Valentina se reclinó en la butaca. Dejó caer el cepillo del pelo sobre el regazo. Alargó la mano recién liberada y alzó el frasco de perfume que había sobre el tocador. Sebastián le había confesado que él mismo lo eligió para ella entre los cosméticos que guardaba en el almacén de la planta baja. Pertenecía a una remesa recién llegada de Francia, el país donde trabajaban los mejores maestros perfumeros del mundo, porque las damas de La Habana ya no se conformaban con fragancias que no procedieran de París. Valentina contempló la botellita de cristal adornada con motivos florales y apretó el pulverizador en forma de pera. Al instante la envolvió una voluptuosa neblina evocadora de jazmines, lilas y flores de azahar. Aspiró con deleite la fragancia y recordó cuando peinaba a la marquesa de Tormes para los bailes de gala y su ama la asfixiaba de tanto rociarse con sus espesas colonias. Volvió a sonreír a su imagen reflejada en el espejo. A partir de ahora sería ella quien se perfumaría con suaves esencias recién llegadas de París y se sentaría ante el espejo para que una sirvienta le arreglara el cabello…
Suspiró y se vio a sí misma la mañana anterior, cuando después de haber atravesado las abarrotadas calles de La Habana, Sebastián y ella circulaban junto a la orilla del mar y él le presionó un brazo con suavidad y le susurró al oído que si alzaba la vista podría contemplar su futura casa antes de que el calesero condujera el quitrín dentro del zaguán. Valentina escrutó, muy nerviosa, la mansión palaciega en la que iba a vivir. El frontal había sido pintado de un suave color azul. La puerta de entrada, de madera maciza, se hallaba resguardada del sol y la intemperie por soportales de columnas de mármol, y el piso superior poseía un largo balcón corrido, protegido por una barandilla de piedra tras la cual se alineaban los ventanales de las habitaciones. Por uno de ellos asomaba el extremo de un cortinaje de gasa que se mecía indolente movido por la brisa. No pudo recrearse más en contemplar la fachada porque el carruaje aminoró la marcha y torció hacia la derecha para adentrarse bajo el soportal. Antes de que pasaran al zaguán, aún descubrió que había un entresuelo que no había visto desde la calle porque sus pequeñas ventanas dormitaban a la sombra del pórtico.
En el interior aguardaba otro quitrín mucho más lujoso que el que les había traído desde L’Olympe. Sebastián le explicó en voz baja que empleaba ese carruaje para asistir a los bailes de gala, o cuando alguna familia criolla muy influyente le invitaba a cenar en su mansión. Desde que los médicos le confirmaron el diagnóstico de Tomás, apenas frecuentaba a sus amistades, no se sentía con fuerzas ni ánimo, pero en cuanto su esposa aprendiera todo lo necesario para desenvolverse en sociedad, le presentaría a aquellos de los que le convendría hacerse buena amiga.
Valentina tragó saliva. Cuando pensaba en lo mucho que tendría que aprender para adaptarse a su nueva vida, se asustaba de muerte. Vio que el calesero había desmontado y se aproximaba para ayudar a sus amos a abandonar el carruaje. Ella extendió la mano y bajó apoyada en el brazo del apuesto mulato. Parada entre los dos quitrines mientras esperaba a que Sebastián descendiera a su vez asistido por Lázaro, se preguntó qué impresión causaría a la servidumbre, ataviada con el vestido de muselina azul oscuro que le había regalado madame Selene, la falda convertida por la crinolina en una imponente campana, tal como dictaba la moda de ese año, la cintura comprimida por el corsé que la madame le había ceñido con severidad, y el nacimiento de los senos disimulado por un ribete de fino encaje francés. Cuando Sebastián la vio vestida de esa guisa en la alcoba de ramera que ya pertenecía al pasado, había exclamado con alborozo que nadie albergaría la menor duda de que era una dama. Ahora, Valentina posó la mirada sobre el suelo de mármol rojizo, las baldosas del mismo material que revestían parte de las paredes y la reja de forja pintada de negro que separaba el zaguán del patio, y volvió a invadirla el miedo a no estar a la altura de lo que esperaba el moribundo que había osado casarse con una prostituta.
Sebastián ordenó a su calesero que avisara a Rosalía de la llegada de la señora. Lázaro desapareció dentro de la casa mientras su amo ofrecía el brazo a Valentina y, apoyándose en el bastón con la mano libre, guiaba a su nueva esposa hacia su hogar. Lo primero que pensó Valentina fue que el patio interior superaba en tamaño y elegancia al de L’Olympe. Gruesas columnas de piedra soportaban la galería del primer piso, de la que caían cascadas de plantas trepadoras entre cuyas flores, de intenso carmesí, podían entreverse las pequeñas ventanas del entresuelo. Había en el centro una fuente rodeada de maceteros donde crecían jazmines y heliotropos, y junto a ella habían sido dispuestos varios sillones de bambú alrededor de una mesa cubierta por un mantel de fino encaje blanco. De las jardineras excavadas en el suelo de piedra brotaban árboles de tronco esbelto que parecían ansiosos por asomarse a las alcobas del primer piso para espiar la vida de los señores. Valentina tuvo algo de frío en ese recinto umbrío y surcado por corrientes de aire, pero pensó que en los días de calor tórrido el patio sería un buen lugar donde refugiarse del bochorno.
De pronto, vio que caminaba hacia ellos una mujer grandota, de pecho prominente y rostro colorado. Su pelo entrecano debió de haber sido en tiempos muy negro. Lo llevaba recogido en un moño tirante a la altura de la nuca, lo que acrecentaba su aire de severidad. Valentina supuso enseguida que sería el ama de llaves. La gallega indómita en la que tal vez hallaría a una enemiga y a la que le convendría mantener a raya desde el primer instante. La mujerona se paró delante de ellos, dobló la rodilla derecha en una genuflexión torpona y habló con denso vozarrón y un acento que no se parecía al habla de los criollos ni al deje de Castilla que Valentina conocía bien.
—Señora, sea bienvenida a casa.
Valentina advirtió que la mujer la medía con la mirada, como si fuera un perro a punto de morderla. Por un instante se alegró de que la crinolina le ahuecara tanto el vestido, así esa fiera no notaría que le temblaban las piernas. En su apuro rebuscó en la memoria para recordar cómo se dirigía la marquesa de Tormes a su ama de llaves. Eso le ayudó. Tragó saliva, se esforzó por colocar la espalda bien recta e imitando la autoridad con la que la marquesa solía dar órdenes a la servidumbre, respondió:
—Tú debes de ser Rosalía. Mi esposo me ha hablado muy bien de ti.
Vio de reojo la sonrisa que se expandía por el rostro de Sebastián. ¿Tan mal lo había hecho para que no lograra contener la burla? Grande fue su asombro cuando esa torre humana llamada Rosalía moderó su actitud desafiante, respondió «gracias, señora» y acto seguido batió palmas con la energía de un mariscal. Desde todos los rincones del patio llegaron mujeres negras y mulatas, ataviadas con amplias batas blancas, el pelo oculto bajo turbantes de idéntica blancura y grandes aros dorados en las orejas. Casi todas eran jóvenes. Entre ellas destacaba una negra muy gorda y entrada en años que guardaba gran parecido con la negra Candela, por lo que Valentina pensó que sería la cocinera. Las acompañaban siete hombres robustos cuya piel tenía el color del bronce. Uno de ellos era el calesero Lázaro. Los otros iban vestidos con camisolas de lino y pantalones por encima del tobillo que mostraban sus pies desnudos; el cabello lo cubrían unos tocados similares a los que llevaban las mujeres. El ama de llaves hizo un severo gesto con la cabeza y todos formaron en perfecta alineación. Abrumada, Valentina calculó que allí habría al menos una veintena de esclavos.
—¡Saludad a vuestra ama! —les ordenó Rosalía.
Las mujeres mostraron sus dientes blancos al sonreír e hicieron una graciosa genuflexión, mientras los siete hombres inclinaron el torso en respetuosa reverencia. Rosalía volvió a batir palmas y los siervos desaparecieron del patio tan deprisa como habían irrumpido en él.
—Señora, he hecho venir sólo a los veinte esclavos que desempeñan las tareas de mayor categoría en la casa —explicó el ama de llaves—. Los demás se ocupan de trabajos inferiores en la cocina y la limpieza… Tampoco he incluido a los que atienden el almacén y hacen los recados para don Sebastián…
Valentina no le permitió acabar. Quería reafirmar un poco más su autoridad.
—Ahora estoy muy cansada del viaje, pero más adelante deseo conocer a mi servidumbre. ¡A cada uno de ellos!
—Así se hará, señora.
Sebastián, tan fatigado ya que a duras penas se tenía en pie, decidió cortar el duelo entre las dos mujeres. Había supuesto que su Galatea poseía carácter, pero no que fuera tan peleona, aunque sin duda le vendría bien marcar límites a Rosalía desde el primer día. En cualquier caso, ya tendría tiempo de medir sus fuerzas con la gallega. Ahora él necesitaba descansar.
—Querida Galatea, quiero que conozcas a la pequeña Inés. Después, tomaremos un refrigerio y podrás reposar en la alcoba que Rosalía ha mandado preparar para ti.
Condujo a Valentina hacia la imponente escalera que ascendía hasta el primer piso, donde se hallaba la vivienda señorial. Los escalones de mármol oscurecido por las pisadas daban fe de la antigüedad de la mansión. Sebastián se aferró a la barandilla de piedra y empezó a subir fatigosamente. Durante el ascenso, que le exigió detenerse varias veces para reponer sus mermadas fuerzas, explicó a su esposa que en la planta baja de la casa estaba el almacén donde guardaba las mercancías que sus barcos traían de todo el mundo y después los tenderos de la isla le compraban para venderlas en sus establecimientos. En el entresuelo se hallaban por el lado de la calle las oficinas en las que trabajaban los amanuenses y contables de su negocio, mientras que la zona que daba al patio había sido habilitada para alojar los cuartos de los esclavos. A ella se accedía a través de un pasadizo separado del resto de la casa por una reja que Rosalía cerraba con llave todas las noches.
Cuando llegaron al fin a la galería del primer piso, cuyo suelo cubrían baldosas de mármol blanco y negro dispuestas a modo de un tablero de ajedrez, Sebastián se dejó caer exhausto en uno de los dos sillones de bambú que había enfrente de la escalera e indicó a Valentina con un gesto que se sentara a su lado. Ella sospechó que esos sillones habían sido colocados allí para que Sebastián descansara después de haber subido la escalinata. Sin duda en ese momento él se sentía muy humillado por su deterioro físico. Maniobrando con la molesta crinolina, a la que no estaba habituada porque en el burdel apenas se la había puesto, encajó la profusión de telas, acero y crin de caballo entre los reposabrazos de caña y permaneció en silencio; no quería obligar a Sebastián a hablar antes de que se hubiera recuperado. Al cabo de un rato, él inspiró y dijo, todavía jadeante:
—Esta tarde te mostraré el almacén de la planta baja. También quiero llevarte pronto a los Almacenes de Regla.
Al oír mencionar el lugar donde la desembarcaron los marinos del Gran Antilla, Valentina se estremeció. Miró de reojo a Sebastián, pero él no se había dado cuenta de su agitación. Todavía luchaba para reponerse de la fatiga.
—Es una zona del puerto en la que se compra y almacena azúcar —añadió Sebastián—. Allí poseo una nave donde guardo la maquinaria importada de ultramar y las cajas de azúcar que envío a Europa en los mismos barcos que me traen las mercaderías que vendo aquí.
—¿Es que posees un ingenio? —preguntó ella, procurando disimular el malestar que le había causado la mención del lugar del que conservaba tan mal recuerdo.
Él negó con la cabeza y sonrió.
—Compro azúcar ya manufacturado a los propietarios de pequeñas haciendas colindantes a la propiedad San Rafael, cuyo dueño no les permite atravesar sus tierras para transportar los cargamentos a La Habana.
El nombre del ingenio hizo palidecer a Valentina. Entrelazó las manos con tal fuerza que sus dedos se tornaron blancos.
—Por esa razón, para llevar sus carretas de bueyes cargadas de azúcar al puerto más próximo tienen que dar un rodeo de varias semanas —continuó Sebastián—. También les quedaría la opción de recurrir al ferrocarril, pero son plantadores modestos y no pueden permitírselo. —Calló un instante para aprovisionarse de aire—. Yo les compro el azúcar a buen precio, lo traigo en tren hasta La Habana y lo embarco para ultramar, con lo que hago un excelente negocio y los plantadores pueden hacer frente al maldito Leopoldo Bazán. Desde que falleció su padre, hostiga a los propietarios de las pequeñas haciendas que lindan con su ingenio por la parte de Oriente para hacerse con sus tierras. Ahora ha convencido también a su suegro, el dueño del Flor de Majagua, para que corte el paso a través de su propiedad a cualquier carro que no sea de su yerno, lo que deja aislados a los pequeños plantadores de la zona.
Sebastián alargó una mano hacia el sillón vecino y acarició la mejilla de su mujer. Advirtió lo pálida que estaba y cómo trenzaba los dedos entre sí para ocultar el temblor que agitaba sus manos.
—¿Qué te ocurre, pequeña? ¿Te sientes mal?
Valentina sacudió la cabeza. Cuando logró calmar la desazón, susurró:
—Leopoldo Bazán… es… es el hombre que me arrebató a mi hijo.
Sebastián le tomó una mano y la apretó muy fuerte. Esa noticia planteaba un problema nuevo.
—¿Es… el padre?
Ella confirmó su temor con un escueto movimiento de cabeza y susurró:
—Le conocí cuando trabajaba en L’Olympe. Leopoldo me convenció para que me convirtiera en su mantenida. Me alojó en una casita de Intramuros y allí me tuvo recluida para disfrutar de mí siempre que se le antojara. Cuando me quedé encinta, ya no quiso saber nada de mí, aunque me permitió permanecer en esa casa hasta que diera a luz… La no che en que nació mi hijo, irrumpió en mi alcoba con dos hombres y se lo llevó. —Valentina se detuvo, indecisa. No sabía si confesar a Sebastián que Tomás estuvo presente durante el parto. ¿O tal vez ya le habría puesto al corriente su primo de todo lo que ocurrió aquel día?
A pesar de lo inesperado de la revelación, Sebastián no se sorprendió demasiado. Tomás le había contado parte de la rocambolesca historia, pero no le había dicho quién era el padre de ese niño. Él siempre había supuesto que se trataría de algún cliente de L’Olympe y no le extrañó demasiado saber que Leopoldo Bazán había frecuentado ese burdel. Si él mismo hubiera sido aficionado a desahogarse en las casas de lenocinio como tantos caballeros de La Habana, sin duda habría coincidido alguna noche con Bazán en el salón rojo. Lo que sí le preocupaba era que Galatea hubiera sido amante de ese infame y hubiera tenido un hijo de él. Eso hacía aún más complicado introducir a la joven en la alta sociedad.
—¿Le amabas?
Valentina se ruborizó intensamente. ¿Cómo confesar que entregó su corazón a un canalla? Pero decidió ser sincera. No debía mentir al hombre que la había sacado del burdel.
—Sí, le amé con toda mi alma hasta que descubrí su verdadera cara. Es un hombre egoísta y lleno de crueldad.
—¡Es un maldito bastardo! —terció Sebastián con vehemencia—. Y dañino como una alimaña. Por fortuna, él también se ve obligado a pedirme dinero prestado… mucho dinero. Mientras guarde sus pagarés en mi caja de caudales, estaremos a salvo. Pero cuídate de él cuando te quedes sola. —Tomó aire y continuó, pensativo—: Hay una cuestión que debes tener en cuenta: hasta ahora apenas ha habido en Cuba grandes bancos comerciales que concedan créditos, como ocurre en otros países. Por eso los plantadores siempre se han visto obligados a recurrir a nosotros, los comerciantes. Pero ya han empezado a instalarse aquí bancos de todo el mundo y estoy seguro de que tarde o temprano comenzarán a conceder créditos importantes a los grandes propietarios. Cuando llegue esa fecha, que yo no conoceré, más vale que los comerciantes hayan encontrado otra manera de mantener su poder sobre los aristócratas del azúcar. —Sebastián presionó de nuevo la mano de la joven—. Recuerda esto, Galatea: un buen comerciante debe adelantarse a los acontecimientos, de lo contrario, la historia le avasallará… —Se pasó la lengua por los labios, que se le habían secado de tanto hablar—. En cuanto a Leopoldo Bazán, es inevitable que te encuentres con él en algún evento de la alta sociedad. Mantén la cabeza fría y compórtate como si no lo conocieras. Ahora eres Galatea Quintana de la Vega, una dama que heredará una gran fortuna cuando yo muera. Mientras seas rica y poderosa, incluso los infames como él te respetarán. Pero aun así, nunca bajes la guardia con ese canalla. Es un hombre muy peligroso…
Sebastián dio otra palmadita sobre la mano de su esposa, se apoyó en los reposabrazos de su sillón y se levantó con lentitud. Valentina se puso en pie, pendiente de sus movimientos por si requería ayuda, pero Sebastián era demasiado orgulloso para mostrar lo extenuado que estaba. Le ofreció el brazo y, fingiendo energía, dijo:
—Y ahora, vamos a ver a mi pequeña Inés. No sabes las ganas que tengo de que al fin os conozcáis.
Valentina se colgó del escuálido brazo de su marido y se dejó conducir hacia donde estaba la niña destinada a llenar el hueco que había dejado en su corazón la ausencia de su hijo.