2

Tomás cerró con llave el armario donde guardaba los medicamentos, depositó el llavero dentro de un cajón de su mesa escritorio y se dejó caer en la silla. A lo largo de la mañana había visitado a varios pacientes ricos en sus mansiones; las familias pudientes de La Habana, habituadas como estaban a que todo les fuera llevado hasta el salón de su casa, no acudían al médico ni iban a comprar a los comercios. Por la tarde había estado en L’Olympe examinando la salud de las pupilas de madame Selene y después había trabajado duro atendiendo en su consulta a enfermos que apenas lograban reunir unos pocos pesos para pagarle, aunque él les perdonaba los honorarios. A su regreso a La Habana, tras haber abandonado un ingrato trabajo en el ingenio Flor de Majagua, su primo Sebastián le había proporcionado pacientes muy ricos que le hacían ganar más dinero de lo que jamás habría osado soñar. Ahora vivía con la holgura de esos médicos gordos y comodones a los que siempre había despreciado, y curar a los menesterosos a cambio de nada acallaba el incesante runrún de su conciencia.

Se reclinó contra el respaldo y suspiró. Estaba muy cansado, pero sabía que su abatimiento no lo causaba el trabajo. Le apasionaba la medicina y no le importaba dedicar su vida a curar las indigestiones de los ricos, a abrirles los abscesos a los pobres, a entablillar los miembros rotos de los estibadores portuarios o a mitigar los sufrimientos de los moribundos de cualquier condición, porque cuando el pájaro de la muerte se posa en un hombro, de poco valen las riquezas. No, él amaba ese trabajo desde que de niño acompañaba a su padre a visitar a los enfermos. Era capaz de dedicarle a la medicina todo el día sin desfallecer, pero no podía resistir la mirada triste de Valentina cuando iba a L’Olympe a explorar a las muchachas. Bastante le costaba ya aceptar que la mujer a la que una vez propuso matrimonio era ahora una ramera codiciada por los caballeros más prósperos de La Habana como para cargar además con la culpabilidad que le atormentaba por no haber sabido protegerla en la noche de autos.

Esa tarde Valentina había acudido la última al cuarto de las bañeras, donde madame Selene mandaba colocar una vez al mes la gran mesa de madera sobre la que el médico hacía tenderse a las pupilas para reconocerlas. La joven había intentado entablar una conversación amigable, pero él sólo le había respondido con monosílabos. Al concluir la exploración, realizada en un silencio que hasta dolía de tan embarazoso, Valentina había clavado en él una mirada descorazonadora y había salido del cuarto murmurando «Adiós, doctor». Tomás sabía que su continuada actitud glacial la hería, pero ¿acaso era posible charlar amigablemente con una mujer que le mostraba su sexo desnudo, acostada de espaldas sobre una improvisada camilla, con las faldas arremangadas y las piernas abiertas como una invitación a adentrarse en la tentadora sima? ¿Acaso era posible comportarse como un médico honorable cuando deseaba a esa mujer tanto que temía perder la razón si la miraba más de la cuenta? Tomás se frotó los ojos; le escocían como si le hubieran arrojado un puñado de arena.

El chirrido que emitió la puerta de su consulta al abrirse le arrancó de su ensimismamiento. Vio entrar a Milagros, envuelta en el halo luminoso irradiado por la lámpara que sujetaba ante ella.

—Ya tiene lista la cena, doctor —anunció la mulata. Al sonreírle, la luz hizo parecer sus dientes aún más blancos.

Tomás le devolvió la sonrisa. Admiraba la habilidad de su criada para atender a las mil maravillas la casa que había alquilado en la calle Obispo y para ayudarle además con los enfermos sin que le impresionaran ni las pústulas más repugnantes. Ella se aproximó al escritorio y se quedó parada delante de él.

—Trabaja usted demasiado, doctor.

—Es mi obligación, Milagros.

La mulata no respondió. Opinaba que su patrón se tomaba demasiado en serio las cosas del deber. Un hombre que aún era joven y tan guapo como el doctor no merecía desperdiciar su vida y sus muchos conocimientos atendiendo a esos pobres malolientes que invadían su consulta cada tarde. ¿Y qué decir de la tontería de recorrer una vez al mes los burdeles de La Habana para combatir la propagación de las enfermedades propias de mujerzuelas? Si por ella fuera, ya habría reconducido la carrera de don Tomás hacia donde se concentraba la riqueza de la isla: las mansiones de la añeja aristocracia del azúcar. Cierto que gracias a las recomendaciones de don Sebastián, que sí poseía buena cabeza para los negocios, el doctor ya se había hecho con una extensa clientela entre las mejores familias de La Habana, pero no dedicaba el tiempo suficiente a medrar.

—Si no descansa, va a caer enfermo —refunfuñó con tal gracia que parecía una gata maullando.

Tomás se levantó con intención de ir al pequeño comedor donde Milagros solía poner la mesa; siempre sacaba algún mantel bordado y la fina vajilla que ella misma había encargado en algún comercio selecto de La Habana. A él le eran indiferentes esos refinamientos, pero loaba el buen gusto de la joven sólo por ver cómo se reflejaba la alegría en su rostro. Desde que Milagros trabajaba para él, la anodina casita alquilada se había convertido en algo muy parecido a un hogar, hasta le traía recuerdos del ambiente burgués en el que se crió y de sus difuntos padres. Años atrás había deseado alejarse de aquella vida que le ahogaba en su ordenada mediocridad. Sin embargo, ahora que se abría un océano entre él y su pasado, a veces echaba de menos el dulce olor que despedía el tabaco de pipa de su padre, la cara de muñeca que se pintaba su madre en su afán de presumir, y los tapetitos de ganchillo que cubrían los respaldos de los sillones donde se sentaban los dos por las noches.

Andaba tan absorto en sus recuerdos que tardó en advertir que Milagros no se había hecho a un lado para dejarle pasar: la tenía justo delante de él, tan cerca que por primera vez advirtió lo joven que era y cuán verdes eran sus ojos. Reparó en la tostada tersura del cutis, en el nácar de sus dientes bien alineados y en el profundo abismo que permitía atisbar el escote de la bata que la envolvía como una neblina matinal. Brotaron de golpe los impulsos que esa tarde había despertado Valentina en él y que tan duramente había reprimido. Cuando quiso darse cuenta de lo que estaba haciendo, sus labios ya se habían posado sobre la carnosa boca de Milagros y su lengua se enredaba con la de su criada, que le recibió gozosa mientras dentro de su cabeza agradecía a Yemayá que hubiera atendido los rezos con los que la había invocado durante tantas noches de anhelo.

Tomás quitó a Milagros la lámpara de la mano y la depositó sobre el escritorio. Después condujo a la muchacha hacia la camilla donde examinaba a los enfermos, tiró al suelo la sábana que la cubría e hizo tenderse a la joven sobre el improvisado lecho. Le levantó el vestido hasta la altura de los pechos, tal como había deseado hacerle a Valentina, y diseminó sobre el vientre de café con leche todos los besos que se guardó en el cuarto de bañeras de L’Olympe. Ella se dejó lamer y acariciar con dulce pasividad, retorciéndose ante los labios ansiosos de Tomás como una gata juguetona, y él dio rienda suelta a los impulsos varoniles que le apremiaban desde que se reencontró con Valentina convertida en prostituta de un burdel de altos vuelos. Arrancó a Milagros los blúmer y se despojó con premura de pantalones y ropa interior; luego se subió a la camilla e introdujo el miembro hambriento dentro de su sirvienta, que rodeó su cintura con las piernas como si deseara convertirlo para siempre en su prisionero. Tomás cerró los ojos y en la cara interior de sus párpados se perfiló la imagen que invadía sus sueños noche tras noche.

—Valentina, amor mío… —susurró, y las lágrimas comenzaron a deslizarse por sus mejillas.

Milagros le oyó murmurar ese nombre de mujer que no era el suyo y le apretujó con más fuerza entre sus piernas mientras elevaba su pubis a saltos rítmicos y vehementes para evitar que ese hombre escapara de su interior. Le amaba desde el mismo día en que empezó a trabajar en esa casa y no pensaba permitir que nadie se lo arrebatara.

Tomás siguió descargando en su sirvienta el deseo desesperado que Valentina había sembrado en él, hasta que alcanzó la cúspide y su miembro se apagó como una lámpara cuando se consume el aceite. La cancerbera despegó entonces las piernas para que pudiera bajar de la camilla. En cuanto sus pies se posaron en el suelo, Tomás recogió sus pantalones y se los puso apresuradamente. Cubrió las vergüenzas de Milagros colocándole bien el vestido, que en su arrebato le había arremangado encima del pecho, y, con súbito abatimiento, se quedó apoyado contra la camilla, de espaldas a la muchacha, que seguía acostada y no apartaba de él sus ojos de gata. Él se sintió taladrado por esa mirada penetrante y no se atrevió ni a alzar los párpados. Le avergonzaba haber caído en la tentación. Se había comportado como hacían los blancos en el ingenio Flor de Majagua: convertían a las esclavas más hermosas en sus amantes y las montaban siempre que se les antojaba, hasta que se cansaban de ellas y las arrojaban al duro trabajo en los cañaverales. Él se había jurado no volver a caer jamás en esa ignominia, pero ahora acababa de aprovecharse de una mujer que le servía y, por lo tanto, se hallaba a su merced. Tomó aire, levantó la cabeza e instó a la mulata a incorporarse. Mientras ella se ponía en pie y se arreglaba con las manos la bata revuelta, Tomás se armó de valor y dijo:

—Perdóname, Milagros. Esto no debería haber ocurrido. Me he comportado como un rufián, pero te compensaré.

Ella intuyó que no le convenía absolver tan pronto al compungido doctor. Bajó la mirada fingiendo humildad y caminó en silencio hasta el escritorio. Alzó la lámpara que Tomás había dejado allí después del primer beso y murmuró:

—Voy a calentar su cena, doctor…

Abandonó la consulta sin mirarle, mientras rumiaba en su cabeza que, como sus rezos a Yemayá no habían bastado para dominar la mente del doctor, había llegado la hora de acudir a Leona, su amiga santera, para que le ayudara a conmover a Yemayá, la orisha que representaba el amor y la maternidad. La madre del mundo y la señora de las aguas, cuyo cuerpo se movía como las olas del mar. La deidad que le ayudaría a atrapar al hombre que le estaba destinado.