10

En el otoño de 1861, el caballero que se parecía a la muerte seguía visitando casi a diario la alcoba de Valentina. Las pupilas de madame Selene ya no le temían si se cruzaban con él cuando entraba desde el zaguán. Se habían habituado a la presencia de ese hombre tan flaco, a sus mejillas hundidas y a verle caminar con la lentitud de quien tiene muy mermadas sus fuerzas. También influía en su cambio de actitud que el macilento rostro de don Pedro había recuperado algo de color. Sus ojos incluso parecían sonreír desde las cuencas en las que se hundían, y las manos semejaban menos cadavéricas que al principio. Las muchachas atribuían ese florecimiento al buen hacer de Calipso. No en vano seguía siendo una de las mejores cortesanas de La Habana, si no la mejor, mérito que reconocían incluso sus enemigas. Y eso que desde su ruptura con Tomás Mendoza, al que madame Selene había sustituido rápidamente por un médico viejo de trato desabrido, la joven se deslizaba por la mansión envuelta en un aire tristón y ni siquiera el deseo de vengarse algún día de Leopoldo Bazán le servía de aliciente para vivir. Sin embargo, había alcanzado tal maestría en el lecho que sus clientes ni se dieron cuenta de su angustia. Seguían loando ante sus amigos la entrega de Calipso en los juegos amorosos y su inigualable procacidad, por lo que la afluencia de caballeros a su alcoba no decayó y el dinero siguió entrando a raudales en las arcas de L’Olympe. Pero eso no tranquilizaba a la madame, que padecía viendo a su pupila tan apática y discurría en vano formas de animarla. Tampoco a Rosa se le ocurría cómo alegrar a su amiga. Durante el amorío de Valentina con el doctor había sentido a veces inoportunas punzadas de envidia ante la posibilidad de que algún día Valentina saliera del burdel convertida en una señora respetable. En algún rincón de su cabeza incluso había llegado a desear que aquella relación se malograra. Ahora se sentía tan ruin por haber sucumbido a la envidia que se desvivía por levantar el ánimo de Valentina.

Desde la tarde de la disputa, Tomás no se había dejado ver por L’Olympe y su ausencia había devuelto a Valentina a una vida aislada entre las paredes del burdel. Tomás la había mantenido al corriente de lo que ocurría en la isla, y sus explicaciones le habían ayudado a comprender algunas cosas de las que ya le habló en tiempos el viejo doctor Carballo. Por Tomás había sabido que las ambiciones de los que habían conspirado para que Cuba fuera anexionada por Estados Unidos habían quedado definitivamente truncadas con la guerra civil que enfrentaba al Norte con el Sur. Tomás también le había hablado del movimiento independentista que tanto admiró el doctor Carballo y cuya lucha para que Cuba dejara de ser una colonia española ganaba cada día más adeptos en la isla. Y cuando más se entusiasmaba Tomás era al mencionar a los abolicionistas, cuyos ideales de acabar con la esclavitud y proclamar la igualdad entre los hombres casaban con los suyos. Cuba era un polvorín de intereses contrapuestos, solía decirle Tomás, y algún día estallaría ante las mismísimas narices de los funcionarios españoles encargados de esquilmar las riquezas de la colonia y de los poderosos hacendados del azúcar, a los que sólo movía el afán de derrochar en lujos la riqueza obtenida del oro dulce.

En el reducido universo de L’Olympe, Rosa y madame Selene no eran las únicas que se preocupaban por Valentina. Alguien más sabía lo que le había ocurrido con Tomás Mendoza. Alguien que sufría cuando percibía la desesperanza que la joven lograba ocultar a los demás clientes. Un hombre marcado por la muerte que había acudido al burdel atraído por la fama de su ramera más popular, pero que desde hacía tiempo veía en ella mucho más que una hermosa meretriz por la que pagaba una fortuna. Al principio sólo había deseado alegrar sus últimos meses de vida gozando de la mujer sobre la que tan bien había oído hablar. Pero no había tardado en descubrir en ella a una persona de corazón sensible cuya gran inteligencia suplía las deficiencias de su instrucción. Muchas noches había regresado a su lujosa residencia con vistas a la bahía cavilando que si la pusiera en manos de un buen maestro que le enseñara el arte de comportarse en sociedad, esa joven podría causar sensación en los salones elegantes de La Habana. Tratándola con dulzura, había logrado que Calipso le revelara algunos detalles de su vida. No muchos. Sólo pequeños retazos destinados a satisfacer su curiosidad. Le bastaron para saber que era española como él, que en su tierra fue doncella de una marquesa y que había enviudado en el bergantín que la trajo desde un puerto de Asturias. Una noche, Calipso le habló con añoranza del hijo que le fue arrebatado a las pocas horas de nacer. Y él deseó con vehemencia poder sacarla de ese burdel para hacer de ella una mujer respetable. Sin embargo, se veía con las manos atadas. Hasta que un buen día Tomás Mendoza le contó que iba a casarse con la sirvienta a la que había dejado encinta. Entonces el hombre esquelético tomó una determinación.

Observó a la joven durante un tiempo mientras aguardaba el momento oportuno para hablar con ella. Por dentro le reconcomía la impaciencia de quien sabe que tiene sus horas contadas, pero un asunto como ése no podía tratarse a la ligera, requería el mismo esmero que había puesto siempre en planificar sus negocios y al que debía su inmensa fortuna. Una noche en la que se sentía demasiado cansado para dedicarse al goce carnal, pidió a Valentina que se sentara junto a él en la cama y escuchara lo que quería decirle. La joven obedeció, desconcertada y algo preocupada. Había tomado afecto a ese extraño cliente y le dolía verle decaer físicamente. Arregló el almohadón de modo que el hombre pudiera recostarse cómodamente contra el cabezal, le arropó como si fuera un niño y se colocó a su lado. Él tomó aire para infundirse valor.

—Esta noche deseo hablarte de algo muy importante… Valentina.

Ella dio un respingo y le miró con los ojos muy abiertos por la sorpresa.

—¿Cómo conoce mi verdadero nombre, don Pedro?

—Sé más sobre ti de lo que piensas, niña —respondió él en tono burlón.

Una sonrisa tranquilizadora surcó su rostro demacrado cuando le tomó una mano. Valentina resistió el impulso de arrebatársela y salir corriendo de la habitación. En su mente resonaba como un eco maligno una sola pregunta: ¿quién era ese hombre en realidad y qué quería de ella?

—Y tú nunca te creíste que me llamase Pedro, ¿no es cierto? —añadió él.

Valentina asintió con la cabeza. Era incapaz de articular palabra. Ni siquiera se atrevía a sostener la mirada de su cliente, que en la penumbra de las lámparas semejaba envuelto en el aire siniestro de un espectro surgido del más allá. Le oyó suspirar y a continuación le llegaron sus palabras:

—Quizá deba comenzar esta conversación revelándote mi verdadero nombre: me llamo Sebastián Ruiz Mendoza.

Valentina le arrebató su mano. Se sentía tan humillada por el engaño que tuvo que hacer un esfuerzo para no echarse a llorar de pura rabia.

—¿Usted… usted es el primo del que tanto hablaba Tomas?

—Así es, niña.

—Y él le recomendó que viniera a L’Olympe para gozar con su ramera —susurró Valentina con desprecio y los ojos húmedos—. Así podrían contarse sus hazañas en mi lecho ante un buen vaso de ron.

Sebastián meneó la cabeza. Con asombrosa rapidez volvió a atrapar la mano de Valentina. Ella no tuvo valor ni fuerzas para intentar quitársela de nuevo.

—Tomás me habló mucho de ti, eso es cierto —confirmó Sebastián—, pero nunca del modo en que los hombres solemos hablar de una furcia. Él te amaba y sufría sabiendo que otros gozaban de tu cuerpo…

—Entonces… ¿usted vino aquí a espaldas de Tomás para probar a la famosa Calipso?

—No, pequeña, no —respondió Sebastián sin perder la calma—. Como bien sabes, me queda poco tiempo de vida. Cuando empecé a sentirme enfermo, acudí en primer lugar a Tomás. A él le correspondió darme la noticia de que no existe cura para el mal que me consume y que nadie en mi situación ha logrado vivir más de un año, y eso, siendo muy afortunado. —Sebastián intercaló una breve pausa para aprovisionarse de aire—. De aquella visita hace ya cuatro meses. Desde entonces, he consultado a varios médicos más, pero en realidad no habría sido necesario: todos coinciden en su diagnóstico con mi primo. —Calló y se pasó la lengua por los labios para humedecerlos—. La mente de un hombre cambia cuando conoce la fecha de su muerte —continuó—. Lo que antes le parecía importante, pierde su razón de ser y sólo desea recuperar en poco tiempo lo que desdeñó en su día.

Valentina se limpió los ojos y se tragó el resto de las lágrimas que pugnaban por salir. No pensaba echarse a llorar delante del primo rico de Tomás. Ni de ningún otro hombre.

—Y decidió consumir sus últimas noches en un burdel… —murmuró.

—No, niña. Lo que yo quería era gozar de una mujer maravillosa como la que me describía Tomás. Quería abrasarme con el fuego de la pasión. Prefiero que acabe con mi cuerpo la lujuria a que lo haga la enfermedad.

—¿Sabe Tomás que viene a verme?

Sebastián negó con la cabeza.

—No me comprendería —respondió—. Tomás posee un sentido del honor muy estricto…

A Valentina se le escapó una carcajada chillona que las paredes de la alcoba devolvieron convertida en un eco triste.

—Sí, es un caballero tan honorable que dejó encinta a su sirvienta mientras a mí me decía que me amaba —sentenció con amargura—. Su querido primo Tomás supera en falsedad al más ruin de mis clientes.

—No lo juzgues con tanta dureza, niña —quiso tranquilizarla Sebastián—. Mi primo posee una inteligencia fuera de lo común, pero al mismo tiempo es muy ingenuo para ciertos asuntos. Y en su pecado lleva la penitencia, porque ese matrimonio forzado no le hará feliz. Pero nos estamos alejando del propósito de esta conversación. No es del cándido de Tomás de quien deseo hablarte esta noche. Escúchame ahora con mucha atención, Valentina. Creo que lo que voy a proponerte hoy será bueno para los dos.

Valentina alzó la vista y le escrutó con desconfianza. Estaba segura de que don Sebastián deseaba sacarla del burdel para convertirla en su amante. Tal vez ya habría apalabrado alguna casita situada en una calle discreta, adonde acudiría a yacer con ella mientras su cuerpo enfermo se lo permitiera. Tomó aire y sacudió la cabeza. No era tan estúpida como para caer de nuevo en esa trampa. Y menos con un moribundo. ¡Qué tonta había sido dejándose engañar por la ternura que había creído ver en los gestos de ese sinvergüenza y que a buen seguro sólo había sido burdo fingimiento!

Sebastián agarró su mano con más fuerza de la que se espera de un enfermo y comenzó a hablar en tono monocorde.

—Desembarqué en el puerto de La Habana hace ya doce años. Al igual que Tomás y tú, vine en el sollado de un bergantín. Traía cosido en el forro de mi chaqueta algún dinero que me había dado mi madre. Eran los ahorros de toda su vida. Pero se consumieron enseguida. Las monedas vuelan como pájaros cuando no acuden otras a hacerles compañía. Para salir adelante, trabajé en un ingenio azucarero, fui estibador en el puerto e incluso dependiente en un comercio de telas. Allí aprendí todos los trucos de un buen comerciante, y eso me ayudó cuando me establecí por mi cuenta. Los comienzos fueron muy duros, pero de pronto la suerte me sonrió y mis negocios prosperaron. Hay quien dice que triunfé porque fui taimado, otros incluso me califican de despreciable. Es posible que lo fuera. Quien se abre camino en los negocios debe recurrir a todo tipo de artimañas. Nadie se hace rico trabajando como un mulo.

Sebastián se detuvo y tomó aire. Le había fatigado recordar sus duros comienzos en la isla. Valentina hizo un intento de retirar su mano de entre las suyas, pero él no la soltó. La joven se sintió como un ratón atrapado entre las zarpas de un gato enfermo de muerte.

—Gracias a mis negocios, he logrado reunir una gran fortuna —prosiguió Sebastián—. Me compré una mansión en el mejor punto de la bahía, desde donde pueden verse los barcos que arriban de ultramar y los que abandonan el puerto de La Habana. Logré casarme con una joven de la alta sociedad habanera, tan guapa como perezosa, que murió hace año y medio de fiebres tras haber dado a luz a nuestra hija, la pequeña Inés.

—Imagino lo mucho que debió de padecer, don Sebastián —se creyó obligada a murmurar Valentina—. Yo perdí a mi marido durante la travesía…

—Lo sé, niña… lo sé… —la cortó él con cierta impaciencia—. Te ruego que me escuches sin interrumpirme… Y… llámame Sebastián.

Ella no respondió. Muchos clientes le pedían que se dirigiera a ellos por su nombre de pila, o incluso por algún apodo ridículo. Nada de eso le parecía extraño cuando ejercía de ramera, pero con ese hombre le resultaba embarazoso tomarse confianzas. Y más después de saber que era primo de Tomás.

—Hay algo aún peor que conocer la fecha de tu muerte —continuó Sebastián—. Y es la certeza de que no podrás ver crecer a tu hija.

Valentina vio en la penumbra que una diminuta lágrima se deslizaba por la demacrada mejilla de Sebastián. Él se la limpió deprisa con la mano libre. Su gesto dejó entrever al hombre orgulloso y enérgico que debió de haber sido antes de enfermar.

—Había pensado dejar a mi pequeña al cuidado de Tomás. Mi primo es un hombre honrado y sería un buen tutor para ella, pero…

Sebastián se detuvo para aprovisionar sus pulmones de aire. Sus ojos se clavaron en los de Valentina.

—Conforme fui conociendo el interior de la bella Calipso, concebí una idea mejor.

—No le comprendo, don… —Valentina tragó saliva y añadió—: Sebastián.

—Es muy sencillo, Valentina. Quiero que seas tú quien cuide de mi pequeña Inés.

La muchacha le miró, muy sorprendida por el giro que había dado la extraña conversación. ¿Acaso ese hombre pretendía contratarla como niñera? ¿Y quién le pagaría el jornal cuando a don Sebastián se lo llevara la muerte?

Él sonrió al reparar en su semblante de asombro y se apresuró a añadir:

—Estoy dispuesto a convertirte en mi esposa.

Valentina se quedó sin aire. Incluso pensó por un instante que se le había detenido el corazón. Cuando se recuperó de la sorpresa, concluyó que debía de haber oído mal.

—Te legaré parte de mi fortuna y te enseñaré a comportarte en sociedad —prosiguió él, como si no hubiera advertido la conmoción que había causado en la joven—. Sólo te impongo una condición: quiero que cuando yo me haya ido, cuides de mi pequeña como si fuera sangre de tu sangre. —Una tos seca asaltó a Sebastián y le impidió seguir hablando. Cuando se repuso, retomó el hilo con voz ronca—: Estoy muy bien relacionado… Si accedieras a casarte conmigo, mañana mismo podríamos ser marido y mujer.

Por fin soltó la mano de Valentina. Ella se frotó los dedos entumecidos por la presión. Todavía no comprendía bien lo que le estaba pidiendo el primo de Tomás.

—¿Quiere dejar a su hija en manos de una mujer que se gana la vida en un burdel? —susurró muy bajito—. ¿Cómo está tan seguro de que no cogeré el dinero de mi herencia y abandonaré a su pequeña? Apenas me conoce.

—Soy hábil calibrando a las personas —respondió él con una sonrisa de suficiencia—. Y la proximidad de la muerte agudiza la intuición. Tu naturaleza no es traidora; sé que cumplirás tu palabra. También sé que aún te duele la herida que te infligió quien te robó a tu hijo. Mi pequeña llenará ese hueco en tu corazón y tú serás una buena madre para ella.

Valentina pensó que el mal ya roía la cabeza de ese hombre, había empezado a volverse loco, y si ella se dejaba arrastrar por él, esa aventura la dejaría en una situación mucho más penosa que cuando la abandonó Leopoldo.

—No puedo casarme con usted, Sebastián —objetó para escabullirse—. Por esta alcoba han pasado los caballeros más ricos y poderosos de la isla. No podrá presentarme en ningún sitio como su esposa porque, en cuanto esos hombres me miren a la cara, reconocerán a la ramera con la que se divertían.

Sebastián se rió a carcajadas. Las objeciones de Valentina le resultaban conmovedoras en su ingenuidad.

—Esos caballeros tan importantes acuden a mí para que les preste grandes sumas de dinero con el que mantener su lujoso tren de vida hasta que les pagan sus cosechas de azúcar —explicó con mordacidad—. Mi caja de caudales rebosa de pagarés firmados por los aristócratas más ricos de la isla. Créeme, Valentina, esos caballeros besarán tu mano y te lisonjearán como a una reina mientras esos documentos obren en mi poder.

Valentina hizo otro intento de alejar de sí el disparate que le proponía ese demente.

—Pero, yo… yo no poseo papeles. Mi marido y yo embarcamos sin preocuparnos…

Sebastián se rió de nuevo.

—Eso es una menudencia, niña. Conozco a quien podría prepararnos el papeleo necesario para mañana mismo. —Miró a Valentina y en su rostro se afincó una sonrisa de conspirador—. En primer lugar, deberás cambiarte de nombre. Nada de Valentina, y menos aún Calipso. Serás Galatea Quintana de la Vega, una dama de la nobleza castellana recién llegada de España tras haber contraído matrimonio conmigo por poderes. Y… también es muy importante que te invente un buen pasado.

—Con todos mis respetos, don Sebastián —protestó Valentina, haciendo acopio de energía para no dejarse enredar por la proposición que ya empezaba a atraerla—, usted ha perdido la cabeza. ¿Cómo voy a mantener esa mentira si algún día me veo ante un verdadero noble castellano?

—Acostúmbrate a llamarme Sebastián, niña —fue lo único que dijo él. La sonrisa burlona que cruzaba su flaco rostro hizo pensar a Valentina en un diablillo travieso.

—Lo que pretende es una locura… —insistió la joven.

Sus objeciones desencadenaron una nueva serie de carcajadas, que acabó en un virulento ataque de tos. Valentina se levantó, fue hacia la cómoda y llenó un vaso con agua de la jarra que dejaban preparada las esclavas cada tarde. Se lo llevó a Sebastián, que bebió a sorbitos prudentes. Cuando recuperó el aliento, dijo:

—Una locura con la que nos vamos a divertir mucho, pequeña Galatea. Y, lo que es más importante, tengo la certeza de que no sólo serás una buena madre para Inés, también endulzarás mis últimos días. —Sebastián tomó las manos que Valentina mantenía inertes sobre el regazo—. No rechaces esta oportunidad de convertirte en una dama rica y respetada. Acepta mi propuesta y mañana mismo enviaré un carruaje para que te lleve a mi mansión. Allí nos casará un hombre de mi entera confianza y al día siguiente iniciaremos tu aprendizaje sin demora. No disponemos de mucho tiempo. ¿Qué me respondes?

Valentina le había escuchado boquiabierta. Seguía pensando que la enfermedad había empezado a morder el cerebro de don Sebastián, y lo había dejado incapacitado para pensar.

De repente se acordó de lo que le había dicho la negra Candela la madrugada en que tiró los caracoles. ¿Y si lo de los caracoles no era una tontería y era cierto que su suerte estaba a punto de cambiar? La asaltó el recuerdo de la tarde en la que Tomás le propuso casarse con él en el destartalado patio de la mulata Juana. Si le hubiera dicho que sí, no habría acabado trabajando en un burdel ni se habría dejado engatusar por la bella apariencia de Leopoldo Bazán. Y ahora no habría perdido a Tomás por culpa de otra mujer. No debía cometer de nuevo el error de rechazar una proposición de matrimonio por orgullo o desconfianza. A fin de cuentas, tampoco perdía nada casándose con un caballero rico y desahuciado por los médicos para hacerse cargo de su hija cuando él muriera… Don Sebastián era mucho mayor que ella y le quedaba poco tiempo de vida. Con él jamás podría vivir una pasión desenfrenada como la que despertó en ella Leopoldo, ni un amor trenzado de calma y delirio como el que aún sentía por el traidor de Tomás. Aunque después de esos desengaños, lo que menos necesitaba ahora era dejarse embaucar por sentimientos de esa índole. Además, don Sebastián parecía una buena persona y siempre la había tratado con ternura. Y tal vez esa niña huérfana de madre llegara a llenar el vacío que la pérdida de su hijo había troquelado en su corazón. Si se casaba con él, siempre viviría mejor que dejándose manosear por depravados que la obligaban a ejecutar sus fantasías más perversas y que cualquier noche le contagiarían purgaciones u otras enfermedades de alcoba. Entonces se le ocurrió otra razón de peso para aceptar la propuesta de don Sebastián: si se convertía en una dama rica, podría averiguar qué había sido de su hijo en manos de Leopoldo Bazán. Y su buena posición tal vez le allanaría el camino hacia su merecida venganza de ese canalla. Inspiró profundamente y susurró:

—Me casaré con usted y le prometo que seré una buena madre para su hija.

El flaco rostro de Sebastián se iluminó como si estuvieran alumbrándole con una de las lámparas.

—Me haces inmensamente feliz, querida Galatea —exclamó, sin lograr reprimir las lágrimas. Se acercó las manos de Valentina a la boca y las besó lleno de dulzura—. Y para demostrarte la sinceridad de mis intenciones, mañana vendré con los documentos necesarios y acompañado de un hombre que nos casará… aquí mismo, en este burdel, del que saldrás convertida en la esposa de Sebastián Ruiz Mendoza. ¡Te prometo que no te arrepentirás, mi amor!