Jadeando como un perro y con la piel empapada por la transpiración, Valentina aflojó un poco la presión de los dedos alrededor de los barrotes del cabezal e inspiró profundamente. No tenía noción de cuánto tiempo llevaban alternándose los intervalos de dolor con períodos de calma cada vez más breves. Sólo sabía que soportaba mejor las violentas contracciones si había aprovisionado de aire sus pulmones durante las cortas treguas. Y que debía resistir como fuera por el bien del pequeño. No tuvo mucho tiempo para reponerse, enseguida una nueva puñalada le abrió las entrañas. Se aferró a los barrotes, ya pegajosos por el sudor de los dedos, y gritó con fuerza mientras su cuerpo se retorcía sobre las sábanas arrugadas y viscosas.
Cuando el dolor remitió, creyó oír tres enérgicos golpes de aldaba. Soltó los barrotes y se pasó las manos por la cara para limpiarse el molesto sudor. ¿Quién podía estar llamando a la puerta? ¿Habría oído alguien sus gritos y acudía en su ayuda? Pero ¿cómo le iba a abrir? Si ni siquiera conservaba fuerzas para levantarse… ¿Y si quien llamaba era Leopoldo? El miedo se sumó al dolor que atenazaba su vientre. Entonces recordó que él disponía de llave y habría entrado sin avisar.
Tres nuevos golpes invadieron el lúgubre silencio de la casa. Valentina intentó incorporarse, pero estaba tan exhausta que ni siquiera pudo despegarse de la cama. Oyó chirriar la puerta. Unos pasos enérgicos se aproximaron a la alcoba. ¿Acaso no había cerrado bien cuando regresó del mercado por la mañana? La perspectiva de tener compañía la alivió por un instante, pero enseguida regresó el temor. ¿Y si después de todo sí era Leopoldo?
El sonido de los pasos, cada vez más cerca, le indicó que eran varias personas y por el modo en que pisaban, mujeres. Pero Valentina no pudo seguir conjeturando. La atacó una contracción tan violenta que estuvo a punto de desmayarse. Cuando el dolor fue mitigándose, notó que una suave mano le limpiaba la cara con algo de tacto sedoso que olía a perfume. Ni siquiera se asustó. Estaba demasiado débil y dolorida para reaccionar. Abrió los ojos muy despacio. En el borde de la cama se hallaba sentada una dama de aspecto distinguido. Su cabello era casi blanco de tan rubio, la piel pálida como la luna llena y sus ojos de un azul tan claro que parecían transparentes.
—Madame Selene —musitó Valentina mientras los lagrimones le hacían cosquillas al deslizarse por sus mejillas.
—Tranquila, niña. Todo va a ir bien —susurró la madame—. ¿Cuánto tiempo llevas así?
Valentina se tragó las lágrimas, mezcladas con saliva y mucosidades.
—No lo sé. Esta mañana murió Angustias y enseguida empezaron estos espantosos dolores.
La mirada de madame Selene se tiñó de consternación.
—¿Quién es Angustias?
—La esclava que Leopoldo…
Una nueva contracción dejó sin voz a Valentina. Se sentía como si fuera una res que estaba siendo abierta en canal. Se aferró a los barrotes y desahogó tanto dolor gritando. A través de la agonía, creyó oír que madame Selene ordenaba a alguien:
—Mira en los cuartos del traspatio.
Cuando llegó la calma y Valentina pudo abrir de nuevo los ojos, le dio tiempo de atisbar una gran sombra blanca y negra deslizándose fuera de la habitación.
—Ya ha pasado la hora de la prima tarde, así que debes de llevar mucho tiempo de parto —conjeturó madame Selene—. ¿Vienen muy seguidos los dolores?
—Cada vez más, madame…
—Entonces estás a punto. —La dama de nieve hizo una breve pausa y añadió con cautela—: El niño Leopoldo te ha abandonado, ¿no es cierto? —Incluso en esa situación era incapaz de disimular cuánto odiaba a ese hombre diabólico.
Valentina movió un poco la cabeza para asentir.
—De nada sirven las lamentaciones ahora —murmuró la madame, como si hablara consigo misma—. Lo que necesitamos es que venga el doctor.
Una voz de timbre poderoso llenó de repente la alcoba.
—¡Madame Selene, en un cuarto al lado de la cocina hay una vieja negra muerta!
Valentina miró de soslayo hacia la puerta. Reparó en la bata blanca que cubría un cuerpo orondo de enormes pechos. A continuación reconoció el turbante blanco, los pendientes de aro y el rostro redondo de la negra Candela, que le sonreía mostrando todos sus dientes superiores. Valentina no se sorprendió. Después de haber hallado a la dueña de L’Olympe sentada en el borde de su cama, nada le extrañaba ya.
—¡Sal a la calle y envía a Jacinto en busca del doctor! —ordenó la madame a la negra Candela—. A esta hora estará en su casa pasando consulta.
—¿Y si no está ahí, madame Selene?
—Entonces, ¡que lo busque! —insistió la otra con impaciencia—. ¡Y rápido, que este niño está a punto de nacer!
—Sí, mi ama —dijo la negra Candela, aunque no se movió.
—¡Apresúrate ya, mujer! —gritó la madame.
Candela, que nunca había visto a su dueña tan impaciente, dio un brinco y abandonó la alcoba como una exhalación.
Ya de regreso en el patio tras haber cumplido su encomienda, otro lastimero quejido de la parturienta le puso la carne de gallina. Talmente como el de un animal acorralado. Entró en la habitación y la vio aferrada a los barrotes de la cama, con el pelo empapado en sudor y los labios cuarteados de tanto mordérselos. Madame Selene la miraba, pálida como una muerta o como si estuviera a punto de desmayarse. La negra Candela decidió intervenir. Respetaba al ama por su gran fortaleza de ánimo, pero sabía por experiencia que no servía para partera.
—Déjeme a mí, madame. Usted bien sabe que he ayudado a nacer a muchas criaturas.
Aliviada, la dama se puso en pie con las rodillas temblorosas. Esa misma mañana la negra Candela le había contado que llevaba varios días viendo a Calipso en el mercado, cargada con una inmensa panza de burra preñada y un aspecto de lo más lastimoso. La había seguido repetidas veces hasta una calle cercana a la plaza de Armas, donde la joven entraba en una casa modesta, aunque bastante bonita, en la que no parecía vivir nadie más que ella. Como Candela conocía a todas las esclavas que compraban viandas para sus amos en el mercado de la plaza Vieja, había abordado a una mulata algo boba que pertenecía a la familia Bazán. No le resultó difícil sonsacar a esa necia que el niño Leopoldo había preñado casi al mismo tiempo a su esposa y a la amante que ocultaba en una casa alquilada, y que, como cabeza de familia tras la reciente muerte de su padre, quería mantener en secreto a toda costa que doña Carlota había malparido dos días atrás a un sietemesino que no llegó a vivir ni tres horas. Enterada de esto, madame Selene había salido de L’Olympe dispuesta a rescatar a Calipso de una vida miserable, incluso de las mismísimas garras de ese diabólico Leopoldo Bazán si hiciera falta, pero jamás había pensado que hallaría a su pupila favorita pariendo sola como una perra abandonada.
Asintió con la cabeza, más por darse ánimos a sí misma que por otra cosa.
—Creo que necesitaremos agua caliente y paños limpios, o…
—¿Quiere que vaya yo, ama? —preguntó la negra Candela.
—¡No! Mejor quédate con ella. Y cuídala bien hasta que yo regrese.
—Asina se hará, no pase pena.
La madame abandonó la alcoba. Llena de aprensión, caminó hacia el traspatio, donde Candela le había dicho que había una vieja muerta.
Jacinto tardó poco en regresar con el médico, al que había sacado de la consulta donde atendía a pacientes adinerados que pagaban muy bien sus servicios. El galeno golpeó la puerta dando enérgicos aldabazos y se precipitó dentro de la casa en cuanto le abrió la propia madame Selene. No hubo ninguna necesidad de guiarle hasta donde se hallaba la parturienta, los fuertes gritos de la pobre mujer lo hicieron.
—¡Deprisa, doctor! —le apremió la madame con semblante desencajado—. Los dolores le vienen muy seguidos. La negra Candela cree que el niño debería haber asomado la cabeza ya, pero parece estar aprisionado. Calipso está sufriendo mucho.
Cuando el médico vio desde el umbral a la mujer que yacía desgreñada y sudorosa después de la última contracción, con los ojos cerrados y los dedos aferrados con tanta fuerza a los barrotes de la cama que la piel había perdido todo color, su corazón amenazó con detenerse; su rostro palideció, se tiñó de rojo como el mamey y volvió a ponerse blanco. Necesitó toda su fuerza de voluntad para dominarse antes de poder acercarse a la cama para examinar a la parturienta. Se cercioró sobre todo de que el niño no había quedado atrapado. Después se sentó en la cama, tomó una mano de la mujer y le habló con toda la calma que le permitió su propia desazón.
—Valentina, su hijo está a punto de salir, pero necesita que le ayude haciendo un último esfuerzo. Debe empujar tan fuerte como pueda. De lo contrario, podría asfixiarse.
A través de la niebla que nublaba su mente, Valentina advirtió que ese médico no era el viejo doctor Carballo… Y la había llamado por su nombre… Y su voz, enérgica y a la vez muy tierna, le resultaba familiar. Alzó los párpados, que le pesaban horrores. Al ver quién era el hombre que le sostenía la mano, en su rostro quiso dibujarse la sombra de una sonrisa.
—Tomás… —musitó.
Tomás Mendoza le sonrió de oreja a oreja; ahora sabía cómo se sintió Ulises cuando regresó a la isla de Ítaca. Su hogar.
El sorprendente reencuentro animó a Valentina a empujar con las pocas fuerzas que conservaba y pronto vieron asomar la coronilla cubierta de pelusa de la criatura.
—¡Ya viene! ¡Ya viene! —gritó madame Selene.
—Trate de calmarse, se lo ruego —la reprendió Tomás mientras tiraba del niño con cuidado de no lastimarle la cabeza.
Antes de cortar el cordón umbilical, alzó por los pies al ser arrugado y manchado de sangre que había salido de Valentina y le dio un cachete en el diminuto trasero. La criatura rompió a llorar con rabia. Tomás se abandonó a una risa de alivio y colocó al recién nacido boca abajo sobre el vientre de Valentina.
—Es un niño sano y posee buenos pulmones.
—Mi pequeño Gervasio… —susurró Valentina antes de caer en el profundo sueño del agotamiento.