Valentina devolvió el frasco de perfume a su lugar en el tocador. Sentía ganas de abrazar de nuevo a la pequeña Inés y aspirar su olor a leche tibia y a azúcar que tanto le recordaba al diminuto ser de piel arrugada que le robó Leopoldo. Los latidos de su corazón se aceleraron al pensar en su hijo. Ahora que era una dama, seguro que hallaría el modo de averiguar cómo le cuidaba y educaba el infame Leopoldo. Pero si algún día se encontraba cara a cara ante su niño, ¿podría mirarle sin sentir deseos de revelarle que ella era su madre?
Había experimentado mucho miedo cuando Sebastián la acompañó a conocer a Inés. Pero el encuentro transcurrió sin contratiempos desde el mismo instante en que Sebastián empujó la mampara, rematada en la parte superior con una cristalera multicolor, y cedió el paso a Valentina para que entrara la primera en el cuarto de juegos de la niña. La estancia era inmensa, inundada por la luz que atravesaba los cortinajes de suave color amarillo cuya finalidad era mantener fuera al inclemente sol antillano. Las paredes habían sido pintadas imitando el mármol, y a media altura una greca de vivos colores las surcaba de parte a parte. A pesar de que la habitación era grande, habían logrado atiborrarla de juguetes. Era como si Sebastián deseara compensar a su hija por ser huérfana de madre regalándole objetos hermosos. Allá donde se posaba la vista, el ojo veía muñecas de trapo y otras de porcelana, con labios que parecían corazones de llamativo carmesí, vestidas a la última moda que lucían las damas por la calle. Delante de una de las paredes había un cochecito de muñecas, y junto a él se erguía un guiñol que representaba un castillo medieval con profusión de almenas y torres. Sobre una cómoda se amontonaban marionetas de tela y polichinelas en trajes de vistosos colores. Delante de la ventana, Valentina descubrió una casita de dos pisos con bellos muebles en miniatura y lámparas que lloraban minúsculas lágrimas de cristal desde los techos de los salones. Pensó que el patio y la escalinata que unía las diferentes plantas se parecían mucho a los de la mansión en la que se hallaba. Hasta que se dio cuenta de que la casita era una réplica exacta de su nuevo hogar.
Entonces reparó en la niña. Se había puesto en pie y se sujetaba con ambas manos a la pata de una mesa de madera, como si la aterrara su propia proeza de verse erguida. Llevaba un delantal blanco adornado con volantes y puntillas sobre un vestido rosa y habían prendido a sus oscuros bucles varios lazos del mismo color. Desde una butaca contigua la vigilaba una mujer, que se levantó en cuanto se percató de la presencia del amo.
—¡Don Sebastián, Inesita ya quiere caminar! —exclamó, arrastrando mucho las erres.
Valentina vio reflejarse en el rostro de Sebastián alarma y alegría. Reprimió el impulso de retenerlo cuando lo vio aproximarse a su hija todo lo deprisa que le permitió su cuerpo agotado. Estaba segura de que tomaría a la pequeña en brazos y frustraría su primer intento de andar sin ayuda. Sin embargo, Sebastián se paró a poca distancia de la niña, arrojó el bastón lejos y abrió los brazos para animarla a caminar hacia él. Inesita se soltó con mucha precaución. Encadenando pasitos inseguros fue al encuentro de su padre mientras éste contenía a duras penas la tentación de agarrarla para evitar que se cayera.
No hubo que lamentar ningún percance. La pequeña llegó hasta donde la aguardaba su progenitor, se aferró a sus piernas y gorjeó de dicha cuando él se inclinó para apretujarla entre sus brazos. Al cabo de un rato, Sebastián giró la cabeza y le dijo a Valentina en voz baja:
—Ésta es la alegría de mi vida.
Valentina le sonrió. No sabía qué decir. Al contemplar la unión entre Sebastián y la niña pensó que ella jamás iba a poder abrazar así a su hijo. Una melancolía negra subió de algún abismo de su alma y amenazó con paralizarla de pies a cabeza. Sebastián no le dio tiempo a entristecerse. Le puso delante a la niña y dijo:
—Inesita, esta señora tan bella va a ser tu madre. ¿Quieres ir con ella?
La niña miró a Valentina, le sonrió mostrando sus diminutos incisivos y se estiró hacia donde Valentina ya reprimía las lágrimas. Sebastián le cedió a la pequeña y Valentina alzó ese cuerpecito tibio como si fuera el del pequeño Gervasio. Hundió la nariz entre los rizos llenos de lazos de Inés y aspiró su aroma a ropa limpia, a polvos de talco y a savia nueva que aún no ha sido mancillada por la vida. Recordó los deditos de su hijo, sus uñas perfectas, las arrugas que se marcaban en sus falanges, las piernecitas delgadas que acababan en dos pies tan bien formados como las manos, la boca sonrosada y sin dientes que enseguida se aferró a su pecho para alimentarse… Las lágrimas resbalaron por sus mejillas y humedecieron el esponjoso cabello de la niña, a la que iba a regalar todo el amor que nunca podría dar a su propio hijo. Inés se quedó muy quieta entre sus brazos, balbuceando sonidos ininteligibles. Valentina creyó oír algo que en sus ansiosos oídos sonó como «ma-má».
Sebastián había observado la reacción de Valentina luchando en vano por no llorar él también. Cuando vio que no podía dominarse, se dejó caer en la butaca que había ocupado poco antes la niñera, bajó la cabeza y se quedó mordiéndose los nudillos hasta que recuperó la serenidad.
La niñera había aprovechado que nadie le hacía caso para escudriñar a la nueva señora. Le pareció muy joven y hermosa, aunque había algo en ella que la hacía distinta a todas las damas que había conocido desde que la ruina se cebó con su familia y la obligó a ganarse el sustento cuidando a los hijos de otras. Pero no tuvo tiempo de analizar en qué consistía esa diferencia porque el señor, que le inspiraba mucha pena desde que oyó cuchichear a las esclavas que estaba muy enfermo y moriría pronto, se levantó trabajosamente de la butaca, recogió su bastón del suelo y dijo con su voz profunda:
—Galatea, permíteme que te presente a mademoiselle Arlette, la niñera que cuida de Inés.
Valentina separó la cara de la cabeza de la niña y miró a la mujer que le presentaba Sebastián. Por primera vez reparó en su tez blanca y su cabello muy rubio, y por un instante le recordó a madame Selene. Sin embargo, la extrema palidez que en su antigua patrona resultaba atrayente y le confería un aire aristocrático, a la niñera le hacía parecer anémica, o incluso aquejada de tisis.
—Arlette procede de Nueva Orleans —le explicó Sebastián—. La he contratado para que hable a nuestra Inés en francés e inglés. Me gusta que las mujeres posean instrucción y sepan conversar en diferentes lenguas. No quiero que mi hija se convierta en una de esas jovencitas fatuas que sólo piensan en presumir.
Valentina asintió con la cabeza, aferrada aún a la niña, que ahora jugueteaba con el laborioso encaje que cubría su escote.
Mademoiselle Arlette hizo una temerosa genuflexión.
—Señora… —susurró.
Mientras se erguía de nuevo, la niñera supo de pronto en qué se diferenciaba su nueva patrona de las damas que ella había conocido. Doña Galatea no llevaba puesta ni una sola joya. ¿Acaso las señoras llegadas de ultramar desdeñaban los aderezos de oro y piedras preciosas que causaban furor entre las criollas pudientes?
Valentina procuró revestirse de autoridad antes de saludar a la niñera, como ya había hecho con Rosalía, aunque Arlette, con su aspecto de ratita desteñida y asustadiza, no le imponía tanto temor como el ama de llaves. No tuvo que hablar mucho, porque Sebastián propuso enseguida que pasaran al comedor, donde había ordenado que les sirvieran algo de comer. Después se retirarían a descansar un rato para estar frescos por la tarde. Quedaban muchas cosas pendientes de organizar.
Para no castigar el delicado estómago del señor de la casa, el almuerzo constó de dos platos ligeros y un poco de fruta. Sebastián apenas comió. Tampoco Valentina tenía hambre. Cuando las esclavas acudieron a retirar los últimos platos, Sebastián se puso en pie y acompañó a Valentina hasta la alcoba que había mandado preparar para ella. Le explicó que era una de las habitaciones que reservaba para los huéspedes. Había dudado mucho entre alojarla ahí o en la magnífica estancia que había ocupado Matilde, pero no había creído oportuno obligarla a dormir en el lugar donde había fallecido su predecesora. Por supuesto, era libre de trasladarse a cualquier otra alcoba que le gustara o de decorar ésa a su gusto. Le dio un beso en la frente y se marchó a su cuarto para recuperarse del ajetreo de la mañana.
Por la tarde Sebastián mostró a Valentina las oficinas del entresuelo, donde seis hombres blancos y entrados en años, con gafitas redondas y los puños de la camisa protegidos por manguitos negros, se encorvaban sobre gruesos libros de cuentas. Los seis se levantaron al unísono e, irguiendo con marcialidad militar sus espaldas combadas, se cuadraron ante la nueva esposa del dueño. Deseaban causar buena impresión a esa hermosa joven; hasta los esclavos que hacían los recados y transportaban las mercancías del almacén sabían ya que su amo tenía los días contados, y todos sin excepción temían por su futuro.
Desde el entresuelo descendieron por la escalinata de mármol a la planta baja y atravesaron el patio hasta pararse ante un macizo portón de dos hojas. Sebastián sacó un manojo de llaves de un bolsillo de su traje, demasiado holgado ahora, e introdujo en la cerradura la más voluminosa. Empujó la hoja de la derecha, que al abrirse emitió un lastimero quejido.
—Debo ordenar a Esteban que engrase esta puerta —murmuró Sebastián como para sí mismo.
Indicó a Valentina con un gesto que aguardara fuera y se adentró en el recinto penumbroso. El haz de luz que entraba desde el patio le iluminó mientras rebuscaba en uno de sus bolsillos, sacaba un fósforo y alzaba con la otra mano un quinqué que había sobre una mesa. Valentina le observó cuando retiró el cristal, frotó el fósforo contra la madera del mueble y encendió la mecha. La luz del quinqué endureció aún más el flaco rostro de Sebastián conforme regresaba con Valentina. La tomó de un brazo y la guió dentro del almacén.
Un peculiar olor llamó la atención de Valentina. En él parecían mezclarse el aroma de la madera, fragancias de perfumes desconocidos y un toque salino que le hizo recordar el aire con el que el océano envolvía la cubierta del Gran Antilla. Sebastián la condujo a través de los pasillos formados por las mercancías, alineadas con precisión matemática. Su quinqué iluminó hileras de aparadores de caoba y nogal, sillones con la tapicería protegida por telas blancas, grandes mesas rectangulares de patas talladas y un majestuoso piano de cola recién traído de la fábrica francesa de pianos Pleyel. Sebastián dio tres suaves golpecitos sobre la madera, que brillaba incluso en la escasa luz del almacén.
—Este instrumento saldrá mañana con destino a la mansión de un próspero plantador de Matanzas. En nuestro salón poseemos uno igual. Lo hice traer de Francia al poco de nacer Inés. Mi deseo es que aprenda a tocar el piano cuando tenga más edad.
Valentina asintió con la cabeza.
—Me ocuparé de que así sea.
Él le respondió con una mueca de satisfacción y la llevó hasta donde los muebles daban paso a una zona de estanterías sobre las que se alineaban bobinas de las telas más hermosas que Valentina había visto en su vida. Sebastián las fue señalando con el bastón.
—Sedas de China y de la ciudad francesa de Lyon. Son las mejores —murmuró, y dio un paso adelante—. Organdíes, tules y encajes de París. —Avanzó un poco más mientras apuntaba con el bastón a las siguientes bobinas—. Algodones llegados de Estados Unidos, de España y también de Egipto. La mayoría de las telas que se venden en esta isla las traen mis navíos desde diferentes partes del mundo.
Valentina no salía de su asombro. Pese a la pobre luz del quinqué distinguía perfectamente la calidad y la belleza de esos tejidos. Quiso recrearse acariciando las telas con las puntas de los dedos, pero Sebastián no le dio tiempo. Tenía ganas de acabar el recorrido y sentarse en su sillón favorito de la biblioteca. Últimamente le fallaban cada vez más las fuerzas. A veces, incluso temía que su vida se apagara antes de expirar el plazo de un año pronosticado por Tomás. Condujo a Valentina hasta el otro extremo del almacén, ocupado por grandes cajas de madera como las que había visto en el muelle de los Almacenes de Regla cuando los marinos del capitán MacGregor se desembarazaron de ella.
—Estas cajas albergan cristalerías y loza que los aristócratas del azúcar me hacen pedirles a Inglaterra y, sobre todo, a Francia, donde se manufactura la porcelana más fina. —Sebastián apuntó con el bastón un enorme arcón de madera cubierto de etiquetas y sellos—. Aquí hay una vajilla completa de porcelana de Limoges. El plantador que la encargó quiso que se fabricara especialmente para él. Cada pieza lleva el escudo nobiliario de su familia y va adornada con cenefas de oro, cuyo dibujo fue diseñado expresamente para la ocasión. No hay en todo el mundo otra vajilla igual a ésta. Como podrás imaginar, cuesta una fortuna. No me sentiré tranquilo hasta que mis esclavos la hayan depositado en la mansión de su dueño mañana por la mañana.
Por último, condujo a Valentina hacia donde se apilaban cajas de menor tamaño. Ella advirtió que allí se intensificaba el olor a perfume. No se sorprendió cuando Sebastián le explicó que en esa parte almacenaba los artículos de tocador que sus navíos traían de París. De pronto, él hizo un amplio movimiento circular con la mano que no sostenía el quinqué.
—Todo lo que entra en este almacén, más el azúcar que vendo a ultramar y los créditos que concedo a los plantadores, es lo que ha edificado mi fortuna y la de mi hija… Una fortuna de la que te legaré una buena parte. Si sabes cuidar tu dinero y el de Inés, nunca os faltará de nada a ninguna de las dos.
Un escalofrío recorrió la espalda de Valentina cuando pensó en la responsabilidad que había contraído. Iba a vivir como una gran dama, eso era cierto, pero ¿y si no sabía mantener en la cúspide el imperio comercial edificado durante años por Sebastián?