La noche mecía a La Habana entre sus brazos, aderezados con estrellas refulgentes. Dos lámparas derramaban sobre el lecho una luz amortiguada que difuminaba los contornos. La negra Candela había hecho beber a Valentina un tazón de caldo, recién traído de la cocina de L’Olympe, que la había ayudado a conciliar un sueño profundo y libre de miedos. Por primera vez en muchos meses, su respiración había sido tranquila y acompasada. Cuando despertó, se incorporó un poco y buscó a su hijo con la mirada. El pequeño ya no yacía en el cajón de la cómoda. Le habían acostado en un cestillo de mimbre adornado con volantes de algodón blanco y lazos azules. Valentina desvió la vista hacia la comadrita. Tomás ya no estaba, su sitio lo ocupaba ahora madame Selene. Su antigua patrona le sonrió.
—El niño está bien, Valentina. Unos vecinos del doctor, que le están muy agradecidos por lo mucho que les ha ayudado, nos han prestado este capazo. Por el momento ellos no lo necesitan.
La madame se puso en pie. Hizo levantar la cabeza a Valentina para mullir las almohadas y las dispuso de manera que pudiera incorporarse un poco. Aún se enfurecía cuando pensaba en el daño que el bastardo de Leopoldo Bazán había hecho a la ingenua Calipso. Al mismo tiempo, se alegraba de que ese malnacido le hubiera dado la espalda. Eso liberaría poco a poco a Valentina de su nocivo hechizo. A veces, incluso albergaba la esperanza de que la joven volviera a L’Olympe para convertirse algún día en su sucesora. Era la única de sus muchachas en cuyas manos pondría el negocio con los ojos cerrados, porque estaba dotada de buena cabeza y poseía principios.
Valentina volvió a hundirse entre los almohadones. Se sentía mejor, aunque aún se mareaba un poco cuando levantaba la cabeza. Miró a su protectora y le hizo la pregunta que le quemaba la lengua desde el instante en que había abierto los ojos.
—¿Dónde está Tomás?
Madame Selene, que se había vuelto a acomodar en la mecedora, reprimió una sonrisa astuta.
—El doctor ha salido a atender a un enfermo. Regresará más tarde para quedarse toda la noche, junto con la negra Candela y Gabriel. —En la mirada de la madame refulgió un brillo pícaro—. El doctor y tú ya os conocíais, ¿no es cierto?
Un velo de lágrimas enturbió la vista de Valentina al recordar la ayuda que le prestó Tomás dos años atrás y la respuesta orgullosa que ella le dio cuando le propuso matrimonio. Ahora que se habían reencontrado, había adquirido conciencia de que ya entonces se había sentido atraída por Tomás pero se había negado a aceptarlo. Y de lo estúpida que había sido al rechazarle. Se limpió los ojos y tragó saliva para ahuyentar el llanto. No merecía la pena llorar por algo que no tenía enmienda.
—Hicimos la travesía desde España en el mismo bergantín. Él… me ayudó mucho cuando murió mi marido.
—Es un buen hombre —comentó la madame— y uno de los mejores médicos con los que he tratado. Y desde luego es muy apuesto. Todas las chicas de L’Olympe, hasta las más veteranas, se ponen nerviosas cuando les llega el turno de que las examine. —El brillo pícaro se intensificó en sus ojos—. Sólo hace unos meses que se estableció en La Habana y ya se disputan sus servicios las familias más adineradas de la ciudad. Sin embargo, él siempre halla tiempo para atender a los más necesitados y se ha hecho cargo de la labor que ejercía el doctor Carballo en L’Olympe y otras casas de placer.
Valentina recordó sus agradables charlas con el viejo cascarrabias.
—¿Es que el doctor Carballo se ha retirado?
—Murió el verano pasado. La vieja esclava que atendía su casa le halló una mañana sin vida en la cama.
La noticia entristeció a Valentina. Había albergado un sincero afecto por aquel hombre que soñaba en voz alta con la independencia de Cuba. El súbito llanto del bebé distrajo su atención.
—Tendrá hambre —conjeturó la madame—. El doctor ha dicho que le amamantes siempre que te lo pida.
Se levantó, saco al pequeño del capazo, con sumo cuidado porque temía que se le cayera, y se lo tendió a Valentina. Regresó a su sitio. Desde allí contempló en silencio —y con algo de envidia— el vínculo que ya unía a madre e hijo. Hacía muchos años que se había resignado a morir sin haber conocido la maternidad, pero siempre le causaba una emoción triste ver a una mujer dando el pecho a su retoño.
Tras haber saciado al pequeño, Valentina le meció un poco sobre el hombro izquierdo para que expulsara los gases, tal como le había enseñado Tomás, y se lo devolvió a madame Selene. Viendo a la dama depositar a la criatura dentro del capazo, se quedó dormida otra vez.
Cuando despertó de un sueño tan profundo como la misma muerte, al principio no recordó dónde estaba. Se frotó los ojos y miró a su alrededor. La luz de las lámparas, tamizada por las tulipas de cristal tallado, dibujaba sombras caprichosas en las paredes. Ante la ventana, la cortina de gasa blanca se mecía a voluntad del tenue soplo de aire que entraba desde la calle. Valentina se acordó entonces de que esa tarde había nacido su hijo. Una nueva vida, que llenaría de amor y esperanza el vacío que la invadía desde que descubrió el verdadero rostro de Leopoldo Bazán. Al pensar en él, sintió un aguijonazo de alarma. Se apoyó sobre un codo y levantó la cabeza. Una sonrisa se abrió en sus labios y barrió el miedo. Junto a la cama, el niño dormía en su capazo de mimbre. A su lado, Tomás, sentado de nuevo en la comadrita, la miraba con una dulzura que la llenó de dicha.
—El pequeño está bien. No he visto a muchos recién nacidos tan tranquilos. ¿Quieres incorporarte un poco?
Valentina asintió con la cabeza. Tomás se levantó, le arregló las almohadas y le ayudó a sentarse en la cama.
—¿Y madame Selene? —preguntó Valentina.
—Ha regresado a L’Olympe. Esta noche espera a un grupo de plantadores de Matanzas. Pero no temas. En el zaguán vigila Gabriel, y la negra Candela se ha adueñado de la mecedora del patio. Si afinas el oído percibirás sus ronquidos. Parece un marinero borracho de ron.
Valentina se sorprendió al oír sus propias carcajadas. ¿Cuánto tiempo hacía que no reía así?
—¿Deseas comer algo? —preguntó Tomás con delicada solicitud—. La negra Candela ha traído víveres para alimentar a un batallón de infantería.
Ella sacudió la cabeza. Aún no tenía hambre.
—¿Es muy tarde?
Tomás tiró de la leontina que asomaba de un bolsillo de su pantalón y sacó el reloj de plata que había comprado en La Habana con sus primeros ahorros. Lo abrió, miró la esfera y respondió:
—Más de medianoche.
De pronto, varios golpes de aldaba se expandieron por la casa. Valentina dio un brinco en la cama. También Tomás se sobresaltó, aunque fingió tranquilidad cuando guardó el reloj y se levantó de la comadrita, que siguió meciéndose como movida por la mano de un espíritu. Un escalofrío recorrió la espalda de Valentina y la hizo temblar.
—Voy a comprobar quién llama —dijo Tomás—. Tal vez sea alguien que viene de parte de madame Selene.
Valentina le vio salir y la asaltó un mal presagio.
Cuando Tomás llegó al zaguán, la gigantesca silueta de Gabriel se recortaba contra la luz que las farolas de gas introducían desde la calle a través de la puerta abierta. Una llorosa voz de mujer decía algo que Tomás no logró entender. El médico atravesó el recibidor en tres zancadas y se paró junto al grandullón de Gabriel, a cuyo lado se sentía diminuto como una pulga.
—¿Qué ocurre?
—¡Doctó’, debe vení’ enseguida! —exclamó la desconocida con voz zalamera, antes de que Gabriel pudiera responder—. Mi niño e’tá muy enfermo. Morirá si no lo ve un médico.
Tomás observó con atención a la extraña que se había plantado en el hueco de la puerta. Era una mulata todavía joven, de carnes algo recias pero bien distribuidas. Llevaba un ancho vestido blanco que incluso en la penumbra se veía arrugado y no demasiado limpio. Su cabello despeinado le recordó a las imágenes de la Gorgo Medusa que ilustraban los libros de mitología griega de su infancia. Gesticulaba nerviosa y a cada movimiento de manos tintineaban las pulseras de abalorios que adornaban sus muñecas.
—Mujer, no tengo aquí caballo ni carruaje —protestó Tomás, aunque con escaso ímpetu. Su sentido del deber se hallaba demasiado arraigado en él para que intentara desembarazarse de un enfermo.
—No es nesesario, doctor. Mi casa e’tá muy cerca, podemos ir caminando.
Tomás se resignó con un encogimiento de hombros. No quería alejarse de Valentina esa noche, pero como médico no podía negarse a auxiliar a quien le necesitara.
—¿Cómo sabía dónde encontrarme?
—Me lo dijo su enfermera, doctor.
Tomás no recordaba haber dicho a Milagros, la joven mulata a la que había contratado para atender su casa y ayudarle en la consulta, que revelara a los pacientes dónde podían hallarle. La dolencia del enfermo debía de ser realmente grave para que esa mujer hubiera logrado sonsacar a la desconfiada Milagros.
—Espéreme aquí un instante.
Gabriel empujó a la intrusa fuera del hueco de la puerta y cerró sin contemplaciones.
—No acuda, doctor —le advirtió Gabriel en voz baja—. No me gusta esa mujer.
—Debo ir, hombre. Es mi deber.
El fornido negro no insistió. Se limitó a sentarse en la silla que había colocado junto a la puerta, meneando la cabeza en silencio y muy inquieto. Siempre le había parecido algo blando el nuevo médico. El viejo Carballo sí habría sabido imponerse. Seguro que se habría desembarazado de esa pesada en un santiamén.
Tomás atravesó el patio bañado por la luz de la luna, pasó por delante de la negra Candela, que seguía roncando en su mecedora, y entró en la alcoba donde Valentina le aguardaba temerosa. Se sentó en el borde de la cama y le tomó una mano. El calor de su piel provocó a Valentina un placentero escalofrío que ahuyentó por un instante los malos augurios.
—Debo atender a un enfermo grave, Valentina, pero regresaré en cuanto acabe.
El corazón de la joven dio un brinco.
—¡No vayas, Tomás! Tengo mucho miedo.
—Es mi obligación. Se trata de un niño. Imagina que muere por no haberle atendido. No me lo perdonaría jamás.
Valentina bajó la mirada para ocultar su angustia.
—No te preocupes —intentó calmarla él—. Gabriel posee la fuerza de dos hombres y cuidará bien de vosotros… Y luego está Candela, que tampoco anda manca…
Soltó su mano, sembró en la mejilla de la joven una fugaz caricia que le hizo latir el corazón más deprisa y se levantó. Alzó el maletín de médico que había dejado junto a la cama nada más llegar esa noche, dedicó a Valentina una última sonrisa y abandonó presuroso la estancia.
Antes de salir al zaguán, se detuvo en el patio para avisar a Candela de que iba a marcharse. Medio paralizada por el sueño, al principio la negra no entendió nada. Por fin, asintió con la cabeza, despegó sus orondas carnes de la mecedora y se arrastró hasta el dormitorio. Con los ojos entrecerrados y sin hablar, se dejó caer sobre la comadrita, que emitió bajo su peso un lamento de animal herido. Enseguida se volvió a dormir.
Valentina, sumida en la angustia provocada por la extraña visita y rumiando pensamientos disparatados mientras los rítmicos ronquidos de la negra Candela rompían la quietud de la noche, acabó cayendo en una agitada duermevela.
Una sucesión de golpes la despertó. Asustada, levantó la cabeza y aguzó el oído. El corazón le zarandeaba el pecho con fuerza y por un instante creyó que esos ruidos eran sus propios latidos. Pero los golpes no nacían dentro de ella. Eran reales y llegaban desde la zona del zaguán. Parecía como si algún mueble, o tal vez una pieza de loza, se hubiera estrellado contra el suelo. Valentina recordó que ante las paredes de azulejos de la entrada había dos mesitas redondas, de patas muy largas, que sostenían sendos jarrones de porcelana fina decorados con extraños dibujos; según le explicó un día Leopoldo, procedían de un país muy lejano llamado China. ¿Los habría tirado Gabriel en un descuido?
Oyó el grito de un hombre. No, se corrigió al instante, eran dos los que vociferaban. Reconoció la voz de Gabriel, que enseguida se ahogó en un gemido sobre el que se impuso una mezcla de gruñidos e increpaciones. Alguien había irrumpido en la casa con intenciones malvadas. ¿Serían vulgares ladrones? ¿O era Leopoldo, que venía a llevarse a su hijo? Debía despertar a Candela para que pusiera a salvo al pequeño. Desafiando la debilidad que aún pesaba sobre sus miembros, se incorporó, bajó los pies descalzos al suelo y se quedó sentada en la cama. Respirando hondo porque se había mareado, alargó una mano, la cerró sobre uno de los brazotes de la negra y la sacudió reuniendo todas sus menguadas fuerzas. Candela emitió un gruñido, pero ni siquiera se movió. Valentina oyó cómo se aproximaban a la alcoba unos pasos enérgicos. Presa ya del pánico, desistió de despertar a Candela y levantó la mirada.
En el hueco de la puerta se perfilaba la silueta de un hombre. Conforme fue adentrándose en la estancia, su rostro quedó iluminado por la luz de las lámparas. Sus ojos claros, de expresión fría, se posaban sobre Valentina, mientras los labios torcían una mueca que le daba aspecto de lobo. El grito de Valentina consiguió lo que no había logrado antes su mano: arrancar a Candela del sueño. Incluso medio dormida, la negra poseía un instinto natural para percibir el peligro. Comprendió lo que ocurría antes de haber abierto los ojos del todo. Saltó de la comadrita con insospechada agilidad y se abalanzó sobre el intruso. Sólo después de haberle golpeado y haberle marcado las uñas en la cara, reconoció al niño Leopoldo, cuya belleza siempre alababan las pupilas de L’Olympe. Lejos de asustarse, se enfureció tanto que le pegó con más saña.
Leopoldo había encajado los primeros golpes paralizado por la sorpresa. Después de haberse deshecho de ese médico crédulo y de que sus hombres hubieran reducido a palos al gigantón del zaguán, en quien había reconocido al vigilante de L’Olympe, no había esperado que hubiera nadie más protegiendo a Valentina. Y menos aún, una negra gorda y peleona. Pero la sorpresa se disipó pronto y dio paso a la ira por la que tanto le temían quienes le conocían. ¿Cómo osaba una miserable esclava arañarle el rostro con sus sucias uñas? Propinó a Candela un puñetazo tan fuerte que a la pobre no le sirvió de nada ser robusta como un hombre. Cayó de espaldas y se golpeó la cabeza contra la mesilla de noche, a cuyos pies se desplomó hecha un gran ovillo. Leopoldo desahogó su cólera a base de puntapiés. No cesó de patear a la negra Candela hasta que dos blancos malcarados y peor vestidos irrumpieron en la habitación. Entonces levantó la vista de su víctima y preguntó:
—¿Habéis atado bien a ese maldito negro?
—Sí, señor —respondió uno de ellos, y se rió a carcajadas—. Tardará en despertar, si es que despierta.
—Sacad a esta negra al patio y atadla a una columna. Y mirad en el resto de la casa por si queda alguien más con ganas de recibir golpes.
Entre risotadas roncas y desafinadas, los dos malhechores tomaron a la negra Candela por los hombros y la arrastraron fuera del patio como si llevaran una res muerta.
Valentina había observado lo sucedido paralizada por el miedo. De pronto, reaccionó. Miró hacia el capazo donde su hijo dormía como si nada hubiera ocurrido. Un único pensamiento ocupó su mente: debía poner a salvo al pequeño Gervasio. Intentó levantarse, pero su cuerpo no respondió.
Leopoldo se aproximó a la mesilla de noche y alzó la lámpara. La luz iluminó su rostro desde abajo, dándole aspecto de diablo, cuando fue hasta el cesto de mimbre y apartó con la mano libre la sabanita bordada que cubría al niño. Lo que vio provocó una sonrisa de satisfacción en su cara. Se giró hacia Valentina, que seguía sentada en el borde de la cama, sin fuerzas siquiera para moverse.
—¿Pretendías ocultarme que has parido un varón? —la increpó Leopoldo, haciendo un esfuerzo por contener la ira que bullía dentro de él. En su cabeza, la voz de su padre muerto insistía en que un caballero jamás permitía que la insolencia de una furcia le hiciera perder las buenas maneras, pero su cólera era tan grande que acabó estallando en forma de carcajadas que sonaron como latigazos—. Me acerqué esta tarde para cerciorarme de que todo iba bien y vi desde el quitrín cómo entraba esa horrenda madame Selene. Sospeché enseguida que tramabas algo. Al cabo de un rato se presentó ese hombre con maletín de médico y ya no tuve ninguna duda. —Leopoldo volvió a reírse—. El pobre y crédulo doctor…
Valentina se asustó al oír sus últimas palabras. ¿Y si Leopoldo había mandado a sus secuaces que mataran a Tomás? Le imaginó tendido en plena calle, desangrándose, tal vez muerto ya, y se echó a llorar.
—¿Qué le habéis hecho?
Leopoldo la miró como si fuera un insecto al que pensaba aplastar de un momento a otro.
—Si no ha puesto demasiado ímpetu en resistirse, despertará en algún callejón con un fuerte dolor de cabeza. Si se ha hecho el valiente, tal vez mis hombres le hayan roto algún hueso a modo de correctivo, pero no he ordenado que le envíen al otro mundo.
—Eres un ser despreciable —susurró Valentina.
Estaba sin fuerzas y mareada como si fuera a desmayarse, pero debía resistir. Tenía que ingeniárselas para llegar hasta su hijo antes de que Leopoldo le pusiera las manos encima. Se levantó y avanzó un paso vacilante. Él fue más rápido. De un empujón la echó sobre la cama.
—¿Qué significa esa palabra en boca de una ramera? —farfulló entre dientes.
Sacó al niño de la cuna y lo apretó muy fuerte contra su pecho. Su rostro se dulcificó con un atisbo de ternura que enseguida dio paso al orgullo. Ese ser diminuto, aunque lleno de vida, reemplazaría al despojo que había parido su inútil esposa y que no había llegado a vivir ni un solo día. En cuanto despuntara el alba, haría proclamar a los cuatro vientos que en la mansión de Leopoldo Bazán y Urrutia había nacido un heredero sano y fuerte como un roble. Educaría a su hijo transmitiéndole todo lo que le había enseñado su difunto padre y nadie sabría jamás que Guillermo Bazán O’Farrill había sido gestado en el vientre de una buscona llegada de ultramar como tantas otras ratas deseosas de hacer fortuna en la isla.
Valentina captó sus pensamientos como si le hubiera leído la mente.
—¡No te llevarás a mi hijo! —exclamó.
Una inesperada fuerza la ayudó a saltar de la cama. Se abalanzó sobre Leopoldo e intentó arrebatarle al niño. El pequeño despertó con el forcejeó y comenzó a berrear. Su llanto se mezcló con la risa estruendosa que emitió Leopoldo cuando separó la mano derecha de su heredero y golpeó a Valentina en plena cara. La joven cayó al suelo, donde quedó aturdida, viendo miles de estrellas bailando ante sus ojos. Cuando recuperó el sentido y pudo incorporarse a medias, sólo llegó a tiempo de atisbar los pies de Leopoldo saliendo a toda prisa de la alcoba.
—¡Adiós, estúpida ramera! —oyó decir al hombre por cuyo amor llegó a arrastrarse como un gusano.
—¡Noooo!
El grito había brotado de sus propias entrañas, rotas por un dolor que le arrancó la vida de cuajo, le aplastó el corazón y secó sus pulmones. Se hizo un ovillo para aguardar la muerte a los pies de la cama en la que tantas veces la había poseído ese hombre sin corazón…, pero su instinto no quiso rendirse. Sin darse cuenta, empezó a inspirar a bocanadas ansiosas. El aire llenó su pecho, alimentó su sangre y brotó de sus labios entre sollozos de animal herido que llegaron hasta el patio y arrancaron a la negra Candela de la pequeña muerte a la que la había arrojado el puñetazo de Leopoldo Bazán.
—¡Niña Calipso… niña Calipso…! —gritó, tirando de las cuerdas para liberar sus muñecas, aunque sólo logró despellejárselas.
Valentina no respondió. Ni siquiera la oía entre los sollozos que la hacían convulsionarse. Sin su hijo, la vida volvía a ser un agujero oscuro donde no merecía la pena seguir sufriendo.
Cuando Tomás regresó a la casa, tambaleándose desde el callejón donde había despertado con una brecha en la cabeza y un dolor en el torso que sólo podía deberse a una costilla rota, la puerta abierta de par en par ratificó su sospecha: los que le habían atacado no lo habían hecho con intención de robarle, aunque se hubieran llevado su reloj.
Halló a Gabriel maniatado e inconsciente en medio del zaguán. Examinó su cuerpo ensangrentado a la débil luz que enviaban las farolas desde la calle. Comprobó, aliviado, que sus heridas no parecían graves y salió al patio. Allí divisó enseguida la mole de la negra Candela atada a una columna. Bajo los rayos de luna que entraban desde arriba, vio que sangraba junto al labio inferior, tenía la nariz rota y la bata blanca empapada de sangre, como si la hubieran degollado. La propia Candela se había despellejado las muñecas al intentar librarse de las ataduras.
—Estoy bien, doctor —farfulló—. Vaya con Calipso… ella le necesita más…
Con el corazón encogido por el miedo a lo que pudiera encontrarse, Tomás se precipito dentro de la alcoba. Valentina estaba acurrucada en el suelo, a un lado de la cama. El agotamiento había trocado su llanto en una sucesión de gemidos que semejaban los de un animal moribundo. Tomás se agachó, le apartó el pelo que le caía sobre el rostro y le tocó la frente con delicadeza. Ardía de fiebre. Le tranquilizó comprobar que su cuerpo no presentaba heridas ni contusiones. Tampoco había en su ropa ni sobre las baldosas sangre que hiciera temer una hemorragia de las que segaban la vida de muchas mujeres después del parto. Advirtió que los labios resecos de Valentina se movían. Tomás pensó que estaba rezando, aunque no entendió lo que decía. Se acercó un poco más y al fin pudo oír lo que repetía como una letanía:
—¡Juro por Dios y por mi hijo que algún día te destruiré, Leopoldo Bazán…!
Sin hacer caso de los pinchazos de dolor en el torso, Tomás se levantó, alzó a Valentina en brazos y la acostó con delicadeza en la cama. De pronto se acordó del niño. Miró dentro del cesto adornado con volantes y lazos azules. El bebé había desaparecido.