Era una tarde de finales de septiembre marcada por uno de esos intensos chaparrones que caían sobre la isla en la temporada de lluvias y cuyo punto álgido llegaba por esas fechas. Tomás había acudido a L’Olympe en el quitrín que le había comprado recientemente a un amigo de su primo Sebastián. Era de lujosa hechura y estaba en tan buen uso que nadie habría sospechado jamás que no lo había estrenado él. Para un hombre que dos años atrás había llegado a la isla con las manos vacías y compartiendo el maloliente sollado de un bergantín con otros desposeídos, un carruaje como ése simbolizaba un claro ascenso en la escala social. Eso lo comprendía incluso Tomás, que jamás había vivido para figurar, al contrario que su pobre y estúpida madre. En realidad había accedido a hacerse con un quitrín ante la insistencia de Milagros. La joven, que se había convertido en su ama de llaves, además de ayudarle en la consulta y amarle cada noche con fiera pasión bajo las sábanas, le había explicado que un médico con su prestigio entre las familias nobles de la isla no podía visitar a los pacientes en una volanta de alquiler como él tenía por costumbre. Ese vehículo era propio de pelagatos con ansia de aparentar, o de extranjeros que estaban de paso en Cuba, pero no de un hombre que empezaba a convertirse en imprescindible para los más poderosos de La Habana. Y, como siempre, Tomás se había dejado persuadir por las sabias palabras de Milagros, que llevaba tiempo gobernando su casa y en adelante también dominaría su vida. Sólo se había negado una vez a tener en cuenta su consejo. Fue cuando la ambiciosa mulata le propuso hacerse con un esclavo joven y bien parecido para que le sirviera como calesero. Tomás se encolerizó y respondió con rotundidad que prefería contratar por una paga semanal a un mulato o negro liberto. No había cruzado un océano para convertirse en amo de esclavos y volver a pisotear todas sus convicciones, como llegó a hacer en el ingenio Flor de Majagua. En todos los demás aspectos, sin embargo, seguía a pies juntillas las recomendaciones de Milagros.
Tomás atravesó el zaguán de L’Olympe con zancadas apresuradas. A pesar de que había recorrido las calles de La Habana resguardado bajo el fuelle de su quitrín, la lluvia le había mojado los zapatos y las perneras de los pantalones. La viscosa humedad que envolvía sus pies le incomodaba, pero no se debía a eso la sombra que nublaba su ceño y daba un aire adusto a su semblante. Caminaba tan ensimismado que al pasar junto al quitrín que madame Selene guardaba en el zaguán, se enganchó la manga de la chaqueta en una de las ruedas. Observó con pesar el desgarrón que ahora desfiguraba su mejor traje. Hacía pocas semanas que Milagros, mucho más atenta que él a las formas en el vestir, le había acompañado al taller del mejor sastre de La Habana, un italiano de ademanes untuosos cuya habilidad con las manos hacía parecer esbeltos incluso a los hombres más obesos. Estaba seguro de que en cuanto viera el desaguisado, la resuelta joven le reprocharía lo descuidado que era. A veces le abrumaban sus mimos. Le hacían sentir como un animalillo enjaulado. Pero en el fondo de su corazón admitía que la perspicaz mulata se había vuelto imprescindible para mantener en orden su consulta y su vida entera.
Nada más pisar el patio se cruzó con Danae. En su día libre a la muchacha le gustaba andar por la casa en negligé, costumbre que disgustaba sobremanera a la madame, aunque ya había desistido de corregir esa desidia y otros hábitos vulgares de su pupila. En cuanto Danae lo vio, esbozó una sonrisa de purito azúcar. No había nadie en L’Olympe que no supiera a quién visitaba el doctor Mendoza una vez por semana, pero a Danae le gustaba tanto el médico que no perdía ocasión de coquetear con él. Y Tomás Mendoza siempre respondía a sus insinuaciones con requiebros picantones que hacían las delicias de la muchacha. Pero esa tarde andaba tan distraído que no advirtió su presencia y pasó de largo sin dedicarle ni un fugaz saludo.
Ante la alcoba de Valentina, Tomás se detuvo y tomó aire. Llevaba un nudo en la garganta y las entrañas amenazaban con enroscarse alrededor de sus pulmones para cortarle la respiración. Recordaba haber sufrido ese malestar una sola vez en su vida: cuando, tras haber sido liberado del penal, halló la casa de sus padres reducida a una amalgama de ruinas cubiertas de ceniza y aquel vecino le dijo que el fuego también había acabado con sus progenitores. Ahora estaba seguro de que se aproximaba otra gran pérdida para él, porque nada volvería a ser igual cuando saliera de esa habitación.
Se armó de valor y abrió la puerta. Valentina le esperaba de pie ante la cómoda. Había encendido una bonita lámpara con tulipa de cristal tallado y en ese momento aproximaba un fósforo a una de las velas aromáticas que elaboraba la negra Candela en su cocina. La joven se había puesto el vaporoso camisón de seda blanca que reservaba para sus clientes más importantes. La tela era tan fina que, incluso desde la distancia a la que le había hecho detenerse el temor, Tomás distinguió con nitidez las formas de su amante al trasluz. Los pechos, gráciles como los de una diosa griega pese a la reciente maternidad; los sonrosados pezones que tanto le gustaba mordisquear cuando se solazaba con ella sobre el lecho; el pubis que le hacía perder la noción del tiempo y la razón en cuanto hundía allí el rostro y aspiraba su aroma de mujer. Sintió cómo lo estrangulaba el nudo de la garganta.
Valentina se giró y le dedicó una amplia sonrisa. En su pecho aleteó la mariposa que siempre despertaba cuando veía a Tomás. Pero al reparar en su rostro, el aleteo cesó durante un instante de desconcierto. Algo no marchaba bien. Cuando comenzó a trabajar en L’Olympe, madame Selene le había aconsejado que hiciera siempre caso a los pálpitos. Después, la experiencia diaria le había demostrado que la dueña tenía mucha razón. Y ahora el corazón le decía que una sombra se cernía sobre su dicha. Pero la cabeza se negaba a dar crédito a la intuición. Pasaba los días y las noches añorando a Tomás, hasta que llegaba su día libre y él aparecía en su alcoba, la devoraba palmo a palmo con sus besos, diseminaba suaves caricias por todo su cuerpo y la llevaba en brazos hasta la cama, donde la hacía estremecerse de placer antes de poseerla bajo la mosquitera de gasa. Luego, cuando los dos se recuperaban, él le declaraba al oído lo mucho que la amaba, o simplemente le narraba pequeños retazos de su vida y escuchaba con atención lo que ella le contaba a cambio. ¿Cómo iba a permitir que una corazonada estúpida le agriara la felicidad para la que vivía el resto de la semana?
Tomas cerró la puerta y se aproximó a la cama. Se quitó su caro sombrero y lo arrojó sobre las sábanas que poco antes habían alisado con primor los dedos de Valentina. Ella tiró dentro de un cenicero el fósforo usado, corrió hacia Tomás y se echó en sus brazos. Le besó en los labios para embeberse del sabor que evocaba cada noche mientras esquivaba los repulsivos labios de algunos clientes. Él la estrechó con torpeza, sin rastro de la impaciencia lujuriosa de otras tardes. Valentina ya no pudo ignorar que Tomás no se comportaba como siempre. Apartó la cara y lo observó con atención. Había en su pasividad algo funesto, una amenaza imprecisa que no lograba interpretar. Estaba escrita en las profundas ojeras que surcaban sus ojos; en el ceño fruncido por encima de la nariz, que confería a su cara un aire de hosquedad insólito en él; en las manos que no buscaban sus senos para aferrarse a ellos con el tesón de la hiedra. Retrocedió un paso y susurró:
—¿Qué te ocurre, Tomás?
Ante la mirada ansiosa de Valentina, Tomás se tiñó del color de las rosas que a su madre le gustaba cultivar en el pequeño jardín de la casa familiar. Avergonzado, bajó los párpados y guió a la joven hasta la cama. Con un tímido movimiento de la mano derecha, la invitó a que se sentara. Ella obedeció, devorada por la inquietud. ¿Por qué estaba tan raro? ¿Y si se lo había arrebatado otra mujer, como llevaba temiendo desde hacía semanas?
—Debo… confesarte algo —balbuceó Tomas con voz espesa.
Se dejó caer a su lado, le tomó una mano y la encerró entre las suyas. Ella se estremeció al notar lo fríos que estaban sus dedos. Un gran vació se expandió por su estómago y empezó a marearse. No cabía duda de que la confesión de Tomás iba a alterar el precario equilibrio de su vida.
—Pero antes que nada… —prosiguió él, ahora blanco como la harina—. Antes que nada… quiero que sepas que te amo profundamente y que… jamás había amado a ninguna mujer tanto como a ti…
Valentina no pudo soportar más circunloquios.
—¿Qué pretendes decirme? —le cortó, impaciente—. Sea lo que sea, te ruego que no te demores.
Tomás carraspeó. Se le había quedado la garganta tan seca como un pedazo de esparto.
—Yo… —Le faltó coraje para continuar. Lo que debía comunicarle se le había atravesado en la boca del estómago y le estaba desgarrando por dentro. Tomó aire para recuperar el temple y arrancó de nuevo—. Yo… yo… debo casarme muy pronto, mi amor… Soy… un hombre de honor y… —Las palabras se le agostaron en la boca. Fue incapaz de seguir hablando.
El vacío que inflaba el estómago de Valentina se trocó en bilis que le subió a la boca y le amargó el paladar. Tuvo que tragar varias veces para deshacer las ganas de vomitar. De modo que su pálpito había sido certero… Entre ella y Tomás se había inmiscuido otra mujer y se lo había arrebatado. ¿Habría conquistado Tomás a una de esas damas ociosas que salían de paseo en quitrín y se dejaban lisonjear por los caballeros mientras hacían monerías con los abanicos de delicada hechura por los que era famosa La Habana? Fue consciente de que mientras aguardaba a que llegara su día libre para yacer con Tomás, no se había preocupado de averiguar qué hacía él durante el resto del tiempo. ¡Qué tonta había sido al esperar que volviera a pedirle matrimonio! Ningún hombre en su sano juicio se casaba con una de las prostitutas más solicitadas de la ciudad donde vivía. ¿Por qué habría de hacerlo Tomás Mendoza, ahora que se había convertido en un médico acomodado y se codeaba con la flor y nata de La Habana?
—Entiendo —logró decir; notaba la lengua tan pesada como si se hubiera bebido ella sola una botella de ron—. Un hombre puede divertirse con una furcia que le regala su cuerpo porque le ama, pero para casarse siempre elegirá a una dama virtuosa y con posibles…
—¡No comprendes nada, Valentina! —la interrumpió Tomás, desesperado, peinándose con los dedos las ondas de su cabello—. ¡He dejado encinta a mi sirvienta y le debo una reparación! ¡Soy un hombre de honor!
Con rudeza, Valentina sacó la mano de entre las de Tomás. Su mirada viajó hacia la ventana, desde donde llegaba con mayor intensidad el golpeteo de la lluvia. Aún no se había acostumbrado a los bruscos chaparrones tropicales que le llenaban el alma de una inexplicable tristeza.
—¿Has estado retozando con tu sirvienta mientras en esta misma cama jurabas amarme? —murmuró, tras haber reunido apenas un hilo de voz.
En el rostro de Tomás la palidez volvió a dar paso a un intenso rubor.
—Sé que obré mal, amor mío —intentó justificarse—. La tomé una noche con malas artes porque te añoraba a ti desesperadamente y desde entonces, Milagros… ha seguido introduciéndose por las noches en mi lecho para acari…
—¡Cállate! ¡No quiero saber lo que haces con ella! ¿Cómo puedes considerarte un hombre de honor cuando has estado aprovechándote de dos mujeres a la vez?
—Aunque al parecer piensas lo contrario, no soy un rufián —se defendió él, sintiéndose profundamente mancillado por las palabras de Valentina—. Cumpliré con mi deber de darle mi apellido a mi hijo.
—¡Tú y tu estúpido sentido del honor! —se desahogó ella, henchida de desprecio.
—Milagros es una joven honrada y lleva un hijo mío en sus entrañas… —Tomás sentía la lengua pastosa bajo el paladar—. Dentro de seis meses nacerá un ser que llevará mi sangre… Eso es algo muy grande, Valentina. Además… fui yo quien inició el juego… No puedo abandonarla a su suerte estando encinta de mí.
—¿Y a mí sí puedes abandonarme? —le gritó Valentina—. ¡Dices que me amas y me dejas para casarte con una sirvienta con la que te entretienes por las noches! ¿Qué clase de farsante eres?
—Valentina, sé razonable —intentó tranquilizarla él—. Tú eres una mujer experimentada… posees fuerza de sobra para hacer frente a cualquier adversidad, pero ella… ella es una joven desamparada y necesita mi ayuda. —Exhausto, Tomás intercaló una pausa. Se estaba enredando con patética incompetencia y la conversación iba tomando un rumbo que le alejaba cada vez más de Valentina—. Yo… ¡no te abandonaré! ¡Te lo prometo! Vendré a verte con frecuencia. Este… este matrimonio sólo es una formalidad para proteger a mi hijo, pero… a quien amo es a ti.
Dos lágrimas se deslizaron lentamente por las mejillas de Valentina hasta que rompió a sollozar.
—Tienes la desfachatez de proponerme que sea tu ramera —balbuceó en cuanto pudo hablar— para seguir yaciendo conmigo cada vez que se te antoje divertirte lejos de tu mujer. —Meneó la cabeza con vehemencia—. No cuentes conmigo para eso, Tomás. Me equivoqué cuando rechacé casarme contigo en la fonda de aquella espantosa mulata, movida por un orgullo insensato del que ni siquiera fui consciente entonces. ¿Quieres saber cuál fue mi error?
—Valentina, por favor… No hagas esto más difícil —susurró él.
—Mi gran error fue no darme cuenta entonces de que te quería. Cuando volvimos a vernos, creí que el destino me había brindado una segunda oportunidad. Pensé que algún día volverías a pedirme que fuera tu esposa y entonces yo te diría que sí… y compartiría mi vida contigo y te ayudaría con tus enfermos, como me pediste aquella vez. ¡Qué ilusa! Ahora sólo ves en mí a una furcia que te hace gozar sin pedirte ni un solo peso a cambio. ¿Cómo pude creer que tú eres diferente? No eres mejor que todos esos caballeros engreídos que compran mis favores. ¡Eres aún más hipócrita que ellos!
Eso hirió tanto a Tomás que le cegó la ira.
—¡Y tú, sin duda, posees un gran corazón! —le gritó, con una violencia tan afilada que incluso a él mismo le sorprendió—. ¡Un corazón donde caben tus muchos clientes y en el que también alojaste a ese rico malnacido que te robó a tu hijo! ¡A veces he llegado a pensar que sólo te aferraste a mí para llenar el vacío que te dejó ese bastardo!
Valentina no quiso oír más. Pálida como un espectro y con el rostro inundado de lágrimas, se puso en pie de un salto. Cogió de la cama el sombrero de Tomás y lo lanzó contra la puerta. Pero el panamá pesaba poco y cayó al suelo a mitad de vuelo.
—¡Sal de mi alcoba ahora mismo!
Él se arrepintió de su arrebato. ¿Cómo había podido decirle semejantes crueldades? Por nada en el mundo deseaba herir a la mujer a la que amaba. Se levantó, puso las manos sobre los hombros de Valentina e intentó atraerla hacia sí. Ella le rechazó.
—Perdóname, por favor —le rogó Tomás con torpe dulzura—. He sido un necio. No pensaba lo que decía.
Hizo otro intento de abrazarla, pero ella le arrojó contra la cama de un violento empujón que lo dejó tirado de espaldas igual que un escarabajo y con las costillas tan doloridas como si se estuviera peleando con un hombre.
—¡Sabías a la perfección lo que decías! ¡Lárgate! ¡No quiero verte nunca más!
—Por favor, te ruego que te tranquilices.
—¡No pienso calmarme! —gritó ella con toda la fuerza de sus pulmones. Corrió hacia la puerta y la abrió de par en par—. ¡Aléjate de mi vista! ¡Jamás volverás a ponerme una mano encima! ¡Ni aunque vengas dispuesto a pagarme una fortuna a cambio!
Tomás la miró desde la cama, petrificado. Sus extremidades se habían convertido en plomo y no lograba mover ni el dedo meñique. En vista de su pasividad, Valentina se apresuró hacia la cómoda, alzó un pesado cenicero de porcelana y se lo arrojó. Los nervios mermaron su puntería y el arma improvisada pasó rozándole una oreja. Eso hizo que Tomás reaccionara. Se levantó con desgana, se inclinó para recoger su sombrero del suelo y se paró delante de Valentina. Con la cabeza gacha, hizo un nuevo intento de tomarla por los hombros, pero ella le dio un manotazo y retrocedió un paso. Impotente ante tanto rechazo, Tomás musitó:
—Ahora no… no estás en tus cabales para hablar. Regresaré cuando te hayas…
—¡No te molestes en volver! —le cortó ella—. ¡Quédate en casa con tu esposa y os deseo que seáis muy felices!
Tomás bajó aún más la cabeza y abandonó la habitación. El pecho le dolía como si Valentina hubiera metido dentro sus delicadas manos y le hubiera arrancado el corazón. Intuía que nunca recuperaría lo que había echado a perder esa tarde.
Al ver alejarse al hombre que se llevaba consigo su último sueño de ser amada, la cólera volvió a cegar a Valentina. Corrió hacia la mesilla de noche y alzó la lámpara de tulipa tallada. Con ella en la mano, se precipitó hacia el patio y la arrojó con saña contra la espalda de Tomás. El dolor volvió a empañar su puntería y tampoco esta vez le alcanzó. La lámpara se estrelló contra el suelo provocando un estrépito que retumbó en el patio. Tomás andaba tan absorto en su propio tormento que ni siquiera alzó la mirada de las puntas de sus zapatos, todavía húmedos por la lluvia. Por fortuna, no había cerca de la lámpara destrozada nada que pudiera arder y la llama se extinguió por sí misma.
—¡Eres un maldito bastardo! —sollozó Valentina mientras se deslizaba hacia el suelo hasta caer de rodillas sobre las baldosas.
Rosa, que ocupaba el cuarto contiguo y había estado arreglándose para salir de paseo en compañía de Circe y Danae —se llevaba de maravilla con ellas porque no eran muy listas y podía mangonearlas sin gran esfuerzo—, había oído la discusión y el ruido de la lámpara al hacerse añicos contra las losas. Estaba claro que su amiga y el doctor Mendoza acababan de tener una disputa, y eso la inquietó. En el burdel se rumoreaba desde hacía tiempo que el doctor bebía los vientos por Calipso. Incluso Rosa, tan desengañada y realista, se había convencido de que ese idilio serviría a Valentina para abandonar L’Olympe convertida en la esposa de un médico bien situado. Y ahora esos dos se peleaban con gritos y golpes, como si estuvieran en un burdel barato. Asustada, salió de su alcoba y vio a Valentina ataviada con su mejor camisón, arrodillada en el suelo y llorando a lágrima viva.
—¿Qué ha pasado, Valentina? —Como le ocurría siempre que estaba nerviosa, Rosa había olvidado el nombre de guerra de su amiga—. ¿No te habrá pegado tu doctorcito?
La otra negó con la cabeza y siguió sollozando con el rostro congestionado, pegajoso de lágrimas y mucosidades. Rosa miró a su alrededor. De momento el patio estaba vacío. Las demás muchachas ni siquiera parecían haberse percatado del jaleo. Pero si Valentina seguía llorando así, pronto acudirían las pupilas que no habían aprovechado la tarde libre para salir, vendría incluso esa madame que parecía tener ojos en el cogote porque nada escapaba a su control, y todas querrían saber qué había pasado. Y las que envidiaban a Valentina por la buena posición que tenía en el burdel, se alegrarían de verla tan hundida. Rosa tomó una decisión: no pensaba conceder a Briseis la satisfacción de regocijarse ante la pena de la pobre Valentina, fuera cual fuese la causa del disgusto. La tomó por los hombros, de un tirón enérgico la obligó a ponerse en pie y la empujó al interior de su alcoba. En ese momento se percató de que madame Selene se había aproximado sin hacer ruido, aunque no se sorprendió en absoluto al verla. Entre las dos arrastraron a Valentina hasta el lecho y la ayudaron a tenderse en él. Rosa se sentó a su lado y empezó a acariciarle una mano. La madame corrió a cerrar la puerta. A su regreso, se dejó caer al otro lado de Valentina y posó sobre Rosa una mirada inquisitiva.
—¿Qué ha pasado, Amaltea?
—No lo sé, madame Selene. Salí al patio porque oí voces y encontré a Val… a Calipso de rodillas en el suelo, llorando como si hubiera enloquecido. No sé qué ha podido ocurrir hoy entre ella y el doctor Mendoza…
Madame Selene sacudió la cabeza. Ya le habían vuelto a partir el corazón a la pobre Calipso. Por un instante se alegró de haber dejado atrás la edad en la que el hervor de la sangre expone incluso a las rameras más curtidas a las puñaladas del amor. Sacó un pañuelo perfumado de un pequeño bolsillo de su falda y se lo tendió a su pupila predilecta.
—Calipso, niña… —le susurró con dulzura—, ¿qué te ha hecho el doctor?
Valentina se limpió bien los ojos y la nariz antes de responder con la voz gangosa de tanto llorar:
—Tomás se va a casar.
La madame y Rosa se miraron. Ninguna de las dos confiaba ya en las intenciones de los hombres, pero ambas habían pensado que el médico era diferente y acabaría sacando a Valentina del burdel. Madame Selene inspiró, compungida. Rumió para sus adentros que cuando a una madame le fallaba la intuición tan estrepitosamente, tal vez había llegado la hora de pensar en retirarse. Con lo que había ahorrado durante sus muchos años de profesión, podría vivir como una dama en cualquier parte del mundo, excepto en La Habana.
—¿Te deja para casarse con alguna señorita rica y presumida? —preguntó Rosa. Odiaba a muerte a las damas elegantes cuyos lujosos atuendos envidiaba cuando salía a pasear con sus amigas en el quitrín de la madame.
Valentina se sonó ruidosamente, a la par que tragaba lágrimas y saliva.
—Ha dejado encinta a su sirvienta y…
—¡Pero qué hombre tan sátiro! —la interrumpió Rosa—. ¿Es que no le bastaba contigo?
—Calla, Amaltea —la recriminó la madame en voz muy queda. Alargó una mano por encima de Valentina y pellizcó a Rosa en el brazo a modo de correctivo, aunque sin apretar demasiado fuerte para no dejarle marcas. En el negocio de la carne, la piel de las muchachas valía lo mismo que el oro.
Rosa enrojeció, más por la vergüenza de haber dicho una tontería que por la reprimenda.
—¡Nunca volveré a ser una mujer respetable! —se lamentó Valentina, sacudida de nuevo por desconsolados sollozos—. Ojalá hubiera muerto en aquel bergantín junto a mi pobre Gervasio…
Madame Selene la miró con mucha seriedad y le acarició la mano que no sujetaba Rosa. Sentía gran pena por la muchacha, a la que ella misma había alentado en su amorío con el apuesto doctor. El corazón le instaba a abrazarla y ofrecerle consuelo como habría hecho con las hijas que nunca tuvo. Pero creyó más conveniente mostrarse firme. No le haría ningún favor si lloraba con ella. Ya era hora de que la infeliz empezara a protegerse del amor.
—Calipso, ¡me disgusta verte compadeciéndote de ti misma! —la regañó, fingiendo dureza.
Rosa, sorprendida por tanta severidad, miró de reojo a la dueña. Pero la joven poseía una aguda intuición y captó enseguida las intenciones de madame Selene. Por primera vez en su vida, sintió algo de afecto por una madame.
—¡Las cortesanas debemos ser fuertes! —continuó la madame—. Un día te advertí que los hombres no aman como nosotras. Hoy te digo que ni el más bondadoso merece que una mujer sufra por él. Ese doctor nos ha engañado a todas con sus aires de bonhomía, ¡pero te juro que no volverá a pisar L’Olympe! Ni siquiera si se le antoja presentarse como cliente, en cuyo caso yo misma me encargaré de que Gabriel lo saque de aquí a puntapiés, como al más piojoso de los vagabundos. ¡Aún no ha nacido el hombre que pueda herir impunemente a una de mis pupilas!