La Habana, mayo de 1861
Las semanas fueron deslizándose sin grandes tristezas ni tampoco alegrías. Durante el día Valentina desempeñaba tareas de ama de llaves y por las noches yacía con los clientes que habían reservado sus servicios a madame Selene. Desde su regreso al salón rojo volvía a estar muy solicitada. En La Habana se había corrido la voz de que la bella Calipso ejercía otra vez y lo hacía con más procacidad que antes, por lo que muchos caballeros deseaban comprobar por sí mismos si el rumor era cierto. También había vuelto a L’Olympe el colérico duque de Pozohondo, enemigo encarnizado de Leopoldo Bazán desde que éste le desafió en la última noche de 1859; desde que Calipso desapareció del burdel, el duque había espaciado sus visitas porque se aburría con las otras pupilas. De madrugada, cuando se alejaba el último cliente y llegaba la hora de descansar, el agotamiento ayudaba a Valentina a no extraviarse en el doloroso recuerdo del hijo perdido y a no cavilar sobre el alejamiento de Tomás, al que añoraba cada día más. Sólo había un pensamiento que ni siquiera el cansancio lograba apartar de su mente, porque ella misma lo reavivaba con el fuego de su inmenso odio: la venganza. No sabía cómo ni cuándo se vengaría de Leopoldo Bazán, pero el delirio de destruir al hombre que tanto la había hecho sufrir le ayudaba a conservar intacta la cordura.
Rosa se había adaptado a las rígidas reglas de madame Selene y enseguida había logrado hechizar a algunos comerciantes prósperos que la habían erigido en su favorita. Eso había hundido en la amargura a Briseis, que veía alejarse cada día más la buena posición de la que había gozado en el burdel antes de la llegada de Valentina, por lo que odiaba a las dos españolas con toda su alma emponzoñada de envidia y rencor. Madame Selene, por su parte, se sentía muy satisfecha con el empuje que suponía para el negocio la recuperación de Calipso y la incorporación de Amaltea, a la que auguraba un futuro prometedor en la casa una vez que lograran limarle algunas aristas de rebeldía y cierta tendencia a la ordinariez que le molestaba sobremanera.
En ese mes de mayo, las conversaciones que servían a los caballeros para entretener la espera en el salón, mientras bebían el ron de la casa y sostenían entre los labios sus humeantes puros habanos, giraban alrededor de la guerra civil que había estallado en Estados Unidos a raíz de que el 12 de abril los confederados asaltaran el fuerte Sumter, en la ciudad sureña de Charleston. Don Vicente Ribeiro escuchaba los comentarios de los demás congratulándose de su buen olfato y vaticinando, entre toses y carraspeos, que esa guerra sería cruenta y de nefastas consecuencias. Don Saturnino Céspedes y don Emiliano Puebla estaban de acuerdo por primera vez desde que coincidían en L’Olympe. Ambos se hallaban muy preocupados por si la contienda perjudicaría los negocios de exportación de azúcar que llevaban con comerciantes de Nueva Orleans. Odiaban a muerte al entrometido de Abraham Lincoln, porque si ese mequetrefe lograba salirse con la suya y abolía la esclavitud, argumentaban al unísono, tarde o temprano los nuevos vientos llegarían a Cuba y soliviantarían a los negros, ya de por sí indolentes y propensos a rebelarse si no se les vigilaba estrechamente. Y todos los presentes presagiaban que la guerra que se libraba al otro lado del mar acabaría afectando de alguna manera a la Perla de las Antillas.
Como cada mes, llegó el día en que Tomás Mendoza debía acudir a L’Olympe para comprobar la buena salud de las pupilas de madame Selene. Durante toda la tarde las agitadas muchachas fueron pasando por el cuarto de las bañeras y él, sin que su corazón experimentara el más leve temblor, las exploró, bromeó con ellas y hasta les dedicó cumplidos picantones que arrancaban risitas nerviosas a las chicas. Pero cuando le llegó el turno a Valentina y la tuvo tendida de espaldas sobre la mesa que solían emplear como camilla, con la bata de lino blanco arremangada hasta el ombligo y observándole desde el tablero con mirada de desafío mientras dirigía hacia él su jugoso sexo desnudo, el dominio de sí mismo se desmoronó en un instante como un endeble castillo de naipes. Tragó saliva, sumergió las manos en el agua de la jofaina y se las frotó con fuerza para ocultar cuánto le temblaban. Pese a llevar meses afanado en esquivar a la joven para evitar la conmoción que despertaba en él, no podía eludir el deber de examinar su salud mientras se veía obligado a disimular cuánto la deseaba. Además, ahora no sólo se sentía culpable por no haber sabido protegerla de Leopoldo Bazán; no sólo le dolía pensar que la mujer a la que quiso convertir en su esposa se ganaba la vida en un burdel frecuentado por ricachones esclavistas; también le remordía la conciencia cuando recordaba las noches en las que Milagros se introducía en su lecho y le acariciaba en la penumbra de una vela, derretía todos sus escrúpulos en la dulce cavidad de su boca y finalmente le permitía montarla hasta que se desplomaba exhausto sobre su cuerpo hecho de azúcar moreno. Tomás era consciente de que no estaba actuando bien: se aprovechaba de su sirvienta para apagar el fuego prendido por otra mujer, pero sabían tan dulces las caricias de Milagros, que no lograba mantenerla a distancia.
Tomás se secó las manos, alzó la vista y se estremeció. Valentina le miraba desde la mesa convertida en camilla como si estuviera al corriente de lo que sucedía en su casa por las noches. En realidad, aunque la turbación impidiera a Tomás darse cuenta, Valentina estaba tan nerviosa como él. Había entrado en ese cuarto dispuesta a acabar con la frialdad que él interponía entre los dos. Incluso había preparado a conciencia lo que pensaba decirle. Pero nada más verle, había percibido algo diferente en su actitud. Al principio, no había sabido explicarse qué era lo que intuía. Sólo que Tomás parecía cambiado. Hasta que de pronto la certeza la golpeó como un bastonazo: en la vida de Tomás había una mujer que le estaba apartando de ella.
La revelación aplastó a Valentina bajo una profunda apatía mientras Tomás palpaba y examinaba su cuerpo procurando mantener la distancia que todo buen doctor debe guardar con sus pacientes. Pero conforme su deseo se iba fortaleciendo y le hacía ponerse más y más nervioso, Valentina fue recuperando las ganas de luchar y decidió que no abandonaría esa estancia sin haber aclarado las cosas con Tomás Mendoza.
Al cabo de un rato, él apartó las manos del vientre de Valentina y dio un paso atrás. Tenía la frente cubierta de gotitas de sudor y los dedos le temblaban tanto que se apresuró a lavarse de nuevo las manos en la jofaina para disimular.
—Tu estado de salud es excelente…, Valentina —murmuró, sin atreverse a mirar a la joven.
Ella se levantó y se arregló con parsimonia el ancho vestido blanco. Dio los pocos pasos que la separaban de Tomás, se paró delante de él y dijo, muy resuelta:
—Tomás, creo que debemos hablar.
Él la miró con timidez. Seguía sudando y su rostro había adquirido un tinte rojizo. Abrió la boca con intención de excusarse y huir a toda prisa. Habría sido muy fácil, ya que Valentina había sido la última de las chicas y podía aducir que a esa hora le esperaban muchos enfermos en su consulta. Pero fue incapaz de hablar y sus labios se cerraron por sí solos.
Valentina percibió su turbación. Sintió crecer dentro de ella una fuerza desconocida que la hizo confiar en el poder de su mente. En el futuro, cuando su vida ya hubiera tomado un cariz muy distinto, siempre recordaría esa tarde, porque fue la primera vez que empleó a sabiendas su inteligencia para conducir a otra persona por donde ella deseaba. Y porque en ese cuarto de las bañeras se dio cuenta de que era capaz de manejar a quien se propusiera siempre que hiciera buen uso de su intuición y mantuviera el corazón a raya.
—Me gustaría saber qué ha ocurrido entre nosotros —comenzó, esbozando una tímida sonrisa destinada a conmover a Tomás—. Un día, no muy lejano, acordamos que hablaríamos como hacen los buenos amigos. Sin embargo, desde hace un tiempo observo que te sientes molesto conmigo y… me gustaría conocer la razón. Yo… —Se interrumpió para abismar sus ojos en los de Tomás, que no pudo esquivar su mirada y quedó atrapado en ella, cada vez más sudoroso y más colorado—. ¿Se debe a que me gano la vida entregándome a los hombres?
Tomás seguía sin poder articular palabra. ¿Cómo decirle que odiaba a todos esos caballeros ricos a los que ni siquiera conocía, sólo porque pagaban caro por disfrutar de la mujer a la que quería para él como jamás había deseado a ninguna otra? ¿Cómo expresar lo culpable que se sentía por no haber sabido protegerla cuando más lo necesitó? ¿Y cómo confesarle sin rencor que aún le dolía su rechazo cuando le propuso que se casara con él?
Valentina advirtió la grieta que empezaba a cuartear el muro tras el que Tomás se había parapetado durante meses. Ocultando su satisfacción bajo una capa de inocencia, siguió hablando:
—Si te he ofendido o disgustado de alguna manera, Tomás, dímelo para que pueda enmendar cualquier error que haya podido cometer, cualquier ofensa que te haya podido infligir sin darme cuenta…
Él sacó del agua las manos, cuya piel había empezado a arrugarse, y se las secó usando el paño. Pensó con alivio que al menos había hallado algo en que ocuparse para disimular su turbación. Valentina dio un paso adelante y posó las puntas de sus dedos sobre las extremidades frías y trémulas de Tomás. Eso fue demasiado para él. Todo su cuerpo estalló en un súbito temblor y su mente perdió el control. Dejó caer el paño mojado al suelo y encerró a la joven entre sus brazos con tal fuerza que le arrebató el aire por un instante. Diseminó por su cuello besos que ardían como brasas, mordisqueó los lóbulos de sus orejas y desde allí envió sus labios en busca de los de ella, que aguardaban entreabiertos y permitieron a su lengua abrirse camino hasta la cúpula del paladar. Durante un lapso fugaz, Tomás pensó que nunca había experimentado a la vez tanta paz y tanta excitación. Que jamás había sido tan feliz como en ese momento, cuando al fin descubría a qué sabía la mujer que invadía sus sueños desde la primera vez que la vio.
Valentina sintió su cuerpo inundado por una dulzura líquida que le puso en la piel un cosquilleo como de miles de hormigas. En la nuca nació un escalofrío que le erizó el vello antes de resbalar espalda abajo. Y fue una suerte que Tomás la abrazara con tanto ímpetu, porque de lo contrario habría acabado escurriéndose lentamente hasta caer al suelo. Las sensaciones despertadas por los apasionados besos de ese hombre no semejaban en nada a los jugueteos sin alma que iniciaba cada noche con sus clientes y que les volvían locos de placer mientras por dentro ella permanecía fría como un témpano de hielo. Tampoco se parecían a lo que experimentó con Leopoldo Bazán, porque lo que entre los brazos del altivo criollo fue una pasión desbordada que la zarandeó igual que un barco en plena galerna, con Tomás surtía el efecto de las pócimas reconstituyentes que preparaba la negra Candela echándoles mucho azúcar, miel y canela en rama. Una roca dulce le obstruyó la garganta y sus ojos se enturbiaron de lágrimas. Se echó a llorar, pero por primera vez en su vida las lágrimas vertidas eran de dicha.
Tomás interrumpió su frenético besuqueo. Sonrió al ver que los labios de Valentina empezaban a hincharse, encerró el rostro de la joven entre sus manos y lamió las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas en pequeños arroyos.
—No sabes cuánto te he deseado desde la primera vez que te vi, la noche antes de zarpar —susurró con la voz ronca por la emoción.
Valentina se desasió de las manos de Tomás, sacó un pañuelo del bolsillo de la bata y se limpió los ojos y la nariz.
—Entonces, ¿por qué huías de mí? —le echó en cara, procurando controlar el tono gangoso de su voz—. ¿Porque me he convertido en una ramera?
Tomás volvió a posar las palmas de sus manos sobre el rostro, aún húmedo, de Valentina y lo sujetó de modo que ella sólo pudiera mirarle a los ojos.
—Me atormenta saber que cada noche yaces con otros hombres que manchan tu piel de sucia lascivia —profirió, sacudido de pronto por unos celos vehementes—. Y siempre que te miro, recuerdo cómo te fallé aquella noche. Si no me hubiera dejado engañar por esa mujer ladina, no habría…
Ella posó las puntas de los dedos sobre sus labios para hacerle callar.
—Hiciste lo que debías hacer porque eres un hombre bueno.
—Un hombre estúpido…, ¡eso es lo que soy! Un necio que se dejó engañar y te falló…, a ti y a todos los que querían protegerte aquella noche…
Valentina se desasió de las manos que mantenían su rostro prisionero. Aproximó su boca a la de él y la selló con un beso. Tomás fue anegado por una mezcla de ardor y debilidad que barrió todas sus resistencias y cada uno de sus rencores. Cuando se despegaron de nuevo, ella le miró a los ojos, dibujó para él la sonrisa cuyo poder había descubierto esa misma tarde y susurró:
—Hoy es mi día libre. Ven a mi alcoba.
Tomás asintió y se dejó conducir fuera del cuarto de las bañeras con la docilidad de un perro bien amaestrado. Siguió a Valentina a través de la galería, descendió detrás de ella por la escalera hasta la planta baja y, ante una de las puertas que rodeaban el patio, se dejó tomar de la mano y accedió a la estancia donde ella vendía lujuria a sus clientes.
Dentro olía a limpio, a vainilla y a jazmín. Valentina cerró la puerta y volvió a besarle. Antes de extraviarse en el laberinto que ella había trazado para él con su dulce sensualidad, el último pensamiento de Tomás fue que en cuanto regresara a su casa hablaría con Milagros para que dejara de acudir a su lecho por las noches.