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Valentina se había maquillado con el esmero de cada noche, llevaba su vestido de organdí blanco con tres volantes en la falda, y Dolores, la esclava que madame Selene le había cedido para ella sola, le había hecho un peinado artístico y sobrio a la vez; a la madame no le gustaba que sus muchachas se ataviaran como vulgares furcias portuarias. «Somos mujeres que venden su cuerpo —solía decirle a Valentina cuando charlaban a solas—, pero a los caballeros distinguidos no les gusta que se lo recordemos. Los que disfrutan de la ordinariez acuden a los burdeles de baja estofa. Sin embargo, los que se hacen conducir hasta aquí por sus elegantes caleseros vienen a convertir en realidad todas las indecencias que les gustaría practicar con sus delicadas damas de alcurnia y que no se atreven a proponerles porque, si accedieran, sus castas esposas dejarían de ser honorables a sus ojos».

Valentina sonrió al evocar las palabras de madame Selene, que aplicaba su peculiar sabiduría a todas las situaciones de la vida. Ojalá hallara valor para contarle que desde hacía días no lograba arrancarse de la cabeza el temor de que otra mujer se había colado en la vida de Tomás Mendoza. Pero ¿qué iba a decirle a su patrona? Ni siquiera poseía indicios claros que fundamentaran su miedo, sólo una extraña opresión en la boca del estómago que le impedía conciliar el sueño algunas noches. Si le confesaba su sospecha de que Tomás ya no estaba tan entregado a ella como dos años atrás, sin duda la madame le aconsejaría que se alejara de él por su propio bien y por el de L’Olympe. Pero ahora que había recuperado las ganas de vivir, ¿cómo iba a salir adelante sin sentir las caricias de Tomás incendiándole la piel, sin sus besos humedeciéndole los labios con un tenue sabor a sal y sin el calor de su aliento haciéndole cosquillas en el cuello?

Vio a Rosa, que ya se había acostumbrado a atender por el nombre de Amaltea, cuchicheando en medio del patio con la ingenua Danae entre aspavientos nerviosos. Rosa la observó aproximarse con el rabillo del ojo, se volvió y la miró con los ojos muy abiertos.

—Val… Calipso —susurró; echó un rápido vistazo alrededor por si alguien más había oído su desliz, pero aparte de ellas dos sólo estaba Danae, cuya mente no era lo suficientemente despierta para detenerse en sutilezas.

Valentina se inquietó. Después de varios meses en L’Olympe, su amiga sólo se equivocaba dirigiéndose a ella con el nombre verdadero cuando algo le preocupaba mucho.

—¿Qué os ocurre?

Rosa abrió la boca para responder, pero Danae se le adelantó.

—Ay, niña… —exclamó con su sonora voz de soprano, como solía calificarla la madame—. Ha llegado un caballero cuya estampa parece la mismísima muerte.

—¡Danae, por Dios, baja la voz! —la regañó Valentina—. ¿Quieres que te oigan los clientes que aguardan en el salón?

—Es cierto, Calipso —terció Rosa—. Su rostro es igual que el de una calavera y los ojos se le hunden en las cuencas. Al mirarle, he sentido un mal pálpito.

Asina es, Calipso —confirmó Danae—. Ese hombre nos va a traer la guadaña a esta casa.

—¡Tonterías! —se exasperó Valentina. No le extrañaba que la supersticiosa Danae, que se asustaba hasta de su propia sombra, estuviera impresionada, pero Rosa era una mujer de temple y no solía caer en esos histerismos—. ¡Procurad que no os oiga madame Selene si no queréis que os regañe!

En ese instante vieron salir del salón a la dueña, que advirtió su presencia y caminó hacia ellas entre un apresurado revuelo de faldas. Valentina observó que Danae palidecía en la penumbra del patio.

—Pero ¿qué hacéis todavía aquí, niñas? Corred al salón, los caballeros os aguardan con impaciencia… —La madame se dirigió a Rosa—. Amaltea, don Maurice ya ha llegado. Conoces bien sus gustos; no le defraudes, es un buen cliente.

—Sí, madame Selene —murmuró Rosa con resignación. Le daba asco ese gordo plantador francés que siempre exigía yacer con ella cuando acudía al burdel. Odiaba el olor a tabaco y sudor enquistado que desprendía, y sus preferencias en el lecho resultaban perversas incluso para una meretriz curtida en burdeles de mala muerte como ella. Se dijo que esa noche no iba a ser nada cómoda. Pero sabía que no tenía escapatoria. Se encogió de hombros, bajó la mirada, alzó un poco sus faldas por delante y se deslizó con elegancia hacia la puerta del salón.

Observando cómo Rosa se alejaba moviéndose igual que una princesa, madame Selene sonrió satisfecha. Al fin el adiestramiento de la muchacha daba sus frutos. Calipso estaba haciendo un buen trabajo puliendo las ordinarieces a las que la nueva era proclive.

—Danae, tú te encargarás de don Vicente.

—Sí, madame Selene.

Dando pasitos de pollo atolondrado, la mulata enfiló la misma dirección que Rosa en busca del vejete que la poseería, como siempre, entre ataques de tos y carraspeos. Al menos, encargarse de don Vicente ofrecía la ventaja de que no la cansaría entre cabriolas inacabables; era tan anciano que enseguida quedaba agotado y con los ojos en blanco como un agonizante. Todas las muchachas de L’Olympe, temerosas de que cualquier noche feneciera en la cama de alguna de ellas, ponían velas a la Virgen de Regla en el pequeño altar del patio y le rogaban que el tránsito de don Vicente al otro mundo no tuviera lugar precisamente en su alcoba.

—No sé qué le pasa a esta niña hoy —comentó la madame entre dientes sacudiendo la cabeza—. ¡Qué pena que una joven tan bella tenga tan poco seso!

Valentina sonrió y se dispuso a seguir a sus compañeras dentro del salón. Ya sabía que esa noche la aguardaba el duque de Pozohondo, que desde su reincorporación al burdel la había vuelto a erigir en su preferida, aunque ella seguía aborreciéndole igual que el primer día. Por fortuna, el aristócrata hacía ahora frecuentes viajes a Nueva Orleans y asomaba menos por L’Olympe. Valentina estaba segura de que el desagradable y colérico aristócrata se desfogaba en los afamados burdeles de la bella ciudad de Luisiana.

—¡Calipso, espera! —la retuvo de repente la madame alzando la voz por sorpresa—. Debo decirte algo.

—Sí, madame…

La dueña se aproximó a ella y le habló en voz muy baja:

—Ha llegado un nuevo cliente. Se trata de un hombre un tanto peculiar. —Hizo una pausa en busca de las palabras adecuadas. Todavía no sabía cómo exponer a su pupila lo que esperaba de ella esa noche—. Es de maneras agradables, su traje parece de buen lino y su comportamiento es el de un verdadero caballero, pero… —La madame se quedó de nuevo en silencio durante unos segundos—. Hay algo en él que hace pensar en… enfermedad…, en padecimiento… e incluso… en la muerte.

Ahora sí se estremeció Valentina. La patrona no era aprensiva ni supersticiosa como Danae. Si ella hablaba de muerte, era para preocuparse.

—Tal vez se deba a su flacura, o a esas mejillas tan hundidas… —La madame sacudió la cabeza como si deseara alejar un mal presentimiento—. Incluso me he sentido tentada de rechazarle, pero… creo que por su porte señorial podría tratarse de un hombre influyente, y un desaire podría empujarle a buscarnos la ruina.

—¿No sabe quién es?

—No lo había visto jamás, niña.

—Tal vez podamos…

—Espera, Calipso —la interrumpió la dueña con aire sombrío—. Debo decirte algo más: ese caballero afirma que ha venido a L’Olympe atraído por tu fama y desea yacer contigo. Sólo contigo.

A Valentina empezaron a temblarle las rodillas. Después de todo lo que había oído acerca de ese hombre, conducirle hasta su alcoba no le parecía una perspectiva nada agradable.

—Le he dicho que estás muy solicitada y que los caballeros deben pedirme tus servicios con días de antelación…

Valentina sofocó un suspiro de alivio. Al menos esa noche no le correspondería a ella contentar a ese adefesio.

—Pero mientras hablaba con él, llegó el calesero del duque de Pozohondo con el recado de que su amo está indispuesto y pidió que le apuntara en tu libreta para otra noche. —La madame suspiró y miró a Valentina con pesar—. Y ese hombre extraño se hallaba lo suficientemente cerca para oírlo todo. Lo lamento de verdad, Calipso. Preferiría que fuera otra pupila quien yaciera con él, pero no puedo…

—No se inquiete, madame Selene —musitó Valentina con la boca seca—. Le atenderé bien y le sonsacaré quién es.

—Ten cuidado por si padece alguna enfermedad, o incluso purgaciones. Si observas en su cuerpo algo preocupante, toca la campanita y enseguida acudirá Gabriel.

—Descuide, madame Selene.

Valentina se arrancó una sonrisa mustia, que aún lo pareció más en la semioscuridad del patio, y caminó hacia el salón como si se dirigiera al cadalso. En cuanto traspasó el umbral, buscó al hombre misterioso entre los caballeros que esa noche ocupaban los sillones de la penumbrosa y perfumada estancia, disfrutando ya de las zalamerías que les hacía la pupila que les hubiera asignado madame Selene. Cuando sus clientes sonrieran con el embeleso de quien se ha desprendido de sus preocupaciones, las muchachas les conducirían a sus alcobas y les ofrendarían todo aquello por lo que la dueña les había cobrado buenos pesos antes de empezar.

El enjuto pianista mulato tocaba con sus manos de araña la contradanza popular «Tu madre es conga», muy famosa en la isla desde que en 1856 la alta sociedad de Santiago sucumbió a su frenético ritmo durante el baile de etiqueta que se celebró en honor del capitán general Concha. El hombre que se parecía a la muerte se sentaba en un sillón Luis XV cercano a la puerta. Era el único cliente que aún estaba solo. Había cruzado una de sus flacas piernas por encima de la otra y daba cautelosos sorbos a un vaso de bourbon; tenía apoyada la mano libre sobre la empuñadura nacarada de un elegante bastón. Vestía con distinción y ni siquiera se había quitado la chaqueta de lino claro bajo la que llevaba una inmaculada camisa blanca e incluso chaleco. No habían exagerado Rosa y Danae al hablar de su impresionante flacura, ni cuando compararon su rostro huesudo con el de una calavera. Valentina creyó ver algo familiar en sus rasgos distorsionados por la delgadez, aunque no supo explicarse qué era. El hombre no era joven, pero tampoco había enfilado el camino de la senectud. Tal vez habría podido ser guapo si su osamenta poseyera algo más de carne con la que llenar la ropa, pero estaba tan consumido que semejaba un esqueleto ataviado de caballero criollo.

Valentina tragó saliva para vencer el miedo y se aproximó muy despacio. Cuando llegó a la altura del perturbador cliente, le miró desde arriba y forzó la sonrisa pícara e insinuante que los caballeros esperan de una prostituta. Él depositó muy despacio su vaso sobre una mesita cercana, alzó el rostro y la escrutó de arriba abajo con inesperada dulzura en los ojos hundidos. Para su sorpresa, Valentina sintió que su miedo se disipaba igual que las brumas matinales de la lejana Castilla. El hombre no dejaba de ser un esqueleto vestido con traje de lino, y sus mejillas cóncavas, que acrecentaban el tamaño de las orejas, seguían haciéndole parecer la encarnación de la muerte, pero había algo en su mirada de iris oscuro que transmitía ternura, incluso bondad. Desconcertada, olvidó el ritual de acercamiento que le había enseñado la madame y que ella había perfeccionado con los años. Ni siquiera osó sentarse en el regazo del caballero: se dejó caer muy despacio sobre el apoyabrazos del sillón y cubrió con la mano uno de sus hombros huesudos. Haciendo equilibrios encima de su delgado soporte, advirtió que ese hombre olía mejor que muchos de los clientes a los que vendía su cuerpo cada noche. Sin dejar de mirarla, él le regaló una amplia sonrisa entre la barba bien recortada y entrecana. Valentina comprobó, aliviada, que su boca no era un pozo hediondo lleno de dientes podridos, como había llegado a temer. La dentadura del extraño lucía sana. Podría afirmarse incluso que era la única parte de su cuerpo que no instaba a pensar en la muerte.

—La bella Calipso, por fin —murmuró él, con una voz tan profunda que sonó como un trueno asolando un paisaje yermo.

Valentina advirtió que había pronunciado cada sílaba con marcado acento castellano. Tomó aire para infundirse valor. Todo lo que le había enseñado madame Selene para iniciar el juego con los caballeros se había esfumado de su mente en un instante. De pronto, se sentía tan desvalida como aquella horrenda madrugada en la que los marinos del Gran Antilla la desembarcaron en el muelle de los Almacenes de Regla.

—Eres todavía más hermosa de lo que me habían dicho —añadió él.

—Es muy amable, señor —fue lo único que logró responder Valentina. De reojo vio que madame Selene les observaba desde la puerta con semblante preocupado.

—Puesto que esta noche vas a hacerme gozar, podemos prescindir de formalidades. Llámame Se… —El desconocido se detuvo a mitad de frase, pasó la lengua por sus labios pálidos y añadió—: Pedro.

—Sí, don Pedro.

Él se rió con unas carcajadas que a Valentina se le antojaron frescas cual hojas de eucalipto.

—No suelo frecuentar las casas de lenocinio, pero ¿no es hora de que me conduzcas a tu alcoba?

Sacudida por los nervios, Valentina asintió con la cabeza. Se puso en pie de un salto y se arregló la falda pellizcando la tela con dedos alborotados. Vio que el hombre flaco la miraba con un deseo intenso en el que parecía mezclarse algo de melancolía. Volvió a surgir el temor a que padeciera alguna enfermedad contagiosa. Un miedo que se acrecentó cuando él se levantó con lentitud y se quedó delante de ella, alto como los cipreses de su pueblo natal y apoyado sobre el bastón como si fueran a fallarle las fuerzas de un momento a otro. Valentina no se atrevió a emplear con él los arrumacos que solían abrir el apetito carnal de sus clientes. Y él no hizo nada por tocarle los pechos, deslizar la mano dentro de su escote o incluso levantarle las faldas para palpar su calor entre los muslos mientras le susurraba procacidades al oído, como tenían por costumbre sus admiradores desde que empezó a trabajar para madame Selene.

Abandonaron el salón rojo sin hablar ni mirarse. Ella iba delante, procurando conjurar sus miedos. El hombre la seguía con la lentitud de quien se siente exhausto después de una larga y fatigosa jornada. Cuando pasaron junto a la madame, que vigilaba cada movimiento del famélico cliente, Valentina le sonrió y le indicó con los ojos que no había nada que temer. Pero la madame echó un vistazo al caballero y quedó muy lejos de sentirse tranquila.

En la alcoba, Valentina hizo un gesto apresurado con la mano para invitar a su cliente a que se aproximara a la cama. Él obedeció dibujando una sonrisa, se sentó sobre las crujientes y perfumadas sábanas, que las esclavas habían puesto limpias por la tarde, y apoyó el bastón contra la mesilla de noche.

—¿Desea que prenda un habano para usted? —preguntó Valentina, como acostumbraba a hacer con los caballeros nuevos para romper el hielo del primer encuentro.

La sonrisa del hombre adquirió un tinte burlón que iluminó su enjuto semblante mientras la mano derecha trazaba un movimiento en el aire, como si arrojara lejos la mera idea de fumar.

—Ven aquí, Calipso.

Ella bajó la mirada y caminó muy despacio hasta el lecho. Llegada la hora de la verdad, temía lo que pudiera ocurrir cuando ese extraño personaje se quitara la ropa. ¿Y si le transmitía algún mal contagioso? Entonces reparó en algo que no había advertido antes por culpa de los nervios: el nombre con el que se había presentado el desconocido sonaba a impostura. Alzó los párpados, escrutó el rostro huesudo de su cliente conforme se iba aproximando a él, y tuvo la revelación de que no le iba a resultar nada fácil averiguar su identidad. Aquel hombre había decidido ocultarse tras la mentira. Algo poco usual en los clientes habituales de L’Olympe, que no tenían empacho en dar su verdadero nombre; para ellos el burdel era como su segunda morada, y poder permitirse una ramera cara constituía un signo de distinción del que alardeaban ante sus amigos.

Cuando se vio frente a la cama, Valentina se detuvo, vacilante. Ese hombre le agradaba y repelía a partes iguales. El instinto le decía que no le haría daño, pero era incapaz de apartar de su cabeza el miedo a la enfermedad.

—No temas acercarte a mí —murmuró él para tranquilizarla—. No padezco ninguna dolencia contagiosa ni purgaciones que pueda transmitirte.

La joven se ruborizó, avergonzada de que hubiera leído sus pensamientos con tanta facilidad. Desde que aprendió los trucos del oficio, hasta los clientes más despóticos se amansaban como corderos en cuanto les hacía sentarse en el lecho y empezaba a ofrendarles los placeres que más les gustaban. Pero a éste no iba a poder manejarlo con tanta facilidad.

—No voy a negarte que estoy enfermo y que mi tiempo se acaba —prosiguió con calma el hombre que se hacía llamar Pedro—. Por eso me he propuesto gozar de los placeres de la vida y de la hermosa Calipso antes de que me lleve la parca. He pagado a tu madame por gozar de ti toda la noche, así que te ruego que no te demores…

Ella movió la cabeza con aire afirmativo, inspiró con resignación y alargó las manos. Le quitó muy suavemente la chaqueta, mientras él se dejaba hacer, mirándola con la agradecida pasividad de un enfermo que es cuidado por un ser querido. Valentina extendió la chaqueta sobre el sillón que había junto a la cama. Despacio, le desabotonó el chaleco, de cuyo bolsillo derecho colgaba la leontina de oro de un reloj que pudo palpar a través de la tela. Colocó la prenda sobre la chaqueta y le desabotonó la camisa. Quedó al descubierto el torso del hombre, tan flaco y traslúcido que podía distinguirse sin esfuerzo cada una de sus costillas. Al ver esa frágil delgadez, la embargó un sentimiento de piedad que jamás le había inspirado ningún cliente. Henchida de ternura, decidió hacer feliz a ese impostor más allá del gozo carnal, porque había acudido a ella movido por la admiración que inspira un sueño, porque sus ojos parecían los de un hombre bueno y porque llevaba el pájaro de la muerte posado sobre su hombro. Le hizo tenderse de espaldas en la cama y le ofreció todos los placeres, pequeños y grandes, que había aprendido desde su llegada a L’Olympe. Cuando él creyó que tanto gozo le haría expirar mucho antes de la fecha profetizada por los médicos, incorporó el escuálido torso, hundió la nariz entre los senos de Valentina y, tras haberse extasiado aspirando su aroma, dijo con su voz de trueno:

—Eres todavía mejor de lo que me habían contado. Mucho mejor. Sin duda ha merecido la pena venir a este lugar.