Valentina atravesaba a toda prisa el patio, levantándose falda y enaguas por delante para evitar que las telas se enredaran entre sus piernas. Venía de comprobar si las esclavas habían dejado bien limpias las alcobas para cuando llegaran los clientes nada más caer la oscuridad. Ahora se disponía a revisar si Tana y otra sierva más joven, que siempre trabajaba con Tana, habían retirado del salón las huellas de la diversión de la noche anterior. Cada día había que llevar a la cocina copas de champán vacías y vasos con restos de ron o bourbon, las bebidas más apreciadas por los caballeros. Había que vaciar ceniceros, cuyo contenido espesaba el aire después de toda una noche, mezclado con huellas de perfumes y efluvios corporales. Había que cepillar las tapicerías de capitoné, entre cuyos pliegues siempre quedaba apresada alguna horquilla o incluso pendientes, además de frotar con fuerza las telas para quitar las manchas vertidas por clientes poco cuidadosos y que exasperaban a madame Selene. La escrupulosa limpieza era uno de los detalles que elevaban un burdel por encima de otros y atraían a una clientela selecta, decía siempre la madame, y Valentina había hecho suya esa afirmación, al igual que muchas otras. Desde que volvía a desempeñar los quehaceres de los que se había encargado antes de marcharse con Leopoldo Bazán, a lo largo del día asignaba las tareas domésticas a las esclavas y vigilaba que dejaran todo bien dispuesto para el ajetreo de la noche. Después del almuerzo se encerraba con madame Selene en el gabinete para hacer las cuentas diarias del negocio, y desde allí subía al cuarto de las bañeras para asearse, perfumar su piel con las esencias que preparaba la negra Candela y arreglarse para recibir a los clientes. Apenas le quedaba tiempo para tomarse un breve descanso, pero ella prefería consumir las horas así; cuanto más agotada estaba, menos fuerza le quedaba para pensar en su hijo a la hora de echarse a dormir.
Entró en el salón rojo, donde las esclavas ya estaban fregando el suelo de rodillas. Tana levantó la vista y exclamó:
—¡Ahora mismito acabamos, niña Calipso!
Valentina alabó su celeridad. Desde sus tiempos de doncella sabía que una persona trabaja mejor cuando ve recompensado su esfuerzo con algún gesto amable. Le vino a la cabeza el recuerdo de cómo Leopoldo había tratado a las esclavas que sacó del ingenio San Rafael para ponerlas a su servicio. En los últimos tiempos se preguntaba muchas veces cómo debían de sentirse todas esas negras y mulatas de la isla sabiendo que formaban parte de las propiedades de blancos altivos cuyo único mérito para creerse superiores a ellas era su fortuna y el color de la piel. De pronto sus pensamientos saltaron a Tomás. ¿Cómo habría logrado un hombre que reprobaba la esclavitud vivir en un ingenio azucarero que obtenía sus ganancias del trabajo de los esclavos? Había deseado preguntarle muchas veces por su estancia en la hacienda Flor de Majagua, pero desde que se recuperó del robo de su hijo y ya no requería los cuidados de un médico, Tomás la esquivaba. Incluso evitaba mirarle a los ojos, y cuando la examinaba en el cuarto de las bañeras, sólo le dedicaba las palabras justas que exigía la buena educación. Y ella lo que deseaba era estar cerca de él, hablarle de muchas cosas y gozar de la protección que él le brindó años atrás y no supo apreciar en su obcecado orgullo. Pero Tomás ya no le daba pie a confianzas. Era como si se hubiera parapetado detrás de un muro. O como si otra mujer acaparara ahora todo su interés.
Nada más salir del salón, Valentina se topó con madame Selene, que se deslizaba sobre las baldosas del patio con su andar señorial.
—Calipso —dijo la dama cuando llegó a su altura—, he admitido a una muchacha nueva y esta vez deseo que seas tú quien le enseñe todo lo que debe saber para trabajar en esta casa.
Valentina no se sentía con ánimos para instruir a una joven en apuros que seguramente jamás habría vendido su cuerpo a un hombre, como le ocurrió a ella cuando llegó a L’Olympe, pero nunca desobedecía a la dueña.
—Como desee, madame Selene —murmuró disimulando su desgana.
—Vamos a mi gabinete —continuó la madame, tomándola de un brazo—. Quiero que hoy la conozcas y mañana empieces a enseñarle. Ya ha estado en otras casas de placer, por lo que vaticino que se adaptará pronto.
Valentina se dejó arrastrar por la dueña. Una gran roca le aplastaba ahora el pecho y le dificultaba respirar. Solía ocurrirle con frecuencia desde que Leopoldo Bazán le robó a su hijo, y el único remedio para combatir esa tristeza súbita y paralizante era cargar aún más trabajo sobre sus hombros. Pero una cosa era desempeñar tareas rutinarias que le impedían cavilar y otra, adiestrar a una recién llegada.
Ante la puerta del gabinete, la madame se adelantó, abrió con energía y entró en la estancia. Valentina la seguía. La muchacha nueva, de pie junto al biombo chino, se miraba las manos como si estudiara cada pliegue de sus dedos. Sus ropas, burdas y muy gastadas, no lograban oscurecer la hermosura de sus facciones ni su esbelto talle. Tenía el pelo negro y lo llevaba recogido en un sencillo moño del que escapaban algunos bucles rebeldes. Al ver entrar a la dueña del burdel seguida por una joven, las miró con la calma de quien ha vivido mucho y no se descompone ante nada.
Valentina se acordó de cuando ella misma se vio de pie en medio de esa habitación, tan desnuda como su madre la trajo al mundo y expuesta al indiscreto escrutinio de la patrona. ¿Habría obligado madame Selene a la nueva a despojarse de toda su ropa, como hizo con ella?
De repente le pareció que había visto antes a esa muchacha, aunque no recordaba dónde había sido, y se dio cuenta de que la nueva la miraba con los ojos muy abiertos, como si tuviera delante a un fantasma regresado del más allá.
Tras un instante de vacilación, la muchacha despegó los labios y susurró:
—Valentina…
El corazón de Valentina dio un vuelco; no supo si por la sorpresa o por los tristes recuerdos que acababan de despertar al reconocer a su nueva compañera.
—Rosa, por Dios…
Las muchachas se fundieron en un abrazo ante la mirada estupefacta de madame Selene, que se rehízo enseguida y avanzó hacia ellas, decidida a retomar las riendas de la situación. No podía permitir que sus pupilas se llamaran unas a otras por el nombre verdadero. Una vez admitidas en L’Olympe, debían dejar atrás el pasado, como hizo ella en su día.
—Queridas, os recuerdo que mientras trabajéis en esta casa seréis Calipso y Amaltea —las recriminó con una pizca de irritación en la voz.
No le gustaba reunir en su casa a mujeres que ya se conocían de antes; podían convertirse en amigas inseparables, crear camarillas y urdir intrigas que acabaran con la paz del burdel. De joven había vivido una situación así y se había jurado evitar como fuera semejante peligro. De haber sabido que esa chica era amiga de Calipso, a buen seguro no la habría admitido.
Valentina soltó a Rosa y retrocedió un paso.
—Discúlpenos, madame Selene —dijo apresuradamente—. Vinimos de España en el mismo barco y…
—En nuestro oficio el pasado es un terrible lastre —la interrumpió la madame, todavía crispada—. Debéis deshaceros de él para siempre.
—Sí, madame Selene.
Rosa miraba a la jefa sin saber si también debía pedir disculpas o le convenía guardar silencio. Acabó decantándose por lo segundo.
La expresión de la dueña comenzó a suavizarse. Hasta esbozó una pequeña sonrisa.
—Os dejo un rato a solas para que habléis del pasado por última vez. Pero os advierto que a partir de hoy recibiréis un castigo si os sorprendo recordando vuestros viejos tiempos. —Abismó sus ojos transparentes en los de Valentina—. Dolores te avisará cuando sea la hora del baño. Y tú… —posó la mirada en Rosa, cuya seguridad en sí misma empezaba a resquebrajarse—, esta noche observarás cómo trabajan mis pupilas en el salón rojo. Calipso te explicará dónde tendrás que esconderte para que los clientes no te descubran.
—Sí… madame… —Rosa tragó saliva. Le resultaba ridículo el nombre que se había puesto la dueña; tan absurdo como el que en adelante tendría que usar ella. En ninguno de los burdeles donde había trabajado había visto tantos remilgos— Selene.
La dama les dedicó un apresurado movimiento de cabeza y abandonó el gabinete. Una vez a solas, las muchachas se sentaron en los sillones Luis XV y se miraron cohibidas. No sabían qué decirse. Rosa aprovechó el silencio para pasar revista a Valentina sin el menor disimulo. Concluyó que su antigua compañera de travesía había adquirido un aire etéreo y se movía con la elegancia de una dama de alcurnia. Eso le dio esperanzas de cara al futuro. A lo mejor había acertado presentándose en ese burdel para pedir trabajo. Posó la mano derecha sobre el antebrazo de Valentina y dijo con mucha suavidad:
—En el barco todos creíamos que Gervasio y tú habíais muerto de fiebres, aunque nadie se atrevió a hacer preguntas…
—Gervasio murió en mis brazos y ese diabólico capitán pelirrojo mandó que lo arrojaran al mar mientras todos dormíais —le reveló Valentina con voz desfallecida. Aún sentía dolor en algún punto de las entrañas cuando hablaba de la agonía de Gervasio—. A mí me obligó a esconderme en una cámara sucia y llena de ratas para que no me encontraran las autoridades de la aduana.
—¡Cuánto debiste sufrir, chiquilla! —Rosa le apretó el brazo con vehemencia—. ¿Recuerdas a ese doctor tan guapo que viajaba con nosotras en tercera clase? Él hizo cundir la voz de que si queríamos desembarcar en La Habana, nos convenía olvidar que habíais pisado el bergantín, porque si hablábamos de vosotros ante los aduaneros, nos devolverían a todos a España. Y estábamos tan asustados que nadie osó ni pronunciar vuestros nombres.
Valentina no tuvo ganas de contar a Rosa que Tomás la rescató después de que los marineros se desembarazaran de ella en el muelle de los Almacenes de Regla, ni que ella rechazó la propuesta de matrimonio que él le hizo.
—Tomás Mendoza está ahora en La Habana —se limitó a aclarar—. Viene una vez al mes a L’Olympe para examinar nuestro estado de salud.
Rosa no pareció sorprendida. Pocas cosas podían desconcertarla a esas alturas.
—Qué pequeña es esta isla, ¿verdad? —murmuró con amargura—. Tanto como la propia vida. Me fui de España para escapar de un burdel… y mírame ahora…
Al fin comprendió Valentina por qué en el bergantín Rosa nunca habló de su pasado.
—Por eso no nos contabas nada de ti durante la travesía —comentó en voz baja.
Rosa se encogió de hombros.
—¿Cómo iba a deciros que viajaba al Nuevo Mundo porque quería convertirme en una mujer respetable? —Apartó la mano del brazo de Valentina y la entrelazó con la que tenía apoyada sobre el regazo—. Tantos días de travesía y tantas penurias para comprobar que en el Nuevo Mundo tampoco hay una vida decente para mí —añadió con resignada tristeza.
Valentina asintió con la cabeza y susurró:
—En esta isla no nos quieren como sirvientas porque esa labor la desempeñan las esclavas. Tampoco podemos abrirnos camino como modistas porque ese oficio está en manos de las francesas. —Intercaló una sonrisilla mordaz y bromeó—: Además, no sabemos coser tan bien. Y ninguna dama noble nos contratará jamás para cuidar a sus hijos porque no hablamos inglés ni francés. Sólo se nos permite ser rameras o entretenidas…
—Pero los criollos pierden la cabeza por las mulatas —terció Rosa con ironía.
Las dos estallaron en carcajadas impregnadas de amargura. Cuando se extinguieron las risas, Rosa dejó caer:
—Estás muy guapa, Valentina. Parece que te va bien aquí.
—Éste es un buen burdel —respondió su amiga—. Ya lo verás… Y recuerda no volver a llamarme Valentina. Aquí soy Calipso.
—Y yo Amaltea —replicó Rosa, sofocando las ganas de reírse de ese estúpido nombre—. La madame me ha explicado que Amaltea era una mujer que poseía un cuerno lleno de frutas y flores. El cuerno de la abundancia, o algo así. —Calló y miró a su alrededor, temerosa de que alguien pudiera oírla, y dijo en voz baja—: ¿No está un poco trastornada esa señora?
—Madame Selene es la persona más lista que he conocido jamás. Y es muy buena con nosotras.
Rosa emitió una risilla cortante.
—He trabajado en muchos burdeles y ninguna madame fue buena conmigo jamás. La última nos robaba un buen bocado de lo que ganábamos. Hasta por el uso de las alcobas, por lavarnos las sábanas y por darnos de comer nos hacía pagarle buenos pesos. A la que protestaba le atizaba con un bastón y cada noche teníamos que entregarnos a muchos hombres, uno detrás del otro. Cuando comprobé que mis ganancias apenas me llegaban para ahorrar una miseria, recogí mis cosas, saqué un pasaje en el vapor que viene de Matanzas y escapé de ese infierno.
—De modo que has estado en Matanzas…
—Y en Cárdenas. También trabajé un tiempo en Santiago. He conocido muchas mancebías de esta isla y me sé al dedillo los gustos de los hombres criollos. ¿Y sabes qué, Valen… Calipso? Los hombres son igual de puercos en el Nuevo Mundo que en el Viejo.
Valentina no tuvo tiempo de responder porque llamaron a la puerta y Dolores asomó la cabeza.
—Señorita Calipso, es hora de que se prepare para esta noche.
La aludida se puso en pie deprisa y se alisó la falda.
—Ven conmigo —dijo a Rosa—. Te enseñaré dónde nos bañamos y nos ponemos guapas para recibir a los clientes. Después te diré cómo ocultarte para espiar lo que ocurre en el salón rojo. Estoy segura de que pronto te adaptarás a L’Olympe.
Rosa siguió a su amiga y sintió una pavesa de esperanza en su reseco corazón. Valentina, a la que había conocido vestida como una pordiosera en el bergantín Gran Antilla, ahora se desenvolvía con la elegancia de una dama; cuando se movía, sus bonitas y limpias ropas susurraban cantarinas como el agua de un arroyo, y la belleza de su rostro podía eclipsar con creces la de las engreídas damas a las que tanto envidiaba cuando las veía paseándose en esos feos carruajes antillanos de enormes ruedas. Si a partir de ahora la vida le concedía a ella una alcoba limpia, buena comida y clientes aseados con los que no se viera obligada a sofocar las náuseas, ¿qué podía importar que esa madame loca y remilgada la obligara a llamarse Amaltea?