres o ya hilvanados, se volvían moldeables como la cera y le hacían confidencias muy jugosas. De ese modo se enteró años atrás de que don Sebastián dedicaba más tiempo a amasar su fortuna que a su joven esposa, que mataba el tedio en esa gran mansión encargándole bellos vestidos que después apenas tenía oportunidad de lucir. La pobre e infantil doña Matilde hablaba como un libro abierto, pensó madame Géraldine con malvado regocijo.
Reparó en don Sebastián, que en ese instante se levantaba de un sillón. La modista se sobresaltó al percatarse de su figura demacrada y sus movimientos desmayados. Ese esqueleto conservaba poco del hombre vigoroso y guapo que había conocido en el pasado. No albergó ninguna duda de que estaba muy enfermo y se apiadó de la joven esposa. ¿Cómo se sentiría una mujer en la flor de la vida sabiendo que había entrado en una familia amenazada por la desgracia?
Sebastián saludó a la costurera con frialdad. Nunca le gustó esa cotilla que recopilaba chismes para luego propagarlos entre sus clientas. Le contó en pocas palabras que su esposa acababa de llegar de España, añadió el cuento de los baúles extraviados en el puerto y el de la doncella muerta durante la travesía, le presentó a Valentina y volvió a sentarse. Por nada en el mundo pensaba dejar a su Galatea a solas con esa bruja, que le vendería un sinfín de prendas innecesarias y le sacaría la verdad con la avidez de un cuervo picoteando los ojos de su víctima.
Para calmar los nervios, Valentina había aguardado la llegada de la modista, contra cuya voracidad indagadora la había prevenido Sebastián, observando el ajetreo exterior desde la ventana. En otras circunstancias tal vez habría disfrutado del trasiego matinal de navíos en el puerto, del bullicio de los estibadores que descargaban mercancías o los baúles de los pasajeros que acababan de arribar, de la ostentosa desorientación de algunos recién llegados, a los que veía vagar por el muelle como hormigas errabundas, pero en su mente sólo había sitio para un pensamiento: ¿lograría hacerse pasar por una señora ante una modista habituada a tratar a diario con damas elegantes? Sebastián le había explicado esa mañana cómo debía comportarse. Le resultaría muy sencillo, le había dicho. Bastaba con que se mostrase reservada y distante y desplegase ese aire de autoridad que había impresionado incluso a la feroz Rosalía. Pero Valentina era consciente de que intentar engañar a una costurera de la alta sociedad iba a ser la primera prueba importante en su nueva vida. Y le temblaban las rodillas de miedo.
Lo primero que hizo madame Géraldine fue instar a su nueva clienta a despojarse del vestido, la crinolina y las enaguas y quedarse sólo en ropa interior. Valentina recordó cuando la dueña del burdel, también madame, aunque de otra índole, la obligó a mostrarse desnuda para comprobar si su cuerpo serviría para despertar la lujuria de los hombres. Tuvo que sofocar la risa ante lo absurdo de la situación mientras esa modista de mirada sagaz le tomaba medidas y la aprendiza anotaba lo que le dictaba su jefa en una libretita de tapas negras. Cuando madame Géraldine hubo obtenido los datos que necesitaba, desplegó todas sus artes de embaucadora para despertar el entusiasmo de esa joven silenciosa y de su vigilante esposo sugiriéndoles las prendas que no debían faltar en el armario de una dama si deseaba brillar en la alta sociedad habanera. Pero Sebastián conocía de sobra las triquiñuelas de un buen comerciante, y al cabo de tres horas la modista se marchó de la mansión sin saber qué pensar de la joven a la que debía vestir, con la boca seca de tanto hablar y disimulando su contrariedad porque ese hombre antipático le había impedido venderle a su esposa todo lo que habría deseado. Encima, ni siquiera podría sacarle una fortuna por las telas con la excusa de que procedían de Lyon o de París, porque era él quien proveía a los tenderos de la isla de todos los tejidos de ultramar y acababa de obligarla a elegir las telas necesarias entre las que guardaba en el almacén de la planta baja. «Estos condenados maridos metomentodo…», murmuró entre dientes en cuanto se vio sentada en su quitrín, bien lejos de oídos indiscretos. Aunque enseguida se consoló pensando que todavía quedaban por delante muchas sesiones de pruebas… tendría oportunidad de averiguar de dónde procedía doña Galatea y cómo fue que le robaron todo su equipaje en el muelle.
Nada más desaparecer la modista fisgona, Sebastián decidió no perder ni un segundo más y comenzar con la instrucción de su esposa. Tras invitarla a sentarse enfrente de él, se arrellanó en el sillón, se limpió las perlas de sudor que se habían formado en su frente y alzó una campanita de la mesa contigua para llamar a Cirilo, el mulato que era su ayuda de cámara y andaba pendiente de cada movimiento del amo enfermo. Cuando el esclavo entró, Sebastián le pidió que les llevara una jarra de limonada. Habría preferido fumar un buen habano regado con ron, pero desde que la maldita enfermedad lo corroía, el humo del tabaco le producía una tos que le ahogaba y el ron le causaba acidez de estómago. Y de ningún modo deseaba abandonar el mundo antes de haber enseñado a Galatea a defenderse de los tiburones que nadaban en los salones de la nobleza, incluido Leopoldo Bazán, sin duda el peor de todos.
Cirilo regresó al poco rato con una bandeja de plata sobre la que llevaba la limonada y dos grandes vasos de cristal tallado. Antes de que pudiera llenarlos, el amo le despidió con un gesto que el esclavo conocía bien. Hizo una reverencia y abandonó la estancia en silencio. Al salir, cerró la puerta poniendo mucho cuidado en no hacer ruido.
Sebastián guardó su pañuelo en el bolsillo y alargó una mano temblorosa para llenar los vasos, pero Valentina se le adelantó. Él sonrió y aceptó la limonada que le ofrecía la joven. Bebió la mitad del líquido a tragos cautelosos. Su estómago ya no admitía que bebiera apresuradamente. Depositó el vaso sobre la mesa redonda e instó a Valentina a que volviera a sentarse.
—En las próximas semanas tendremos que trabajar mucho, Galatea —dijo en voz baja—. Tu modo de moverte y tu forma de hablar resultan refinados. Viéndote, nadie sospecharía jamás que en tiempos fuiste sirvienta y después… —Sonrió con un asomo de picardía y dejó la frase sin terminar—. Pero para desenvolverte entre los ricos y que te acepten como una de los suyos, debes aprender ciertos códigos de conducta sin los cuales, tarde o temprano, se descubrirá nuestro engaño.
Ella asintió con la cabeza. En sus entrañas se había enroscado la viscosa serpiente del miedo. La misma que empezó a incomodarla cuando el bergantín Gran Antilla se adentró en el océano que acabó engullendo el cuerpo de Gervasio. Tragó saliva y permaneció callada.
—La primera regla para subsistir en el círculo al que ahora perteneces es que, por mucho que te impresione verte rodeada de riquezas, y verás mucho esplendor en las mansiones de los nobles habaneros, jamás te muestres deslumbrada. Eso delataría tu origen. Un rico de cuna nunca se queda boquiabierto al contemplar el brillo del lujo, porque disfruta de él desde el mismo día de su nacimiento.
Valentina movió de nuevo la cabeza en señal de asentimiento. Tomó un sorbo de limonada para refrescarse el reseco paladar. Él se inclinó hacia delante y posó las manos sobre las de su esposa. Estaban frías como si en lugar de hallarse en La Habana estuvieran sentados alrededor de una mesa camilla en un pueblo castellano azotado por una nevada invernal. Sebastián le dirigió una sonrisa de ánimo y siguió hablando con voz muy queda, para que ningún esclavo pudiera oírles si decidía espiarles con la oreja pegada a la puerta cerrada.
—Desde esta tarde te enseñaré todo lo que debes saber para ser aceptada por la alta sociedad de La Habana. Tendrás que trabajar mucho, porque, como bien sabes, el tiempo corre en mi contra. Pero cuando termine este año, entre los dos habremos transformado a la cortesana Calipso en la dama más elegante de la isla. ¿Estás preparada para ese viaje?
Ella susurró un agónico «sí», bebió algo más del refresco que suavizó su garganta acalorada y se puso en manos de su Pigmalión, que le enseñaría a comportarse como Galatea Quintana de la Vega.