Cuando Valentina despertó, el niño ya no estaba encima de su vientre. Sobresaltada, alzó la cabeza y miró a su alrededor. Por el ventanal entraba la luz moribunda del crepúsculo. Madame Selene había desaparecido, al igual que la negra Candela. Pero vio a Tomás Mendoza junto a la cama. Eso calmó su desasosiego. El médico se mecía sentado en la comadrita y la contemplaba con una sonrisa tranquilizadora.
—¿Y mi hijo?
Tomás señaló con la cabeza la cuna que madame Selene y la negra Candela habían improvisado con un cajón de la cómoda y habían colocado en el suelo. El pequeño yacía sobre un almohadón cuadrado, envuelto en sábanas limpias que la madame había sacado de un armario del traspatio y después había cortado.
—Madame Selene y su esclava le prepararon este curioso lecho —explicó Tomás—. Las he enviado en busca de ropa y un acomodo más digno para su pequeño Gervasio. ¿Cómo no le había preparado un ajuar?
Valentina se encogió de hombros.
—Angustias creía que el parto sería más adelante.
Tomás no dijo nada. La madame le había mostrado a la esclava muerta del traspatio y, a instancias suyas, entre todos habían envuelto el cadáver con dos grandes sábanas, para evitar que acudieran los insectos. Por esa noche bastaría el improvisado arreglo, pero habría que decidir pronto qué hacer con el cuerpo. Un asunto peliagudo, porque esa esclava tenía dueño.
—¿Puedo sostener a mi hijo?
—¿Se siente con fuerzas ya?
Valentina asintió moviendo un poco la cabeza.
Tomás se levantó de la mecedora.
Valentina, descansada por fin, observó a Tomás y pensó que debía de irle bien en la isla. A pesar de que estaba en mangas de camisa, su aspecto era el de un hombre acomodado y pulcro. Las prendas que llevaba no eran tan lujosas como las de los caballeros ricos que frecuentaban L’Olympe, pero parecían de buena hechura y, aunque en la tela se marcaba alguna arruga por el tiempo que debía de llevar allí sentado, se veía que habían sido planchadas por manos hábiles. Su tez se había bronceado bajo el sol del Caribe, y eso, unido a su cabello casi negro, le daba un aire de caballero criollo, además de una apostura que llenó a Valentina de pesar por no haber aceptado casarse con él cuando pudo haberlo hecho.
Tomás se inclinó, sacó al pequeño del cajón y se lo entregó a Valentina con mucho cuidado. La joven apretó contra su pecho ese cuerpecito tibio que olía a vida nueva y también a esperanza. Contempló las manitas que sobresalían del faldón improvisado y los ojos se le inundaron de lágrimas.
—Es perfecto —susurró—. Observe sus uñas… y los pliegues de los dedos… y los piececitos… ¿Cómo puede ser tan pequeño y estar tan bien acabado?
Tomás tenía un nudo atravesado en la garganta y no pudo responderle. Siempre se conmovía cuando ayudaba a traer a un niño al mundo, pero éste, además, era hijo de Valentina, a la que había creído muerta. Se preguntó quién sería el padre de esa criatura. ¿Tendría que ver Valentina con el burdel de madame Selene? Pero, si era así, ¿por qué nunca la había visto allí?
Como si hubiera leído los pensamientos de Tomás, la joven despegó la vista de su hijo y le miró fijamente. Pese a su palidez, las profundas ojeras y el cabello que le caía sobre los hombros en greñas desordenadas, ¡qué hermosa le pareció a Tomás en ese instante!
Valentina se armó de valor y musitó:
—Se está preguntando si soy pupila de madame Selene, ¿no es cierto?
Tomás se ruborizó hasta las orejas. Negó con la cabeza con vehemencia, avergonzado de que la joven había acertado de lleno.
—Temí que hubiera muerto —dijo, mascando cada palabra como si fuera un manojo de tabaco—. Cuando el amo del Flor de Majagua me dio permiso para viajar por unos días a La Habana, algunos meses después de nuestro último encuentro, lo primero que hice fue ir a la pensión de la Juana. Y aquella esclava enjuta que parecía una lagartija me dijo que usted se marchó una mañana y jamás regresó…
—¿Qué le ha contado madame Selene?
—Nada, en realidad. Hemos estado muy atareados atendiéndoles a usted y a su hijo.
Ahora fue Valentina quien se tiñó de escarlata.
—Tomás, no merezco que siga tratándome como si fuera una dama. Yo… —Se detuvo porque las palabras parecían haberse atascado en su garganta reseca. Tragó saliva y continuó—: Aquella mañana, cuando me alejé de casa de la Juana para buscar trabajo, me desmayé en plena calle. Dos jóvenes me auxiliaron y me llevaron en su quitrín a una hermosa mansión. Era el burdel de madame Selene. Ella me propuso trabajar allí y yo… estaba tan desesperada que acepté. Durante un año fui una de sus pupilas más solicitadas. Tal vez haya oído hablar de Calipso. En aquel tiempo gocé de gran popularidad entre los caballeros.
Mientras estuvo velando el sueño de Valentina después del duro parto, Tomás había albergado el temor de que la joven hubiera acabado en el lupanar de madame Selene o algún otro, y había deseado con todas sus fuerzas que sólo fueran aprensiones suyas. Al escuchar ahora la verdad desnuda de su boca, el corazón le dio un vuelco y se quedó mudo de la consternación. Cruzó los brazos delante del pecho y tomó aire para deshacer la congoja que se le había atravesado en la boca del estómago.
—Un cliente se… —Valentina buscó las palabras adecuadas. Lo que iba a decir destruiría definitivamente sus sueños con respecto a Leopoldo y también la posibilidad de conservar el respeto de Tomás—. Un cliente se encaprichó de mí y no cesó hasta que logró traerme a esta casa. Era un caballero rico, joven y muy apuesto… Y yo… yo le amaba con todo mi corazón.
Tomás Mendoza estiró un brazo hacia la mesilla de noche, alzó el vaso de agua que había dejado la negra Candela para apagar la sed de la recién parida, se lo llevó a la boca y bebió la mitad de un trago. Podría llegar a aceptar que la mujer amada había ejercido de ramera, nunca se consideró esclavo de las hipocresías de la sociedad, pero que ella le confesara con tal sinceridad su amor por otro hombre le dolía como si le hubiera asestado una puñalada en pleno corazón. Carraspeó para arrancarse el guijarro que se le clavaba en la garganta.
—Ese hombre… —prosiguió Valentina— es un caballero por nacimiento, pero su corazón es el de un rufián. No ha vuelto por aquí desde que supo que estaba encinta. Se llevó a una de las esclavas que había traído para atenderme y me dejó en compañía de la más anciana, que murió ayer entre mis brazos. La vieja Angustias se las arregló para cuidarme como una madre con el escaso dinero que mi amante nos hacía llegar a través de un abogado…
Tomás vació el vaso. Volvió a dejarlo sobre la mesilla. Seguía sin poder hablar.
—Ahora temo que se entere de que ha nacido un varón y venga para llevárselo.
Él volvió a aclararse la garganta, inspiró y hasta consiguió esbozar una agónica sonrisa.
—Yo les protegeré a los dos —quiso tranquilizarla, aunque la voz le salió ronca—. Soy bueno manejando los puños, se lo aseguro, no me vence cualquiera.
—Usted no le conoce. Desde que descubrí su verdadera naturaleza, sé que es cruel y despiadado. ¡Debe sacarnos de aquí cuanto antes!
Tomás sacudió la cabeza con energía.
—¡Eso es imposible! Aunque el parto haya transcurrido sin complicaciones, es imprescindible que descanse al menos dos días. De lo contrario, podría sufrir una hemorragia de consecuencias fatales. Sé que usted es fuerte, pero toda mujer necesita reposar después de dar a luz para reponerse.
Dos gruesos lagrimones comenzaron a deslizarse por las mejillas de Valentina.
Tomás se esponjó de ternura.
—No tema, Valentina. Cuando regrese madame Selene, le pediré que nos ceda a Gabriel por esta noche. Entre los dos les protegeremos a usted y al pequeño…
Como si hubiera intuido que hablaban de su seguridad, el niño se removió en brazos de Valentina y arrancó un tenue llanto, como el maullido de un gato, que enseguida arreció. Asustada, la joven posó sobre Tomás una mirada interrogante.
—Ha llegado la hora de darle de comer —murmuró él.
Valentina bajó la parte superior de su arrugada bata y dejó libre un pecho. Tomás desvió enseguida la mirada y se levantó con intención de apartarse de la cama. No quería ver ni una pulgada del cuerpo que tanto había deseado y que había hecho gozar a hombres desconocidos a cambio de dinero.
—No se marche, por favor —dijo Valentina, aterrorizada. ¿Cómo se las iba a arreglar para dar el pecho a ese ser tan frágil?—. No sé qué debo hacer…
—Es muy sencillo —respondió Tomás, evitando con ahínco mirar la piel desnuda de Valentina. Carraspeó, muy turbado, y musitó—: Coloque al niño delante del pecho y él mismo empezará a succionar. Si no lo hace, usted deberá guiarle.
El recién nacido no requirió la ayuda de su madre. Cerró los labios alrededor del pezón y chupó con avidez. La vista de Valentina volvió a emborronarse de lágrimas. Sentía en su interior un amor que jamás le había inspirado nadie y que en nada se parecía a la violenta pasión que había despertado en ella Leopoldo. Tampoco al cariño sosegado que sintió por Gervasio. Le pasó por la cabeza que la pasión por un hombre puede anular la voluntad de una mujer hasta conducirla a la perdición, pero el amor por un hijo le da fuerzas para matar a quien pretenda hacerle daño.
Tomás desistió en su empeño de apartar la vista de madre e hijo. Al ver cómo Valentina contemplaba al niño, el malestar que le había causado su confesión se disipó. Y supo que aunque esa mujer decidiera volver a entregarse a todos los hombres ricos de La Habana, jamás conseguiría arrancársela del corazón. Seguía tan prisionero de sus sentimientos como la tarde en que se despidieron en la fonda de la Juana.
Cuando el pequeño se hubo saciado, abrió la boca y dejó escapar el pezón de su madre. Valentina sonrió y alzó la vista. Sus ojos se cruzaron con los de Tomás.
—¿Y ahora?
—Tome al niño sujetándolo por la nuca, para que no se le doble la cabeza, y póngalo un instante encima de su hombro. Así podrá expulsar los gases y dormirá mejor. Se lo explicaré…
Tomás se puso en pie y se lo mostró. Cuando el pequeño hubo eructado, él mismo lo acostó en el cajón convertido en cuna y volvió a ocupar su sitio en la comadrita.
Valentina sonrió al ver a un hombretón como él acomodado en un mueble tan endeble. Susurró:
—Me he acordado muchas veces de la última conversación que tuvimos antes de que partiera a trabajar en aquel ingenio.
El médico se puso como la grana y bajó los párpados. Se sentía como si Valentina le hubiese hurgado con un cuchillo en una herida que aún le dolía. Y mucho.
—Sin duda, pensará que fui necia y orgullosa rechazando su ayuda para acabar convertida en una ramera.
Tomás meneó la cabeza e hizo un esfuerzo por mirarla a los ojos.
—El necio fui yo por no haberme atrevido a ser sincero con usted —farfulló, aún colorado como si fuera un muchacho barbilampiño—. Debí haberle confesado que no le proponía matrimonio por hacer una obra de caridad.
Entre los dos se interpuso un silencio espeso. La velada declaración de Tomás llenó a Valentina de dicha y a la vez de tristeza. Porque ahora era demasiado tarde para rectificar su error.
—Prométame que dejará de hablarme de usted —musitó—. No merezco ser tratada como una dama.
—No sea tan cruel consigo misma —replicó él, revolviéndose incómodo en la comadrita y sin que se le ocurriera ninguna causa concreta para explicar su malestar. Era más bien una sensación difusa que le hacía sentirse estúpido—. Sin embargo —prosiguió—, estoy de acuerdo en que a partir de ahora deberíamos hablarnos como hacen los buenos amigos. Porque siempre podrá contar con mi amistad, Valentina.
Ella asintió apenas. Oír hablar a Tomás de amistad le había despertado un asomo de decepción. Al mismo tiempo, saber que podía confiar en su ayuda mitigaba su miedo a lo que Leopoldo pudiera hacerle a su hijo.
—Háblame de tu vida desde que partiste para el ingenio Flor de Majagua —le instó de pronto.
La mirada de Tomás se ensombreció. Le incomodaba recordar los meses en los que trabajó para un plantador despótico que maltrataba a sus esclavos.
—Sin duda lo haré —respondió con desgana—. Pero no ahora. Te cansaría demasiado.
En ese instante irrumpieron en la alcoba madame Selene y la negra Candela. La negra había abierto la puerta con una llave que había encontrado sobre la mesa de la cocina, junto a un cesto con un pedazo de carne pasada, de la que se deshizo enseguida, y algunas verduras mustias. Valentina y Tomás no las habían oído entrar y se sobresaltaron.
Ahora que madre e hijo estaban tranquilos, madame Selene volvía a ser la mujer observadora de siempre. Y su poderosa intuición, ejercitada durante los muchos años que pasó en el prostíbulo, le dijo que Valentina y el sucesor del doctor Carballo se conocían del pasado. Y que ese médico estaba enamorado de la joven hasta el tuétano. Eso la satisfizo sobremanera, porque siendo doctor dispondría de posibles, y encima, era bien parecido. Prueba de ello era que hasta las pupilas más baqueteadas de L’Olympe se agitaban como damiselas virginales cuando él acudía a examinarlas. Además, le daba el pálpito de que ese hombre poseía buen corazón. A lo mejor, hasta desdeñaba las rígidas reglas de la sociedad lo suficiente para aceptar un pasado como el de Valentina y a un hijo que no era suyo. Sin duda, el doctor Mendoza era el candidato ideal para lograr que su pupila olvidara de una vez por todas al canalla del niño Leopoldo. Ojalá supiera ver Valentina la oportunidad que le brindaba el destino.