Valentina había perdido la cuenta del tiempo que llevaba cepillándose el cabello ante el espejo y contemplando la imagen de Galatea Quintana de la Vega, que de vez en cuando le sonreía con picardía desde la luna donde se reflejaba. Conforme el cepillo de plata se iba deslizando por su brillante melena, siguió desgranando en la mente los insólitos acontecimientos del día anterior, que en algunos instantes aún se le antojaban tan irreales como si formaran parte de algún sueño absurdo del que despertaría en cualquier momento.
Recordó que, tras haber salido madame Selene de la habitación, Sebastián se dejo caer exhausto sobre el lecho, se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de inmaculada blancura, y ella empezó a sacar del armario los vestidos de pronunciado escote que su patrona había encargado a madame Lisette, la modista que cosía para las cortesanas selectas de la ciudad. Añadió después los negligés transparentes que solía ponerse cuando deseaba deslumbrar a algún cliente especial; los camisones etéreos que reservaba para los caballeros más recatados y, por último, la ropa interior picante que tanto disfrutaban arrancándole los hombres más proclives a la lujuria. También sacó de su escondite los pendientes de esmeraldas que le regaló madame Selene cuando se despidió de ella antes de marcharse con Leopoldo y los llamativos aros de oro con gargantilla a juego que le llevó el anciano don Aureliano poco antes de que la muerte le fulminara en la catedral de La Habana. Todo lo extendió sobre la cama ante su nuevo esposo, preguntándose dónde guardaría esas cosas si no disponía de ninguna maleta. Se acordó con pesar de la gastada valija que se quedó en la fonda de la mulata Juana, junto con unos pocos recuerdos de Gervasio. La voz de Sebastián la arrancó de su ensimismamiento.
—Querida Galatea… —Sebastián esbozó una sonrisa impregnada de ternura antes de continuar—, esas joyas no son propias de una dama. Bueno, tal vez los pendientes de esmeraldas, acompañados de la ropa adecuada, te sirvan, pero los otros… —Meneó la cabeza y prosiguió—: En cuanto a esas prendas, tampoco me placen. Creo que deberías dejarlas aquí. ¿No posees algo más… recatado?
Valentina asintió, con las mejillas del color del mamey. Después de tanto tiempo entregándose a caballeros cuyos rostros a veces se confundían en su memoria, se había habituado a vestirse para estimular el apetito masculino y hacía tiempo que habían dejado de incomodarle los indecentes escotes que tanta vergüenza le causaron la primera noche. Sacó del ropero las amplias batas que llevaba cuando durante el día ejercía de ama de llaves y agregó su único vestido decente. Era de ligero organdí blanco y estaba en perfecto estado porque sólo se lo había puesto algunas tardes para pasear con otras pupilas en el quitrín de la madame, y desde su regreso a L’Olympe después de que Leopoldo Bazán se llevara a su hijo, apenas había salido del burdel.
Sebastián alzó su bastón y señaló el vestido con la punta.
—Éste puede servirnos para que hoy los esclavos vean entrar en casa a una dama. Llévate también un camisón y esas batas de ahí. Esta misma tarde mandaré llamar a la modista que vestía a mi pobre Matilde y le encargaré un guardarropa apropiado para ti. Y… otra cuestión: no te maquilles con excesiva generosidad. Eso gusta en la penumbra de un burdel, pero no es propio de tu nueva condición. En cuanto lleguemos a casa, te asignaré a Mayra. Era la esclava favorita de Matilde. Ella te peinará y te aplicará los afeites con discreción.
—De acuerdo… —susurró Valentina. Ante la inminencia de su partida de L’Olympe empezaba a asustarse hasta la médula. Se sentó en la cama, aplastando bajo el peso de su cuerpo los vestidos de furcia que ya pertenecían al pasado.
Al verla temblar, Sebastián sonrió de nuevo y le presionó un brazo.
—Todo va a salir bien, pequeña. Yo te enseñaré a desenvolverte entre esos ricos presuntuosos. Eres lista y sabrás manejarlos. Aunque deberemos trabajar muy deprisa. No nos sobra el tiempo.
—¿Cuándo conoceré a tu hija?
—Esta misma tarde. —El rostro de Sebastián se iluminó por un instante, pero enseguida se cernió sobre él una sombra de melancolía—. Es una niña alegre y muy dócil, ya lo verás. En esta última etapa de mi vida, contemplar a mi hija es mi dicha y también mi tormento. Ojalá pudiera verla crecer.
Valentina le puso una mano sobre el antebrazo y acarició su carne flaca, que pronto dejaría de existir. No sabía qué decirle para ofrecerle un poco de consuelo. Hacía tiempo que había dejado de creer en la bondad de Dios y hasta empezaba a dudar de que hubiera en el cielo un lugar al que iban a parar las gentes buenas después de morir. ¿Cómo podría consolar así a un hombre que ya estaba sentenciado a muerte?
Sebastián apartó a Valentina con inesperada contrariedad.
—No me compadezcas, Galatea —murmuró, henchido de resentimiento—. Si deseas hacerme feliz, regálame tu maravillosa lujuria mientras mi cuerpo resista, disfruta conmigo de apetitosos manjares y buenos vinos hasta que el estómago se rinda, sé una buena madre para mi hija… pero nunca… nunca me abrumes con tu compasión.
Asustada, Valentina tragó saliva.
—Perdóname… yo no… no he querido…
Él recuperó la mano de la joven y la apretó entre sus dedos fríos durante un largo rato, en el que ambos permanecieron en silencio. Al fin, dijo:
—Yo soy el que debe pedirte perdón por haber sido tan brusco. No debí mencionar el futuro que me espera. Cuando un enfermo habla de su inminente muerte, los demás reaccionan con desagrado o compasión. Y no soporto ninguna de las dos cosas. —Sebastián meneó la cabeza—. No volveré a hablarte así. —Le dio una benévola palmadita en los dedos—. Y ahora, vístete pronto y hazte un bello peinado para que nuestros esclavos vean que su nueva ama es una señora. Quiero sacarte de este lugar cuanto antes.
Tanta prisa tenía Sebastián por marcharse, que apenas concedió a Valentina unos minutos para hablar con la madame cuando ésta asomó de pronto por la alcoba con los ojos hinchados y la nariz enrojecida como si hubiera estado pelando cebollas en la cocina. Llevaba doblado sobre los brazos uno de sus mejores vestidos de calle. Lo extendió encima del regazo de Valentina y le advirtió al oído que para partir con su esposo debía ponerse crinolina y corsé, que ella misma le ajustaría por no llamar a Dolores. Añadió en voz alta que no le convenía despedirse de las otras pupilas, ni siquiera de su amiga Rosa. Cuanto menos supieran las otras muchachas de su nueva vida, mucho mejor. Sebastián se mostró de acuerdo con el consejo, que le pareció muy prudente. Siempre había sentido simpatía por la dueña del prostíbulo, a la que tenía por una dama venida a menos que se le antojaba tan fuera de lugar en un burdel como Valentina.
A última hora la madame corrió a su habitación y regresó con un bolso de tela de gobelino que regaló a Valentina para guardar las pocas prendas que se llevaba de allí. Después ayudó a su pupila favorita a peinarse y acompañó a los esposos a la calle. La dueña se había encargado de asignar tareas a las muchachas para que no anduvieran por el patio ni el zaguán, por lo que en el vestíbulo sólo se toparon con las estatuas de mujeres desnudas que tanto escandalizaron a Valentina el primer día. Pese al fatigoso avance de Sebastián, apoyado en su bastón como si fuera un anciano, lograron llegar a la calle sin que les sorprendiera ninguna de las otras chicas. En el exterior les aguardaba el quitrín de Sebastián, un lujoso carruaje con apliques dorados del que tiraban dos relucientes caballos negros. Valentina abrazó a su antigua patrona y le besó las mejillas con la misma tristeza que sintió al despedirse de su padre y sus hermanos muchos años atrás, cuando la marquesa de Tormes se la llevó del pueblo para convertirla en su doncella. La madame reprimió a duras penas las ganas de llorar. Ambas intuían que ahora sí se separaban para siempre. Y así era como debía ser, se dijo la madame para consolarse, porque si Calipso regresaba a L’Olympe, significaría que otro hombre le había hecho daño.
Valentina dio media vuelta, tomó el brazo que le ofreció Sebastián, se limpió las lágrimas que habían brotado sin que pudiera hacer nada por retenerlas, inspiró e irguió la espalda; estaba dispuesta a adaptarse a lo que le deparara su nueva vida. Se fijo en el mulato que se aproximaba a ellos para ayudarles a subir al carruaje. La librea granate, adornada con ribetes dorados y dos hileras de botones grandes como medallones de oro, resaltaba lo alto y bien formado que era. El mozo llevaba pendientes de aro, un sombrero de copa y las botas charoladas de caña alta habituales en los caleseros antillanos. Valentina se preguntó si sería el mismo cochero que años atrás condujo el quitrín que Sebastián prestó a Tomás y en el que éste la llevó a La Habana cuando la recogió en los Almacenes de Regla, recién abandonada por los marineros del capitán MacGregor. No dejaba de ser extraño que ahora se hubiera convertido en la esposa de ese primo generoso del que tanto le había hablado Tomás. De repente, el corazón le dio un vuelco. ¿Se vería obligada a recibir en su nuevo hogar a Tomás y a la mujer que se lo había arrebatado?
Cuando se hubo instalado junto a Sebastián en el asiento del quitrín, el calesero montó sobre el caballo de tiro y el carruaje comenzó a avanzar. Valentina contuvo el impulso de mirar atrás. Echaría de menos a la madame y a algunas de las pupilas, incluso a la negra Candela, a la que la unía lo ocurrido la noche en la que alumbró y perdió a su hijo, pero estaba segura de que ni por un instante añoraría las carnes mustias de algunos clientes, su aliento cargado de tabaco y ron, o los repulsivos juegos de lujuria que le habían exigido los más depravados. Aunque también quedaba entre las paredes del burdel el recuerdo de la primera vez que yació con el niño Leopoldo, la mirada de sus ojos azules que la había hecho temblar como si estuviera borracha, y las esbeltas manos de hombre ocioso que sopesaron sus pechos como si de una mercancía se tratara. Y además permanecería enterrado en L’Olympe el sueño de ser amada que despertó en ella Tomás Mendoza. Ahora sabía que convenía cuidarse de los hombres imbuidos de buenas intenciones y un rígido código moral, porque sin pretenderlo podían causar mucho más daño que los malvados.
Sintió de repente la mano de Sebastián cerrándose alrededor de la suya.
—Permíteme explicarte lo que hallarás en tu hogar. —Sebastián se detuvo un instante para respirar. Los acontecimientos de la mañana le habían fatigado, pero desde que sabía que su muerte estaba próxima, detestaba más que nunca perder el tiempo—. Poseo treinta esclavos domésticos, más otros veinte que atienden mis almacenes y hacen los recados. Comparado con los que tienen las familias de la nobleza criolla no son muchos. En esta isla el poderío de una casa se mide según los siervos que pueda mantener, por lo que muchos ricos llenan sus mansiones con más esclavos de los que en realidad necesitan. —Hizo otra pausa, esta vez más larga, para recuperar el aliento, mientras Valentina le observaba sin osar recomendarle que descansara—. En cuanto a la esclavitud —continuó Sebastián en un inesperado arranque de vigor—, confieso que me gusta tan poco como al cándido de mi primo. Sin embargo, cuando uno se establece en un país extraño, debe adoptar las costumbres de los lugareños y mezclarse con ellos hasta que le consideren uno de los suyos. Por eso mantengo esclavos en lugar de contratar a personas libres para que me sirvan, como hacen en otros países. —Sebastián inspiró profundamente—. La casa la gobierna, ya desde antes de fallecer Matilde, el ama de llaves. Se llama Rosalía y no es esclava, sino una campesina gallega que vino al Nuevo Mundo en el mismo barco que yo. Está habituada a no consultar nada a su ama, porque Matilde jamás se preocupó de otra cosa que no fueran los afeites y la diversión. Hacerte con el mando de lo que ahora es tu hogar, no va a ser una empresa fácil. Rosalía es indómita como un caballo salvaje, pero si logras dominarla, te será leal de por vida. Naturalmente, podrás despedirla después de mi muerte, pero te recomiendo que la conserves. No es fácil encontrar a personas tan fieles como ella.
—¿Sabe tu ama de llaves quién soy?
—Sólo ella y Lázaro, el calesero, están al corriente de adónde he ido esta mañana —respondió Sebastián sin inmutarse—. Rosalía se dejaría arrancar la lengua antes que desvelar el secreto, y Lázaro sabe que por su bien le conviene mantener la boca cerrada. —Con la punta de los dedos se palpó la chaqueta a la altura del pecho—. Aquí guardo tu partida de nacimiento y todos los documentos necesarios para permanecer en la colonia. Has llegado a La Habana en un camarote de primera clase del bergantín San Cristóbal, que ha fondeado en el puerto esta mañana procedente de Santander. Te acompañaba tu doncella, pero desgraciadamente falleció durante la travesía. Para colmo de desdichas, tus baúles se perdieron en el muelle después de que los descargaran los marinos. —Sebastián emitió una risilla que acabó en una violenta tos. Cuando se recuperó, añadió—: Sólo conservas el pequeño bolso de mano que tú misma bajaste a tierra con unas pocas prendas y algunos objetos de aseo.
—¿Y si algún día conozco a alguien que ha viajado en ese barco y desea darme conversación? —se atrevió a protestar Valentina—. Yo no sé cómo viajan los ricos. Me descubrirán…
—No te preocupes, querida. En casa repasaremos todos los detalles de tu travesía y te enseñaré a comportarte como una gran dama. Por ahora, basta con que te habitúes a tu nueva identidad y a ser muy discreta con los esclavos. Mañana mismo te enseñaré todo lo que necesitas saber para desenvolverte en sociedad. Y te aseguro, querida Galatea, que cuando te lleve al gran baile que celebra la Sociedad Filarmónica en la noche de San Silvestre, hasta los más puntillosos caerán rendidos a los pies de la dama española con la que se ha casado Sebastián Ruiz Mendoza.