La Habana, octubre de 1861
El cañonazo de las seis de la mañana arrancó a Valentina de un plácido sueño. Se frotó los ojos, muy aturdida. Hacía mucho tiempo que no descansaba tan bien. Desde que Tomás la abandonó para casarse con otra, sus noches habían sido insomnes y plagadas de recuerdos que le horadaban el pecho como si le hubieran clavado el cuchillo que la negra Candela usaba para trinchar la carne. Recuerdos mucho más dolorosos que la traición de Leopoldo Bazán, incluso más que la pérdida del pobre Gervasio, el único hombre que nunca le había fallado.
Estiró las piernas y buscó con los pies al gato Zeus. Al no hallar sus dedos el cálido refugio del felino que tantas noches había dormido en su cama, se acordó de que ya no estaba en el burdel. Se pasó la mano por el pelo y palpó la gruesa trenza que la mulata Mayra le había hecho antes de acostarse. En L’Olympe siempre había dormido con el cabello suelto porque al final de la jornada estaba demasiado exhausta para pensar siquiera en recogerse la melena. Pero ahora era una señora, le había dicho Sebastián cuando se alejaban del burdel en su quitrín, y debía aprender a vivir como tal. Se sentó en la cama y apoyó la espalda contra el fastuoso cabezal de nogal tallado. Las puntas de sus dedos acariciaron las sábanas de hilo blanco, las más suaves que jamás habían rozado su piel. Tomó aire y posó la mirada sobre la mosquitera. La gasa era tan fina que podía distinguir con claridad los contornos de cada objeto que había en la alcoba. En la pared de enfrente estaba el tocador ante el que la noche anterior Mayra le había cepillado el pelo durante tanto rato que casi se había quedado dormida frente al espejo de marco dorado. En un rincón de la alcoba se erguía el armario ropero más grande que había visto en su vida. Al igual que la cama, era de nogal y volutas de talla preciosista se enroscaban sobre sus puertas. En un rincón próximo a la cama había un mueble lavamanos con una jofaina de delicada porcelana y jarra a juego. Pero lo que más impresionó a Valentina era el inmenso diván tapizado de gobelino que había justo delante de los tres ventanales que se abrían al balcón corrido formando un mirador. Mayra le había explicado que ése era el mejor punto de la habitación para descansar durante las horas de calor, porque allí convergían los vientos alisios que entraban desde la bahía.
Valentina se estiró con el sensual deleite que tantas veces había admirado en los gatos. Apartó la mosquitera. Bajó los pies al inmaculado suelo de mármol blanco y caminó, casi de puntillas, hacia el mirador. Cuando Sebastián la acompañó por la noche a esa alcoba, después de haber tomado con ella una jícara de chocolate en la biblioteca, le había maravillado que las ventanas fueran más bien estrechas pero tan altas que llegaban desde el suelo hasta el techo. También le había extrañado que no tuvieran cristales, algo que había creído propio de las modestas casas donde había morado hasta entonces pero no de una mansión palaciega. Entonces Sebastián le había explicado que el clima tropical no los requería y que ni siquiera los ricos, obsesionados como estaban por crear corrientes de aire para refrescar las habitaciones, creían necesario colocar cristales en sus ventanales.
Valentina retiró la cortina, que se ondulaba con la brisa matinal como un velo de tul, y se asomó sigilosa. Era la primera vez en años que se levantaba tan temprano, y jamás había despertado en una alcoba amueblada con tanto lujo, donde la luz y el aire fresco entraban a raudales. Le habría gustado salir al balcón para observar la calle, pero no quería que la vieran desde abajo ataviada con el camisón que en el burdel había creído elegante pero que en ese entorno se le antojaba un patético trapo que delataba a qué se había dedicado hasta el día anterior.
Medio escondida tras el visillo, se asomó al exterior. Ante sus ojos se extendía el inmenso estanque que formaba la bahía, cuya entrada custodiaban a un lado el castillo del Morro, con la torre del faro y la batería de cañones que Sebastián llamaba los Doce Apóstoles, y al otro el castillo de San Salvador de la Punta. Su nuevo esposo le había dicho que por el puerto de La Habana pasaban cada año de mil a dos mil barcos. Fe de ello daba el enjambre de navíos que había fondeados en ese momento y cuyos mástiles apuntaban al cielo como si fueran largos dedos de madera. Oyó la imperiosa sirena de un vapor que entraba desde alta mar por el estrecho paso entre El Morro y La Punta. Valentina gozaba de buena vista y pudo distinguir que los pasajeros ya se habían congregado en cubierta. Recordó su propia llegada a la isla, recién enviudada y encerrada en una cámara pestilente por la que correteaban las ratas. ¿Qué esperaría a esos recién llegados cuando desembarcaran en el muelle? ¿Serían jóvenes ricos y arrogantes como Leopoldo, que regresaban de Europa tras haber derrochado a manos llenas el dinero que su padre ganaba cultivando caña de azúcar? ¿O se trataría de pobres ilusos como Gervasio y ella, embarcados en pos de un futuro mejor que tal vez nunca encontrarían?
Valentina se apartó de la ventana y se sentó en la butaca del tocador. Deshizo la trenza y empezó a cepillarse el cabello con parsimonia. Podría haber llamado a Mayra con la campanita que la esclava le había dejado sobre la mesilla de noche, pero deseaba permanecer un rato a solas para poder disfrutar de la primera mañana de su nueva vida. En la calle, una espesa voz masculina gritó: «¡Fruta sabrosa y fresca!». Valentina recordó a los negros de torso desnudo que pregonaban su mercancía a grandes voces y que tanto la habían atemorizado el primer día, cuando se cruzó con varios de ellos por las estrechas aceras. Se le escapó una sonrisa. A partir de ahora, ya no tendría necesidad de andar por la calle, sólo saldría de esa mansión sentada en uno de los quitrines que Sebastián guardaba en el amplio zaguán. Iría ataviada con suntuosos vestidos como los que había visto lucir a las damas criollas y adornaría su piel con las deslumbrantes joyas que Sebastián le había prometido cuando le dio un beso de buenas noches y la dejó en la alcoba que sería la suya, porque no deseaba obligarla a compartir lecho con los miasmas de un enfermo. Valentina sonrió a la mujer que la miraba desde el espejo y que se peinaba como siempre imaginó que hacían las sirenas que hechizaban a Ulises en el viejo libro de madame Selene. «Es un placer conocerla, doña Galatea Quintana de la Vega», susurró con voz apenas audible. Empezaba a gustarle el sonido de su nuevo nombre y pensó que no le iba a costar ningún esfuerzo habituarse a él.
Recordó cómo el día anterior Sebastián había irrumpido en su cuarto a última hora de la mañana, cuando las pupilas, recién levantadas, empezaban a deambular por L’Olympe en negligés transparentes y con los ojos todavía nublados por el sueño. Valentina ya se había aseado y vestido, dispuesta a iniciar sus quehaceres habituales al mando de la casa. Había dormido muy mal debido a los nervios y el desconcierto que le había causado la extraña proposición de Sebastián. Cada vez que se había despertado durante la noche, se había preguntado si él cumpliría su palabra o si nada más entrar en su mansión se olvidaría de todo cuanto le había dicho. Sin embargo, ahí estaba, en la puerta de su habitación, incapaz de disimular su impaciencia y acompañado por un hombre de mediana edad, alto y enjuto, como si también a él le acechara la muerte. Les seguía madame Selene, que aún no daba crédito a lo que estaba ocurriendo ante sus ojos. Apoyado en su bastón e imbuido de una energía que le hacía parecer menos enfermo, Sebastián presentó al hombre flaco como el funcionario que iba a casarles en esa misma alcoba.
La madame se escurrió dentro de la habitación pasando entre los caballeros, se dejó caer en la cama recién hecha y tomó aire con gesto de paloma moribunda. Desde que ese hombre le había explicado en su gabinete que pensaba convertir a Calipso en su esposa antes del mediodía, aún no sabía si se había vuelto loco él, o si era ella la que había perdido la razón mientras dormía. El desgobierno de su cabeza empeoró cuando oyó lo que hablaban los dos hombres mientras consultaban un abultado fajo de documentos y dedujo que Galatea Quintana de la Vega, la dama a la que mencionaban, no era otra que su pupila Calipso. Tragó saliva y miró a la joven, que, apoyada contra la pared, contemplaba a los caballeros con una expresión a medio camino entre la incredulidad y la ilusión. La madame se preguntó cuándo se habría fraguado esa extraña boda y por qué Calipso no le había dicho nada.
Valentina adivinó lo que estaba pensando su patrona. La conocía ya muy bien. Decidió aclararle ese asunto cuanto antes. No deseaba irse de L’Olympe sin haber hablado con la mujer que con el tiempo casi se había convertido en una amiga. Se dirigió a los dos hombres, que seguían pasando hojas y hablando en voz baja.
—Caballeros —les dijo—, ¿permiten que madame Selene y yo hablemos a solas antes de comenzar?
—Por supuesto, querida —replicó Sebastián con una sonrisa—. Pero te ruego que no te demores. Deseo llevarte a casa cuanto antes.
Los ojos de madame Selene se agrandaron de asombro. Sebastián condujo al funcionario fuera de la alcoba y cerró la puerta procurando no hacer ruido. Detestaba los portazos. Valentina se sentó al lado de la madame, que le puso una mano sobre el antebrazo y musitó, todavía atónita:
—¿Qué ocurre aquí, Calipso? ¿Es cierto que ese hombre va a casarse contigo?
Valentina asintió con la cabeza.
—Sí, madame Selene. No he tenido tiempo de hablar con usted porque… me propuso anoche que fuera su esposa. Está muy enfermo y desea que nos casemos cuanto antes para que me haga cargo de su pequeña hija cuando él falte. No se llama Pedro, como me había dicho. Su nombre es Sebastián Ruiz Mendoza. Es el primo rico del que siempre me hablaba Tomás Mendoza…
—Ruiz Mendoza, el comerciante —la interrumpió madame Selene con aire pensativo—. No sabía que fuera primo del sinvergüenza del doctor… —Asintió con la cabeza—. Sí, había oído hablar de él y de su gran fortuna. Pero ¿estás segura de que no te embaucará como hizo el niño Leopoldo… o el propio doctor?
—Usted me dijo una vez que debía hacer caso a los pálpitos. —Valentina se dio un golpecito en el pecho con las puntas de los dedos—. Ahora el corazón me dice que las intenciones de Sebastián son sinceras. Mi suerte va a cambiar, madame. Me lo anunció la otra noche la negra Candela, cuando me tiró los caracoles.
—Eso son sólo supersticiones de negros, niña —objetó la madame, abismándose enseguida en una profunda cavilación, de la que salió encogiéndose de hombros—. Pero no seré yo quien ponga trabas a esta boda. Me hará muy feliz verte convertida en la esposa de un comerciante rico. Ese nombre que he oído… Galatea Quintana de la Vega… ¿es como vas a llamarte a partir de ahora?
—Sí, madame. Sebastián quiere que finja ser una dama de la nobleza castellana, recién llegada a la isla después de haberse casado con él por poderes. Dice que me enseñará a comportarme como una señora, pero… no sé si sabré.
—¡Claro que sabrás! —la tranquilizó la madame, que empezaba a vislumbrar las ventajas que el sorprendente matrimonio ofrecía a su pupila—. Aprenderás lo que sea menester y engañarás a quien te propongas.
De eso no estaba nada segura Valentina. Su gran temor era que en cuanto Sebastián la presentara como su esposa a los aristócratas que durante años habían pagado por yacer con ella, éstos la reconocerían y sería el hazmerreír de La Habana. Pero de pronto se le ocurrió algo mucho peor: ¿si en alguna fiesta de la alta sociedad se encontraba con el mismísimo Leopoldo? ¿Se mofaría ese bastardo en sus propias narices al verla fingir que era una dama? Sacudió la cabeza para alejar de sí ese pensamiento y decidió no hacer partícipe de sus miedos a la madame. Sólo conseguiría preocuparla sin necesidad. Además, el tiempo apremiaba.
—Debo decir que tu pretendiente te ha elegido un buen nombre… —murmuró la dama, como hablando consigo misma—. ¿Conoces el mito de Pigmalión y Galatea?
—No, madame… —replicó la joven, reprimiendo un brote de impaciencia.
—Pigmalión era un escultor de Chipre, una pequeña isla del Mediterráneo, el mismo mar que baña las costas del este de tu país. —Mientras hablaba con la voz armoniosa que le salía cuando evocaba la antigua Grecia, madame Selene acarició suavemente el antebrazo de su pupila—. Durante mucho tiempo buscó infructuosamente a la mujer perfecta hasta que, hastiado, se alejó de la vida mundana y dedicó su tiempo a la escultura. Un día dio forma a una estatua en la que plasmó todos los rasgos que admiraba en una mujer. Era tan perfecta que se prendó de ella y la llamó Galatea. Tanto se obsesionó, que llegó a recluirse en su taller para hablarle al oído y acariciar su cuerpo de marfil. La vestía con ropas lujosas, le colgaba las joyas más deslumbrantes y ponía a sus pies valiosos regalos. Pero la estatua jamás respondía a sus muestras de amor. Entonces Pigmalión, desesperado, rogó a Afrodita que insuflara vida a Galatea. La diosa se apiadó del pobre diablo y convirtió su obra en una bella joven que, al posar la mirada en su creador, se enamoró de él. —La madame alzó la vista y miró a Valentina a los ojos—. Tu flaco pretendiente desea transformarte en su Galatea, querida. Te esculpirá a su gusto y hará de ti una dama… —Bajó la voz para que los que aguardaban fuera no pudieran oírla—. Es una lástima que esté tan enfermo. Asegúrate de que te deja una buena herencia.
Valentina ya no pudo contener su nerviosismo. La madame le estaba haciendo perder demasiado tiempo con sus historias de la mitología. Además, ella no tenía nada que ver con la estatua creada por un necio que hablaba a las piedras. Sólo era una sirvienta devenida en prostituta a la que por fin la suerte parecía dispuesta a sonreír.
—Debemos apresurarnos, madame. No quiero hacer esperar a… a… mi… futuro esposo. Le prometo que vendré a visitarla siempre que pueda.
—¡No te conviene volver por aquí, Valentina! —le advirtió la madame en tono tajante.
La joven la miró sorprendida. Por segunda vez desde que se conocían, su mentora se había dirigido a ella por su verdadero nombre. Igual que cuando se despidieron antes de que ella se marchara con Leopoldo. ¿Sería eso un mal presagio? La dueña no dio muestras de haber advertido su sobresalto y prosiguió:
—Imagina que alguien ve entrar en un burdel a la esposa de uno de los comerciantes más ricos de La Habana. —Madame Selene sacudió la cabeza con energía—. No, niña, si quieres mantener oculta tu verdadera identidad, nadie debe relacionarte jamás con este lugar. Por tu bien olvídate de todas nosotras, aunque sí te pido que acudas a mí si alguna vez necesitas ayuda. Por supuesto, espero de todo corazón que eso no ocurra. Y ahora, haz entrar a ese caballero y cásate con él cuanto antes, no vaya a cambiar de opinión.
Valentina se levantó, se deslizó hasta la puerta y la abrió para dejar entrar a los caballeros y, con ellos, la nueva vida que la aguardaba en una mansión con vistas a la bahía. Los hombres se habían impacientado esperando y no se demoraron en los trámites. La segunda boda de Valentina transcurrió con tal rapidez que, cuando quiso reaccionar, todo había concluido y Sebastián Ruiz Mendoza le instaba a recoger sus cosas para que pudieran marcharse pronto a casa. Madame Se lene insistió en examinar los documentos. Lo hizo con la misma atención que ponía en los asuntos del negocio. Al poco rato, asintió con la cabeza y devolvió los papeles al radiante esposo.
—Le felicito, don Sebastián —dijo con su aplomo de siempre. Ya no quedaba rastro del desconcierto que le había causado esa boda—. Se lleva usted a una joya.
—Así lo creo, madame Selene —respondió Sebastián, doblando su torso escuálido para hacer una leve reverencia ante la dama.
El enjuto funcionario había cumplido con su cometido sin inmutarse por nada y sin mostrar la menor sorpresa por verse oficiando una boda apresurada en la alcoba de un burdel. En cuanto hubo concluido la firma de los documentos, tomó los que le correspondería guardar en el registro, entregó los demás a Sebastián y se despidió con fría cortesía.
También salió de la habitación madame Selene, enjugándose con disimulo las lágrimas que ya no lograba reprimir. Intuía que esta vez, la suerte de su pupila iba a cambiar de verdad. Y que la despedida era definitiva. Atravesó el patio a toda prisa y se encerró en su gabinete para llorar sin que la vieran. Por primera vez sopesó muy en serio la posibilidad de vender el negocio y retirarse a algún lugar donde nadie reconociera en ella a madame Selene, la dueña del burdel más famoso y caro de La Habana. Empezaba a sentirse vieja para seguir llevando esa vida.