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La Habana, finales de marzo de 1861

Era una noche como otra cualquiera en el salón de L’Olympe. Los caballeros fumaban los costosos habanos de la casa, bebían el ron que la astuta madame Selene hacía pasar por jamaicano y charlaban sobre la bajada de los precios del azúcar ante la competencia de la remolacha y sobre lo difícil que se había vuelto la compra de esclavos. Mientras tanto, esperaban a que las alegres muchachas hicieran su entrada para distraerles de su realidad con una noche de lujuria pecaminosa.

En la ciudad de La Habana, los afortunados que podían permitirse frecuentar el Gran Teatro Tacón todavía hablaban del impresionante festival que había organizado en febrero el compositor Luis Moreau Gottschalk, originario de Nueva Orleans, para estrenar su sinfonía Una noche en el trópico. En lugar de orquesta, sobre el escenario fueron alojados cuarenta pianistas, entre los que se contaba lo mejorcito de la escena musical cubana, como Espadero, Saumell, Desvernine, Cervantes, Edelmann, Laureano Fuentes, más otros músicos menos conocidos. La percusión corrió a cargo del rey del Cabildo de Negros Franceses, traído desde Santiago para la ocasión con todos sus tamboreros. Gottschalk era el primer músico culto que se había atrevido a incluir los tambores de los negros en una partitura sinfónica y en la ciudad aún no se habían callado las voces que criticaban tamaña osadía.

En el burdel, en cambio, de un tiempo a esa parte las conversaciones de los caballeros se centraban en un tema que a todos causaba gran inquietud: el maldito Abraham Lincoln y su cruzada contra la esclavitud. Desde que había sido elegido presidente de Estados Unidos en noviembre del año anterior, siete estados del Sur se habían separado ya de la Unión y habían creado los Estados Confederados de América. Don Saturnino Céspedes, un gordo plantador que poseía un ingenio en la llanura de Matanzas (aunque acababa de trasladar su residencia a una lujosa mansión de La Habana y, sobre todo, a las alcobas de L’Olympe), mantenía vivo su fervor anexionista cuando casi ninguno de sus afines creía ya que Estados Unidos fuera a comprar Cuba para convertirla en un estado más de la Unión. Don Emiliano Puebla, que también dejaba su hacienda en manos de un administrador porque odiaba la apartada vida campestre, solía jactarse de recibir noticias frescas de Nueva Orleans y nunca perdía la oportunidad de humillar al iluso de Céspedes. ¿Cómo podía creer todavía en el anexionismo?, se burló, con las puntas de los pulgares metidas en los bolsillos de su chaleco de lino. ¿Acaso no había declarado tiempo atrás Lincoln, ese paleto del Norte, que jamás compraría la isla de Cuba mientras allí persistiera la esclavitud?

—Eso me huele a guerra civil —murmuró con voz temblona don Vicente Ribeiro, el más anciano de los clientes de L’Olympe desde que una apoplejía segó en plena misa dominical la vida de don Aureliano.

Don Vicente frunció la nariz, como si ya olfateara el hedor de la guerra, y dio una fuerte calada a su habano. Enseguida le sacudió una horrenda tos y entre los presentes cundió el temor a que el vejete les estropeara la noche pasando a mejor vida ante sus ojos. Uno de los caballeros le alargó un vaso de ron. El anciano se lo llevó a la boca entre fuertes toses y temblores que le hicieron derramar casi la mitad del preciado líquido sobre sus caros zapatos franceses.

Cuando el rostro de don Vicente recuperó su color normal, los caballeros del corrillo respiraron aliviados y se enredaron en un encarnizado debate sobre cómo afectaría a sus negocios que las desavenencias entre Norte y Sur precipitaran a Estados Unidos a una guerra civil.

Mientras hablaban, lanzaban miradas impacientes hacia la puerta, mordisqueaban sus cigarros y empezaban a enojarse con las furcias de madame Selene, que parecían complacerse en hacerles esperar.

Valentina ya se había asomado tres veces al salón, oculta detrás de los pliegues del cortinaje de terciopelo rojo que cubría parte de la puerta. Era la primera vez que iba a trabajar después de la funesta noche en la que Leopoldo le robó a su hijo. Llevaba un vestido de fina seda azul que le había hecho confeccionar madame Selene. La prenda poseía un amplio escote, diseñado para mostrar a los clientes gran parte de sus senos, incólumes a pesar del embarazo y de lo mucho que había sufrido después. La madame afirmaba incluso que, con la maternidad, el cuerpo de su pupila favorita había adquirido una nueva y misteriosa voluptuosidad que sin duda los clientes apreciarían en cuanto la vieran.

Tras haber escrutado a los caballeros, que conversaban agrupados en corrillos, Valentina se sentía tan nerviosa como cuando tuvo que iniciarse como ramera yaciendo con el anciano don Aureliano. La madame le había insistido ese mediodía en que aguardara un tiempo hasta que se hubiera recuperado del todo, pero Valentina no quería sentirse una carga para nadie. Sabía que, por mucho que descansara, su corazón desgarrado no iba a sanar nunca. Mientras viviera, llevaría clavado el dolor por todo lo que le había arrebatado Leopoldo Bazán. Salió de entre los pliegues de la cortina y se deslizó furtivamente hasta el traspatio. La agitación le había dado sed. Entró en la cocina, donde la negra Candela trajinaba afanosa, asistida por otras dos esclavas, y la fulminó con una mirada desaprobadora. No le gustaba que las pupilas entraran en su reino de fogones y cacerolas. En la vida cada cual debía mantenerse en su lugar. ¿Acaso irrumpía ella en las alcobas cuando las muchachas desplegaban sus artes amatorias con los clientes?

—Niña Calipso, ¿cómo tú entras en mi cocina?

—Tengo mucha sed, Candela.

La negra meneó la cabeza, sacó un vaso de la alacena y lo llenó con agua fresca del tinajero. Se lo tendió a Valentina, que bebió hasta la mitad y lo dejó sobre la gran mesa de madera en la que Candela igual amasaba pan que desplumaba pollos o pelaba granadas.

—Ahora tú debes volver al salón —la apremió Candela—. Madame Selene se va a enfadar…

Valentina miró a la negra y asintió con la cabeza. Junto al labio inferior, la inmaculada piel marrón de Candela lucía la cicatriz que le había dejado el puñetazo de Leopoldo Bazán. Siempre que Valentina veía a la cocinera, sus ojos volaban como pájaros insensatos sobre esa línea de brillo nacarado cuya visión le llenaba la boca de un sabor amargo. Apartó la mirada y salió de la cocina sin decir nada.

Mientras atravesaba el patio, volvió a desfilar ante sus ojos lo ocurrido el día en que dio a luz al pequeño Gervasio. Desde entonces había procurado mantener vivos en la memoria los instantes dulces que le regaló el pequeño, pero había comprobado que los recuerdos buenos le dolían tanto como los malos, porque sabía que a cada día transcurrido quedaban más lejos en el tiempo. Muchas veces había fantaseado con introducirse furtivamente en la mansión de Leopoldo, llevarse a Gervasio y huir con él a España. Pero siempre se imponía el desánimo. Aunque lograra llevar a cabo su propósito, ¿qué otra cosa podía ofrecerle ella a su hijo que no fueran sinsabores? Siendo el primogénito de Leopoldo Bazán, el pequeño formaría parte de la más arraigada nobleza azucarera de la isla y sería educado con todos los privilegios de un caballero. Desde la más tierna infancia tendría el mundo postrado a sus pies y sería él quien humillara a los demás, en lugar de ser pisoteado como un escarabajo desde la cuna. Contra eso no podía luchar una sirvienta devenida en ramera.

La noche del asalto de Leopoldo y sus secuaces había dejado huella en todos los que estuvieron cerca de Valentina. Pese a su gran fortaleza física, Gabriel había tardado semanas en recuperarse de la paliza que le dieron los hombres de Leopoldo. La negra Candela, que siempre se había jactado de ser fuerte como un roble, tuvo que resignarse a guardar cama durante días por las contusiones que le habían producido las patadas del niño Leopoldo. Incluso Tomás se vio obligado a pedir ayuda a otro médico hasta que su costilla rota soldó lo suficiente para que pudiera reanudar sus quehaceres con la energía de siempre.

Sin embargo, la que más preocupó a madame Selene fue Valentina, que pasó tres días delirando, consumida por una fuerte calentura que hizo temer a Tomás lo peor. En vista de su gravedad, la madame mandó que acostaran a la joven en su propia alcoba y sólo se separaba de ella cuando Tomás, desoyendo la prudencia que él mismo habría aconsejado a cualquier paciente, se hacía conducir en carruaje de alquiler hasta L’Olympe para examinar a los heridos y permanecer un rato junto a Valentina. La fiebre remitió al fin, pero dejó a Valentina enflaquecida y sumida en una profunda apatía de la que no lograba sacarla ni el gato Zeus, que se había instalado en un flanco de la cama y de vez en cuando le lamía el brazo izquierdo con su lengua rasposa.

Superada la fiebre, la nueva preocupación de madame Selene y Tomás consistió en lograr que comiera algo. Tres semanas después de la terrible noche, Valentina había adelgazado aún más y profundas ojeras de color violeta se curvaban bajo sus ojos. Una mañana, sobresaltó a madame Selene incorporándose con brusquedad en la cama. Se quedó sentada, con la espalda apoyada contra el cabezal, miró a su protectora y le rogó, con voz apenas audible, que la llevara en su quitrín hasta la calle donde vivían los Bazán. Quería acechar desde algún lugar discreto quién entraba y salía de la mansión, por si alguna niñera sacaba a pasear a su hijo y ella podía verlo aunque fuera desde lejos. La madame, horrorizada ante semejante disparate, se negó con rotundidad. Valentina rompió a llorar y volvió a aislarse en su dolor hasta que llegó Tomás y le hizo a él la misma petición. El médico se quedó paralizado, dejó caer la mirada sobre el dorso de sus manos y permaneció mudo. Cada vez que se sentaba junto a la cama de Valentina, la densa tristeza de la joven le impregnaba como la humedad que emerge del mar y se introduce en los huesos, y entonces se culpaba un poco más por no haber sabido protegerla aquella noche. De no haber caído en la burda trampa que le tendieron —se reprochaba en todo momento—, ese rico malnacido nunca habría logrado llevarse al niño.

Entre silencios brumosos se fueron deslizando las semanas en la alcoba de la enferma, hasta que una mañana Valentina despertó empujada por un inesperado brote de vigor que le instó a abandonar la cárcel de las sábanas. Tomás y madame Selene pensaron que por fin empezaba a recuperar las ganas de vivir. No podían saber que sólo un odio encarnizado la movía. Mientras yació apática en el lecho de madame Selene, se había propuesto destruir a Leopoldo Bazán aunque con ello forjara su propia perdición. Únicamente eso había arrinconado su deseo de morir.

Cuando Tomás vio que Valentina empezaba a salir del pozo, fue espaciando sus visitas hasta reducirlas a lo imprescindible. A ella no le sorprendió el brusco abandono. Estaba segura de que Tomás había perdido todo interés por ella al saber en qué se había convertido. Incluso lo comprendía, pues cada día se despreciaba más a sí misma. Pero eso no evitaba que añorara su presencia junto al lecho. De haber podido retroceder en el tiempo, habría regresado a la tarde en la que él le propuso matrimonio en el abigarrado patio de la mulata Juana y le habría dado el sí. Pero si algo había aprendido a lo largo de la vida era que ésta nunca permitía volver atrás para enmendar las decisiones equivocadas.

Durante su lenta recuperación, Valentina charlaba todas las tardes con madame Selene en el gabinete. En realidad, la que hablaba sobre bagatelas entre trago y trago de ron era la dama de nieve; Valentina fingía escuchar mientras daba sorbos al brebaje reconstituyente que le preparaba la negra Candela con la aprobación de Tomás. La dueña sabía, gracias a la habilidad de Candela para sonsacar a las esclavas de la familia Bazán en el mercado, que el hijo de Valentina crecía sano y fuerte en la quinta de El Cerro y se había convertido en el ojito derecho de su padre, tan obsesionado por su bienestar que él mismo vigilaba de cerca a la nodriza, cuya leche debía suplir los yermos pechos de Carlota O’Farrill, y a la niñera norteamericana que había contratado. Leopoldo había tomado una nueva amante, una cocotte francesa recién llegada a La Habana con una compañía de variedades que estaba de gira por el Caribe, y la había alojado en la casa alquilada a su amigo, el poeta abolicionista que seguía en el exilio. Todos los esclavos de la familia sabían que ya no yacía con el espectro en que se había convertido Carlota desde el parto. Para ninguno de ellos era un secreto que el amo no soportaba siquiera mirar a su esposa y había ordenado que se instalara en una alcoba del ala más alejada de la mansión, junto a la estancia donde su madre llevaba años consumiéndose de soledad y tristeza. Madame Selene pensó que, de nuevo, uno de los hombres Bazán había forjado la desgracia de su esposa y, con los años, convertiría al hijo de Valentina en otro lobo, porque quien se criaba entre depredadores acababa siendo uno de ellos. Pero jamás compartió lo que sabía con su pupila. Se había jurado no causarle más disgustos mencionando al niño Leopoldo en su presencia.

—¡Calipso, espera!

Valentina había atravesado el patio y estaba a punto de ocultarse de nuevo detrás de la cortina de terciopelo granate, cuando la asaltó la voz de madame Selene. Se dio la vuelta y vio que la patrona la miraba con ternura maternal.

—Niña —susurró—, ¿estás segura de que deseas entrar ahí esta noche? Nadie sabe que has vuelto y no te he prometido a ningún caballero. Aún puedes retirarte y descansar unos días más.

—Estoy preparada, madame Selene. Es hora de que me gane el sustento.

Los labios de la madame esbozaron un apunte de sonrisa en las comisuras. Recordaba haberle dicho eso mismo a Valentina cuando, dos años atrás, le comunicó que había concluido su tiempo de aprendizaje y debía empezar a trabajar.

—Bien, en ese caso te presentaré sin dilación a don Saturnino. —La madame bajó la voz aún más para que nadie pudiera oírla—. Es un plantador algo obtuso de mente. Sus gustos son tan simples como él mismo, no te dará quebraderos de cabeza en tu primera noche. Sólo debes saber esto: le apasiona que la mujer le cabalgue con ímpetu y le azote usando una fusta, como se hace con los caballos. Si le complaces en eso, lo tendrás ganado para siempre. Ya he mandado que te dejen una fusta junto al lecho. ¿Vamos?

Valentina asintió sin decir nada. La madame la tomó de un brazo y la llevó dentro del salón, donde las otras muchachas ya hacían carantoñas a sus respectivos clientes antes de conducirlos a las alcobas perfumadas con esencias afrodisíacas, donde les ofrendarían todo aquello que jamás debía prodigar una buena esposa.