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Valentina fue descubriendo poco a poco que Tomás Mendoza era un hombre apasionado cuando arropaba con besos cada rincón de su piel; cuando le susurraba su nombre al oído y las sílabas sonaban dulces como las contradanzas que tocaba el flaco pianista de L’Olympe; cuando sus dedos se extraviaban entre los muslos o le acariciaban los senos con meticulosa fascinación; cuando se embebía del aroma de su pelo perfumado y después lo revolvía derramando placenteras cosquillas sobre su cuero cabelludo. Le arrebataba que Tomás gozara regalándole placer y se contuviera para alcanzar la cúspide al mismo tiempo que ella. Y le amaba por la vigorosa belleza de su cuerpo, por su falta de egoísmo y por su pureza, porque ningún hombre había sido jamás tan generoso con ella. Ni siquiera el pobre Gervasio, que fue un buen esposo pero no supo entretenerse en los pequeños gestos que prolongan el deleite.

Tomás Mendoza desplegaba una seductora vehemencia cuando le hablaba de su infancia en una pequeña ciudad de Castilla. Como hijo único de un médico acomodado que le transmitió con ahínco todos sus conocimientos y la pasión por curar, tuvo una niñez sin estrecheces económicas ni frenos de ninguna índole, ya que su padre vivía absorto en su profesión y su madre siempre mostró más interés en perseguir la vida social a la que creía poder aspirar que en educar a su retoño. Durante sus años de estudiante fue un joven alborotador y tarambana, hasta que concluyó su formación y un buen día descubrió que la vida podía tener sentido si uno la consagraba a una causa justa. Movido por aquellos ideales de igualdad entre los hombres, participó en la revolución de 1854, luchó en las barricadas y hasta tomó parte en el asalto a varios palacios de la nobleza. Purgó su idealismo sacrificando cuatro años de su juventud en un penal, donde las ratas roían los pies de los prisioneros por las noches y muchos de sus compañeros murieron de hambre o fulminados por enfermedades contagiosas que se habían cebado en sus cuerpos famélicos. Al salir de ese infierno, halló la casa de sus padres reducida a cenizas y ruinas, y se enteró por un vecino de que ellos habían muerto en el cruento incendio que se había declarado meses atrás en plena noche. La desolación le hizo vagar de acá para allá, hasta que en una taberna alguien le habló del Nuevo Mundo y él se enamoró de una tierra de oportunidades y promesas que ni siquiera conocía.

Con Tomás la existencia de Valentina se fragmentó en dos mitades. Una era su vida de ramera, centrada en sus quehaceres diarios al frente de L’Olympe y en ofrecer a sus clientes la lujuria que exigían de ella a cambio de su dinero. La otra era la de una joven enamorada que esperaba con ansia su día libre porque era el único tiempo que podía dedicar a su hombre. Quería a Tomás de un modo apasionado y a la vez calmado, lleno de dulzura, y ese amor había empezado a atemperar su dolor por el hijo al que Leopoldo Bazán convertiría en un altivo aristócrata del azúcar. La felicidad que le ofrendaba Tomás una vez por semana endulzaba también su obligación de entregarse a hombres por los que no sentía atracción ni afecto, a veces ni siquiera respeto. Y cuando su cuerpo sudoroso se fundía con el de Tomás sobre el lecho, que estando con él parecía mucho más grande y mullido, Valentina rezaba para que Tomás volviera a pedirle que se casara con él, como hizo en la fonda de la mulata Juana, porque ahora le daría el sí sin dudarlo ni por un instante. Pero al irrumpir la madrugada, Tomás se separaba de ella, se vestía apresuradamente y regresaba a su casa sin haberle hecho la propuesta que ella tanto deseaba.

Llegó el verano y el calor se volvió más intenso. Los cuerpos transpiraban incluso hallándose en reposo y la brisa que entraba por las ventanas no bastaba para refrescar la epidermis. Con la puerta cerrada, hasta que llegaba la prima noche el ambiente se tornaba bochornoso en la alcoba de Valentina. Pero ni a ella ni a Tomás les importaba la tórrida humedad. Sólo deseaban aprovechar el tiempo del que disponían para explorar con tesón cada rincón del otro y descubrir nuevos placeres en todos los recodos del camino. Una tarde en que habían retozado entre las sábanas con especial pasión, Valentina descansaba con la cabeza recostada sobre el pecho de Tomás, que se elevaba al ritmo pausado de su respiración. Él la rodeaba con el brazo y la apretaba muy fuerte para sentir su piel contra la suya. Así permanecieron durante largo rato, hasta que ella alzó el rostro, buscó los ojos de Tomás y le ofrendó una sonrisa desmedida. Le pareció tan guapo con el pelo oscuro revuelto y esa mirada entre soñadora y dichosa… Tomás no poseía una belleza perfecta como la de Leopoldo Bazán. Su apostura nacía más bien de la pasión que transmitía al hablar, de la sinceridad que se reflejaba en sus ojos marrones y del cuerpo vigoroso y bien proporcionado que derrochaba energía a cada movimiento. De repente, a Valentina le pasó por la cabeza que ya conocía muchos episodios de su vida —más de lo que había logrado averiguar sobre Leopoldo durante meses de brusquedades y silencios afilados como cuchillos—, pero había una cuestión de la que Tomás nunca hablaba durante sus apasionados accesos de locuacidad: su estancia en el Flor de Majagua. Valentina albergaba la intuición de que en esa hacienda debió de ocurrirle algún percance y sentía cada vez más ansia por averiguar qué empujaba a Tomás a callar con tal empecinamiento. Esa tarde fue vencida por la curiosidad. Se armó de valor y decidió acabar con sus dudas. Tomás no era como Leopoldo, estaba segura de que jamás le respondería con la misma hosquedad. Le acarició el pecho derrochando la suavidad que, según había comprobado cuando ejercía de ramera, hacía derretirse a los hombres como manteca caliente, y le dijo:

—Nunca me hablas de cuando fuiste médico en el ingenio Flor de Majagua. ¿Qué tal es el interior de la isla? ¿Es realmente tan bello como dicen?

Antes de haber pronunciado la última sílaba ya percibió el sobresalto de Tomás y la inquietud que se había apoderado de su cuerpo. Se desasió de su abrazo y se incorporó a medias para estudiar su rostro. Los bruscos cambios de humor de Leopoldo Bazán habían dejado en ella un poso de temor a las reacciones que pudieran provocar sus palabras en un hombre. Sin embargo, el semblante de Tomás no reflejaba la glacial crueldad que tantas veces había nublado el ceño de Leopoldo. Tomás no la miraba como si pretendiera castigarla o incluso golpearla de un momento a otro, pero una sombra negra había borrado toda placidez de su semblante. Valentina se arrepintió de haberse dejado llevar por su afán de indagar.

—¿He hecho mal mencionando ese lugar?

Tomás se separó de ella, apoyó uno de los esponjosos almohadones en el cabezal y recostó la espalda contra él. Valentina se sentó a su lado, desconcertada e indecisa. Él forzó una sonrisa, posó un brazo sobre sus hombros y la atrajo hacia sí con su ternura de siempre, pero permaneció callado. Tuvo que transcurrir un buen rato, que a ella se le antojó interminable, antes de que Tomás murmurara, arrastrando las palabras como si tirara de ellas con una cuerda:

—Me avergüenza lo que hice durante el tiempo que permanecí en ese ingenio.

Valentina se quedó atónita. ¿De qué podía avergonzarse alguien de conducta tan intachable como Tomás? ¿Se reprochaba haber trabajado para un plantador que se enriquecía explotando a cientos de esclavos? Sí, se respondió enseguida a sí misma. Sin duda, ésa era la causa. Debía hacerle entender que él no era culpable de que en esa isla existiera algo tan abominable como la esclavitud.

—No debes avergonzarte de nada. Tú eres un hombre bueno y curas a quien lo necesita, incluso a los que no pueden pagarte. Estoy convencida de que hiciste mucho bien en esa plantación.

—Nadie hace el bien en un ingenio. ¡Y menos en el Flor de Majagua! —le contradijo él en tono muy sombrío—. Cuando llegué allí, creí que mi cometido sería curar, pero el amo sólo quería de mí que mantuviera con vida a sus negros para poder seguir reventándolos en los cañaverales. En comparación, hasta los caballos en los potreros recibían mejor trato que los esclavos y comían como marqueses.

—Pero tú no tienes la culpa de esos desmanes —insistió ella—. No puedes cargar sobre tus espaldas el mal que cometen otros.

—Tengo conciencia, Valentina. —Tomás extendió las manos y las colocó de modo que las palmas quedaron hacia arriba—. Con éstas tuve que sacar pedazos de un negro que había quedado atrapado en el molino. El amo había prohibido que detuvieran la máquina y el infeliz murió triturado. ¡Fue lo más espantoso que he visto en mi vida!

Un escalofrío nació en la nuca de Valentina y se extendió por todo su cuerpo. Ya no se le ocurrió qué más decir para acallar la culpabilidad que irradiaba de Tomás. Ojalá no hubiera sacado ese tema.

—Me llevaban a la enfermería a negros que habían sufrido terribles quemaduras en la casa de calderas —continuó Tomás con voz monocorde—, pero el amo sólo me permitía curar a los que podrían recuperarse.

—¿Qué ocurría con los otros?

—Nunca lo supe. Los capataces se llevaban de la enfermería a los que estaban muy graves, o ya moribundos, y nadie volvía a saber de ellos… —Tomás calló durante unos segundos. Su mirada quedó prendida a los frescos lujuriosos que decoraban la pared de enfrente y allí permaneció cuando volvió a hablar—. Vi azotar a los esclavos por las faltas más nimias. A algunos les hacían dormir durante noches en el calabozo, con grillos en los pies que les abrían unas úlceras horribles en la piel. Un día los capataces capturaron a un negro que se había escapado y había vivido oculto en el monte durante semanas. Le ataron a un poste de madera delante de la casa de calderas y entre todos le arrancaron la piel de la espalda a latigazos. El castigo se perpetró delante de todos los esclavos del ingenio, para que supieran cómo acaba quien osa huir. Al desgraciado se le gangrenaron las heridas y murió al cabo de unos días de intenso padecimiento. No sirvieron de nada mis conocimientos ni los ungüentos de hierbas que preparaba la vieja negra que me ayudaba en la enfermería.

—¿Por qué no tuviste confianza para hablarme de esto? —susurró Valentina muy bajito—. No es bueno para la mente que nos guardemos ciertas cosas…

—¡A ningún hombre que se precie le agrada reconocer que ha cometido acciones censurables! —respondió Tomás, ahora con una irritación que inquietó a Valentina—. ¿Quieres que te diga lo que hacían los blancos con las negras jóvenes y hermosas?

Ella sacudió la cabeza. Podía imaginar lo que iba a contarle y no quería saber nada más de ese ingenio. Volvió a arrepentirse de haberle insistido en que le hablara de ese horrible lugar, pero él se había extraviado de tal modo en sus ingratos recuerdos, que no advirtió su negativa y prosiguió:

—Las convertían en sus concubinas, hasta que se cansaban de ellas y las enviaban a trabajar a los cañaverales. Cuando llegaba al Flor de Majagua una remesa de esclavos nuevos, apartaban a las negras más jóvenes y las reunían a todas ante la casa del mayoral. Primero elegía el amo, después los demás blancos, en función de su rango. —Tomás cruzó los brazos sobre el pecho y resopló—. Unas semanas después de mi llegada, el amo recibió un lote de negros comprados a un traficante que se las arreglaba para burlar la prohibición de tratar con esclavos. Me invitó a participar en su repugnante ceremonia, y me concedió el honor de elegir en segundo lugar. Yo… no quería tomar parte en algo tan inmundo, pero no tuve valor para atraer sobre mí las iras del amo, por lo que elegí a una mulata muy joven, casi una niña. Me dije que fingiría que la convertía en mi amante y así la salvaría de ser ultrajada por otros menos considerados… pero… era tan hermosa que sucumbí a la tentación. Astarté fue mi criada y mi querida durante todo el tiempo que permanecí en el Flor de Majagua.

Valentina sintió los celos enroscándosele en las entrañas como gusanos alimentados con ponzoña. Se acordó de que semanas atrás había albergado la sospecha de que había otra mujer en la vida de Tomás. Un recelo del que aún no se había librado y que a veces le obstruía la boca del estómago encajándole allí una pelota de angustia.

—Esa… negra… ¿la trajiste a La Habana contigo?

Él negó con la cabeza y tragó saliva. Por el calor que sentía en el rostro, estaba seguro de haber enrojecido cual pulpa de mamey. Porque Astarté se quedó en el ingenio cuando él se marchó de allí, pero muchas noches no dormía solo en la alcoba de su casita alquilada: aún permitía que Milagros se introdujera bajo sus sábanas y se pegara a su piel como una gata cariñosa. No yacía con ella por amor, ni siquiera porque le tuviera cariño, pero cuando le acariciaban en la penumbra de la lámpara sus dedos ligeros, tan dulces como el jugo de guarapo, le faltaba fuerza de voluntad para rechazarla. A veces se decía a sí mismo que no estaba haciendo nada reprobable. Él era un hombre. Y un hombre no pecaba cuando satisfacía sus impulsos naturales. Y aunque amaba a Valentina con toda su alma desde que la vio por primera vez en aquel lejano puerto asturiano, ella no era su esposa. Había rechazado su propuesta de matrimonio y había acabado convertida en una ramera cuyo cuerpo hacía gozar cada noche a los mismos caballeros ricos que durante el día le mandaban llamar a él para que curara sus enfermedades. Una verdad dolorosa que él trataba de aceptar con toda su buena voluntad pero que le envenenaba el alma día a día, gota a gota, sin que en ningún momento le pasara por la cabeza que en sus manos estaba sacar a Valentina de los muros de ese burdel casándose con ella. Porque, aunque la amara más de lo que un hombre podía resistir sin volverse loco, ahora que su vida errática empezaba a asentarse y estaba cosechando éxitos en su profesión, se le antojaba impensable presentar como su esposa a una mujer por cuyo lecho habían pasado los caballeros más importantes de La Habana.

—¡Cómo iba a traerla conmigo! —respondió cuando el calor hubo huido de su rostro—. Era propiedad del amo del Flor de Majagua y él jamás me la habría regalado. Desobedecí demasiadas veces sus órdenes para que me considerara un amigo. Siempre que me topo con él en La Habana, su mirada aún delata lo mucho que me detesta y cuánto disfrutaría aplastándome.

El corazón de Valentina aún latía acelerado de imaginar a la esclava con la que había yacido Tomás.

—¿La amabas?

—¡Claro que no! —respondió él apresuradamente—. La utilicé para alimentar la lujuria y aplacar mi soledad. Igual que el ron con el que me emborrachaba por las noches para poder conciliar el sueño. Me comporté con la misma vileza que los canallas a los que despreciaba. Cuando fui consciente de lo bajo que había caído, me alejé de ese lugar. Pero ya no puedo borrar la mancha que ha dejado en mí tanta ignominia.

Sus palabras no tranquilizaron a Valentina. Intuía que en algún lugar acechaba un peligro desconocido que la separaría de Tomás.

—¿Qué soy yo para ti? —susurró casi sin voz.

Él replicó sin titubeos:

—La mujer a la que amo.

Valentina dio un brinco y se abrazó a Tomás con tanta fuerza que a él se le llenaron los ojos de lágrimas. La estrechó contra su cuerpo y le besó primero el cuello, después le mordisqueó los lóbulos de las orejas y posó su boca sobre los labios húmedos y a la vez ardientes de la joven. Y en medio de tanta dulzura, a la cabeza de Tomás regresó la idea que llevaba meses emponzoñándole sin piedad y que enturbió también la magia de ese instante: ojalá Valentina no hubiera desdeñado casarse con él dos años atrás para convertirse en la prostituta más codiciada de La Habana.