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A partir de su primera visita, el misterioso cliente se las ingenió para que madame Selene le permitiera yacer varias noches a la semana con Valentina. No es que a la dueña le hiciera gracia poner a su mejor pupila en manos de un hombre que parecía tener contados sus días sobre la tierra, pero cedió al ruego de la joven, que por alguna razón inescrutable parecía haberse encariñado con su cadavérico admirador. Por otro lado, el caballero pagaba mucho dinero a cambio de disfrutar de Calipso, era amable incluso con las esclavas que se cruzaban en su camino y no provocaba pendencias con los demás asiduos al burdel. Además, Calipso le había asegurado que no padecía ningún mal contagioso, de modo que la madame decidió que mientras no surgieran problemas y los pesos siguieran entrando con semejante alegría en la caja de caudales del burdel, no sería ella quien impidiera que ese hombre consumiera su último aliento entre los senos de Calipso.

Las muchachas no se tomaron con tanta calma las visitas, cada vez más frecuentes, del hombre con semblante cadavérico. Desde su irrupción en el salón rojo, las mulatas ponían más velas que nunca a la Virgen de Regla, a la que ellas veneraban con el nombre de Yemayá, para implorarle protección contra la desgracia que acechaba a esa casa. Hasta la impía Rosa se acercaba al altar cuando creía que nadie la veía y rogaba a la Virgen que preservara a su amiga Valentina del mal que le acarrearían los retozos con ese espectro. Ninguna de las pupilas lograba explicarse la tranquilidad con la que Calipso se prestaba a encamarse con él. Y ella no se dignaba confesarles que había descubierto mucha bondad en los ojos de ese hombre macilento, el primer cliente que se interesaba por su vida y escuchaba con veneración lo poco que ella se atrevía a contarle.

Ante el temor general, un buen día la negra Candela decidió tomar cartas en el asunto. En lugar de aprovechar que la madame le concedía el privilegio de retirarse al cuartito de las esclavas en el entresuelo nada más acabar sus tareas en la cocina, aguardó escondida en el patio a que Calipso despidiera a su último cliente. Sabía que antes de echarse a dormir, ya bien entrada la madrugada, las pupilas acudían a la cocina para tomar allí el refrigerio que las esclavas les habían dejado preparado, por lo que su espera no fue en vano, aunque sí bastante larga. Cuando ya empezaba a sentir las articulaciones anquilosadas y las piernas dormidas, se abrió la puerta de una alcoba y salió Calipso. Caminaba de puntillas bajo la luz argentina que la luna llena vertía desde arriba, y el suelo del patio, todavía húmedo tras el reciente chaparrón, reflejaba el liviano movimiento de su camisón blanco, que parecía espumar a su alrededor como las olas del mar. Candela creyó estar viendo a la mismísima Yemayá caminando entre el vaivén del océano, algo que sólo podía significar un buen presagio. Sin hacer caso del dolor de sus viejas rodillas, abandonó su escondite de un salto y se plantó delante de Valentina. La joven gritó de terror y se detuvo.

—¡Candela! ¿Te has vuelto loca? —Se llevó la mano derecha al corazón, que latía desbocado—. ¿Qué haces acechándome en la oscuridad como si fueras un fantasma?

—Niña Calipso, vengo pa que me dejes tirar los caracoles…

—¡Sabes que no creo en tus brujerías! —protestó Valentina, que aún no había logrado calmar las palpitaciones—. ¡Y estoy muy cansada! —Miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie más y bajó la voz hasta reducirla a un susurro—: El último cliente de esta noche ha sido el duque de Pozohondo… Creía que ese hombre abominable no se marcharía nunca.

La negra Candela asintió con la cabeza. Sus aros de oro refulgieron en la penumbra cual dos rayos de luna. A ella no se le escapaba nada de lo que ocurría en esa casa: sabía que la aversión de Calipso hacia el duque era tan grande como la devoción que ese hombre de nariz afilada y mirada de usurero profesaba a las carnes de la joven y la inagotable energía que desplegaba en el lecho. Pero esa noche no pensaba apiadarse de Calipso. A todas les convenía averiguar sin dilación qué tenían que decir los caracoles. La agarró de un brazo.

—Niña, estoy muy preocupada por ti. Tengo que conocer tu futuro… esta misma noche.

—Si lo que te impide dormir son las visitas de don Pedro, puedes estar tranquila —se exasperó Valentina—. Es un buen hombre, y su enfermedad no es de las que se contagian. Ojalá todos los clientes fueran como él.

La negra Candela sacudió la cabeza y arrastró sin miramientos a la muchacha hasta la alcoba que ésta acababa de abandonar. Valentina quiso resistirse, pero estaba demasiado cansada para zafarse de la robusta cocinera, por lo que se resignó a soportar sus ridículas brujerías de esclavos. Cuanto antes empezara con esas tonterías, antes acabaría y la dejaría tranquila. Mientras la negra la empujaba dentro del cuarto, donde una lámpara de aceite rompía la oscuridad desde la mesilla, Valentina advirtió que su raptora llevaba en la mano un saquito y una estera. Si iba tan bien preparada, la brujería de los caracoles sería sin duda larga. El ánimo le cayó a los pies.

Candela soltó el brazo de Valentina y cerró la puerta. Se inclinó, depositó el saquito en el suelo y desplegó la estera, sobre la que se sentó desparramando sus abundantes carnes, con la bata arremangada y las gruesas pantorrillas al aire. Hizo un gesto a Valentina para que la imitara.

—Tú debes descalzarte, niña.

Valentina obedeció a regañadientes, mirando de reojo la cama vacía. Ojalá estuviera ya durmiendo en lugar de verse aguantando las tonterías de una lunática que se creía adivina. Candela encendió una vela que había extraído de su saco, la colocó en el centro de la estera y depositó a su lado medio coco vacío, en el que vertió un líquido que a Valentina le pareció agua. Cerró los ojos y recitó en voz baja una retahíla de rezos que adormecieron aún más a Valentina. Al terminar, abrió la mano y mostró un puñado de cauríes de reflejo nacarado. Los echó sobre la estera y agitó por encima de ellos varios objetos extraños que fue sacando de uno en uno. Concluyó el ritual humedeciéndose los dedos en el agua que llenaba el medio coco y rociando con ella los caracoles. Al cabo de un instante, los reagrupó en la cavidad que formó con las dos manos y sopló dentro. Alzó la cara y miró a Valentina.

—Esto es pa darles aché —le explicó. Al reparar en el escepticismo que reflejaba su semblante somnoliento, añadió—: Los poderes sobrenaturales, niña.

Valentina asintió con la cabeza. No sabía si lo que empezaba a espumar en sus vísceras era inquietud, impaciencia o mera irritación.

Candela le puso ante la nariz sus manos, entre las que aún encerraba los caracoles.

—Tú debes soplar también.

Valentina obedeció a regañadientes. Estaba a punto de quedarse dormida y esa pesada ni siquiera había tirado aún los caracoles.

Como si le hubiera leído el pensamiento, la cocinera abrió las manos y echó los cauríes sobre la estera. Los miró muy concentrada, levantó la vista de su oráculo y recitó varios refranes en una extraña lengua que Valentina no entendió. La negra volvió a recogerlos y repitió la tirada, que interpretó del mismo modo que antes. Concluyó la operación musitando otra sarta de refranes. A Valentina se le empezaron a cerrar los ojos.

Cuando Candela dijo: «Ya está», Valentina había perdido la cuenta de las tiradas de caracoles que había realizado. Ni siquiera estaba segura de no haberse quedado dormida mientras Candela desgranaba con parsimonia su desconcertante ritual. Vio cómo la cocinera guardaba los cauríes en una bolsita de tela, apagaba la vela de un soplo potente como un huracán y colocaba dentro de su saco todos los objetos que no quemaban ni mojaban.

—Y bien… —arrancó Valentina, sin disimular la impaciencia—. ¿Qué dicen tus caracoles sobre mi futuro?

La negra Candela abrió una sonrisa de gata sibilina y susurró:

—Pronto te va a visitar la fortuna, niña Calipso… pero tú no podrás ser del todo feliz porque la suerte vendrá acompañada de una gran traición.

La palabra traición hizo dar un respingo a Valentina. La congoja le estrujaba la boca del estómago cuando se atrevió a preguntar con una voz tan débil que a la negra le costó entenderla:

—¿Quién me va a traicionar, Candela?

—Eso no te lo puedo decir.

—¿Para qué sirven entonces tus estúpidos caracoles? —se enfadó Valentina. Estaba harta de aguantar sentada en el suelo, sobre una estera rasposa cuyo roce la desasosegaba incluso a través de la tela del camisón—. ¡No me hagas perder más tiempo y vete a dormir!

La negra Candela no se inmutó. Entrecerró los ojos y su mueca sibilina se tiñó aún más de misterio.

—Recuerda, niña Calipso: pronto tu vida va a cambiar pa mejor, pero antes alguien al que amas te hará padecer.

Con una agilidad que nadie habría esperado jamás en una mujer tan gorda, Candela se levantó. Valentina hizo lo mismo con bastante más lentitud. Sacó los pies descalzos de la odiada estera y se puso las zapatillas. En cuanto se marchara Candela, se echaría a dormir sin molestarse siquiera en ir a comer algo a la cocina. Los párpados le pesaban como si fueran de bronce. Se frotó los ojos y volvió la cara hacia la negra en un último intento de sonsacarle:

—¿Quién me hará sufrir, Candela? ¡Dímelo!

Pero la aludida ya se alejaba a través de la penumbra plateada del patio y ni siquiera se detuvo para responderle. En el suelo de la alcoba no quedaba el menor rastro de los objetos que había extendido para la tirada de caracoles. Valentina se encogió de hombros, cerró la puerta con un golpe seco y se acostó sobre las sábanas donde aún perduraba la desagradable huella del duque de Pozohondo. Pero esa noche estaba tan cansada que ni siquiera le molestó tener que compartir su sueño con el olor del cliente al que más aborrecía.

Cuando la negra Candela entró a tientas en el cuartito del entresuelo donde dormía junto a las dos esclavas que le ayudaban en la cocina, se echó sobre su jergón, que emitió un lastimero gemido al caerle encima tanto peso, y sonrió a la oscuridad. Ahora sabía que el esquelético caballero que rondaba a Calipso no iba a traerles el infortunio ni a ella ni al burdel. Al fin podían dormir todas tranquilas en esa casa.